1
A fines de junio del año del Señor de 1183, Guitone de Luca todavía estaba atravesando la extensa campiña que separaba Mertens de Verneuil. Llevaba tres días a campo traviesa con sus roídas calzas azules y sus zapatillas gastadas recubiertas de piel de cordero, una camisa de hilo muy basto, sucia y hecha jirones, y su viejo laúd a la bandolera, sujeto por una correa despedazada.
El primer día descansó dentro de la maleza del primer bosque que encontró a su paso, abandonando la antigua calzada romana, por miedo precavido de los ladrones y los clérigos mundanos que salían sedientos de los monasterios al atardecer en busca de vino fresco y mujeres con gran alegría de vivir, en las tabernas más concurridas de los burgos recién poblados, junto a los campos de labor conquistados al yermo o al bosque.
El segundo día repuso fuerzas en el establo de una granja pobre y aislada y allí pudo ganarse un trozo de pan reciente y una jarra de vino rancio, gracias a sus trovas de amor sobre la belleza y el desdén de una dama desconocida de reputación imposible, ante unos campesinos sorprendidos por su buena voz y su entonación extranjera, dulce y suave, pese a todo.
Hoy, el tercer día que caminaba, cuando la noche ya se aproximaba rápidamente, agitando a lo lejos estrellas escasas que titilaban en el horizonte desnudo, con el aire humedecido por una brisa estival desacostumbrada que parecía emerger solícita de los prados para calmar el sopor del caminante cansado, Guitone no encontraba un buen lugar donde pasar la noche y cenar siquiera una hogaza dura de pan malo de cebada.
En situaciones así se había visto obligado a permanecer muy a menudo, y siempre había procedido del mismo modo para matar el hambre y el tiempo de la noche solitaria: se dedicaba, entonces, a componer mentalmente versos de escarnio contra señores sin largueza que tanto había conocido, contra clérigos avarientos e impíos, contra burgueses casados que toleraban el adulterio, contra mujeres públicas que exigían más de lo convenido. Sus canciones de amor más puras y versátiles sólo las inventaba cuando su estómago estaba lleno, pues siempre había pensado que existe alguna secreta relación inexplicable entre el amor y el estómago, a pesar de lo que decían los caballeros y los trovadores de mejor fortuna que él.
Gracias a su constante vagabundeo había llegado a poseer un considerable repertorio: canciones de amor imitadas de sus señores mejor dotados para el arte difícil de las buenas trovas, canciones de escarnio que había oído a clérigos errantes como él, a los que empezaban a llamar “escolares” o “goliardos”, alabanzas marianas de juglares de paso por monasterios alejados de las rutas comunes, pequeños cuadros de batallas evocados por castellanos advenedizos, fábulas antiguas o exóticas que había escuchado en iglesias de labios de predicadores, a la afueras de burgos pequeños y miserables.
Guitone estaba dotado, por una extraordinaria gracia, hay quien creía que sobrenatural, de una voz milagrosa, capaz de conmover a toda clase de auditorio; pero de nada le había valido para salir de su lacerante miseria, que no le permitía siquiera cambiarse de calzas o de camisa al menos una vez al año, pues los señores y las damas no eran generosos con él y sí con otros, menos que vulgares troveros, quienes apenas sabían rimar, entonar o templar el laúd.
Cuando estuvo de paso en Renania, errante en torno a los campos de Colonia, cinco años antes, conoció a un apasionado caballero “minnesinger”, que lo inició en los trucos prestigiosos de la creación de trovas mediante la memoria, el arte más difícil, con un repertorio muy limitado de procedimientos y formas. Él aprendió de Reinhardt von Weissemberg la manera de encadenar los versos, la elección y disposición de rimas sorprendentes y raras, los cruzamientos inesperados de palabras a la vez eufónicas y dialógicas, las combinaciones estróficas menos comunes y los metros más embarazosos, las cadencias más suaves de las frases bien medidas y las comparaciones más brillantes hasta el punto de alcanzar una poco habitual lujuria verbal a través del entrelazamiento de las palabras, cosa que tanto reprobaban los clérigos menos compresivos con el nuevo arte de amar, la “gaya scienza” que los caballeros alemanes tan aventajadamente estaban aprendiendo.
Guitone llegó a aprender incluso el viejo alemán y ahora, gracias a sus conocimientos de lenguas, podía ofrecer solaz y deleite a gran variedad de gentes de diversa condición y origen, sobre todo, grandes señores con muchos vasallos, que eran los que mejor pagaban su trabajo. Dominaba los nuevos romances y ahora conocía también un poco la lengua de los sajones, por su compañero de camino, un joven cruzado inglés, que desertó ante el horror de la matanza en los Balcanes, casi enloquecido de haber sido testigo de la masacre, miles de cadáveres despedazados por la furia de los jinetes búlgaros a sueldo de los sarracenos. Robert de Lowshine también se dedicaba, como él, a vivir precaria pero aventureramente de los versos mediocres que improvisaba en aldeas de mala muerte y en castillos y fortalezas de caballeros casi pobres.
Cuando estaba solo en bosques o establos, Guitone lloraba a ratos y cuando se encontraba en castillos u hosterías de camino prefería siempre callar, y entonces nunca recitaba o cantaba, a no ser que alguien se lo pidiera con verdadera emoción, y él, confiado, creyera que el extraño podría o sabría apreciar su arte bien templado.
Pero desde hacía varios meses Guitone estaba desalentado, no quería casi nunca cantar sus mejores trovas y se sentía preocupado y triste, porque pensaba en su extremada pobreza, y sobre todo no podía alejar de su mente fatigada la imagen venerable de la dama de reputación imposible, a la que había dedicado una de las canciones que nunca se apartaba de su memoria, la misma canción nunca acabada que en sueños sufría constantes modificaciones y que luego, al despertar, el pobre trovador no conseguía recordar.
Y así, noche tras noche, sin cena ni compañía, se esforzaba por darle forma definitiva, intentando mejorar los versos, que iban poco a poco tomando algo del esplendor de los ojos de la dama, como una espada toma el color palpitante de una sangre reciente cuyo cuerpo ella misma ha hendido.
Desde entonces, había dejado incluso de componer otras canciones que tal vez pudieran haberle traído más fama y renombre, por eso, se recriminaba, ya no podía competir con tantos trovadores desmañados como había por todas las cortes señoriales del país. A pesar de su miseria, algunas de sus canciones seguían siendo muy apreciadas, incluso muy difundidas y conocidas por aquellos lugares, lo que le obligaba a cambiar de sitio para ganarse la vida, cada vez con más indeseada frecuencia.
Tendido bajo un enorme roble, seguramente ya centenario, Guitone miraba impasible el cielo entre las ramas y la noche comenzaba a sobrecogerlo, a pesar de estar muy acostumbrado a dormir a cielo raso, soportando el frío de la intemperie, en la falda de montes de los que descendían alimañas en busca de presas fáciles.
Esta noche está concentrado en una sola idea, hubiera deseado volver sobre sus pasos y seguir el rastro de la corte del Conde de Provenza, para poder al menos estar cerca de Aloïse: la mujer resplandeciente del pelo dorado como ondina, la misma que cegó a multitud de caballeros en el último torneo, cuando los principales trovadores cantaron sus mejores canciones después de las grandes cenas señoriales y sus voces, melancólicas o exaltadas, atraviesan las estancias lujosas en las que por un momento se hace el silencio en medio de la algazara general tras el buen yantar.
Guitone recuerda que no pudo comparecer en la competición de los trovadores en la presencia irradiante de la mujer a la que todos ofrecieran sus canciones más elaboradas, a fin de adquirir mérito ante sus ojos dispensadores del triunfo. Se siente más humillado que nunca cuando piensa en que él no pudo participar por bien mezquinas razones materiales: se exigía en aquellos reglamentos de la cortesía que los trovadores tuvieran por condición la nobleza, que fueran caballeros al servicio de un gran señor, que poseyeran armadura y caballo propio. Él carecía de todo eso, no tenía señor a quien servir, porque nadie había querido acogerlo en ningún castillo de los muchos que había en la región, y ni siquiera en los burgos apreciaban su estancia y compañía, porque era extranjero.
No podía volver a su patria, pues allí no tenía ya nada: tuvo que huir debido a las luchas de bandos familiares, y en Luca su linaje, partidario del emperador Federico Barbarroja, había perdido toda influencia y sus bienes habían sido confiscados por los partidarios del poder temporal del Papa de Roma. Aunque él era sólo un adolescente de apenas quince años, también tuvo que abandonar la patria, camino de un exilio que ya duraba doce años, a lo largo de los cuales había pasado por Castilla, Provenza, Renania, Bretaña y luego había vuelto otra vez a Provenza, porque aquí un trovador pobre como él todavía podía, con un poco de favor de la Fortuna y de los hombres amantes del arte poético, ganarse la vida con algún esfuerzo, abriéndose paso en la dura contienda que existía entre la multitud de pretendientes al vasallaje del señor, condición necesaria para poder llegar a obtener la licencia de cantar a una dama casada cuyo nombre no debe ser conocido, salvo por los iniciados. Pero cuando llegó, ya todo estaba ocupado por los más venales, los más halagadores y los más abyectos de los trovadores, creadores de torpes e insignificantes versos, que nunca podrían satisfacer ni la nobleza antigua ni el honor ni la hermosura de una dama como Aloïse.
Pensando en lo que debía realizar para estar a la altura de su amor más ciego y violento, cansado consigo mismo y rencoroso de los hombres, Guitone no se podía consolar esta noche de su mala fortuna, no quería ni podía perder justo ahora el aliento, cuando su canción estaba a punto de cuajar en el resquicio por el que se escapaba su soledad y desamparo.
2
Al exhumar en 1327 un códice sobre el linaje de los condes de Provenza, el abad Ferdinand, sin esperarlo, halló una vieja crónica junto a un manuscrito que, a juzgar por la caligrafía, parecía ya ininteligible. Sacudiéndolo contra el atril ante el que se encontraba leyendo, deletreó algo que parecía un título muy confuso escrito en pesadas letras góticas ya en completo desuso, por lo cual le resultaba aún más difícil leer y entender lo que ahora tenía ante la vista.
Al hojear el manuscrito, se dio cuenta de que contenía dos textos muy distintos: al principio, ocupando quince hojas, había efectivamente una crónica sobre la vida y hechos del cuarto conde de Provenza, pero en las seis últimas alguien había escrito, en letra distinta, y sin duda de otra mano, unas canciones en las que, como era costumbre siglos atrás, no aparecía el nombre del autor.
Como el abad Ferdinad era hombre harto escrupuloso en sus serviciales tareas para el engrandecimiento de la casa de Provenza, que tantos bienes había cedido a su monasterio, decidió casi de inmediato que aquella narración podía suministrarle información muy valiosa sobre uno de los más oscuros miembros del linaje al que tanto debían él y su comunidad de cistercienses perseguidos.
A primera vista, poca utilidad podían ofrecer para él esas lascivas composiciones que ni siquiera se atrevería a recitar en voz alta, pero estaba muy inquieto ante el descubrimiento de una práctica amanuense nada corriente en épocas pasadas: la de unir lecturas diferentes en manuscritos únicos, forma de organizar los textos que ahora le era tan conocida y frecuente; y menos aún podía comprender por qué alguien habría unido los destinos de un conde de Provenza con unas canciones lujuriosas compuestas por algún desarrapado trovador del que nadie tenía memoria.
Pero la curiosidad lo venció al fin, y consciente de su pecado y de su vicio, el abad pasó las quince primeras hojas con grave delectación de experto hasta llegar adonde se encontraban las composiciones en verso: intentó apartar primero su vista, se alejó un paso del atril, luego entornó los ojos fatigados, volvió a acercarse otro paso, dispuso su cuerpo en más apta posición, colocándolo a la altura de las primeras líneas, mientras con las dos manos desplegaba las hojas.
Sólo al leer los primeros versos comenzó ya a sentirse raro: no fue el habitual horror de la lujuria mundana del amante sino el sutil espasmo de la belleza nunca dicha, de lo no oído, de lo no leído, lo que lo obligó, con la fuerza de los salmos, las profecías y los evangelios, a seguir leyendo sin pausa hasta el final, cuando exhausto y aterrorizado tuvo que volver a cerrarlo, cayendo súbitamente de rodillas, desfallecido, pues nunca pudo imaginar que el lenguaje humano hubiera alcanzado la armonía y la perfección del divino para cantar y exaltar a la sucia letrina que era la mujer a la que mediante impías imploraciones e invocaciones se llamaba “Aloïse” en algunos pasajes, y de ella se decían impiedades y desvergonzados sarcasmos, en otros lugares. Pero se hallaba tan confuso que no pudo pensar con la suficiente lucidez cómo habría llegado a ser posible que en un mismo manuscrito aparecieran canciones de amor de belleza inigualable junto a escarnios lascivos y brutos y, sobre todo, olvidó preguntarse si su autor no sería la misma persona.
Casi no tuvo el tiempo necesario para hacerse estas mismas preguntas, pues los hechos relatados que leyó a continuación se las aclararon ya por completo, y apiadado por el destino del que suponía su autor, el abad cronista de la casa de Provenza decidió incluir estos sucesos en la propia genealogía y actos caballerescos de los condes de Provenza. Incluso sintió un regusto de placer indecible cuando se dio cuenta de que, con la transcripción de estos hechos horribles, podría conseguir involuntariamente una provocación moral al escarmiento y la piedad, temas de los que él mejor sabía usar en sus sermones semanales de los viernes ante los miembros un tanto disolutos de su comunidad, porque él, efectivamente, abominaba del vil adulterio y de la fornicación insana, pero también era hombre capaz de sentir conmiseración por los que sufren en su carne mortal el castigo de la depravación.
Poniendo en sitio seguro el manuscrito recién hallado, volvió sobre sus quehaceres y escrupulosamente siguió escribiendo con trazo firme y recto la historia por la que esperaba un beneficio considerable para su comunidad.
3
Llegó a Niza a primeros de 1909: traía en la mente la idea de empezar a trabajar en su tesis sobre Lope de Vega, pero en París conoció el otoño pasado la poesía de los trovadores provenzales, y desde entonces no pudo dejar de pensar en unos versos enigmáticos que sus profundos conocimientos de lenguas románicas medievales apenas le ayudaron a penetrar, tal como hubiera deseado, con el celo y la paciencia que en él eran acostumbrados en sus trabajos filológicos, desde que acabara su doctorado en Estados Unidos.
Treinta y seis años antes de acabar en una jaula para fieras incautada por las tropas de ocupación a un circo ambulante de italianos antifascistas, el joven “Old Ez” no sospechaba cuál sería su destino por defender los valores de una cultura arrasada no tanto por los que luego inventaron las cámaras de gas como por esos soldados negros de Harlem que mascaban chicles y le escupían, cuando el joven “Old Ez” ya no era tan joven.
La luz de Provenza, el aire de sus valles, la recurrente permanencia en la memoria de los castillos derruidos que visitaron o habitaron los trovadores, donde habitaron esas damas que su alquimia verbal redimió y refundió en versos con que los ángeles nombrarían a Dios si Dios fuese mujer, tal vez el esnobismo cultural de un joven americano envidioso de la suficiencia arrogante del británico, que fue amigo y maestro de Eliot, Joyce y Virginia Wolf cuando todos ellos no eran conocidos ni apreciados y él se podía permitir corregir sus primeras obras defectuosas, tal vez también la fama entre la bohemia parisina de Van Goh, cuando aún no era el signo de la podredumbre semiúrgica del valor mercantil, y Martin Heidegger empezaba a hablar de él en sus clases de recién nombrado profesor en Friburgo, sí, todo ello colaboró para que el joven Ezra Pound creyera que, por un momento histórico, el suyo y el de nadie más, pudiera llegar a comprender los versos salvajes de aquellos trovadores cuyos nombres persisten, olvidados los de sus señores y los de las damas.
Treinta y seis años después “Old Ez” hablaba de Guido Cavalcanti desde las ondas de “Radio Roma” y, aquella mañana en que los americanos, sus compatriotas de los que había renegado, llegaron a Roma, él estaba pensando en las primeras sensaciones del desembarco en Niza, junto al mar, pero a las puertas ya de su querida Provenza: olió la sal, aspiró el salitre, olió el perfume de los valles, aspiró el aire que movía los sauces al lado de los ríos en que se abrevaban los caballos fatigados de los trovadores, percibió hasta los briales etéreos de las damas a quienes iban dirigidos los poemas que él ya estaba traduciendo mentalmente al idioma del siglo XX apartando sus escorias simbolistas.
Esperando el arresto que no tardará en producirse, “Old Ez” recuerda aquella primavera de 1909 en que estaba trabajando sobre las canciones de oscuros trovadores del siglo XII: sí, él, que había sido por sí mismo y en solitario toda la vanguardia y lo era ya de los “Imaginist” británicos (un rudo americano del sur de EEUU que prefirió Europa para vivir, enloquecer y morir), pensaba que la poesía de los trovadores contenía el núcleo esencial de toda verdadera liricidad, el meollo vital y estético que él quería fundir con la forma poética de hoy, para conseguir que la poesía llegara a ser una nueva forma de vida, un modo puro de existencia y no sólo quedara rezagada a la condición servil de un mero valor cultural.
Ahora tiene cincuenta y cuatro años y está en Pisa, cerca de Luca, y cuando se asoma a mirar por la ventana, contemplando un cielo casi veraniego en esta primavera italiana que tanto amó, recuerda la historia de Guitone de Luca y no sabe todavía que ahora, él mismo, en otra época y bajo otras condiciones, va a ser también un símbolo, algo como el trovador que descubrió en su juventud, sólo que él ha intentado vivir en su verdad propia y el trovador, queriendo hacer lo mismo, se equivocó.
Ezra piensa si quizás él mismo no se ha equivocado, pero rápidamente rechaza la idea: los que vendrán a detenerle nunca tendrán la oportunidad de conocer a Guitone de Luca, porque los usureros que han ganado la guerra se lo impedirán obstruyendo la circulación de ideas, de cultura, el sordo pero continuo flujo de la vida poética y de la poesía como forma de vida, que ellos intentarán aplastar y arrancar de cada corazón, de cada mente, para sustituirla por el monstruo frío y obsceno del cálculo y la mentira.
A las doce de este mediodía de 1945 que nadie recordará, con un sol ya muy alto en el horizonte y un azul pálido que multiplica la transparencia del aire en los destellos inesperados de las cosas, que Ezra intentó atrapar en sus propios poemas a través de palabras relumbrantes, éste no sabe aún que su destino es el destino de Guitone de Luca, el trovador que raptó a la condesa de Provenza en el verano de 1183, que fue perseguido por los caballeros más feroces del marido, que fue capturado y castigado, castrado y confinado a una jaula para fieras, paseado por burgos, aldeas y castillos y, finalmente descuartizado por los mastines del señor ultrajado y ofendido en su honor, porque su esposa prefirió a un oscuro y harapiento trovador que supo ganarse el amor en la victoria sublime de sus canciones.
Valdepeñas, invierno de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018