“Pocos saben lo que significa tener que vivir tragándose con asco la propia saliva día tras día, pocos saben lo que significa tener que vivir mirando siempre hacia las ventanas, como si una enfermedad incurable nos retuviera en una cama convertida en definitivo hogar, intuyendo oscuramente que la belleza está ahí al lado, pero invisible, inencontrable, como en el poema de Mallarmé Les fénêtres”.
A través de los ventanales de la sala de estudio de la Escuela de Arte, en la quietud de la mañana invernal, alejado de ruidos y voces, Philippe mira los campanarios y las cúpulas, lamentándose de sus asociaciones mecánicas entre lo real y los poemas de Mallarmé y de estar sentado después de media hora ante el libro que acaba de solicitar en préstamo en la biblioteca, recién abierta a las 8´30 por esa mujer antipática que lleva viendo años, con la misma vieja chaqueta de lana con grandes bolas apelmazadas e incoloras, a la que nunca sonríe o saluda.
Hace ya rato que ha perdido el interés y la concentración en el texto ilustrado y pasa la vista endurecida y acerada por las mesas todavía vacías de los estudiantes habituales que ya reconoce, junto a las estanterías encerradas en vitrinas de cristal, como si los libros fueran como los peces tropicales de un acuario con vistas al público, y es cierto, también ellos esperan en la trasparencia del aire aislado que los envuelve.
Con toda la desgana de que es capaz su mente a las diez de la mañana de un día no lectivo (sabe que no tendrá que jugarse a todo o nada, en el tablero adormecido de una clase desigual que no ama ni reconoce la belleza, el diamante rayado de sus aburridas conceptos sobre Historia del Arte), el joven profesor, que ya empieza a dejar de serlo, vuelve a hojear el libro que tiene entre las manos, una excelente edición inglesa de “Los misterios paganos del Renacimiento”, un libro que tanto le fascinara cuando comenzó sus estudios. Pero ahora, casi veinte años después de haberlo leído, no con celo hastiado de especialista sino con la pasión del adolescente que realiza su propio aprendizaje en el corazón, ya muerto, de la Estética clásica, el trabajo sólido y querido de Wind le hace daño, no olvida que lo ideal sigue reflejándolo pero sólo a través de la refracción de su propia caricatura: su propio paganismo mal entendido por los compañeros, los investigadores y la crítica convencional, enfrentado a su creciente malestar hacia la carnalidad demasiado violenta de su época, de su entorno, de su cultura.
Se pregunta, a sus treinta y siete años, si podría haber encontrado alguna forma de compromiso o conciliación entre su paganismo moral y estético y su profunda aversión al uso del cuerpo como producto, como mercancía, como fetiche. Por eso ha sostenido disputas, de una agresividad demasiado a flor de piel, con los especialistas en técnicas publicitarias y los demás “semiólogos de la desilusión” del mundo a través de la estúpida y ciega persuasión mercantil.
Cuando piensa en su trayectoria, en la soledad de sus opiniones, en su intransigencia para con el espíritu corporativo y reglamentista de un mundo de intelectuales pagados por el Estado, avecillas líricas del minimalismo grosero del valor, nuevamente se desliza, ahora con regusto casi maligno, por la pendiente de esa impresión repetida: él sabe bien lo que significa tragarse la propia saliva con asco, mientras pasea la mirada, una vez más, por buenas reproducciones de cuadros, medallones, monedas, camafeos de finales del siglo XV, la edad crucial, la más apasionante para Philippe, especializado y experto en esta materia y periodo, desde que se doctoró con su tesis “El ideal renacentista de la belleza femenina: la trasparencia del alma”.
Él, que ama como nadie la figura del cuerpo cuando alguien sabe captar la apariencia de un volumen, de un gesto, de un perfil, de una mirada, y sabe reflejar lo invisible a través quizás de lo excesivamente visible y material del color, no puede apartar su pensamiento de las violentas sensaciones de asco que le producen los cuerpos reales cuando son sólo eso y no la pura expresión (la máscara maligna y seductora, la metáfora diabólica y atrayente) de algo que debemos iluminar desde fuera para que cobre el sentido de la revelación.
Philippe sabe que su manera de ver pertenece al pasado, que representa un idealismo tal vez desesperado en la era del “Pop Art” y el reciclaje de todo discurso estético en el lenguaje vacío y odioso de la publicidad, pero aun así él asume su vida ya sólo en tanto que lucha por la diferencia y la singularidad en el universo de las bellas apariencias, masacrado por el universal y por lo mismo.
Sin embargo, hay dos actos que el hombre (todo hombre) realiza para aprovechamiento necesario de su cuerpo (o así se cree: no siempre lo que se hace por necesidad es una certeza o responde a ella), pero que son los únicos compartibles en esencia: dormir y comer. Philippe casi siempre ha dormido y comido solo, por eso piensa que hay una desolación excesiva en el hecho de que, cuanto más estrechamente adheridos nuestros actos al cuerpo, tanto más exigen ser compartidos, y observa en ello, con repulsión, la verdadera naturaleza de la pareja, indiferentemente sacramental o profana, con la sola singularidad para la primera de su estatus ritual, frente al prosaísmo disfrazado de ternura o sequedad del matrimonio burgués.
Esta idea (la de que haya alguna especie de sacralidad escondida hasta en los menores actos humanos y, por consiguiente, la posibilidad no sólo imaginaria de un mundo en que el “encantamiento” ejerza un poder “real” sobre los cuerpos) le resulta bella en sí misma y esto basta para justificarla, pues Philippe es de esos hombres anacrónicos que cree en una verdad bella (y no tanto en una belleza verdadera).
Semejantes procesos mentales constituyen su única vida, es decir, el tiempo fuera de los horarios de las clases, las reuniones académicas, las exposiciones, los coloquios, los artículos y las conferencias, es decir, la fracción intersticial de una existencia devorada y retenida en la representación pública de la nulidad del hombre como “cosa que funciona al servicio de la sociedad” y nada más.
Por ello, nuevamente ha vuelto a convertir un universal y vacío dormir neutro y un universal y vacío comer indiferente en actos bellos, en reales esencias estéticas, no contaminadas, posibilitadoras de encontrar alguna verdad singular, opuesta a la monótona ecuacionalidad de los sucesos humanos, eventos que sólo reflejan la perplejidad acosada por la finitud y la repetición.
Después de tantos años dedicado a imbuir en jóvenes desprovistos de idealidad unas cuantas trivialidades tópicas sobre la Historia del Arte europeo, pasados los virus sucesivos, primero de su kantismo, luego de su hegelianismo y finalmente de su materialismo, acompañado de un vago pudor existencialista, Philippe está poseído por la impresión caótica de que su vida (a pesar de todos los viajes, excursiones, “tournées”, visitas, estancias académicas, intercambios culturales…) ha sido tan sólo una recurrente reducción de cuanto existe a la insaciable categorización del juicio estético (y ahora sabe que existe ya tan poca realidad vivida que hasta la imaginación ha llegado efectivamente al poder).
De ahí su visceral rechazo, su perturbación incontrolada ante el deseo del cuerpo real y vivo, y su consecuente introversión obsesiva en la contemplación, porque los cuerpos representados permiten, legalizan un deseo desinteresado (es capaz de llegar a aporías insalvables con tal de persuadirse a sí mismo de la objetividad de lo bello) que se recorre a sí mismo hasta el fin, sin las máscaras obscenas de lo que se ofrece al tacto, al fluir del tiempo y a la desilusión. Philippe tenía su Olimpo, pero debía reconocer con desaliento que era un Olimpo sin diosas, tan sólo quizás poblado por gastadas efigies de diosas…
La implacable bibliotecaria (Mathilde, la señora antipática de la chaqueta usada de lana apelotonada y sucia) toca en el hombro a Philippe para advertirlo de que el tiempo de consulta por esta mañana ha acabado y debe devolver el libro al estante correspondiente. Philippe, enfriado porque la calefacción central dejó de funcionar hace dos horas, aunque sólo ahora se da cuenta, se levanta entumecido y casi se tambalea al intentar salir entre la silla incómoda y la mesa de lectura demasiado alta para su corta estatura.
Ya en la calle, con dos horas libres hasta la comida, pasea hasta su casa en vez de tomar el metro, que a estas horas del día no está todavía abarrotado. Aunque vive en París desde que lo contrataron hace cinco años para el cargo de profesor auxiliar en la cátedra de “Teoría de la Estética e Historia del Arte contemporáneo”, apenas conoce una ciudad que para él casi se reduce a los pasillos de la Escuela, las calles conexas a la suya y algún que otra taberna de estilo irlandés a la que suele ir solo a menudo porque le gusta beber cerveza caliente con ginebra y porque allí raramente se encuentra cara a cara con mujeres.
Ciertamente, su ya pública homosexualidad, reconocida y difundida gracias a la inestimable ayuda de la vieja Mathilde (que llevó el ejemplar de la revista en que se publicaron unos cuantos poemas, nada comprometedores para su reputación académica, dejándolo a la vista de todos encima de la mesa de trabajo donde los profesores del departamento solían reunirse con sus más aventajados alumnos, a fin de realizar sesiones de un seminario de dudosa credibilidad didáctica) no le había servido precisamente para llevar a cabo una fulgurante carrera en el mundo claudicante de la docencia universitaria, pero contaba con la menos que discreta displicencia del catedrático, un viejo reumático que descargaba sus tareas más pesadas sobre él, que no podía nunca rechazarlas cortésmente debido a su ambigua situación personal.
Pero lo peor había ocurrido hace sólo un par de semanas, cuando la alumna a la que prestó su traducción francesa de la “Crítica de la facultad de juzgar” y “Los prolegómenos a una estética marxista” de su no muy querido Georg Luckács fue enseñando a toda la Escuela de Arte el poema en prosa que se había encontrado entre las páginas en que el reputado pensador comunista húngaro, metido a grave teórico, esteta y crítico de arte, hablaba de la diferencia entre particularidad, singularidad y universalidad como categorías aplicables al objeto estético.
Esto había sido demasiado para su timidez y su reserva social: en la última reunión del departamento, las pullas fueron especialmente hirientes, sobre todo las pronunciadas aviesamente por una profesora muy cualificada, Cathérine Létroîte, quien apenas si le dejó aliento a lo largo de una hora interminable de comentarios en voz baja, entre los que Philippe, acomplejado como siempre, pudo escuchar frases descarnadas y escarnecedoras como “seguramente duerme con las láminas de los musculosos profetas de Miguel Ángel”, volviendo a ponerse rojo cada vez que levantaba la vista para dirigirla al catedrático, quien, entre pipa y pipa, estaba exponiendo la necesidad ineludible de reforzar más los contenidos puramente históricos frente a los componentes filosófico-estéticos, en una clarísima apelación crítica a la metodología didáctica de Philippe, que efectivamente era partidario de la tendencia contraria.
Si la “Variación sobre una paideía irregular” le había granjeado cierta fama, al menos en los pasillos, en la cafetería y en el claustro, no menos notorio era el hecho de que, a sus treinta y siete años, seguía viviendo con su madre, una anciana viuda de un funcionario del Ministerio de Hacienda. Por supuesto, esto lo había divulgado, primero entre el personal administrativo, luego por onda expansiva no demasiado espontánea entre el profesorado, la señora Mathilde, portavoz terco de la tendencia más perspicuamente moralizadora entre el personal de toda la Escuela de Arte.
Era cierto, y no tenía por qué ocultarlo en su trabajo, pero todos estos datos sobre su vida y obra ya empezaban a dificultarle su carrera, precisamente en el momento en que estaba a punto de jubilarse el viejo Guillaume y en la Escuela él era uno de los posibles candidatos a sustituirle, aunque ahora iba a ser embarazosísimo para todos tener como jefe a un catedrático que no pasaba por la prueba del matrimonio: esto, sobre todo, despertaba sospechas y, entre algunos casados del departamento, no poca melancolía.
Pero había un “consenso”, por así decir “intelectual”, en que el poema que la chica encontró era absolutamente abominable, impropio de alguien que pasaba por un profesor serio y concienzudo con los deberes de su tarea, por una persona incluso honesta, alguien digno de todo respeto y confianza. No es que Philippe fuera realmente muy estimado antes de conocerse lo suyo, pero tampoco era menospreciado y burlado, como ocurría con demasiada frecuencia ahora, sobre todo desde que Cathérine Létroîte encabezó la corriente más radical que abogaba por la inmediata suspensión cautelar de Philippe, pues los jóvenes corrían severo riesgo de ser seducidos por el detestable profesor.
A Cathérine le gustaba leer en voz alta en la cafetería el poema maldito y luego hacía comentarios soeces y chabacanos que mucho divertían a su auditorio improvisado, poniendo en solfa la presunta “masculinidad” de su colega. El poema, recitado con la voz un poco nasal y acatarrada de Cathérine, hubiera sido inofensivo en cualquier otra situación y ambiente, de no haber caído en manos de alguien como la profesora de Semiología de la Cultura, incapaz por completo de apreciar otra cosa que signos, iconos, indicios, series estandarizadas de mensajes estéticos y procesos banales de trasferencia de información redundante en la recepción de las obras de arte.
Para ella, la poesía, embrutecida como estaba por sus estudios sobre los “spots” publicitarios, no era una verdadera “forma de comunicación”, o podía serlo, pero sólo residualmente: carecía de la natural frialdad de los signos “puros” de la mercadotecnia publicitaria, los que a ella la fascinaban por su vaciedad referencial, su automatismo catalítico y su modelización normalizada de la realidad estética.
Los primeros días en que se dedicó afanosamente a leer el texto soltaba descompuestas risotadas, que eran rápidamente secundadas por otros colegas del claustro, no menos filisteos que la semióloga. Arremolinados en torno, los demás profesores escuchaban, entre aburridos y sarcásticos, las lentas frases cadenciosas del texto (pero que a ellos no les parecían tales sino horrorosas elucubraciones o anacolutos mentales de un marica perverso y reprimido) y, al finalizar la lectura, absorbían los últimos posos de café, de vuelta al mundo de los vivos, de los que saben lo que desean y conocen los medios para conseguirlo.
Sólo una inquietud, o mejor, una malsana curiosidad, les sorprendía, tras el recitado del texto: quién sería ese misterioso muchacho que inspiraba en el pobre Philippe semejante oleada de furor erótico y cómo sería. Desde luego, pensaban, alguno de los chicos de su clase, pero impartía a varios grupos y era muy arriesgado establecer una hipótesis plausible acerca de la identidad probable del efebo. Por supuesto, Mathilde le comunicó a la ilustre semióloga (en los servicios de señora, en el piso segundo del feo edificio funcionalista, junto a la salida del departamento) que “ella personalmente” había visto a Philippe hablando en la sala de estudio con un muchacho que, a su juicio, podría ser muy bien el objeto de sus atenciones líricas y que hasta le había estrechado las manos de un modo indudablemente indecoroso, pues se las retuvo apretadas un espacio de tiempo inapropiado en las relaciones sociales que ella conocía (esta apreciación no representaba ninguna garantía de verdad, pues ella misma era una solterona de cuarenta y tres años, y los únicos estrechamientos o estremecimientos corporales que había experimentado eran involuntarios o tal vez provocados por ella misma…).
Bernard no era lo que suele reconocerse a primera vista como un joven guapo o atractivo, ni siquiera aplicado en sentido convencional, pero Philippe lo había individualizado ya desde la segunda semana de octubre, cuando aquél se acercó a su mesa para preguntarle tímidamente por el pasaje sobre el fin del arte, como experiencia histórica conclusa, que alentaba Hegel en sus “Lecciones sobre estética”.
No tanto por la pregunta, de una ignorancia o un candor demasiado manifiestos para ser ciertos, cuanto por la efigie apolínea de Bernard, o más bien lo romano de su cabeza, el profesor se sintió acorralado: ese intenso perfume de una loción para después del afeitado, para él desconocido, ese mentón y esos labios bien formados, bien delineados, ese color oscurecido en medio de la palidez de la piel en un rostro recién rasurado, esos hombros vigorosos y amplios, esas caderas fuertes y pronunciadas, pero no pesadas, terminadas en un redondeado culo como duna en un desierto de rojiza arena removida por el viento, suscitaron en él los recuerdos de sus años más intensos, cuando estuvo, quizás sin saberlo, enamorado con pasión recién descubierta de un profesor de Arte Medieval, un erudito extravagante de apenas treinta años, con quien convivió durante tres semanas en una casa casi derruida en Burgos con motivo de una larga excursión en España para estudiar el primer gótico español, tan desprestigiado en las universidades francesas, donde siempre se había creído con presunción patriótica que éste era sólo una copia menor del gran gótico francés, imitación llevada a cabo por unos artistas sin talento ni originalidad.
A pesar de su contenida capacidad de desprecio, Philippe no era rencoroso y así no se dejó influir demasiado íntimamente por las historias que empezaban a extenderse acerca de su delatada promiscuidad: se le había visto por las noches en “pubs” elegantes de moda y de nombre no muy grato a algunos oídos; se le había visto acompañado y solo; se le había sorprendido admirando modelos de ropa interior masculina; se le había endosado una estancia en comisaría por escándalo público; se le había detectado cerca de colegios para adolescentes varones de buenas familias… y así infinidad de anécdotas relatadas en la cafetería por la semióloga que, por supuesto, no había leído el ensayo de Freud sobre las relaciones entre el chiste y el inconsciente y, por tanto, no era culpable de desconocer u ocultarse su propia represión, curiosamente provocada con toda probabilidad por los mismos signos que ella era por completo incapaz de interpretar mediante una simple transcodificación de género y sexo.
Cuando tras un largo paseo por los bulevares que le conducían a su casa Philippe abrió la puerta, entró bajo la hipnosis habitual del mismo estado anímico de siempre (el fastidio ya definitivo de tener que escuchar las preguntas de su madre sobre: la ropa de abrigo, el desayuno, las clases, los compañeros, el paseo, las nuevas construcciones, los parques, los árboles, los pájaros, los macizos de flores recién plantadas, la suciedad de las calles, el tráfico, el metro…). No la desesperación ante lo invariable y rutinario sino el hacerse el apocado ante la exuberancia de “tópicos discursivos” de su madre bienintencionada, como hubiera dicho la semióloga ilustrada, a la que aún llevaba Philippe en la memoria como se lleva la señal imborrable de la ceniza en los rescoldos del martirio.
Escondida tras una gruesa bata violeta oscuro, con flores a juego en tonos más claros de forma asimétrica, recogidos en hermosos ramos que una demasiado ancha silueta descomponía, apareció Marguérite, su madre, con una sonrisa en una boca que indefectiblemente lo invitaba al abrazo ritual, tras tantas horas separados: ella y su destino de anciana recluida en casa desde hacía diez años, él y su destino de hombre ya no tan joven recluido tras las ventanas mallarmeanas… desde hacía quince años, tras el hallazgo de Émile.
Marguérite siempre lo acogía como un avestruz abre sus alas ridículamente pequeñas pero llenas del calor de la pluma espesa, quitándole el abrigo solícita mientras le exponía, con la suficiente prolijidad de detalles, el menú del día, sólo que éste era fácil de memorizar porque apenas variaba a lo largo de la semana. Ya en la amplísima sala de estar de un caserón viejo que el marido le había dejado en herencia a la viuda, Philippe solía esperar la hora exacta de la comida, reclasificando sus libros y reordenando toda su documentación para trabajos ya publicados o en vías de publicación en breve.
Era también entonces cuando su modesta ceremonia doméstica favorecía la creación de un clima apropiado para el recuerdo de Émile, al que siempre tenía presente en la sala de estar, a través del conjuro, para él mismo ya indecoroso, de docenas de fotografías distribuidas armoniosamente por las paredes, según el orden de los días vividos a su lado en España primero, luego en Italia, durante aquel mes de septiembre de 1980.
Por más que lo había intentado, en un esfuerzo superior a su capacidad moral de resistir la humillación y el desamparo, jamás en tanto años había conseguido desprenderse de la ilusoria sensación de que Émile todavía seguía vivo y, aunque a distancia, podía (debía) observarlo hasta en sus menores actos cotidianos, siendo él, aún viviente y sometido al tiempo odiado, tan sólo el reflejo casi banal de aquella poderosa voluntad que decidió por él un destino, el impulso de una dirección vital que no cambiaría ya, porque la lucha de él era su propia lucha y lo que quedaba de vida representaba nada más que el reverso, el resto, el silencio, la huella, la ausencia que él debía (y no podía) conservar, cuidar, proteger, mantener como señal cómplice de la única verdad bella que había conocido a los veintidós años en aquella vieja y casi derruida casa de Burgos (o Florencia: el recuerdo de Émile puede hacerlo todo intercambiable, pues la memoria es toda suya y no un receptáculo inmóvil perteneciente a alguien llamado Philippe entre miles de seres iguales).
¿Fue la contemplación de aquella Madonna del Dolor la imagen no de lo real sino de lo posible en el sueño de hombres desaparecidos (para los cuales la vida todavía podía vivirse sin pisotear las propias convicciones) lo que, en el instante de la revelación, los unió con aquella furia de insatisfacción y desprecio altivo a todo cuanto determinó su pertenencia a esta época y a este mundo?
Siempre se lo preguntaba dándose igual respuesta siempre: la dureza y la frialdad de Émile, mayor que él, eran impenetrables a cualquier espíritu de renuncia y de conciliación con el mundo en el que cada uno ejercía sus inteligencias alquiladas al estúpido Estado y al estúpido Capital, que muy baratas las había comprado o no tardaría en comprarlas, haciendo de ellos hombres huecos, sólo rebosantes de presunción y vanidad pueril (sí, por entonces estaba fresca en su memoria la lectura simultánea de Eliot y Pound: su culturalismo, exacerbado por la fealdad norteamericana, tenía que reintegrarlos a la otra esencia de donde procedían, pero sólo a través del delirio de la autorreferencialidad infinita en el vértigo terminal de una cultura humanista ya moribunda el arte tendría todavía alguna oportunidad de supervivencia).
A fuerza de pensar, perdido en su ceremonia íntima, en los mismos recuerdos, Philippe ya no sabe cuándo éstos le resultan agradables o nocivos, cuando se ve a sí mismo a través de ellos o cuándo contempla la imagen improbable del otro, del que debía ser antes de que el instinto satisfecho y su obscena tiranía moral lo apartaran del destino que Émile hubiera querido para él. Pero la sopa caliente (los mismos trozos de champiñón enlatado, los mismos trozos de verduras congeladas…) no puede esperar y Philippe, tras salir de su monólogo estéril, se siente como un superviviente en medio del océano al que acaban de localizar desde la altura en un cielo oscurecido (no por las traiciones, sino por la renuncia a las traiciones), pero que sabe por anticipado que nadie va a regresar por él nunca.
Estaban callados desde hacía bastantes minutos (desde que entraron, con miedo de que la luz demasiado intensa de la mañana también penetrara con ellos por las rendijas de la puerta entreabierta), caminando con pasos cortos y silenciosos por la nave central de la iglesia, con temor de tocarse, de rozarse (no se sentían sucios y tenían derecho a sentirse así), Émile siempre delante con su mirada dirigida al fondo, hacia el altar mayor solo con un cáliz no demasiado valioso, encima, y Philippe, unos cuantos pasos más atrás, buscando los lugares y las perspectivas desde las que observaba el primero, intentando conseguir una extraña trasferencia de sensaciones a través de este juego de simetrías (sí, es cierto, los verdaderos enamorados sólo pueden ver a través de los ojos del otro a quien aman y es inútil vendarse los ojos).
Nada retuvo demasiado tiempo su atención hasta que se acercaron a una de las paredes menos visibles del crucero izquierdo, donde aparecía humildemente colocado un cuadro que representaba una de las muchas Madonnas de fines del siglo XV, de algún pintor mediocre perteneciente quizás a un taller prestigioso en aquel tiempo, pero del que no había quedado ni el nombre. Sabían, porque era su oficio y su deleite, que las Madonnas del Renacimiento muchas veces no eran más que retratos de jóvenes florentinas conocidas por los artistas, quienes las representaban con una vaga mezcla de realismo y sublimación casi mecánica de arquetipos de belleza muy ligados a la experiencia cotidiana de aquellos hombres que, no obstante, conocían cómo perfeccionar a la Naturaleza misma, ayudándola a producir aún mayor belleza, gracias a la acción del propio Arte. Éste era uno de sus secretos y de la eficacia de sus estudios del natural. La boga neoplatónica de la Academia de Ficino no había hecho poco por influir en los artistas del momento.
Habían comenzado a comentar todo esto, cuando Philippe se fijó en algunos detalles sin interés: el pelo de una virgen debe aparecer recogido, pero el de esta «Madonna del Dolor» se mostraba suelto, liberado de cualquier atadura que lo ocultara y su rostro, a pesar del nombre, intentaba expresar una emoción muy diferente a la que debería exhibir un rostro dolido aunque refrenado de mujer. Además, el parecido con otras figuras profanas, bastante estereotipadas (como las diosas y las ninfas del mundo venéreo de Alessandro Botticelli) era considerable, sorprendente, porque un cierto aire de invitación ensoñadora al deseo y al júbilo se imponía sobre el gesto atormentado o la simple vaciedad de un sosiego artificioso.
Émile sólo comentó algo que luego Philippe retuvo para siempre, pero cuyo sentido original, si hubo alguno, ya ha olvidado:
-Hemos de esforzarnos por vivir como si los ojos casi cerrados de esta Virgen nos estuvieran contemplando al otro lado de una vida que ninguna mezquindad puede deteriorar ni ofender.
Ni siquiera cuando hace tres años Émile se suicidó en su propio garaje, Philippe llegó a entender del todo por qué los ojos de una Virgen desconocida del siglo XV habrían ejercido tal poder de fascinación sobre sus vidas maltrechas, deterioradas y ofendidas, y ahora ya sabe que es demasiado tarde, incluso para intentar recordar en qué momento de sus vidas se produjo la pérdida irreparable del cuerpo, a lo largo del vacío vertiginoso de los cuerpos.
Valdepeñas, invierno de 1998-Torre del Mar, primavera de 2018