El orden político estatal moderno no exige para su funcionamiento ningún principio de Autoridad. Evidentemente, las personas concretas que hoy ocupan la escena pública en todas partes carecen de “Autoridad”, pero sólo porque en las sociedades estatalizadas actuales la autoridad ya no desempeña ninguna función ni positiva ni negativa: ha desaparecido y el principio del Estado moderno se ha cobrado una víctima más. Piensen en serio en Zapatero, Rajoy o Sánchez y confiésense a sí mismos dónde imaginan que estarían situados estos tipos en una sociedad en la que subsistiera algún vago recuerdo del principio de autoridad.
El concepto de Autoridad es pre-estatal y pre-político: su campo operativo es el “ethos” tradicional, es decir, todo ese ámbito de las costumbres y los hábitos adquiridos, relacionados con el respeto inmanente a diferentes formas de superioridad objetiva a las que se reconoce como tal. Es parte integrante de un consenso “social” latente que no necesita explicitarse. En una sociedad dada se reconoce objetiva y universalmente a quien tiene autoridad, se distingue claramente quién se hace merecedor de ella y se discierne sin vacilación cuáles son los títulos que validan su ejercicio en las relaciones públicas y privadas.
La observación detenida y minuciosa de cualquier contexto de interacción “microsocial”, una simple conversación de amigos sobre cualquier asunto, podría ser un buen ejemplo por su esquematismo aparente y su simplicidad. Lo mismo para las relaciones profesionales, incluso sentimentales, en el sentido de la competencia entre varones por una mujer y la competencia de las mujeres por un hombre: está por estudiar hasta qué punto no es el ascendiente personal trasmitido y hereditario lo que define la afinidad de la atracción incluso entre los sexos.
El solo hecho de que aparezcan dudas sobre este principio de un consenso social genuino ya indica que una espesa opacidad enervante ha ocupado su lugar: el principio del Estado moderno, cuyo centro operativo tiene otra inspiración y otra función, quizás ahora más visible que nunca en el funcionamiento de los Estados de Partidos, corolario necesario de la “democracia social” y la sociedad del consumo y del espectáculo, de por sí ya anárquicas y espontáneamente “antiautoritarias” (“arché” griego y “auctoritas” romana remiten a nuestros ocultos fundamentos culturales, apenas entrevistos en su verdadera dimensión).
El principio de Autoridad desapareció, eso es innegable, primero del orden social, en “el proceso civilizatorio” del último medio siglo y luego, también por trasferencia y analogía, contaminó al orden político, ya completamente estatalizado, en torno a un nuevo tipo de consenso, éste por primera vez en la Historia producido por la pura positividad de la Ley, entendida en el más tosco sentido administrativo de un reglamento trivial.
En la relación social, tiene autoridad quien, por las condiciones de que se trate en cada caso, muestra una superioridad reconocible en determinados aspectos: nacimiento, edad, experiencia, saber, riqueza, influencia, temple de ánimo, carácter, fuerza física y moral, dones y talentos de tipo espiritual, habilidades y destrezas, todas ellas cualidades, atributos o situaciones valiosas para el orden social, etc. Confiere autoridad, en cada caso, aquello que convierte a un individuo en alguien valioso para la comunidad en los diferentes círculos de vida en que ésta se desenvuelve.
Estas condiciones, evidentemente, no pueden transferirse a la esfera política, al menos no a la esfera política moderna, controlada como está por la formación estatal, cuyo campo de actividad no es en modo alguno este vasto territorio “ético” y prepolítico del consenso social en torno a valores, conductas y formas de existencia reconocidas como modelos respetables y dignos de emulación, por lo que hay que someterse a ellos por el hecho mismo de ser lo que son. La autoridad o es existencial o no es nada. En cuanto se la extrae de este contexto, se la desvirtúa por completo.
Por ejemplo, la situación actual de los “progenitores”, antes llamados “padres”, extensible a todos los demás ámbitos, relaciones y parejas de oposiciones conceptuales prácticas que determinan inconscientemente el ser social de cada uno de nosotros.
Hombre/mujer, adulto/niño, vejez/juventud, disciplina/obediencia, sano/enfermo, trabajo/ocio, capital/trabajo, arte/cotidianidad, seriedad/banalidad, experto/ignorante, competencia/incompetencia, sabiduría/necedad, belleza/fealdad, verdad/mentira, moralidad/amoralidad, privado/público, (en el ámbito político: guerra/paz, amigo/enemigo, derecho/violencia, interior/exterior…) y un largo etcétera de parejas de términos, “deconstruidos” metódicamente, a fin de borrar la diferencia entre ellos, pues ésa es la forma activa en que se concreta lo post-moderno como operación “intelectual” inconsciente que supera lo moderno (ése es el verdadero “nihilismo”: el “nihil” de la ausencia de fuerza de valoración): la barra oblicua de la separación se borra para hacer fluida y líquida la oposición conceptual y la realidad que ella expresa, que a partir de esta supresión queda flotante en la total indefinición, como tronco de árbol descuajado caído en la corriente rápida del río. Hoy todo el orden social, político, moral, cultural, estético y científico se encuentra en esta deriva de la que la imagen del tronco es sólo una muy pálida réplica.
Ahora mismo acaba de entrar en ese terreno resbaladizo hasta la edad biográfica: un sujeto holandés de 69 años cree en realidad tener 49 porque “se siente” más de esta edad que la que fatalmente le propina la biografía real, por lo que desea ver “reconocida” por el Estado en su documento de identidad esta rica subjetividad privada, de carácter sencillamente “idiopatológico”. Una vez que se abre la veda de la “de-construcción” de los sujetos, nada puede pararla: ni sexo, ni edad, ni orientación sexual, ni condición social, ni raza (Michael Jackson se blanqueó la piel…), ni religión, ni tiempo, ni espacio… ni siquiera el color oscuro del ano.
Por supuesto, la oposición “posesión de la Autoridad/reconocimiento de la Autoridad mediante la obediencia y el respeto” corre la misma suerte, que es literalmente una licuefacción (el paso de lo gaseoso a lo líquido, aunque el proceso inverso también es hoy efectivo y España está a la vanguardia de esta fase ulterior, dada su ávida frivolidad cultural): un devenir o revertir de todo al estado líquido y dinámico, antes de la definitiva confusión civilizatoria, en la que ya sobrenadamos a duras penas.
El cambio legal-estatal de la denominación de “padres” a “progenitores” es ya sintomático y expresivo de un cambio ético-político de primera magnitud, que se debe exclusivamente a la autonomía con que la esfera jurídico-política opera sobre la sociedad en forma de reducción de las polaridades pre-estatales, aquí, por ejemplo, la reducción entre el principio de autoridad inmanente a la paternidad y el principio de subordinación de la condición de “descendiente” o “hijo”. Desde este punto de vista, la “autoridad” del padre, reconocida socialmente, incluso en unas condiciones morales tan delicuescentes y abatidas como las hoy dominantes, es reconocida y relativamente acatada por la mayoría.
Hoy, sin embargo, por encima del padre y su puramente virtual autoridad, se sitúa el Estado, que, bajo la figura quijotesca de “protector de los débiles” (recuerden la divertida y dolorosa primera salida del hidalgo manchego, “liberando” de su castigo al gañancillo cuidador del rebaño), se interpone entre padre e hijo para dictar incluso tablas de castigos y sanciones permisibles o sancionables, según el principio “humanitario” bajo el que se oculta desde el origen su dominación exclusivista y excluyente. Bertrand de Jouvenel y Max Weber, entre otros, ya supieron describir esta situación en su trasfondo histórico, por ejemplo, a través de cómo el Estado operó la transformación de la relación estamental entre señor/vasallo, pasando por el “súbdito” genérico de las Monarquías absolutas hasta llegar al “citoyen” de la Revolución francesa con que se inaugura nuestra “Modernidad política”, hoy mitificado a pesar suyo como “el contribuyente”.
Ahora bien, sucede algo sorprendente, en cierto modo “revolucionario”: desde el momento en que el Estado moderno interviene, y ya desde su mismo origen “embrionario” en los siglos XVI-XVII, algo muy sustancial cambia de sentido. El Estado moderno, y mucho más su figura histórica terminal y consumada bajo la que nosotros vivimos hoy, es un operador de trasformaciones que pasan desapercibidas a los historiadores profesionales, en especial a causa de la influencia embrutecedora de los modelos explicativos de carácter materialista-estadístico o a causa de la no menos ciega extensión acrítica del determinismo económico o infraestructural, en las versiones liberales o marxistas.
El Estado, fuente de “legalidad”, quiere dotarse también de “legitimidad”, y por eso interviene en toda la esfera de las relaciones sociales que expresan lo “ético” del consenso social inmanente a la vida. Opera, “avant la lettre”, lo que la deconstrucción teórica ha empezado a ejecutar mucho después en el plano filosófico. De ahí que tenga que suplantar a las autoridades realmente existentes en la sociedad para investirse de ellas, crear un artificial consenso político y presentarse como “legítimo”, siempre bajo el atractivo ropaje moralizante y personalista del humanitarismo, la filantropía, el altruismo, la compasión, la solidaridad y demás “logos”, ya puramente publicitarios o comerciales (Leviatán también es experto en márketing), para consumo de los “hombres rebeldes”, irreductibles a las “irracionales” autoridades sociales, pero mansos como perritos falderos ante la “Autoridad” del Estado (es decir, la pura y simple legalidad normativo-positiva).
Así, cuanto más “rebelde” (“refractario a la autoridad ética o social”) es el hombre occidental, más “funcionarial” y “burocratizante” se vuelve su mentalidad, su conducta y su exiguo sistema de valores, más dependiente y servil se torna todo su ser social, y esto no tiene nada que ver con las condiciones económicas defectivas ni con la difusión de ciertas ideologías imaginariamente “progresivas”.
Casi es un asunto de carácter metafísico, tal vez se diría, visto por un observador desapasionado, que se trata de un éxito póstumo del “sovietismo” en su seminal dilatación en el mundo de la cultura vivida de los pueblos europeos, fenómeno de proporciones incalculables, del que casi nadie parece consciente. Tocqueville intuyó el primero algo de esto en fecha tan temprana como 1840 y lo apuntó bajo el equívoco rótulo de “democracia social” (tendencia irrefrenable a la nivelación de condiciones sociales), a la que casi veía presidiendo el destino del mundo civilizado como una nueva Providencia… o como una nueva Parca.