Todo cinéfilo, incluso las personas normales, conocen la famosa escena épico-tecnológica de “Apocalipsis now”, cuando Robert Duvall, acuclillado en la playa, pañuelo amarillo al cuello, sombrero azul del Séptimo de Caballería, acariciando con desparpajo vulgar la militar testiculina y oteando las olas en el horizonte, declara orgulloso, mientras se produce el humanitario bombardeo de una aldea vietnamita:
-Huele a napalm…, huele a victoria.
La clase política española, mirando desde la atalaya de la impunidad, la inviolabilidad y la inmunidad que le otorga el poder “in the wild side of the spanish Sin City” (El Estado), a propósito de la sociedad civil española, diría exactamente lo mismo que Robert Duvall, con la misma intención, por las mismas razones y con los mismos gestos obscenos.
Sí, sólo que aquí los vietnamitas somos nosotros.
Pero podemos estar tranquilos: José María Entrecanales y Juan Roig tienen “conciencia política”. El “Instituto de Empresa Familiar” vela por nuestros intereses. Ya era hora de que los dueños de la plantación tomaran el látigo, dirán los viejos reformistas: no todo el trabajo servil ha de dejarse a los capataces, “cum laude” o “sine laude”.
El tiempo de la crítica pasó de largo, ya es tiempo de pasar a otra cosa. Lo saben, pero tienen miedo. El problema es cómo deshacerse de un cadáver para no dejar huella y el asunto de fondo de toda Revolución es el mismo. También lo saben quienes velan por nuestros intereses, pero ¿qué hacer con los 120.000, 150.000 miembros de la “clase senatorial ociosa”, los patricios de la deuda y la fiscalidad progresiva?
Siberia está lejos, las cárceles ya están llenas.
En “El Rey Arturo” (2004), del director Antoine Fuqua, con Clive Owen como protagonista, en la escena del duelo entre el rey de los sajones invasores, interpretado por Stellan Skarsgard, y el mestizo britano-romano interpretado por Owen, cuando éste se dirige al campo enemigo en solitario en un esbelto y brioso caballo bien parapetado, con una bandera blanca, para retar a su oponente cara a cara en su propio terreno, el rey sajón dice, mascullando entre dientes con orgullo, mientras lo ve darle la espalda sin miedo: “Por fin encuentro en estas islas a un hombre digno de matar”.
Es el problema que tenemos con nuestros hombres de poder: ¿merece la pena mancharse las manos y las mentes con semejantes hombres? ¿Es el Régimen del 78 digno de sucumbir a una Revolución? ¿Son los españoles realmente existentes dignos de sacudirse el yugo del despotismo en que, al final de la escapada del franquismo, ha venido a convertirse la totalidad del sistema institucional que padecen tan indolora como inconscientemente? ¿Era incluso Corinna digna de Juan Carlos? ¿Lo era él mismo de ella? ¿Es Villarejo et alii el ejemplo más perfecto de una práctica de gobierno ya generalizada en todos los niveles, pero tal como era ya en sí misma en 1979? ¿Qué es lo normal?
¿Han hecho los españoles hoy vivos algo para merecer algo más de lo que son y aceptan ser desde el punto de vista de su condición ciudadana? Porque como el amor o la amistad, “freedom must be won” y eso hay que merecerlo. Que la moral o la genuina eticidad creadora de modelos de emulación, en sentido fuerte, esté ausente de todos los discursos públicos es ya la señal de algo en sí mismo maligno y perverso y esa inhibición de lo moral es el secreto de la dominación del Régimen del 78 sobre unas conciencias súbditas enervadas, incapaces de mirar hacia y dentro de sí mismas por miedo a hurgar en su interior y verse reflejadas en el mundo exterior.
El cadáver al que me refiero es ese sistema institucional y, por tanto, el problema que habrá de afrontarse más pronto que tarde (la clase “business” ya se lo huele, por poco capaz que sea para la política y cuya responsabilidad es completa en el mantenimiento del armatoste) es cómo desembarazarse de quienes lo rigen, de quienes lo sirven y de quienes se sirven de él como medio de ascenso social, imposible por otros recursos más decentes.
Pongamos un ejemplo del estado de precariedad absolutamente incomprendida del sistema institucional en un nivel simbólico, que es el que define el movimiento real de la Historia, nunca el nivel real de las relaciones de poder y dominación. En palabras eufemísticas de Manuel Aragón durante la entrevista con Javier Caraballo, publicada el 15 de octubre de 2018 en El Confidencial, refiriéndose a los sucesos en Cataluña entre septiembre y octubre de 2017:
“… En aquellos momentos muchos españoles, entre los que me encuentro, y muchos amigos míos, tuvimos la sensación de que en España esos días parece que teníamos una especie de Estado fallido. Había un enorme vacío de poder y la batalla de la opinión pública interna e internacional la estaban ganando los que se levantaron contra el Estado constitucional. Por eso fue extraordinariamente importante la intervención del Rey con un discurso perfecto, medido, con las palabras precisas y el tono adecuado. Magnífico. A partir de ese discurso, muchos españoles respiramos: “Menos mal, el Estado sigue estando ahí, la Constitución sigue ahí…”
Ahora bien, si el Individuo histórico-singular que encarna simbólicamente la ficción constitucional del principio del Todo unitario de un Estado puede ser chantajeado con la no muy presentable familia que lo ha creado como tal sujeto, y materia hay sobrada hasta que la mierda llegue al techo de Palacio, entonces ese solo hecho define la situación, mucho más que los calambres post-coitales de la economía o la constante epilepsia de una crisis institucional aparente de un sistema de partidos ahora en realidad reforzado más que nunca en su capacidad de integración, más existencial que ideológica, más transitoria y adulterina que real, de masas desorientadas y profundamente despolitizadas…