«Il faut être absolument moderne»
«… J’ai créé toutes les fêtes, tous les triomphes, tous les drames. J’ai essayé d’inventer de nouvelles fleurs, de nouveaux astres, de nouvelles chairs, de nouvelles langues. J’ai cru acquérir des pouvoirs surnaturels. Eh bien! je dois enterrer mon imagination et mes souvenirs ! Une belle gloire d’artiste et de conteur emportée!
Moi! moi qui me suis dit mage ou ange, dispensé de toute morale, je suis rendu au sol, avec un devoir à chercher, et la réalité rugueuse à étreindre! Paysan!
Suis-je trompé? la charité serait-elle soeur de la mort, pour moi?
Enfin, je demanderai pardon pour m’être nourri de mensonge. Et allons.
Rimbaud, Una temporada en el infierno, «Adieu»
“Paideia”, “Escolástica”, “Studia Humanitatis”, “Formación técnica polivalente”.
La cultura griega clásica intentaba crear un tipo de hombre muy específico y que bajo figuras irreconocibles tiene una extraña continuidad tragicómica entre las élites intelectuales del Occidente moderno: el famoso ideal del “kalós kai agathós” en que se armonizaba el cuerpo y el espíritu con disposiciones prácticas para la vida “pública” de la “polis”: saber hablar en público, resultar persuasivo, mostrar nobleza de ánimo y astucia en los requerimientos de la política del momento, capacitación para los goces estéticos y la convivialidad.
La “formación escolástica” medieval inicia el tumbo futuro de la Modernidad en el plano de la “oficialización funcional del saber” a cargo de la primera formación del Estado bajo figura eclesiástica o “comunidad espiritual”, “Corpus Misticum” paulino: marco académico formal cerrado, erudición “ad hoc” bajo el principio de Autoridad eclesiástica, dogmatismo, argumentación prolija de una silogística hermética a fin de que la razón demuestre las verdades de la fe, hegemonía del Libro y de la interpretación analógica y alegórica del mundo sin recurso a la observación directa…
Los “Studia humanitatis” desde el Renacimiento implican un segundo giro hacia la Modernidad: el estudio y la formación se dirigen ahora a dar lustre, adorno y pulimiento, en la sociedad burguesa recién desplegada por primera vez, a unos hombres liberados de lazos de sangre, lazos feudales y estamentales y, sobre todo, creencias no bien aseguradas por la propia experiencia. Se continúa, pero en otro sentido, el culto a la textualidad, no tanto en la exposición de la verdad apriorística de la fe como en la pura imitación creativa de la forma bella del decir de los Antiguos.
La Ilustración “democratiza” en un primer movimiento este tipo ideal de saber formativo y de hecho lo convierte en la figura histórica concreta de la formación de las clases nobles, burguesas y pequeño-burguesas, incluso las mujeres de estas clases, para distinguirse de las de clases inferiores, además de coser y bordar, ahora aprenden francés, tocan el piano, recitan poemas románticos e incluso se dedican a escribir novelas (el primer movimiento de liberación de la mujer se desarrolló justo en esta primera extensión niveladora del ideal educativo burgués).
La Revolución Industrial y el capitalismo mercantil, “la sociedad de productores” y su sistema profesional especializado en torno a una división del trabajo, en apariencia, cada vez más extendida, determina la última figura de la socializaciónm educativa, ahora, por primera vez, dirigida a la totalidad, es decir, a las masas producidas por la propias necesidad de expansión del sistema capitalista (el socialismo es una variante atrasada y casi melancólica del capitalismo, al contrario de lo que suele creerse debido a un gravísimo error de Marx en la interpretación del concepto hegeliano de la “Aufhebung” o “superación que conserva lo superado y lo lleva a un estadio superior de desarrollo”).
Lo que siempre fue contenido y forma de una socialidad minoritaria, con diferentes vías de acceso, se convierte en la “obligatoriedad” y “homogeneidad” de un solo tipo formativo universal: esta formación, desde el punto de vista del último siglo y medio, no es otra cosa que el puro positivismo, utilitarismo y pramatismo que exigen unas condiciones sociales y económicas muy concretas.
Este nuevo tipo humano, entrevisto por primera vez por Nietzsche en ese texto impagable para un filólogo profesional como es “El porvenir de nuestras escuelas” no es otro que el que hoy vive su crisis terminal: la primera socialización formativa del capitalismo tuvo un marcadísimo carácter “disciplinario” y con un horizonte muy limitado de alfabetización meramente funcional; hoy, cuando el sistema capitalista se ha convertido tácitamente en una omnicomprensiva estructura global de civilización mundial, el tipo formativo se encuentra atascado en fases regresivas, pero entre las que despunta, sin apenas lugar a equívoco, la nueva figura del consumidor a la carta, lúdico y festivo, ocioso e impertinente, de unas servicios “educativos” a los que se destina una “burocracia docente” (casi el 5% del total de la población activa) y cuya única utilidad real es reproducir “ad infinitum” y hasta la náusea un juego de roles sociales e ideales pretéricos, carentes de contenido y profundidad, pero que dan cierto lustre a la barbarie científico-técnica en la que toda norma de “Humanidad superior” ha quedado archivada o sobreseída.
La idea de una “Humanidad superior” es lo único que hace que los hombres (algunos, si así lo quieren y su temple y formación los acompaña) superen su habitual estado de postración en la conformidad con una medianía o promedio que en realidad es lo menos “humano” que existe.
No es una formulación política, social o económica, ni siquiera “cultural” para consumo trivializado de élites, no importa cuáles sean sus méritos, verdaderos o imaginados: es una condición referida a la disposición de un espíritu capaz de enfrentarse a un mundo irreductible al sentido común y a la calculabilidad, lo que Nietzsche hubiera llamado primero “lo dionisíaco” y luego lo “trágico” (en realidad el carácter finito o temporal de la existencia humana).
Es una condición “autoelectiva”, no predestinada ni determinada por nada fuera de esa elección de sí mismo. En otros términos, es una libertad en la que la autenticidad existencial se convierte en el único medio para su realización.
Su máxima moral la formuló mejor que nadie Max Stirner, incluso mucho mejor que Nietzsche: “He fundado mi causa sobre la nada”. No es suficiente con ser un “individuo”, una “persona”, incluso una “personalidad”. Lo atractivo es la “singularidad” que se sostiene sobre sí misma y acepta esa “nada” como su fundamento, por encima del cual ninguna “causa”, es decir, fe, doctrina, ideología o poder tienen la menor influencia. Es lo que secretamente admiramos en los grandes personajes y caracteres del teatro y la novela modernos, incluso en los “poseídos” o “demonios” de Dostoievski. Sabemos que no son reales, pero sospechamos que su pasión de ser es mucho más fuerte que la nuestra, hombres reales, es decir, “normales” (la aspiración a la “normalidad” es el síntoma que revela a la hipotética “Humanidad inferior”, que hoy es la que dispone de la jerarquía de valores dominante, con mil manifestaciones).
Porque esa es la paradoja: la verdad humana no reside en los hombres realmente existentes, sino en esas otras síntesis complejas de lo humano que son los personajes de ficción que se acercan a la realización de la categoría de lo universal precisamente a través de su propia particularidad, en el plano de la ficción. De ahí, al menos, que pueda entenderse en un sentido recto la afirmación de que el arte es superior a la vida. Incluso en un simple, efímero y fútil microrrelato se puede alcanzar a experimentar esta verdad.
Precisamente, uno de los factores que han determinado la grandeza relativa de la cultura europea es esta productividad de lo ideal encarnado en la existencia individual, pero este ciclo creativo ya es Historia y Arqueología. De ahí quizás la imposibilidad de una formación genuina de hombres en el sentido apuntado: no se puede “serializar”, “estandarizar”, “masificar” la singularidad, incluso cuando ésta es propuesta como logro objetivo de modelos de cultivo de sí mismo como los que ha conocido la Historia europeo-occidental.
Aspirar a una “Humanidad superior”, en primera persona, no en la tercera persona de la abstracción universal, es lo único que nos redime, libera o salva del presente y de la peor limitación de todas las que se contienen en los límites del tiempo que a cada uno le asigna la vida: conformarse con “ser uno mismo”, es decir, “todos” y “nadie”, eso no es un logro de la civilización, eso es más bien la muerte de toda civilización, cuya función más profunda fue quizás la de crear modelos de emulación de lo excelente en todas las áreas de actividad del hombre europeo-occidental desde sus orígenes griegos hasta el presente.
Si la “formación” o la “educación” no aspiran a eso, no sirven para nada, quizás sean útiles, como mucho, para añadir al mundo una nueva forma de cría de animales domésticos llamados “hombres” sólo por defecto… o un medio original de cultivar en invernaderos brotes prefabricados, injertados no importa dónde ni para qué.