CONDENADO (2018)

Los torreones góticos se alzan como puntas de lanza contra el cielo. Hoy las nubes están más bajas que de costumbre, parecen incluso más oscuras, puede que estén cargadas de lluvia. Contra todos sus hábitos, un hombre bien formado, alto, de abdomen llamativamente abultado, se pasea por la planta estrecha del torreón con un libro en la mano y de vez en cuando, tras su corto recorrido, se para junto a una almena, se asoma y contempla durante un largo rato el horizonte, oscurecido por la primera niebla invernal que se prolonga aún tras la amanecida.

Le gustaría poder apartarla con la mano como si fuera una cortina de damasco junto a un ventanal de palacio y ver qué hay más allá, aunque ya lleva más de cuatro meses viendo todos los días el mismo paisaje, pero mirar es una de las pocas cosas que ahora no lo cansan. No está acostumbrado a encontrarse solo por largo rato y pensar es un hábito que nunca tuvo tiempo de adquirir, ocupado como estuvo siempre en tareas en las que eran otros los que pensaban por él.

Parece que no saldrá el sol esta mañana del 20 de enero de 1793 o al menos él no podrá verlo nunca más. Toda su vida se ha levantado más tarde, cuando el sol ya estaba bien alto en el cielo y ahora repara por primera vez en esta imagen e intenta concentrar su atención en lo que podría significar. Pero abre el libro como un autómata y se fija en unas palabras que tampoco logra entender. Deja el libro abierto sobre el poyo elevado de la almena estrecha, da las espaldas a ese horizonte en el que nada se destaca y se dirige dando unos pocos pasos a otra almena, la que está en frente de la primera, cerrada como todas por una celosía que sólo permite mirar desde sus pequeñas rendijas, las que le muestran el mismo paisaje cegado por la misma niebla.

Al menos ya no lo tienen sobrecogido el miedo y el desamparo que por primera vez en su vida sintió durante todas esas horas que trascurrieron en su viaje de regreso desde Varennes a París, asaltado por gritos y rodeado de caras anónimas de multitudes que nunca llegó a imaginar que pudieran existir, exhausto ante el avispero ruidoso de palabras y palabras que no alcanzaba a comprender, en medio de círculos de conversaciones que trataban de él, aunque él fuera completamente ajeno a ellos y sólo pudiera manifestar a través del silencio rotundo su desinterés por cuanto ya no le concernía.

Se da cuenta, mientras lee el libro que lo acompaña ya hace varios meses, de que ni siquiera esta muerte es su muerte sino la de un actor obligado a reconocerse en su personaje hasta el punto de tener que entregar su vida como un actor sobre un escenario largamente preparado, representando una obra de la que ignoraba el propósito e incluso la intriga misma. Quizás porque siempre tuvo la sospecha de esta verdad, que ya pudo ver encarnada en sus parientes más cercanos, siempre intentó huir de unos deberes que se le antojaban postizos, sobrepuestos, a manera de un traje excesivamente holgado con el que uno no se presentaría en público por temor al ridículo y por eso hizo todo lo que pudo para esconderse en esas aficiones serviles que tanto le reprochaban a sus espaldas hasta los cortesanos más aduladores.

Nuevamente absorto junto a otra almena, un toque en el hombro lo saca del momento, él se vuelve y una voz le anuncia:

-Señor Luis Capeto, el confesor lo aguarda abajo, en sus aposentos privados. No seamos descorteses y no lo hagamos esperar, hoy va a estar muy ocupado y es hora de atender también a las necesidades de su alma.

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