Convocado a última hora, le había dado tiempo para hacer las compras en Madrid, antes de trasladarse a Valencia. Pulcramente vestido con una americana de algodón escocés, clásico “tweed” de la mejor sastrería de Londres, ropa interior a medida, calzoncillos largos a juego de finísimo lino a cuadros negros y violeta oscuro, las uñas y el bigote pacientemente acicalados en una prestigiosa peluquería del ya hambriento Madrid republicano, el poeta sevillano fumaba en pipa y escuchaba las peroraciones de sus colegas escritores, que en cerrado corrillo alegaban sus firmes convicciones y contrastes de pareceres sobre los sucesos en curso de los últimos meses.
Algunos poetas líricos no acababan de entender los sutilísimos matices de la estética del “paseíllo”, pero los novelistas sociales estimaban su oportunidad histórica, habida cuenta de las exigencias épicas del momento presente. Los dramaturgos, sin embargo, manifestaban con timidez que hubieran preferido que la acción escénica se presentara abiertamente a los ojos expectantes del público, amenizada a través de unos diálogos más elaborados entre víctimas y verdugos, y desenlaces más catárticamente demorados.
El autor de “Los placeres prohibidos”, aburrido de estas conversaciones políticas de graves pretensiones intelectuales, sostenidas sobre un tono enfático inverosímil, había focalizado su atención en un joven corresponsal de la prensa institucional y revolucionaria del gobierno mejicano, hombre esbelto y viril de tez oscura y delicioso seseo, que ya desde el comienzo en las primeras sesiones del Congreso le había dirigido inquisitivas miradas, quizás sorprendido por su distinguido aspecto entre gente tan desaliñada.
En uno de los recesos entre piezas oratorias no enteramente dictadas por la “Komintern”, el poeta sevillano salió a tomar el cercano aire marino en el parquecillo que había junto al edificio y allí se encontró, sentado a solas en un banco, al gacetillero mejicano. No pudo contener sus deseos de dirigirle la palabra y entablar una primera, y seguramente, prometedora conversación, buscando abrir brecha con un tono de, en apariencia, improvisada complicidad confidencial.
– He observado atentamente que sigue usted los discursos de nuestros colegas y me intriga que preste usted tanto interés a ese cúmulo de tópicos e ideas comunes, de vulgaridad tan enojosa…
– Estimado poeta, me pagan por eso y tengo familia que mantener allá en mi tierra, donde la licencia para el ejercicio de mi profesión la concede el Partido Revolucionario Institucional…
– Lo entiendo, pero aquí, fíjese bien, sólo se ha hablado de “libertad”, es la palabra más repetida y, sin embargo, nadie la ha definido ni ha dado muestras de haber pensado antes de hablar…
– No pretendo contradecirlo, pero usted, que es hombre culto, un verdadero hombre de letras, un esteta y un romántico, sin duda que habrá llegado ya a la conclusión de que no hay otra libertad que la libertad del espíritu y ella sólo se manifiesta en la creación, en el modo y por los medios en que ella quiera expresarse…
– Lo sé, no tiene que convencerme, poeta soy y esas ideas no me son ajenas. Sólo el individuo capaz de crear algo, en el ámbito de la acción en que se desenvuelva su vida, es verdaderamente libre y no necesita licencias, normas, asociaciones, sectas, partidos ni Estados a los que someterse, más allá de las formas exteriores del asentimiento egoísta por su mejor interés…
– Usted, que ha vivido más que yo y tiene mucha más experiencia de los hombres y del mundo, habrá observado que, más allá de nuestros pensamientos, casi siempre silenciados y oprimidos por nuestro propio afán de servir sin coraje a cosas sin sentido ni profundidad, sólo disponemos de nuestras propias fuerzas, este cuerpo lleno de un extraño vigor, sometido a nuestro dominio, y es el cuerpo, en la fútil libertad del deseo, lo que nos hace ser como somos. He leído sus últimos poemas y comprendo que, en los que ha publicado bajo el actual título del volumen que recoge toda su obra anterior, lo que usted busca no va encontrarlo aquí, rodeado por este gremio de artesanos de la muerte, cuyo odio a la vida es sólo comparable con su odio a la libertad del espíritu.
– Ese es nuestro drama y nuestro destino, joven amigo. Lo mismo que hemos visto aquí y que usted acaba de evocar y resumir con acierto, eso también existe, en estado todavía más depurado, en el otro bando, al que tenemos ya plantado en el frente de esta guerra…
El poeta sevillano se levantó al acabar de hablar, puso su mano delicada sobre el hombro del compañero, que permanecía sentado, y confiadamente se inclinó junto a su cabeza para susurrarle algo al oído.
Años después, exiliado el poeta en Méjico, cuando el joven periodista ya lucía un pelo entrecano con grandes entradas en la frente, ambos tomaban el sol en una solitaria playa de la costa en Zihuatanejo, tumbados sobre una gran toalla azul marino claro que compartían sudorosos, cuerpo con cuerpo y una mirada ávida todavía en los ojos. Luis Cernuda le confesó:
– Aquella conversación en un entreacto de aquella carnicería me salvó la vida… ¿o fue mi deseo por ti, por tu juventud y tu belleza, lo que me hizo ver la verdad y realmente fue lo que me salvó, huyendo de esa tierra de cabreros, incapaces de crear nada, y a quienes su tosco amor a la vida sólo les sirve para destruirse, después de envilecerse?