Cuando yo era pequeño, vivía en una casita de chocolate y turrón y Caperucita La Roja no venía todavía a casa a pedirles a mis papás el portazgo, los pechos y los diezmos, así que podíamos permitirnos ir a recoger agua mineral gratuita del manantial de la comunidad de vecinos sin recargo ni impuesto al valor añadido.
Yo pasaba las tardes después de salir de la escuela del Hospicio columpiándome en el jardincillo lleno de gnomos y arañitas y nunca imaginé que llegaría al estado adulto.
De esta manera pasé hasta los primeros 30 o 35 años de edad y recuerdo vagamente que me gustaba mucho vivir en la “sociedad civil”, eran tan dulce y blanda, como el regazo de una madre joven y a veces amenazadora, cuando la sopa se enfriaba en el plato y el ceño de una bella mujer se obedecía con automatismo bien aprendido.
Al menos entonces podía competir con mis iguales, los niños de la casita de mazapán y torrijas de los vecinos, en igualdad de condiciones. Pues a veces solíamos salir a pasear por los alrededores del recinto carcelario, es decir, “la sociedad civil libre”, y en el prado deshojábamos margaritas y recitábamos la lección de nuestros venerables tatarabuelos: “España, sí; España, no… España, sí; España, no… me quiere, no me quiere”.
Siempre había un Guardabosques que nos regalaba caramelos a cambio de callarnos y no denunciarlo, porque sabíamos que era él quien se comía los cervatillos del Señor del Castillo en las fogatas que hacía en el claro del bosque, después de despellejar y destripar cruelmente a los animalitos.
Y así, a fuerza de tantos caramelos a cambio de nuestro silencio y complicidad, el Guardabosques ya se ha comido a todos los cervatillos y dice que estamos lo suficientemente orondos y blanditos como lechones para probar su nuevo asador de barbacoas con nosotros, los Hijos del Cambio.
Torre del Mar (Málaga), febrero de 2019