Desde las ocho de la mañana estoy debajo de la cama: al oír las voces angelicales de los niños cantores, procedentes de la sala de estar, me metí debajo de la cama, no tanto por miedo cuanto por una sensata prevención. No creo en la suerte ni en sus designios hedonísticos.
Ayer celebramos la sesión sobre el balance global del trimestre de ventas: yo estaba ya entonces escondido entre las hileras de ficheros, esperando que sonara la sirena a las 19´00 de la tarde. Hoy es 22 de diciembre y no sé cuánto tiempo voy a tener que permanecer aquí encogido debajo de la cama de matrimonio. Quizás cuando mi mujer entre a limpiar el dormitorio y pase con demora higiénica la fregona bajo la cama se tope no sólo con pelusas y polvo sino también con un cuerpo rígido y frío, el terrazo de mármol no facilita que un cuerpo yacente e inmóvil alcance una temperatura deseable de conservación en invierno. Puede que ése sea el principal inconveniente, no veo en qué estaría contraviniendo ninguna norma especial. Si no me encuentran en los próximos días, seguramente esperaré aquí hasta que todos se acuesten y entonces aprovecharé para salir a comer algo en la cocina y hacer ya de paso mis necesidades en el cuarto de baño.
Marina está en la cocina preparando el desayuno de los niños que gozan sin disimulo de su primer día de vacaciones, pintarrajeando cuadernos de animales prehistóricos sobre la mesa donde se enfrían las tostadas con mermelada y la leche con avena y chocolate. En la sala de estar, la televisión encendida trasmite el sorteo de Lotería de Navidad, instituida, según el comentarista desapasionado, por el excelentísimo rey Carlos III, de la ilustre casa dinástica de los Borbones, a quien España debe tantas gloriosas reformas administrativas, favorecedoras de su progreso moral y material, tal como esta popular Lotería, gracias a la cual estos días se reencuentran familiares, por lo que este medio fiscal encubierto de allegar recursos al Estado impulsa a la vez el noble sentido de solidaridad social…
Marina, con lento y solemne movimiento de sus manos y de todo su cuerpo está exprimiendo unas naranjas, con un porcentaje muy elevado de vitaminas C, indicadas y útiles para curar su habitual resfriado. Su marido se marchó a las 7´30 de la mañana a comprar el periódico y desde entonces no ha regresado. Marina está preocupada porque esta mañana podrían haber permanecido hasta más avanzado el día en la cama, a fin de intentar un encuentro amoroso tras cuatro meses de abstinencia: la anemia de ella, como siempre.
Ha sonado el teléfono. Un amigo de oficina de Carlos pregunta si éste se encuentra en su domicilio, pues desea anunciarle que está invitado a la cena en que un escogido personal de gerencia ha decidido celebrar la despedida de un viejo empleado en trámites de jubilación. Marina le responde que su marido no está en casa, pero espera que llegue de un momento a otro. Los niños gritan cada vez más alto y Eulalia Priscila acaba de derramar su taza de leche con avena y chocolate, que se ha vertido sobre el pijama de su hermano, el cual chilla como un endemoniado porque se ha quemado el pecho y los muslos. La madre cuelga el teléfono tras despedirse con un extraño tono de amabilidad más próximo al mimo que a la cortesía impersonal, y corre en socorro de su hijo, que ahora llama a su hermana “cabrona”, mientras ésta se lamenta de que aún se padre no le haya regalado el gran “puzzle” de los castillos de Europa, pues le había prometido tal exhibición de elogio por aprobar este trimestre al menos dos asignaturas.
Para estar calentito voy a tener que traerme el pequeño aparato de aire de mi mujer, con el que se calienta tras salir de la ducha en invierno. ¡Joder con estas criaturas y cuánto chillan! No sé cómo el imbécil de Emilio tiene aún la desfachatez presuntuosa de llamarme, cuando no me dirige la palabra desde que le eché la monserga por los últimos balances, que estaban incompletos y contenían graves desviaciones de las cifras estimadas en una rama de actividad de la empresa que estaba bajo mínimos desde hacía meses. Y la pobre Marina se cree que no entiendo su juego, bueno, que sigan así, mientras a mí me dejen paz los fines de semanas, y tampoco pido mucho…
Kevincito Oscar se ha quitado los pantalones del pijama y le enseña a Eulalia Priscila su cosita, de la que dice que ella no posee una igual, ésta se enfurruña y le pide explicaciones a mamá sobre esta incomprensible diferencia. Marina ha vuelto a tropezar con los pedazos de la taza rota, con dibujos de elefantitos rosas atados a globos multicolores, regalo de la abuela el día del sexto cumpleaños de Kevincito Oscar.
La madre, cansada de estar de pie y recorrer la cocina emitiendo consejos y órdenes que los niños no atienden, se sienta en un taburete rústico de madera de roble y manda con desgana a los niños al cuarto de baño para que se limpien los churretes de la cara, no sin que éstos, indóciles, protesten ante el descarado autoritarismo materno, con expresiones interpelativas que, no por infantiles, dejan de estar dotadas de un fuerte contenido crítico muy convincente, hasta el punto de que la madre se siente culpable y, acercándose a ellos, los acaricia en las tiernas cabecitas calientes y, al mismo tiempo, quizás, piensa en la hermosa cabellera de Emilio, en contraste con la vacua cabezota calva de su marido…
Acabo de oír un agudo cli-clic rodante en el suelo, cerca del borde de la cama. He alargado la mano, que ha tropezado con un pedazo helado de metal: el tacto me muestra que es un anillo, probablemente el de Marina, aquí en la oscuridad no puedo reconocerlo. Sentí que, cuando entró aquí hace un momento para recoger algunas prendas íntimas de su mesita de noche, algo debió de caer al suelo y era el anillo. Tiene la costumbre de quitárselo para dormir, no deja de ser curioso, a veces pienso que lo hace sólo para fastidiarme, es como si dijera: “este es el último límite, la cama, de nuestra representación para los demás”. Me doy cuenta ahora de que hay demasiadas cosas no dichas que son las únicas que realmente deciden en nuestras vidas de payasos que reciben, cuando menos lo esperan, las bofetadas de los otros, pero mi cara ya ha aguantado lo suyo. Desde luego, ella carece de pudor y esto hace aún más fuerte su capacidad de resistencia. Bueno, espero que por lo menos esta mañana se vaya con los niños de compras y me dejen el piso libre sólo para mí, no tengo demasiadas ganas de pasarme las vacaciones aquí escondido escuchando las memeces de los niños y de la madre y mucho menos de ponerme a pensar en los errores inducidos por la debilidad de carácter. Además, estoy casi seguro de que pronto dejarán de decir: “papá diría esto, papá haría aquello” …
Han llamado a la puerta: el timbre ha sonado de modo pausado tres veces: es la señal convenida que anuncia la llegada de la abuela, quien ha quedado con la madre para ir de compras con los niños, sus regalitos, los de papá y preparativos de cenas y comidas, además de otros obsequios para amigos perpetuos y amigos recientes de la familia. Kevincito Oscar ha abierto la puerta y se ha colgado en los brazos de la abuela, sin dejarla quitarse el abrigo.
Ésta pregunta por mamá, que aún permanece en el cuarto de baño dándose el último retoque de maquillaje: tenue rímel gris oscuro, apagado colorete tierra arcillosa, labios sangre coagulada burdeos sin brillo. La abuela pasa a la sala de estar, donde se sienta y mira la televisión, que sigue emitiendo en directo el sorteo de Lotería de Navidad, con el monótono fondo del canto de los niños y la infinitud de combinaciones numéricas que articulan una escala invisible entre el Cielo y la Tierra, entre lo real y lo irreal, entre la vida y la muerte.
Al oír el portazo, Carlos intenta desasirse del muelle que le sujeta el cuello por el borde de la camisa. Por un momento siente una punzante impresión de desgarro. Acaba de lograr soltarse del muelle cuando piensa que el estado lamentable de somier no se debe precisamente a lo vigoroso y frecuente de sus movimientos pélvicos en esa cama que tanto le recuerda tiempos más felices o por lo menos no tan desagradables.
Se dirige primero al baño con el fin de desahogar su vejiga, que lleva tres horas hinchada. Mientras extrae el miembro contraído de su bragueta de botones, vacila con creciente rechazo sobre la fortaleza de su capacidad de resistencia a la humillación, por otro lado, eso no puede negarlo, bienhechora, es decir, la humillación de tener que esconderse bajo la cama durante una larguísima semana, pero pronto se convence, no necesita demasiadas buenas razones, de que es la única solución digna en su situación.
A continuación, llega a la cocina, donde encuentra los festivos desperfectos ocasionados por el desayuno en familia, tomando ahora las sobras de las tostadas con mermelada de los niños, con una mueca imperceptible de fastidio o asco, ya indiscernibles en él desde hace tiempo. Sabe demasiado bien que le quedan tres horas por delante en las que se encontrará solo en casa sin nada más que hacer que pensar, aunque de manera habitual no hace nada en casa, únicamente la mayor parte del tiempo se acomoda sentado ante la televisión escuchando los reproches y recriminaciones de su esposa en un “crescendo” del tono de la voz y del desprecio a los que ya está muy acostumbrado.
Es cierto que él, hombre de negocios, aunque sean los de otros que ni siquiera conoce de manera personal (esos “otros” que efectivamente gobiernan un mundo del que él apenas forma parte más que como una muy prescindible ruedecilla dentada) no tiene por hábito la lectura que no trate de balances y diarios económicos, pero Marina tiene una cuidada librería compuesta por todos los “best sellers” de los últimos cinco años, así que piensa en coger uno de tantos volúmenes y dedicarle un buen rato, a fin de probar a reconocer, en esa prosa apelmazada por traductores demasiado comprometidos con los intereses comerciales de las editoriales monopolistas, las huellas de la psique contaminada de su mujer, quien, por supuesto, tampoco los ha leído, pero el hecho de que sus amigos y amigas se los aconsejaran implica una inquietante entrega a criterios inciertos, que ponen en peligro la menos que probable autoridad moral e intelectual de él sobre la conducta errática de ella.
Al azar ha elegido un delgado ejemplar, vistoso, de un desconocido autor francés. Al hojearlo se da cuenta de que el título le sugiere un recuerdo del momento en que dicho libro fue adquirido: en unos grandes almacenes de reciente apertura en el extrarradio urbano se encontraron con Javi Salgado, el mediador de su empresa para contratos con la Administración, del brazo de su reciente mujer, una opulenta señora alemana, la que fuera amante ocasional de Emilio, según los rumores en el departamento en que ambos trabajaban.
Rememora con claridad: fue en las pasadas vacaciones de Navidad, hace ahora justo un año, se encontraron con la pareja. Rememora con nitidez excesiva: Marina acompañó a la pareja durante dos horas de compras mientras él se quedaba en la cafetería rellenando los crucigramas del domingo y leyendo la gaceta económica, con la aburrida delectación habitual que él sabía poner en cada uno de sus menores actos cotidianos. Rememora con intensa lucidez: ese día, Marina no volvió a casa para preparar la comida y él debió recoger en consigna unos paquetes dirigidos a su nombre. Regresó solo a casa y preparó torpemente la comida propia y la de los niños a los que, contraviniendo normas ancestrales, él tuvo que ir a recoger al colegio.
Carlos ha abierto el libro por la página en que se halla colocado un marcador azul celeste con la fotografía de un retrato de Cervantes y lee con calma: “No es cierto que la mujer no haya contribuido al desarrollo de la civilización occidental. En efecto, gracias al matrimonio burgués, la mujer occidental ha perfeccionado algo que, si no es un arte, es por lo menos una moral: el victimismo, el impudor y, sobre todo, el discurso casi estético del reproche despiadado, cuyo mecanismo definitivo es la coacción impertinente, la sutileza de una duplicidad fundamental que cada vez más amenaza al hombre casado y condena el estado errabundo al no casado”. Carlos medita, no sorprendido, ni siquiera aliviado por un secreto lazo de solidaridad, simplemente piensa, con perspicuidad desacostumbrada en él: este autor de noveluchas no conoce a Marina, ella no practica el arte ni una moral, ella es tan sólo la Leonardo da Vinci de la mentira y la simulación.
Ante semejante constatación de lo evidente, vuelve a colocar el volumen en el hueco del estante correspondiente y ya aburrido de pensar cosas tan intrincadas para él, pulsa el mando del control remoto del aparato de televisión, desde donde salen en cascada tediosa las voces chillonas de unos niños que enumeran cifras y más cifras, con un constante gorjeo molesto, que a Carlos le provoca exceso de acidez en el estómago y la sensación de que el mundo de su despacho se ha objetivado materialmente en todas partes, incluso en las voces de unos niños que pudieron quizás ser angelicales criaturas si no se les hubiera obligado a tan ridículos menesteres.
Apaga el televisor y vuelve a la cocina, donde intenta buscar unas cuantas galletas que le sirvan para distraer el apetito a modo de cena preventiva. Sólo encuentra las galletas preferidas de Kevincito Oscar, unos amazacotados amasijos de harina y trocitos de pasas y chocolate, de los que producen en las caries fuertes dolores de muelas que duran horas.
Se llena los bolsillos del pantalón y añade además algunos yogures líquidos con frutas del boque con los que podrá pasar esta primera noche ya sin tener que verse obligado de madrugada a visitar la cocina, evitando así ser descubierto por un ruido inoportuno. Sólo se siente preocupado por el control restrictivo de unos gases que no está demasiado habituado a retener por las noches.
De regreso al baño, hace un esfuerzo desproporcionado en el intento de vaciar los intestinos, a fin de no tener que volver a salir inopinadamente esta noche de su escondite, que empieza a parecerle ya, mientras sigue apretando bien fuerte su esfínter, el auténtico modo de vida que siempre deseó: a falta de otro útero de mujer, buena es la superficie marmórea debajo de una cama de matrimonio para pasar este tiempo de vacaciones insufribles.
De pronto, al girar la cabeza en busca de papel higiénico, dentro del bidet ha visto un trozo de tela rosa claro que parece una de las bragas de Marina: lo ha mirado con mucho detenimiento y lentitud y luego lo ha recogido, llevándoselo al bolsillo donde hace un momento introdujo las galletas y los yogures de Kevincito Oscar.
Sale hasta la sala de estar después de las consabidas abluciones obligatorias y ahora está buscando alguna pequeña linterna de pilas para cuando desee poder ver con escasa luz al realizar alguna actividad de ocio, tal como leer, si se aburre demasiado durante la madrugada.
Alguien está intentando abrir la puerta de entrada del piso: al ruido de unas llaves en la cerradura, Carlos corre precipitadamente a meterse debajo de la cama. El alboroto festivo indica que los niños ya están otra vez en casa, pero ninguna voz pregunta por él. No se oye ningún “Papá, papá mira lo que nos ha regalado la abuelita” ni ningún “Hola, cariño, ¿estás ya de vuelta?”, ni siquiera “¿Está la comida lista, Carlitos?”, tan sólo el vago rumor de una voz de mujer que responde apagadamente a otra de voz de hombre que dice “Déjame en paz delante de los niños, por Dios”. Sí, la reconoce, es la voz cantarina de Emilio, que ha venido a cerciorarse de la ya preocupante ausencia de Carlos, quien, a su vez, al lanzarse bajo la cama, ha aplastado los botecitos de plástico de los yogures entre sus muslos y el suelo frío de mármol.
Ahora oye las voces en la sala de estar, mezcladas en confusión indeterminable con la de los niños cantores que expele el aparato de televisión. En frases que delatan abiertamente una familiaridad no reciente sino más bien cultivada con paciencia a lo largo de años, la voz de Marina enuncia la invitación a comer sobre un bullicioso Emilio que ahora sobre el sofá está desenvolviendo de sus brillantes papeles comerciales los regalos de los niños, quienes entretanto se han cogido a sus brazos y tiran de las cintas multicolores que rodean las cajas.
Carlos tiene que oír de labios de su mujer vicaria: “Seguro que se ha vuelto a emborrachar con los del despacho de abogados de la empresa…”. Y tiene que oír la respuesta de su fiel y querido amigo: “¡Como que ya deberíamos haberlo echado sólo por el olor de su aliento!”. A continuación hay unas sordas risas cómplices que Carlos conoce a la perfección: es la misma risa con la que la encontró en una cafetería cerca de las oficinas de su empresa junto a Javi Salgado, risa obscenamente multiplicada por los espejos con que los decoradores de los lugares con pretensiones de elegancia convencional gustan de saturar los espacios vacíos, risa que multiplicada anula y aniquila el precario sentido de la realidad que todavía le queda a Carlos, risa que multiplicada en sus oídos ahora mismo es el doble carnal perfecto del comentario que hace un rato leyó, el reverso esplendoroso de su vida, al menos a juego y a tono con su clase y su época.
Entonces no puede reprimir el impulso de sacar del bolsillo las bragas rosadas de ella, impregnadas de una extraña gelatina de colores indefinibles y llena de migajas oscuras. Se las ha puesto en la boca y morosamente ha lamido hasta limpiar los últimos residuos de esa pasta alimenticia involuntariamente formada. A continuación se desabotona la bragueta de su pantalón e intenta poner su miembro tímido a juego y a tono con su clase y su época: aprieta suavemente el glande invisible que se retuerce irredento entre sus dedos llenos de yogur aromatizado a frutas del bosque y cree conseguir una menos que mediocre erección sin destino ni voluntad; cuando inicia su manejo, ya tan conocido y pragmático, se da cuenta, sin el recurso fácil de una necesidad de iluminación espiritual alguna, de que está cansado de todo y la dura frialdad del suelo contra la que hace chocar violentamente su miembro no va a colaborar en nada.
Pero vuelve a coger las bragas de Marina, bragas rosadas de licra (a sus amigas les gustaba hablar de la incomodidad de este tejido artificial, porque cuando una suda y se humedece, los pliegues de la tela sutilísima se introducen en la vulva, provocando a veces incómodos roces y hasta rozaduras, y con unos vaqueros la cosa se pone intratable, mientras que con una falda todavía una se puede aguantar…), bragas repartidas por el mundo debajo de tantas camas, rotas y deformadas, estiradas y huidizas, acariciadas y sucias, rosadas con el rosa del candor y la pureza…
Y entre su mano izquierda Carlos ya sabe que ofrecen al menos un destino y un destinatario al que esa risa no puede conmover ni ultrajar. Y pensando en ello, Carlos entiende demasiadas cosas pasadas, entiende demasiados malentendidos y reproches, entiende por fin lo que acaba de leer en las frases irónicas de un autor francés, probablemente tan desamparado y superfluo como él mismo.
Valdepeñas, invierno de 1999-Torre del Mar, primavera de 2018