En el cuarto de baño la luz permanece encendida, ya va para más de un cuarto de hora desde que salió de la habitación con una pequeña toalla entre las piernas. Oye el agua correr en el lavabo y frente al espejo mira sin verse un rostro que casi no contiene nada de sí mismo. También oye el murmullo cerca de la música que Álex, seguramente ya repuesta del “shock”, acaba de programar, instalándose en una emisora que transmite jazz-fusión, largas letanías de sonidos sin evolución, para insomnes o recién despiertos, pero indudablemente también para dos cuando dejan de ser uno y ese uno está atrapado, como Félix ahora, en otro espejo roto, como el cuerpo separado de la orilla, olvidado de la espuma que lo impregnaba hace sólo un momento. Pero uno que es dos sabe(n) que Venus no nació entre las plumas de esta cama insaciada en la que permanece la huella del abandono.
La barbilla áspera deja caer una gota, de sudor, de llanto, de ese otro jugo que es llanto y sudor, de un esfuerzo que abre la brecha en el espacio ciego, donde todas las serpientes aladas revolotean en el beso que hace pudrir las rosas celestes, ya sin poder de alegoría.
Tiene los ojos hinchados y enrojecidos y el espejo abrumado también los ofrece para ser mirados mientras se acaricia sin voluntad la mejilla y escucha que la promesa no va a repetirse, aunque una voz quizás tan dulce y sabia lo dirija nuevamente a través del espacio ciego hasta la cueva de las serpientes voladoras, que reconoce en los silbidos agudos de los pliegues entre las sábanas que crujen desafectadas, sudario de esta momia que vive de doce a cinco de la madrugada: exótica Álex, corazón esta noche jugado a cara o cruz desde que le advirtió sin consuelo: “No funciona”, y piensa ya por completo abstraído o raptado por la luna del espejo (la única luna que no traiciona, si has perdido el sendero por los bosques prohibidos de la Gran Señora de las Serpientes) que esto es sólo el principio de lo imprevisto, aunque esto siempre está previsto y la distancia de un deseo al otro no podría jamás ser cubierta por la labilidad intemperante de su lengua carnal o de su lengua simbólica: si la acercas a la oreja, su coño chirría palabras sin sonido; si la acercas al coño, su oreja, molusco muerto, no escucha más que el prorrumpir de las olas sobre el cantil de las entrañas.
Félix aprieta la toalla rosada y sacude la cabeza hacia atrás en un movimiento reflejo que le gusta cuando piensa en la gran mortandad que producen los brazos entre las ramas que cobijan pájaros ilusos y sorprendidos y los pechos de Alex, como su mismo corazón, son pájaros ilusos y sorprendidos que se escapan a tiempo para no ser capturados y volar tan alto como su forma frágil les permite.
El estúpido monigote que en el espejo sostiene la toalla entre sus pálidos muslos delgados (en la medida en que ése ha seguido siendo igual a sí mismo, a pesar de todos los recorridos circulares de las búsquedas sin objeto) tiene la misma intuición que el hombre de carne y hueso: “Sólo los imbéciles creen en la verdad sensible del placer”. Pero la humillación (la verdadera, no la que se finge para obtener, sin plazo ni demora, la comprensión incierta del otro) también es una retórica, y quizás sólo gracias a que lo sea un hombre puede salvar la cara cuando una mujer, que ha pasado por Ginoclinic y Cosmopolitan, observa que el crecimiento de sus uñas no es proporcional al tiempo de duración de una cópula sin verbo conjugado, o un futuro que ya ha llegado con el formar un bello pasado hipotético, la misma raíz de lo que asciende y desciende a lo largo de las palabras inarticuladas, las que desembocan en la crudeza de lo no dicho y por eso tanto más terribles y fatales.
Félix no puede escuchar la música, si su cerebro laminado dejara de zumbar podía hasta escuchar su propia respiración de animal cazado, pronto a ser despellejado entre las sabias manos de una función coercitiva llamada Álex, sobre quien la invitación al sacrificio no ejerce ningún secreto poder de persuasión, pues el lamento que precede al sacrificio no es ni siquiera la excusa válida de quien necesita ser perdonado mucho antes de que la pida, como si el tiempo del amor corriera en sentido diferente del tiempo de los cuerpos. Así, la música que no escucha, porque ha salido de la esfera del tiempo de ella, le obliga a introducirse por el pasillo mal iluminado de su propio tiempo negado, el hueco por donde discurre la presencia evasiva del otro.
Cuando vuelve ya sin la toalla, se detiene ante la cama (el navío infecto del que no sabe cómo escapar, no es buen nadador y el vértigo es mayor que la náusea) y mira su propia mirada devuelta, porque desde que hace el amor con Álex lleva el espejo dentro de su propia cabeza, y ningún acto semejante ofrece la infinitud que contiene la superficie profunda de su espejo, que es al mismo tiempo el cuerpo de ella, pero Álex no sabe serlo y, sin embargo, su deseo es la forma adoptada por el espejo en el mundo de los sentidos que limitan cuanto poseen. ¿Qué otra fascinación habría en el retorno desesperado del mismo deseo, si la infinitud no se trasparentara en la finitud caída de este cuerpo indomeñable que espera al otro lado de los tiempos duales sin reconciliación, como cuando sus bocas se acercan para tomar su mutuo aliento y ninguna conoce el rictus secreto en el desencanto de la otra?
“Siento una molestia en la espalda, como si un cuchillo me la desgarrara a lo largo de la columna, tantas caricias hechas sin concierto me dejan insensible y lo peor es que me gusta que los hombres lloren sobre mis grandes hombros, hechos conejitos hiposos y desvalidos, cuando su escasa energía vital los abandona en el momento de la derrota. No siento los escrúpulos de su lucha perdida de antemano, como hace un momento, cuando Félix, magnánimo pero ineficaz en su estrategia, bulló, reculó, recorrió el corto trecho de la senda invertida por donde tantos, con mejores ilusiones, se han perdido sin mirar atrás, porque sabían que yo no sería el espejo de su mórbido duelo contra nadie, espejo de su entusiasmo sobre nada y sobre mí…”.
Cuando vuelve ya sin la toalla, una mano invisible le aprieta la garganta, una presión sin fuerza le estrecha la cintura, un desgarro en el estómago le trasmite una mueca (acostumbrada, es sólo cosa suya, ahora y siempre) que debería reprimir, porque no está solo y la luz de la lamparita todavía realza con demasiada definición su rostro desnudo (es el mismo que ha traído desde el espejo), mucho menos expresivo que su sexo interrogante y ofendido. Incluso si no hubiera aprendido a mirar su propia mirada, ese cuerpo de espaldas recogido sobre la almohada seguiría siendo el objeto de un desperdicio y de una consumación impura de su vida, medida por abusivos dictámenes en los que otros dejaron signos de su propia impotencia.
“No fue una terapia ni un tratamiento, cómo podría serlo, después de tres años ninguna enfermedad resulta demasiado desconocida ni ningún pudor invencible, pero nadie me dijo que esto también pudiera acabar en alguna especie de trauma, de etiología identificable y hasta renombrada en los medios de comunicación, en Ginoclinic todo parece “déjà vu” y revuelve el estómago.
Nadie me obligó a ir, es cierto, ni siquiera Félix dijo una sola palabra en contra o a favor, se limitó a mirarme de reojo, cuando sugerí vagamente que debíamos solucionar lo nuestro, y luego ya no quiso seguir hablando, de hecho ya no volvió a hablar más, y no es que yo no haya intentado explicárselo en tantas ocasiones como hemos tenido, pero no lo veo dispuesto a aceptar la nueva situación hasta sus últimas consecuencias.
Lo de la estimulación oral con el simulador no fue una circunstancia favorable, cuando aquella tarde vino a recogerme a la clínica y la asistenta especializada en traumas post-coito le indicó que pasara a la cabina para amigos, maridos o simplemente admiradores secretos. Mucho menos comprendió las explicaciones didácticas de la asistenta, cuando ésta trató de persuadirle de las excelencias virtuales de la estimulación oral, de ser posible, con un simulador de tamaño natural para provocar un “shock” aún mayor. Ellos disponían de buen material, pero esto último no sirvió tampoco para consolar a Félix, que paseaba por los pasillos mirando fijamente al suelo, a sus zapatos o a algo intermedio entre el mundo y él.
La verdad es que no me sentí incómoda a pesar de todo, porque sé que Félix es incapaz de reprocharme que intente salvar una situación tan desesperada como la nuestra, con la mejor intención con que una mujer está dispuesta a sentir cuándo algo marcha mal y nuestra vida en la cama era más un taller de reparaciones para piezas desusadas que un verdadero placer compartido, aunque yo nunca le eché la culpa de nada, sino que callé hasta que, a través de las amigas del trabajo, empecé a leer “Cosmopolitan”. Entonces fue cuando le sugerí lo de Androclinic y más tarde, ante su rechazo e incomprensión, la visita a Ginoclinic, al menos para que él también se animara a hacer lo mismo.
Creo que la ofuscación por lo del simulador le dura todavía, es un hombre demasiado sensible, está chapado muy a la antigua, no entiende que desde que los dos trabajamos hace un año las cosas han empezado a cambiar y que mis amigos de la oficina municipal son gente con sus necesidades y gustos propios y éstos sí irían voluntariamente a Androclinic, con tal de mejorar su media estadística. Yo, lo que no entiendo, es que aún haya hombres que piensen que tener un sexo como el suyo es una ventaja…”
Cuando se mete en la cama, como un ladrón entra a hurtadillas en un servicio de cafetería para ponerse el pasamontañas, Félix contiene la respiración e intenta sin éxito mirarse las uñas de los pies y contar hasta diez sin pensar en lo que acaba de suceder hace sólo unos minutos, pero su cerebro tiene una capacidad de percusión tal que nada puede oprimirlo más que saber que ahí, junto a él, recogida sobre la almohada en un abrazo posesivo, socarronamente desnuda y ofrecida (siempre lo está), esperando, sin nada más que la voluntad como bandera en el mástil desplegada al viento de la tarde (esa metáfora le duele aún más que la verdad literal) está Álex, exótica Álex, con quien hacer el amor es como jugar a la ruleta rusa de los afectos con una pistola real cargada, con quien jugar a reír y jugar a llorar es como recorrer una ciudad querida bajo la lluvia de noviembre en un sueño sin sentido, con quien compartir la cama, después de todo, es la única forma de vivir después de cada muerte entre horas pasadas en ocupaciones indignas que desconocen que este orgasmo imposible es sólo estadística y mala fe, que hay cosas que ellos no pueden medir.
Félix quisiera decirlo, quisiera que ella lo escuchara por una vez, que hiciera el esfuerzo de pensar con él y no sólo se hiciese creer a sí misma que el murmullo de fronda seca de las sábanas es el único lenguaje común, quisiera no despertar nunca más envuelto en la soledad inhospitalaria de la luz que no sabe inventar la luz.
Valdepeñas, primavera de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018