A mí me gusta mucho el socialismo. Es mi ideología moderna favorita y además su praxis ha mostrado indudables mejoras morales para el género humano o al menos para partes muy significativas de él.
Por ejemplo, yo empecé mi carrera política como concejal de urbanismo a los 23 años y a los 27 ya era diputado autonómico, porque la lista se corrió, al dejar el que me precedía un puesto libre por nombramiento para cargo superior de un departamento ministerial. Para entonces ya tenía algunos ahorrillos colocados en fondos de inversión e inmobiliarias y no me avergonzaba de nada de lo que había hecho en mis opacas ocupaciones públicas. Pero me cansaba mucho estar sentado dos o tres veces por semana escuchando desganadamente farragosas exposiciones de cifras que no entendía ni me interesaban.
Así que quise prosperar, porque es bueno para el hombre cambiar de hábitos y mejorar. Después de dar tumbos por Fundaciones diversas, con exiguas remuneraciones que apenas si alcanzaban los 100.000 euros anuales, imaginé que mi futuro pasaba por adquirir una mayor independencia personal y, sobre todo, económica. Además, como no me gustaba mucho levantarme temprano y comer en restaurantes con dietas de apenas 3000 euros al mes me ocasiona largas y pesadas digestiones, tuve que decidirme por algo radical.
Me pregunté a mí mismo: “¿Cómo se puede vivir mejor con menos esfuerzo?”. Y no tardé mucho en encontrar la respuesta. Rápidamente, sin pensármelo dos veces, me dirigí al Registro de Asociaciones políticas del Ministerio del Interior y me inscribí como primer socio fundador de un nuevo partido, del que por supuesto yo sería el primer presidente. Me convertí en lo que siempre quise ser: un jefe de partido con la capacidad de realizar nombramientos de subalternos, reservándome el derecho omnipotente de cooptador supremo. Ya sólo me faltaba la financiación adecuada y empezar a ser conocido en los medios de comunicación.
Como yo no tenía ninguna ideología y apenas si había leído nada, algún folleto publicitario y algunos resúmenes de prensa, no tenía demasiado claro qué ideas podría asumir como las propias para mi nuevo partido. En realidad, esto me resultaba bastante indiferente, porque sabía que mis futuros votantes no se entretenían tampoco con estas vulgares menudencias más propias de ratones de biblioteca que de seres humanos normales.
No me quedó más remedio que soltar la mosca y contratar a una empresa privada de sondeos y gracias a sus informes obtuve lo que buscaba. Se me diseñó un perfil abstracto de futuro votante y yo me adapté a él.
Mi partido podría decir en público cualquier cosa, siempre que todo lo que públicamente declaraba contradijese su práctica real. En público, me declararía “liberal”, pero mi práctica sería “socialista”.
Me esmeraría por parecer “español”, pero en la realidad de los hechos sería un furibundo partidario del estado de cosas actual.
Hablaría de “libertad política”, pero sólo bajo el dictado de las listas de delegados de mi partido que yo confeccionaría.
No dejaría de mencionar la expresión “democracia liberal”, pero a cambio de no decir nunca nada sobre la elección directa del poder ejecutivo, pues ése justamente era el que yo deseaba, compartido con otros jefes de partido como yo mismo.
Y luego en las entrevistas y en los artículos que yo mismo pagaría en la prensa promovería dialécticas muy sesudas y manoseadas entre los principios liberales y los principios socialistas y así, de argumentación en argumentación, es seguro que a los 50 años podría jubilarme bastante rico.
¿Qué nos importa el mercado y el intercambio libre si es el Estado, que yo mismo encarno con mis compinches consensuales, el que me hace rico y poderoso?
Pobres ilusos, si Saint-Simon ya lo sabía y vosotros andáis todavía alumbrándoos con candelas de cera en la era de la electricidad…
Torre del Mar (Málaga), febrero de 2019