Las nubes vuelven a cubrir la piel este otoño, en la penumbra del estudio, en Hindemburg Strasse. “Es curioso, como los techos inacabados de los edificios que nadie habita: azoteas sobre las que ya no se posan aquellas palomas que huyeron despavoridas, en la última demolición”.
Martin Herzenstein ha llegado a Berlín desde el vuelo directo de Amsterdam, esta tarde a finales de octubre. Todavía conserva la porosidad infinita y viviente de su gran cuerpo claro el júbilo especular de la posesión. Y, pese a esta sensación reciente que alguien le ha comunicado e imprimido por un instante, ya no siente la fascinación segura del hogar, de estas calles, de estos monumentos que enormes volúmenes de velo y humo ennegrecido han hecho desaparecer bajo el simulacro de existencia de otro tiempo, en la claridad incólume de antes de la guerra. Sólo la antigua cervecería permanece intacta en el “lucus” de la depravación y el ruido infinitesimal de la multitud que atraviesa las vías insensatas del atardecer, ciervos heridos que el cazador celeste ha olvidado recoger entre los semáforos y el olor a combustible quemado.
Desde el interior de la cervecería, atestada ya de gente recién salida del trabajo en las fábricas de la periferia, escucha la estrofa familiar: “Men of good fortune, men of poor begining…”, sordamente silabeada por la voz de Lou Reed. Va a entrar, y por un momento le viene la ocurrencia de que va a reintegrarse en el grupo de ciervos heridos que, como él, ya sólo viven para borrar los rastros de sangre con cerveza abundante y generosa.
Después de tres años sin oír ni una sola palabra en alemán, ha vuelto a escuchar su lengua en labios opacos que hablan de hipótesis inverosímiles sobre los resultados de la próxima jornada de Liga. Se aleja de la barra con su cerveza hacia la única mesa libre, junto al gran ventanal anublado que destila ya las gotas de agua que anuncian la llegada súbita de la noche y su frío desvalido: sí, sabe que esta noche lenta va a ser lluviosa, siempre llueve en todos los lugares a los que regresa por primera o última vez, eso lo ignora, pero la lluvia permanece indistinta en el escenario. Al sentarse en el viejo sillón de cuero marrón oscuro piensa: “qué curioso es el hecho de que, viviendo sólo a dos pasos de aquí, nunca antes haya deseado entrar en un lugar tan apacible como éste”. Cuando Martin dice siempre “qué curioso” suele sentirse más conciliado consigo mismo y, por un momento, logra apagar el murmullo descontrolado de la extrañeza y el desconcierto ante los menores actos que él nunca decide.
Desde que llegó de Amsterdam ya ha pensado muchas veces “qué curioso” y se ha sorprendido a sí mismo especulando sobre el sentido profundo de este hábito y ha intentado reflexionar largamente, sin conseguir suficiente concentración o interés, sobre la frase inicial con que Aristóteles define la actitud “filosófica” de los pensadores anteriores a él mismo en su “Metafísica”. Al primer sorbo de cerveza espesa y oscura, le viene a la mente, fatigada por la inercia corporal del breve viaje y su hastío casi permanente, esa maravillosa palabra griega que una vez abrió el mundo para pronto cerrarlo bajo el sello de lo universal, lo eterno y lo demasiado conocido. Martin dice entonces mentalmente “thaumadzein” y no puede reprimir un repentino escalofrío atravesando su espalda, casi un calambre que le llega justo hasta la base del cráneo.
El contraste absurdo entre él y su profesión de arquitecto en proyectos internacionales de construcción resplandece casi físicamente en estos efímeros instantes en que su mirada se pierde en los planos, los diseños y las medidas, y se aleja hacia su vocación de hombre de ideas más que de cálculos. Percibe nuevamente la crispación fría de la espalda y el amargor de la boca en la que, con el poso de cerveza, se revuelve el estómago con el centrifugado de impresiones que ya nunca llegan a ser apenas ideas y nunca le pertenecen. A fin de cuentas, los médicos debían tener razón: a partir de ahora, los pensamientos no serán conectados en una secuencia que su vida consciente pueda someter a análisis, porque esa capacidad ya no le pertenece a la parte de su cerebro que sobrevivirá y seguirá en funcionamiento tras la operación quirúrgica.
Ha llegado a Berlín una semana antes, con el propósito de realizar los preparativos y los trámites necesarios para su ingreso en la clínica, así como para disponerse a recibir el tratamiento previo a la intervención quirúrgica, prevista para comienzos de noviembre. Todavía no se acostumbra a contemplar en los espejos su cráneo rapado, sus grandes orejas demasiado despegadas del cráneo y ahora sospecha que el rostro humano, al menos el suyo, no ha sido hecho para ser desdoblado por esa obscena forma hoy omnipresente de los cristales y los espejos inhumanos. Ni siquiera le gustan las más hermosas mujeres reflejadas en espejos: su fealdad latente, siempre escondida en un rasgo determinado, queda resaltada por la luz extraña que procede de un mundo más poderoso que no es el nuestro.
Por eso no ha querido quitarse la gorra negra de paño grueso que lleva puesta desde que salió del aeropuerto, la que le regaló Petra en la despedida por la mañana. Ella no quiso acompañarlo hasta el punto de partida, pero él salió ya de su casa con la gorra puesta.
Piensa en esta gorra con detenimiento y con cierto estupor cuando la compara con la de su padre muerto: él era muy niño aún cuando su padre llegaba los domingos a mediodía y se quedaba a comer junto a la madre y él mismo, hijo único. Le parece ahora inverosímil cómo puede recordar esa otra gorra y no el rostro que había debajo.
Por una secreta razón que él siempre ha ignorado, su padre no se quitaba la gorra ni para comer, tenía una costumbre muy extravagante, piensa ahora confuso. Nunca le dejó jugar con ella, nunca se la dejó para admirarla, precisamente a él, que se sentía fascinado por la altura, la fortaleza y el traje gris que siempre llevaba puesto su padre, con largo capote que traía los días más fríos y lluviosos: se parecía entonces mucho a ese hombre grande y más bien grueso que aparecía en fotografías y retratos y al que personalmente pudo ver en un desfile lleno de colores y silencio, ya no se acuerda dónde ni cuándo.
Ahora se ha quitado su gorra y juega con ella entre las manos que empieza a sentir ateridas mientras observa a la gente que entra y sale con un aire cansado, nada festivo, a pesar de llevar ya varias horas fuera del turno de trabajo. Muchos de esos hombres quizás sean también hijos de padres como el suyo, tal vez ni lo saben ni se han preocupado por saberlo, seguramente no se han sentido orgullosos de tener un padre como el suyo.
Su madre siempre dijo que el padre hacía algo importante y recuerda perfectamente, sin ensoñación, que una vez, cuando él la acompañaba por el bosque a recoger algo de leña, ella, llena de un raro júbilo que casi llegaba al paroxismo, le señaló en el horizonte una humareda negrísima y espesa y le dijo: “Martin, si quieres saberlo, ahí es donde trabaja tu padre, en una fábrica enorme, que echa humo como éste todos los días”. Martin se quedó solo con aquella remota frase y con la imagen de aquella alta columna de humo que se veía a lo lejos, a las afueras de su ciudad.
Ahora sabe bien qué era todo aquello, pero sigue sin comprender y la imagen de aquel hombre esbelto, a veces risueño, que jugaba con él y con su perro, que le traía valiosos regalos los domingos, que le acariciaba el pelo enredado que ahora ya no tiene, todas esas sensaciones fugaces y recurrentes, pues son mucho más fuertes que los simples recuerdos, se abren paso en su mente con una mezcla inexplicable de piedad, respeto y odio, que él mismo no ha sabido o querido analizar, probablemente por miedo a que de su conciencia surgiera algo peor que la humillación y el deseo obsesivo y siempre defraudado de olvidar: la autocompasión y la voluntad aún más fuerte e inquieta de perdonar, aunque nunca ha logrado tampoco adivinar qué debía olvidar y qué debía perdonar.
Pero ahora que Martin sabe con certeza que puede morir pronto, todo lo que le han obligado a odiar, a despreciar y a olvidar, ejerce sobre lo que le queda de vida mucho menos peso de lo que estaría dispuesto a reconocer ante quienes se han pasado su tiempo intentando culpabilizarlo, a él y a su destino, a lo largo de tierras cada vez más extranjeras e indiferentes.
Cuando acaba de pedir su segunda jarra de cerveza, recuerda con un dolor largo tiempo rumiado aquella velada en el estudio de Petra, cuando los amigos de ésta discutieron agriamente sobre los últimos libros a propósito de la ideología de Heidegger y él, en un acto de furia incontrolable arrojó una botella contra la pared y los encaró violentamente diciéndoles: “No tenéis ni idea sobre lo que habláis”. No se arrepintió de lo que hizo y dijo, porque esos bohemios de pacotilla, en sus vidas cómodas de pequeñoburgueses entumecidos por el ocio casi eterno y por sueldos inmerecidos por parasitar en las llagas morales de la sociedad de la comunicación desconocían lo que vincula sufrimiento y orgullo en una unidad paradójica indestructible, así como la violencia y la ternura se estrechan la mano en el amor verdadero. Desde luego, cualquier cosa es mejor que esos simulacros banales de existencias consumidas por la falta de ideal y pasión conjugados en la armonía de una vida arraigada en un cierto sentido de los deberes absolutos. Esos bastardos execrables ajenos a cualquier miseria verdaderamente humana que lloran por el horror lejano que ignoran a cambio de no sentir ni pensar nada que no haya sido prescrito por las almas bellas que rebullen en el fango del lamento, la culpa y la inocencia herida…
Martin hace tiempo que abandonó sus viejas o sus nuevas amistades, las que ha ido dejando esparcidas por un mundo siempre extranjero a lo largo de países en que ha trabajado por temporadas muy breves, siempre de un lugar feo y desalmado a un lugar aún más feo y desalmado. Sólo conserva un recuerdo claro de todos esos inútiles viajes, el ya lejano encuentro con Franz Ludwig Hauptmann, un anciano que residía en una perdida ciudad brasileña a muy pocos kilómetros de la desembocadura del Amazonas, adonde él había llegado para colaborar en la construcción de unos nuevos establecimientos militares, avanzadas de la civilización a las puertas de la selva.
Era uno de sus primeros encargos importantes, de los que decidirían sobre su carrera en la empresa en la que acababa de empezar a trabajar hacía sólo unos dos años. Por entonces tendría unos treinta y era ya uno de los hombres de confianza del director del departamento de proyecciones para Sudamérica. En aquella ciudad neblinosa, sucia y mestiza pasó tres meses junto con el equipo que le acompañaba: un grupo de técnicos de diferentes nacionalidades que se comunicaban entre sí mediante un inglés utilizado como lengua franca.
Al poco de llegar, fue invitado a una pequeña fiesta particular celebrada por uno de los oligarcas del caucho de la región, precisamente aquél al que el gobierno había decidido proteger con la asignación de un fuerte contingente de tropas en acuartelamiento permanente. Debía de ser 1969 o 1970, la época más dura de las luchas guerrilleras en Sudamérica y aquella región estaba infestada por diversos grupos que hostilizaban las explotaciones del caucho, del café o el cacao y que incluso ya se atrevían al encuentro cara a cara con las sanguinarias unidades de mercenarios.
Entre las gentes que entraban y salían en pequeños grupos, repartiendo sombreros, chaquetas, bolsos de señora, maletines y llaves se encontraba un viejo de pelo blanco pero muy esbelto y bien conservado. Martin pudo oír, al aproximarse a la salida, que este hombre saludaba o despedía en un correcto alemán a algunos de los visitantes.
Sorprendido de que un compatriota, además ya anciano y con señales ciertas de decrepitud, se dedicara tan lejos de casa a estos menesteres serviles, no pudo menos que intentar hablar con este hombre humilde, pero al acercarse buscando su maletín, encontró cierto aire de enemistad o, por lo menos, hosquedad, en el viejo, que no quiso decir una sola palabra en alemán sino siempre en un portugués perfectamente aprendido y dominado. Martin se marchó bastante indiferente, pues tampoco era demasiado importante para él conocer a este antipático compatriota quizás ya un poco senil o tocado por un clima tropical tan desquiciante.
Otra vez, cuando volvió a esta enorme casa residencial en medio de la nada para discutir con el dueño algunos aspectos menores de su trabajo se encontró nuevamente con el viejo, que estaba en el jardín recortando setos, con una serenidad y compostura de movimientos que desconcertaron a Martin, quien en la ocasión anterior se formó la impresión de un pobre hombre chocho y medio sordo, torpe y desaliñado, incapaz de realizar la más insignificante tarea: rápidamente pensó en un majestuoso Diocleciano muy venido a menos en estas tierras hostiles.
De nuevo al salir de la casa, lo observó atentamente colocar unas horquillas de apoyo en las espinosas enramadas de rosales salvajes, y esta vez volvió a sentir el impulso de hablar con él, imponiéndole, sin disimulo cortés, si era necesario, su presencia apoyándose en la mayor autoridad que le fuera posible mostrar.
Al aproximarse ya su sombra lo había denunciado, pero esta vez el viejo lo saludó en alemán con digna seriedad, con una seriedad que dejaba traslucir en el tenue brillo de sus ojos casi grises cierta necesidad demasiado obsequiosa de obtener su confianza. Lo que no hubiera esperado ni imaginado Martin es que este viejo alto y mal vestido, tras el saludo le dijera con la voz muy baja y ya empañada por la ternura o un afecto semejante:
-Eres igual que Rudolf. ¿No te acuerdas de mí?
Sí, Martin sabía perfectamente quién era Rudolf, pero no quién era este anciano lleno de tierra húmeda que ahora intentaba estrecharlo la mano con gesto de una franca amistad, incluso quería envolverlo en un abrazo duro e interminable. Martin no entendía nada hasta que el viejo conmovido volvió a preguntar:
-¿Cómo está Hannah?
Hannah no estaba, no existía ya, lo mismo que Rudolf: no existían desde 1945, aunque Martin nunca llegó a saber cuándo dejaron de existir ni cómo. Pero el viejo, con su podadera en la mano, todavía abrazado al visitante, ignoraba que Hannah y Rudolf ya no existían y desde hacía veinticinco años, o al menos quería ignorarlo ante un Martin completamente sumergido en una oleada de recuerdos que no podía ni quería controlar.
Franz Ludwig se dio inmediatamente cuenta de la zozobra anímica del joven y no quiso seguir haciendo preguntas, justo él que tenía demasiadas respuestas silenciadas por la humillación, la culpa y el rencor, y no se sentía ya con fuerzas para seguir adelante ocultando quién era él mismo. Por eso, tomando algo del aliento que no tenía dijo en un tono que ya no era cálido y humano sino algo indefinible y neutro, frío como la hoja de una navaja:
-Yo soy el lugarteniente de tu padre en el campo de prisioneros.
Sabía que ésta era sólo la proposición inicial de una larga historia que no quería llevarse a solas en la tumba, deseando que alguien asumiera de forma vicaria, en su lugar, por un momento, para descargarse de ellos, todos sus años de olvido, de remordimiento, de piedad y de responsabilidad, con los que él no podía seguir, encerrado en sí mismo, silencioso y cobarde durante veinticinco años largos de soledad y servilismo.
Franz Ludwig se ha acercado ahora al cobertizo y ha apagado su receptor de radio, que emitía a esta hora el último movimiento de la sinfonía número 1 de Mahler, su mejor compañía durante las mañanas sin lluvia. Le ha pedido a Martin que entre también él dentro y se siente junto a una mesa velador en la que hay esparcidos periódicos alemanes muy atrasados, restos de tazas de café y té y algunas cuartillas emborronadas, en las que, según confiesa el viejo, está escribiendo algunos episodios de su vida y su visión actual del nacionalsocialismo. Después de disculparse por el desorden y suciedad de este lugar de cobijo en que pasa la mayor parte del día, empieza a hablar:
-Yo escapé de Alemania un mes antes de la capitulación, cuando nuestro campo fue ocupado por las tropas aliadas. Tus padres te internaron en un orfanato en marzo: fuimos a visitarte los tres una última vez y ya no volvieron a verte nunca más. Recuerdo que sólo por una vez tu padre te dejó jugar con su gorra que exhibía aquella insignia que tanto miedo te inspiraba. Tu madre te dejó ropa que había confeccionado ella misma durante las últimas semanas de la guerra. Quería que fuera su último regalo para ti. Yo te llevé también un abrigo de lana, unos guantes de piel y unas botas altas, aunque sabía que las nuevas autoridades te las acabarían por requisar sólo por haber sido hijo de Rudolf Otto von Herzenstein.
Pero tú nunca pidas perdón por ellos. Por un momento nosotros fuimos mejores, más fuertes y decididos, y sentimos el deber autoimpuesto de mostrarlo al mundo, nosotros éramos los Señores de la Tierra y a punto estuvimos de cambiar el rumbo de la Historia, a punto de hacer nacer, con los terribles dolores de un parto definitivo, una nueva Humanidad, la primera en poder sentir la liberación de la moral judeocristiana. Tú nunca pedirás perdón por ser descendiente de quienes fueron tus padres, pienses lo que pienses de mí, de tus padres o de aquella Alemania.
En cierto modo, eres una especie de Edipo inocente al que nadie puede sacarle los ojos con superfluas morales, ni tú mismo debes hacerlo, razones válidas quizás para otra clase de hombres que no somos nosotros. Tú nunca te arrepentirás de nada, ni siquiera de las monstruosidades que cometimos, debes saberlo, con toda conciencia de lo que hacíamos. Que no te engañen con patrañas sobre nuestra ignorancia e inocencia.
Los que nos vencieron son gente que no puede comprender el sentido moral de la trasgresión que colectivamente cometimos y asumimos los alemanes. Además, piensa que es sólo su miserable moralidad la que nos condena y excluye del género humano, pero la que a ellos mismos los justifica. Teníamos el gran estilo de un cuerpo disciplinado que sabe moverse instintivamente.
Debo decirlo para que no olvides la otra cara de la verdad: tu padre fue hecho prisionero en los días finales de Berlín. Yo lo supe luego por el testimonio de uno de los pocos supervivientes de su grupo de voluntarios. Tu madre, como dirigente del partido en la ciudad, fue rápidamente reconocida por las nuevas autoridades de ocupación e internada en uno de los campos improvisados para los cabecillas locales del movimiento. Se suicidó pocos días después de la capitulación. Su cadáver debió de ser enterrado en las fosas comunes improvisadas en ese campo. Mi propia esposa murió allí, según supe poco después. Yo hubiera intentado llevarte conmigo, pero tenías sólo cinco años y habría sido muy improbable que sobrevivieras a las penalidades de los viajes. No hubiera deseado que crecieras en aquella Alemania destruida y humillada.
Ahora ya sabes quién eres y quién fui yo: no te pido compasión y me es indiferente el odio. Tú eres uno de nosotros, sólo por ser quien eres. No escaparás a este destino, maldito o privilegiado, según quieras verlo de un modo u otro. Tampoco te pido comprensión ni que tengas valor de ser quien te obligaron a ser las circunstancias de tu nacimiento. Tampoco quiero que creas que tu padre no supo estar a la altura de su deber, un deber superior a sus propias fuerzas y al que no pudo rehusar. Yo lo admiré y todos estos días y años hubiera deseado morir con él, a su lado. Yo lo quise como el mejor amigo y a ti te quiero como a su hijo y su superviviente…”.
Martin se ha mantenido en silencio todo el rato en que Franz Ludwig ha estado hablando, si dejar que aflorara a su rostro ningún gesto. Sólo después de unos minutos nuevamente silencioso tras la pausa final del viejo, siente que quisiera llorar, pero no puede, porque perdió el sentido del llanto durante los años de su estancia en el orfanato.
Pero ahora en la cervecería, cuando sabe que quizás ya muy pronto va a morir, Martin sí podría llorar por todos aquellos que ha perdido sin haberlos conocido. No sólo podría llorar por sus propios padres, culpables y condenados por anticipado, sino también por los padres de todos estos hombres casi ebrios que lo rodean en medio del humo de los cigarrillos y los ruidos confundidos de las conversaciones apagadas y monótonas, conversaciones mecánicas en las que toda huella humana de una memoria personal o colectiva dejó de existir hace veinticinco, treinta, cuarenta o cincuenta años atrás.
Valdepeñas, invierno de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018