LA OBRA (2018)

 

Antes de que deje de sonar el cuarteto de cuerda, habré acabado. Siempre sucede así. Es tiempo medido, tiempo necesario para empezar y acabar, tiempo que no puede consumarse y retorna al principio. La página siempre está en blanco. Cuanto más escribo, más obra me queda por escribir. Las palabras no conocen el desenlace que acecha al hombre, seguirán dando vueltas, mientras yo me agoto al creer agotarlas”.

Los chirriantes violines se le atravesaban en el cerebro una vez más y la vieja estilográfica se le detenía sin pulso en el punto y seguido que acababa de ejecutar con virtuosismo de escriba chino en el folio en blanco, en el que apenas había escrito cinco o seis líneas. Fulgencio Danielovski se debatía contra la sospecha de agotamiento, más físico que mental, pero no se dejaba vencer, así que volvía a empezar, se levantaba de su sillón ante el escritorio, se dirigía junto al gramófono heredado de sus abuelos y colocaba otra vez la aguja en el principio de la pista de un disco bastante rayado en el que luchaba por hacerse inteligible una grabación de “La muerte y la doncella”.

Apresurarse no resolvería su problema. Dejarse arrastrar por la vieja obsesión no le ayudaría tampoco en su tarea. El abuelo a los veinticinco años ya había logrado levantar un imperio cervecero y era dueño de más de cinco fábricas que emitían enormes cantidades de la bebida, primero en su país natal y luego por todo el mundo. El bisabuelo fue un prestigioso intérprete de la Cábala y de los textos exotéricos de la tradición judía heterodoxa, respetado en el mundo académico y conocido fuera de él en la prensa interesada por difundir misterios sobrenaturales. Su mismo padre había conseguido alcanzar la primera ancianidad en una posición de sólida estimación como abogado especializado en pleitos fiscales, sobre todo defendiendo los intereses poco escrupulosos de farmacéuticas extranjeras.

Sus ancestros, judíos sefardíes afincados en Argentina desde finales del siglo XIX, habían muerto de la misma enfermedad a la misma edad de setenta y tres años y en fechas muy próximas entre sí: siete, dieciséis y veinticinco de agosto. Él, por su parte, vivía de escribir crónicas y reportajes en periódicos provincianos de escasa difusión, traducía de vez en cuando novelas negras del inglés y adaptaba, cuando se lo ofrecían, obras literarias para guiones de series de televisión, pero apenas tenía obra propia que ofrecer a la voracidad comercial de un mercado para el que no se sentía destinado.

Lo que no lo abandonaba casi nunca no era tanto ese común sentimiento de fracaso, que a nadie conmueve ni asombra, como la convicción, cercana a la impostura de una idea fija, de que su tiempo se estaba consumiendo, sin que él pudiera hacer nada, y lo que le resultaba todavía más angustioso hasta conducirle a estados depresivos de un desasosiego sin consuelo era la secreta e incomunicable persuasión de estar condenado a morir en una fecha prevista, que él creía conocer por anticipado, pero que, precisamente por ese motivo, se sentía obligado a ignorar en su vida diaria. Buena parte de su existencia anodina de escritor desconocido había consistido en estos últimos años en rehuir ese pensamiento insensato e irracional que lo acompañaba a todas partes, pero que le atenazaba de una manera ya insoportable cuando intentaba escribir sobre cualquier asunto trivial o de mero encargo editorial.

Todavía era peor cuando lo que se proponía era desarrollar sus ideas en una obra que pretendiera aspirar a la originalidad, si no al éxito, aunque fuera póstumo, o al menos se conformaría, sin excesiva ambición, con el reconocimiento sincero entre un público anónimo, reducido pero selecto. Ya había cumplido los cincuenta y nueve años y calculaba todos los días sin descanso que no le quedaban ya más de trece o catorce años de vida, según todos los antecedentes familiares que conocía y evocaba con el morboso detalle y minucia atrabiliaria de todo obseso que ha agotado todos los recursos de sustitución del objeto de sus pensamientos.

Una idea repentina lo sobrecoge. En el cajón del escritorio guarda un viejo revólver de su bisabuelo, junto a bonos mejicanos de la época de Benito Juárez hace mucho caducados y el álbum de sellos exóticos de su padre. Anacarada y brillante, suave al tacto, fácilmente acoplable a la mano, incluso de un niño, recuerda ahora cómo se divertía su abuelo con él dejándolo jugar a atrapar al bandido… Para qué aplazar el desenlace, si la vida le ha sido infiel y su talento extraviado yace, como él mismo pronto, en un charco de agua turbia o de sangre… es lo mismo.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s