“Es difícil definir el amor: puede decirse que en el alma es la pasión de reinar; en los espíritus, una simpatía; en el cuerpo, sólo un deseo oculto y delicado de poseer lo que se ama con todos sus misterios”.
La Rochefoucauld, “Máximas y sentencias”
I
Cuarenta y un años ya de mi vida,
ligera o abrumada, los que mal encarados
van mirando crecer el tiempo,
expandirse el dicterio, restallar el vejamen,
escuchando los cobardes susurros
casi inarticulados contra la nada;
duro al frío, resistente al hielo,
los ojos empañados contra el viento
que llegara fuera de estación;
años que desfilan como si tuvieran prisa
por llegar a algún lugar
cuyo nombre desconozco,
pero los sé predestinados
a la emboscadura y a lo insufrible
de todos los compromisos venales…
O esas mañanas de sábado
acodado en las cafeterías mirando
a través de cristaleras los soportales
de piedra arenisca clara,
esperando en las palabras
la palabra de liberación;
buscando el vago calor en la memoria,
un calor que no delate con demasiada evidencia
alguna vieja humillación, dada o recibida,
pero no tan enconada que no merezca
la recreación artificiosa de la elegía.
Entonces, todo fue fruto tardío
o recogido demasiado pronto,
señal anulada por la anticipación de su anuncio
o significado depuesto por la redundancia
y la abstracción eviscerante del dolor;
hambre eterna que ningún deseo
pudo satisfacer, pero tampoco contrariar,
porque el hombre que escuchaba madrigales
era un estómago delicado
y lloraba, a veces sin querer,
por la belleza invisible difícil de alcanzar,
demasiado delicado
para lo inmaduro y lo insignificante,
un indecente moralista, inerme
para enfrentarse, bajo garantía de éxito,
con lo vanamente coactivo de la necesidad.
II
Cambian las caras,
permanecen las palabras,
siempre las mismas,
con un tono apagado
y claroscuros de conciencia;
un tono más apagado a medida
que la vida se desgasta
en repeticiones de sonidos
con cada vez menos sentido.
Los cuerpos se adormecen al atardecer,
pero nadie agradece que lo adormezcan
con halagos vendidos en un mercado fraudulento:
es tan fácil poseer lo que quiere dejarse poseer…
Tú habías abandonado,
como el que sabe que todo es señal incierta,
una partida perdida de antemano;
te marchaste antes de que el hastío
de la vieja representación corrompiera el impulso final,
antes de que la ficción fuera demasiado poderosa.
En un último gesto de rebelde autoconmiseración,
vencida toda resistencia, entregado a esa nada
que ningún amor puede satisfacer,
pues está hecho sólo para volver
infinita la insatisfacción,
te decías,
con la fuerza de la convicción temeraria del apostador:
no te someterás nunca a un dictamen unánime y falaz,
pero es tan fácil dejarse llevar
por quienes quieren dejarse llevar…,
arrastrándote, como el que más, por bancales yermos
tú también gritas, aúllas o te callas,
por cobardía o dolor, a escondidas
proyectas las pequeñas vilezas de un niño tímido.
Te invitan a que seas un signo
intercambiable, describible, ya clasificado:
así hay que vivir,
como si pudiera continuar
la vieja representación indefinidamente,
como si no supieras que el argumento de esta obra
era tramposo y grosero,
falto de gusto y hasta de moral.
III
Erigir realidad sobre puentes levadizos
(las fieras abajo, en el foso, tienen hambre),
sobre arenas cálidas que cambian de figura
y lugar en la tormenta nocturna;
sobre palabras mesuradas, atrevidas o adustas,
que se equivalen, función fática
que jamás salva la distancia impenetrable
de los corazones avezados ya
a mal cobijarse en residencias secundarias,
tan destempladas como las otras…
¿Qué era desear
sino ponerse a la espalda la piedra de molino,
subir a la cima más alta del valle,
esperar el amanecer, renovar la esperanza
por el mero hecho de esperar,
pero sabiendo que el tiempo sólo se vuelve virgen
para quien ya no espera nada:
recitado de la oración marchitada en los labios,
perdiendo nuevamente la paz interior,
con los sueños que fatigan decisiones anticipadas,
con los fantasmas del deseo que arrastran
su arrogancia por su lodo,
con la impaciencia eterna del recomenzar
la declinación desde el principio…
Yo no era ése,
pero su corriente me llevaba,
y no sabía adónde,
y no podía fingir no comprender que mis reflejos
parpadeaban en su fluir, insinuantes
en sus destellos y delirios.
Para quién de los dos, entonces,
el llanto que se vertió
en el pozo ciego de las noches
que ansiaban la luz del encuentro,
noches a cuyo silencio
el otro levantaba un monumento,
para volverla quizás presente
en el halago, en la caricia,
en el despertar de las palabras,
las únicas que nunca quisieron ser nada más,
puras contra el asedio del deseo
y la maliciosa astucia del amor.
IV
En otra primavera que quemara
hojas nuevas y aventara briznas húmedas
hubiera vivido,
acogido a la obsequiosidad de lo que no me necesita,
no allí donde he tenido que permanecer silencioso
con la mirada siempre confinada
en el exilio de la belleza y la alegría,
acodado frente a los cristales
ante los que la vida pasa envuelta en vaho de frío.
Pero queremos nuestro castigo
antes que aceptar nuestra verdad más dura.
¿Qué esperas ya?
El dolor finge a veces, pero el poema no miente.
Sabías que abril sería el mes más cruel,
mezclando memoria y deseo,
y así lo quisiste desde el comienzo.
Si esta es la misma primavera de entonces,
ahora, cuando te llega, al primer contacto
de la piel delicada y envejecida,
como una primera ilusión imprevista:
a ella, tu juventud se desnudaba,
pero no pudiste acoger al otro ser,
o siempre se demoraba en venir,
o tú ya te habías marchado,
porque tenías prisa por pasar de una cosa a otra.
Pero a veces las palomas te lo anunciaban
al posarse cerca de ti
junto a los bancos del atardecer
y su tiempo acumulado en redenciones imposibles:
no te hundas en las sombras,
no persigas el rastro del primer calor,
no desees facilidad con que satisfacer
los demasiado conocidos y vulgares
movimiento del alma,
cuando quiere abandonadamente
amar su frágil envoltura
y desatarse en la turbia fluidez
de su corriente más íntima.
Siempre, entonces como ahora,
fue más oportuno y aceptable morir un poco,
sin molestar a nadie
ni hacer ruidos parecidos
al lenguaje inarticulado del amor,
pues te enseñaron solamente
la estéril honestidad ante el dolor sin medida con nada,
y tú, por tu cuenta, aprendiste bien temprano a romper,
en la calma de las fuerzas que te agotaron,
las cerraduras herrumbrosas del resentimiento.
Pero nada fue suficiente,
siempre faltaba un recodo oculto a la vista,
un giro de sufrimiento por demás pero merecido:
obcecación y miedo,
incertidumbre y vacilación,
temeridad y desaliento,
todo demasiado bien aprendido, bien mesurado;
todo, otra vez necesario
para regresar de nuevo hasta aquí,
a esta otra vieja primavera infiel a sí misma,
como todo lo que espera una verdad
en la que ya no cree.
Villanueva de los Infantes, abril-junio de 2010