EL HOSPICIO (2018)

En la sección de menores entre 6 y 8 años había gran revuelo y los ánimos de los hospicianos se encontraban más que caldeados. Una vieja disputa sobre la propiedad de unas canicas y una peonza dividió los corazones y la discusión derivó en bronca cuando los protagonistas empezaron a encabezar los bandos enfrentados por la distribución de los lugares de juego en el patio de recreo.

El pequeño Schmitt creía que la comunidad hospiciana ya no tenía la suficiente homogeneidad como para que las decisiones pudieran tomarse democráticamente y en sus redacciones escolares insistía mucho en la tesis de que la soberanía sobre el patio del colegio no podía ser decidida por el reglamento de la Dirección, dado que la voluntad es anterior a la positividad de la norma.

El benjamín Hans no se daba por satisfecho con esta pretensión de superioridad de lo irracional y apelaba en contra a favor de la pureza universal y abstracta de los artículos del reglamento hospiciano, a los que debía añadirse correctivamente una instancia neutra que decidiese sobre su aplicación, en los términos puros y abstractos de su reglamentariedad, por lo que creía necesario formar una Tribunal de los hospicianos, elegido entre los delegados de clase de las diferentes secciones.

El siempre advenedizo Loewenstein daba la razón a todos, con tal de que quedase formalmente reconocido y garantizado el ejercicio de una separación de poderes entre la Dirección, la Junta de Delegados de clase y la Comisión de bedeles, de manera que cada uno se ocupase de sus tareas con la debida autolimitación y moderación, si bien las disputas sobre las canicas y la peonza concernían más a los aspectos materiales que a los formales del funcionamiento del hospicio y bajo ningún concepto podía plantearse que el conflicto llegase más allá de las zancadillas y las patadas en la espinilla.

Pero el sagaz Schmitt argüía que, tarde o temprano, el conflicto desembocaría en lucha abierta de carácter violento y era necesario, por tanto, reconocer la necesidad de distinguir, de ahora en adelante, entre amigos y enemigos, y para ello no había más remedio que instaurar un nuevo principio de legitimidad, a lo que el intrigante Hans y el neutral Loewenstein se oponían tenazmente, por estimar que el principio de legalidad formal del reglamento hospiciano no podía, sin mácula de su pureza, reconocer la excepcionalidad no prevista de un cambio reglamentario de tal naturaleza, incluso cuando las patadas y las zancadillas se habían generalizado y el patio de recreo era ya un hervidero de rumores sobre el tráfico de agudas y cortantes plumillas, con que los bedeles trapicheaban para complementar su exiguo sueldo de funcionarios interinos.

Y mientras el benjamín Hans apostillaba su declaración con el dedo ante un auditorio de hospicianos estupefactos ante tamañas verdades, en el silencio del patio de recreo crepitaron las llamas como silbidos de serpientes, las lenguas de humareda negra se elevaron al cielo del mediodía, un incendio se declaró en los sótanos del viejo edificio, que décadas atrás sirvió de instalación a una fábrica de gas, y los depósitos de combustible de la calefacción estallaron por motivos desconocidos, consumiendo rápidamente cocina, dormitorios y biblioteca.

Días después, se encontraron varios cuerpos carbonizados de pequeños hospicianos, apenas una exigua urna sirvió para recoger las cenizas, pero el cuerpo del formal Hans veíase en retorcida posición, abrazado a algo con una tenacidad que sólo el terrible dolor provocado por las llamas podría explicar. Un ejemplar casi por completo incinerado del Reglamento del Hospicio era lo único que permitió identificar su cuerpo, quizás afanosamente persuadida su fina inteligencia, en última instancia y en la desesperación de la muerte, de la verdad que la vieja prosa reglamentista contuviera… escrita bajo la forma inmortal de su propia redacción.

Si bien luego se supo por informes de compañías aseguradoras que el incendio fue provocado por las envidias y rencores que suscitaron ciertos artículos del Reglamento, los que al parecer justificaban ascendencias y herencias que creaban diferencias dudosas y privilegios onerosos entre los hospicianos, sobre todo a favor de aquellos que aspiraban a salir del orfanato para irse a vivir con familias ricas, intentado borrar así el estigma social de su mísera condición de orfandad hereditaria.

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