URÓBOROS (2018)

El «análisis político» en España, incluso cuando se realiza un esfuerzo mental muy considerable y casi agotador, digno de mejor causa, se parece a la conducta de un enfermo imaginario. Éste, convencido de padecer un sinfín de males, duda no obstante de los diagnósticos de los médicos. En el siglo XVII, en la época de Molière, un enfermo imaginario estaba justificado, porque cualquiera que fuese la dolencia, siempre había una cura: la sangría y ésta, en sí misma, era el anuncio de una próxima misa de difuntos, lo que el yacente no ignoraba. Pero, aunque la medicina ha avanzado, al parecer, muchísimo, e incluso es ya una honorable «ciencia», gracias al método experimental introducido por Claude Bérnard a mediados del XIX, el análisis político todavía no ha llegado a la fase experimental de una etiología objetiva. Así que muchas dolencias de las sociedades se achacan a «cuerpos extraños», «conjuros», «sangre turbia», «humores acuosos o vítreos», «corrientes de aire fétido» y «palabras blasfemas»… o a las leyes torcidas y voluntades arbitrarias y caprichosas. Por supuesto, el médico pre-experimental, de modales escolásticos, que escribe las recetas en un latín aún más achacoso que su letra, nada tiene que envidiar al analista político español, cuyo vademécum es un anecdotario con ínfulas de «Summa» abreviada. El analista político español ve antes sus ojos un cuerpo político muy enfermo, moribundo, que hiede de lejos, como se dice que apestaba Felipe II en su lecho de muerte, se rasca la cabeza, resopla varias veces cuando los allegados al pre-difunto le solicitan información y se limita a declarar: «La cosa está francamente mal, tápenlo cuando tenga frío y no permitan que beba agua entre comidas. Una infección, cuyo origen desconocemos, se extiende por este desdichado cuerpo y le provoca calenturas y vómitos. Retiren el orinal cada vez que esté lleno y no aspiren el aroma corrupto que les hará torcer el gesto de la cara». Al «cuerpo político español» le pasa algo semejante. Nadie se preocupa por la etiología, la medicina de tipo holístico está prohibida o mal vista entre gente aposentada sobre posaderas bien asentadas, así que los chamanes toman el relevo de los modernos médicos experimentales. Para cada dolencia, una causa, es decir, una verdad a medias que es peor que una mentira entera. Pero de tomar en consideración la totalidad del cuerpo como organismo íntegramente disfuncional e inarmónico, líbremos Esculapio y el señor de Secondat. Si la cabeza no rige y está vacía como bola rodante contra los bolos (la Monarquía como forma de Estado), si las extremidades están esclerotizadas y no pocas gangrenadas (organización del Estado en Comunidades autónomas), si el corazón bombea una sangre por arterias obstruidas por una sobreabundancia de colesterol malo (la forma de Gobierno), si los pulmones están resecos y osificados (el Parlamento), si en la córnea de los ojos las telarañas de las cataratas se han asentado como niebla perpetua (los medios de comunicación de masas), si el aparato locomotor y el sistema nervioso central están controlados por los reflejos de un cerebro lleno de tumores malignos inextirpables (la judicatura y el «poder judicial»), si hasta la facultad del habla sufre dislexias, anacolutos y ecolalias (el inframundo universitario y académico, Cebrián próximo Director de la RAE…), si…, entonces diremos, como buenos médicos, que «España se ha resfriado por el influjo del aire frío acumulado en los altos estratos de la atmósfera» y nada podemos hacer, salvo meternos debajo de una manta y sudar y pedir a mamá que nos haga un caldo de pollo bien caliente, aunque mejor de gallina, más espeso y sustancioso…

La penúltima estrategia de supervivencia del Régimen del 78, entre otras muchas argucias, inhibidoras del conflicto civil, combinadas con otras añagazas que lo preparan (el “poder de clase” siempre es un tahúr que trampea con las dos manos…, de ahí la “izquierda” y la “derecha”, en cada una un as y un “joker”, vestidos de bufones cortesanos, tal como conviene, incluso vestidos con atuendos monárquicos y republicanos…), suena como un leitmotiv del servilismo adulón dirigido a una derecha sociológica, que es el verdadero baluarte de conservación del Régimen del 78, pues sabe perfectamente qué hay en juego y contra qué hay que luchar, mientras amaga los golpes en falso a su contrincante-compinche “gauchiste”: Pedro J. Ramírez, “Fainé, Huertas, Revuelta: éranse una vez tres niños pobres” (El Español, 23/9/2018) en el registro casi bucólico (hay mucha cosa campestre en el artículo de hoy) del “Spanish selfmade man”, para regocijo de liberales y otros hombres que conocen personalmente “la joie de vivre”, como Talleyrand, bajo nuestro epicúreo “Ancien Régime” de 1978: “Lo vivido por nuestra generación, gracias en buena parte a los 40 años de esa Constitución de la que separatistas y podemitas, como buenos primos hermanos, abominan en común, supone un gigantesco éxito colectivo. Pero así como abundan los reconocimientos a los políticos de la Transición, las estrellas del deporte o las figuras de la cultura, pocas veces valoramos la importancia de nuestros grandes empresarios como creadores de riqueza. Y es que sin el músculo que han aportado nuestras multinacionales en sectores como la banca, la energía y la electricidad, la construcción y las infraestructuras o los seguros y los servicios, la economía española ni habría aguantado, mal que bien, las recesiones ni se aprovecharía, más que muchas otras, de los ciclos expansivos. Detrás de ese milagro empresarial español hay hombres como Fainé, Huertas y Revuelta; o como el propio Florentino Pérez, premiado en 2017 por EL ESPAÑOL; o como nuestro león de este año, Francisco González, a punto de poner término a una trayectoria excepcional, caracterizada por la modernización del BBVA y la integridad e independencia en su gestión; o como ese poker de ases -Isla, Pallete, Reynés, Gortazar- a quienes Fainé destaca, en privado, como los mejores de la nueva generación.Sería falso decir que estos generales no tienen quien les escriba, pero siempre hay más disposición a escandalizarse por sus emolumentos que a reflejar la traducción en competitividad y puestos de trabajo de sus aciertos. La envidia es el más español de los pecados capitales, la palabra “rico” la más lapidada de nuestro diccionario y no hay más que ver como se agotan las entradas para el musical anticapitalista sobre la historia de Lehman Brothers. Trayectorias como las de estos tres niños pobres, a los que nada predestinaba para el éxito, son la prueba de que en la España democrática funciona, como les explicó Huertas a los alumnos del colegio público de su pueblo, el “ascensor social de la Educación”. Y cuando un rico ha sido pobre es más que probable que no olvide nunca sus orígenes y contribuya a ayudar sin alharacas a esos colectivos que ni siquiera tienen capacidad de protesta y movilización. No se trata de confundir la justicia social con la filantropía, pero es reconfortante que -por utilizar palabras de Fainé- “las penas no expresadas, las quejas no proferidas”, encuentren, de cuando en cuando, también sus paladines.” Jesús Cacho, en el mismo registro lírico-moralista autocaricaturesco (“Un Maduro en ciernes Moncloa”, VP, 23/9/2018) declara lo que el inconsciente colectivo de la derecha sociológica desea escuchar con la consabida melodía a lo “Tannhäuser” para acompañar la siesta en el geriátrico español: “Queda la España de la silente sociedad civil, esos millones de españoles -también socialistas, del viejo socialismo reñido con las aventuras de este personaje sin escrúpulos-, dispuestos a defender contra viento y marea sus libertades y su nivel de vida. Quedan ellos, queda el Rey, y quedan un nutrido grupo de jueces. No son poca cosa. Pero tendrán que estar dispuestos a fajarse y echarse a la calle para defender esos principios de manera activa. No valdrá parapetarse tras los visillos viendo desfilar a las hordas de la división, la sinrazón y el odio. El 2 de septiembre escribí aquí que “Toca movilizarse de nuevo. Toca arremangarse para impedir la tropelía de la vuelta atrás. Toca luchar por la Constitución y la unidad es España, que es tanto como decir por la paz y el progreso. Por los valores de la Ilustración”. El momento se acerca.” Y, por supuesto, maestro de maestros, cínico entre los cínicos, locuaz entre los locuaces, lobo entre los lobos, cordero entre los corderos, Federico Jiménez Losantos (LD, “Absolución judicial y tentación bipardista del PP de Casado”, 23/9/2018), el Jeremías y el Angel Exterminador todo en un cuerpo chiquito y una voz emplumada de Sibila, con o sin trompeta que derribe los muros de la fortaleza de una “”derecha acomplejada”” (no lo estaría tanto cuando supo contratar los servicios del tío de Paracuellos y del abogado laboralista de Sevilla, hoy digno “consigliere privatissimo”, para hacer el trabajo técnico de fingir la “representación” de una clase obrera aniquilada por el hecho mismo de “estatalizarla” con el sistema proporcional de listas): “En cientos de artículos, ensayos y libros -De la Noche a la mañana, Con Aznar y contra Aznar, El linchamiento o Los años perdidos de Rajoy- he relatado, como testigo privilegiado y víctima de los hechos, esa vileza hecha costumbre de apuñalar a los medios supuestamente cercanos para congraciarse con los indudablemente enemigos, incluso tras vencerlos. La experiencia me ha demostrado que a los medios liberales sin partido nos va mucho mejor contra la Izquierda que con la Derecha en el Poder. Así que, si fuera por interés personal o profesional, me conviene Falconetti en el Poder más que Casado o Rivera, que en lo mediático es idéntico al PP. Sin embargo, España y la Libertad, para cuya defensa en democracia son necesarios los partidos, viejos o nuevos, nos han llevado siempre a apoyar a los que, por ser de derechas o políticos del montón, nos traicionan miserablemente. Y estamos condenados a hacerlo, mientras respeten o, al menos, no quieran destruir, los valores morales y las instituciones políticas -Libertad, Propiedad, Ley- que deben estar muy por encima del periodismo.” -Payo zeñorito, Don Pablito, denos argo pol er amó der Zenyó. Y esta gente es la que habla de “Libertad” y de defender la “Democracia”. Eso, exactamente lo que sus portavoces declaran apenas entre líneas, eso y nada más que eso, es también una derecha sociológica, que finalmente ya se ha convertido en el principal garante, un tercio de la población al menos, de que jamás podrá haber una salida hacia ninguna Forma de Gobierno en la que el significante “Democracia” no sea tan sólo una coartada retórica para los negocios privados, los privilegios corporativos y el egoísmo de clase.

En el último año, desde septiembre de 2017 hasta el día de hoy, el Régimen del 78 ha involucionado hacia su consumación: en el origen, las facciones del franquismo se unieron para darle nueva forma a su aparato de dominación y compartirlo con los advenedizos, de los que gente tan intelectualmente desaseada como Pablo Casado, Albert Rivera, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias no serán los últimos en presentarse para realizar las muy poco gratas tareas pertinentes de dirección rebañiega, subcontratados a buen precio. ¿Se han dado cuenta de que todos parecen guiñoles de goma espuma de esos de los de la célebre serie británica “Spitting images”? Pero aquellos muñecos, además de divertidos e inteligentes, casi parecían humanos, comparados con sus homólogos españoles de carne y hueso. Hoy, los subcontratados, la “troupe” de los payasos del circo, repartidos en facciones irrisorias y casi confundidas en el puro abigarramiento de la inanidad mental profunda, se han hecho con la caja de caudales y dictan leyes, pero Ana Patricia y el resto de sus amigachos de jarana están contentos: para prepararlos psicológicamente para la próxima crisis, es decir, para la misma de siempre, la de ser desgobernados, los españoles deben recibir un “tratamiento especial”. Los grandes patrimonios todavía tienen que sacar del país todo lo que les dejen y gente como Pedro Sánchez es la más idónea para esta estrategia de desnacionalización de la conciencia social. Por tanto, Franco bien vale una misa laica para las conciencias adormecidas tras largas décadas de una, digámoslo eufemísticamente, muy deficiente educación pública, pagada a precio de matrícula en Oxford, pero con servicios educativos de cafetería de “Self service”. El ínclito Alfonso Escámez ya lo decía en los primeros años de la década de los 80: esto es un chollo, se venden por precios irrisorios, nos vamos a poner las botas con ellos. Y esa es toda la Historia española de los últimos 40 años: muchos, demasiados, se dedican a recoger las migajas que caen del plato o lo rebañan con las cortezas duras de pan que les dejan, peleándose con los mastines del señor a mordisco partido. Es decir, la sociedad española, gratificada con el espectáculo de su propia humillación, como los perros que nunca muerden la mano del amo. La tercera generación del franquismo (el Estado es el único Sujeto Agente de la acción política: nada fuera del Estado, de hecho la “troupe” de payasos existe gracias a este principio constituyente del poder que rige en España) tiene que matar al padre, so pena de no poder heredar sin deudas la herencia: todos no pueden ser Juan Carlos de Borbón, un monarca por inseminación artificial provista por el testículo dizque único del General, si bien su modelo, por extraños caminos, ha obtenido mucho crédito y es seguido por todos los que “parten el bacalao”. No creáis que el mérito de vivir a vuestra costa y subidos a vuestra chepa no es mérito pequeño: mucho esfuerzo nos ha costado, casi todos nosotros hemos dejado aparcada la conciencia moral en algún remoto lugar de cuyo nombre no queremos acordarnos. Quizás por eso los borrachos intentan apalizar a Alberto Garzón: un rapto de lucidez lo tiene cualquiera, incluso en esta España esquizoide siempre quedará un borracho que conozca la verdad y ejecute la sentencia inexpresada. Nadie tiene la osadía en los medios de comunicación de decirlo abiertamente. Todos los análisis que se hacen de la situación son erróneos, carecen de espesor y matiz, ocultan la verdad y, sobre todo, no apuntan al corazón moribundo de esta excrecencia degenerativa que se presenta con la apariencia de normalidad. Todo es faccionalismo mediático en apoyo desesperado del faccionalismo estatal: las ventosidades de Pedro Sánchez, como los mutismos, anacolutos y dislexias de su maldito antecesor, llenan titulares y motivan expansivos artículos de opinión sobre el vacío referencial más absoluto. El día que alguien se empiece a tomar en serio la idea de que los funcionarios de un partido financiado por el Estado no pueden hacer política se habrá llegado muy lejos y ningún imbécil pseudo-letrado hinchado de sí mismo tendrá la desvergüenza de llamar “democracia” a esa proliferación de agentes patógenos en la vida pública. Entretanto, hay que saber apreciar al menos el encanto innegable de los crepúsculos, no de los dioses, sino, más prosaicamente, de los “Homunculi” y sus ridículas pretensiones de seriedad. Será el primer Régimen político conocido en la Historia que desaparezca traumáticamente a causa de su insuficiencia intelectual: incluso los españoles actuales necesitan alguna razón intelectiva y abstracta que justifique su abyección colectiva…

«Las posturas representadas por Liberty Valance y Stoddard recuerdan a las sostenidas por dos juristas de la época de la república alemana de Weimar: Hans Kelsen y Carl Schmitt. En relación al problema de cual es el fundamento último de la vigencia de un sistema legal ambos sostenían posturas contrapuestas. Para Kelsen el fundamento último de la vigencia de un sistema legal descansa en el propio sistema de normas. Carl Schmitt creía por el contrario que la postura de Kelsen era completamente ingenua e idealista. Precisamente en situaciones de crisis y de quebrantamiento de las leyes que rigen en una sociedad es cuando se hace más patente que la autoridad recae en el poder fáctico que es capaz de imponer uno nuevo. Kelsen-Stoddard y Schmitt-Liberty representan dos posturas extremas: normativismo y decisionismo. Frente a estas cabe una tercera vía que permita reconducir una situación de ilegalidad sin incurrir en la arbitrariedad y sin perder un ápice de legitimidad. Esta postura vendría a coincidir con lo que el personaje de Tom Doniphon tiene que hacer al final de la película: usar la violencia para permitir que el personaje de Stoddard no muera a manos de Liberty Valance y así conseguir que en el futuro la ley pueda tener vigencia en Shinbone.» (DISIDENTIA, 29 de agosto de 2018). Con toda evidencia, el autor o no ha leído a Carl Schmitt, o no se lo ha tomado en serio, no lo ha comprendido o, lo que es más probable, pretende ignorar la coherencia interna de su discurso, que la intelectualidad «liberal» (sí, la consabida «tercera vía» siempre con retraso y siempre fracasada, hasta el escarnio) condena por ser el único que se atreve a decir la verdad de lo político: a todo orden jurídico subyace pura y lisamente la fuerza bruta, de la que la coacción legal es una muy pálida manifestación y remedo, por cierto bastante grotesca e inane, como se ha podido comprobar en este Régimen de facciones estatales durante el otoño-invierno de 2017-2018. Que lo derivado (el orden normativo) se atreva a imponer su verdad a lo fundamental (la voluntad y la decisión) sigue la lógica de la inversion de valores que caracteriza a toda la Modernidad: lo «racional» (el cálculo apriori de las conductas previsibles de los sujetos) se disocia de la esfera, juzgada demasiado grosera, de lo volitivo, caricaturizado como «capricho», como si la creación «ex nihilo» de un orden normativo fuera un acto basado en la volubilidad caprichosa de una mujercita cualquiera en la tienda de lencería y no la decisión existencial suprema de una voluntad encarnada en un sujeto o grupo, particularmente aptos para tal misión dentro de una comunidad humana, dominada siempre por los más bajos instintos y por los peores elementos de la sociedad, como toda la historia del Régimen vigente ha demostrado con creces. «Auctoritas facit legem» ya desde Hobbes, glosado por el propio Schmitt en textos admirables por su profundidad realista, pero en España lo que hay es, con toda evidencia, nunca desmentida, otra realidad eminente: «Corruptio turpissima facit legem» y todos gustan de ser sus obtusos siervos y difusores evangélicos. Porque la verdad sea dicha, sin que sirva de precedente: todo el acontecer que vemos pasar a diario ante nuestros ojos fatigados es la confirmación de la ausencia de un Orden normativo cualquiera. Si se tomara en serio la interpretación de Alejandro Nieto sobre el concepto de «Desgobierno de lo público» (característica suprema de la pura apropiación oligárquica de los poderes públicos), entonces nadie tendría la osadía temeraria de afirmar que en la España actual rige un Orden constitucional ni nada que remotamente se le parezca. Yo, al menos, no lo he visto jamás, quizás porque haya que creer en los milagros para suponer tal realidad institucional. La sola posibilidad de la secesión territorial invalida fácticamente la legitimidad imaginaria e impotente de ese mirífico Orden legal al que tantas apelaciones retóricas hacen precisamente aquellos que son sus trasgresores más conspicuos y persistentes. El problema de la legalidad está siempre localizado en el hecho que define lo político como categoría: la legalidad es el ropaje, adoptado a posteriori, de una previa Auctoritas, cuyo único fundamento es la superioridad material y moral del grupo que puede ejercer la violencia física, dentro o fuera del poder constituido estatalmente. Sólo se obecede de verdad a quien se teme… y hoy sólo se teme al inspector fiscal, así que cada uno saque sus conclusiones sobre la consistencia del estado de cosas. Como los perros apaleados, los españoles, tras la muerte de Franco, prefirieron meterse el rabo entre las piernas y agachar las orejas y, claro, es normal que campen a sus anchas en este páramo las gallinas cluecas perseguidas por los zorros, con ostentación de apetito siempre voraz por la sabrosa carne de gallina. Es cierto que la Constitución española tiene un trasfondo kelseniano muy definido en la concepción de la naturaleza abstracta del poder político, algo que en buena parte se debe a la intervención entre bambalinas del infatuado Miguel Herrero de Miñón, bajo los auspicios directivos de Torcuato Fernández-Miranda (nadie ha descrito realmente este hecho histórico en su verdadero significado: esta pareja en la sombra es esencialmente la responsable intelectual de la vil construcción teórica del Régimen del 78). El diseño del Estado autonómico es de inspiración kelseniana: la soberanía estatal es fragmentable sobre la base de una reglamentación de rango trivial que distribuye competencias, como si el principio de la soberanía, que es personal y volitivo en grado máximo (al menos Hegel todavía reconocía esto, de ahí su diseño de la Monarquía Constitucional al estilo prusiano como ideal) pudiera descomponerse en los artículos enumerables de un vulgar reglamento de tráfico (el ominoso título Octavo de la C78). Y, en efecto, así es desde el punto de vista del funcionamiento objetivo del Régimen vigente: porque las competencias estatales, territorializadas por las corruptísimas burocracias de partido, gracias al cenutrio del falangista polivalente Suárez (sí, el mismo que era gobernador civil y autorizó al constructor Jesús Gil la apertura de un hotel construido ilegalmente y cuyo derrumbe ocasionó algunas inexplicables muertes…), son realmente eso y nada más que eso, tráfico de influencias, con lo que Kelsen les viene como anillo al dedo a los degenerados oligarcas de pacotilla que nos socratizan, ese austriaco neokantiano del positivismo que se creía que un Estado es una gavilla de normas positivas de distinto rango, que descienden deductivamente en cascada, desde las axiomáticas autoevidentes a las empíricas «ad hoc», el inventor de los vergonzosos Tribunales Constitucionales, esos muy flexibles y manejables guardianes de las Constituciones (?) de los Estados de Partidos. En España, los hombres probos que rigen nuestros destinos siempre eligen lo mejor de cada casa para hacer un pan como unas hostias, las mismas que muy pronto se van a repartir, cuando la explotación fiscal de una sociedad casi depauperada alcance el límite de lo tolerable y la superficialidad impotente de los medios de comunicación ya no logre calmar los deseos de emulación envidiosa y suntuaria de nuestras irresponsables y amorales clases medias…

Hagamos un repaso, por supuesto, sin ninguna mala intención, tan sólo un ameno juego basado en un pequeño esfuerzo de memoria histórica reciente. En junio de 2014, abdicó un Jefe del Estado por razones desconocidas pero presumibles, habida cuenta de una vida dedicada por entero al ejercicio de una muy exigente moralidad privada, que rondaba al ascetismo intramundano, como es bien sabido. En Roma posiblemente estén pensando en canonizarlo, por su vida de altruismo y entrega al prójimo. Es lo normal. Le sustituyó otro Jefe de Estado, no por casualidad hijo del anterior. También es lo normal, porque la forma de Estado es la Monarquía, o algo así, que consiste en que se fabrican Jefes de Estado por herencia genética y un mínimo gasto energético de producción. Al comienzo de este verano de 2018, se publicaron ciertas conversaciones de la enfermera de noche del anterior Jefe del Estado, bastante comprometedoras, pero se declaró por las más altas y competentes instancias del Estado (fiscalía, presidencia del gobierno, parlamento… siempre en las mejores manos, por supuesto) que “no ha lugar” a ninguna investigación y que el principio de “inviolabilidad” (sic) cubre bajo su manto todos los detalles, accidentes, minucias y peripecias de la vida del personaje, incluso la afición adictiva a cobrar comisiones y depositarlas en un banco suizo a la sombra de una cuenta soleada. También esto es lo normal y nada reprochable hay en esta conducta, todo español digno y honrado aprobaría tan justo dictamen. Un alto dirigente de una comunidad autónoma durante casi treinta años se ha visto implicado en feos asuntos del cobro sistemático de comisiones milmillonarias y declaró algo extraño sobre los frutos secos, los árboles y mover no sé qué ramas: quizás su senilidad avanzada lo incline a la jardinería al final de sus días… Es lo normal, quién no haría lo mismo en su lugar. Un gobierno territorial en pleno mueve masas, se alza, se rebela, conspira, encabeza sediciones, controla presupuesto, vive de la deuda pública de la casa matriz, dispone de medios de comunicación que propagan la subversión dentro del propio Estado y manda fuerzas de seguridad propias. Es lo más normal del mundo, nadie tiene por qué inquietarse. Otro Gobierno territorial en pleno está procesado por infinidad de malversaciones perfectamente comprobadas, demostradas, incluso confesadas, en medio de un vértigo azaroso de coca, putas y tarjetas de crédito cargadas al presupuesto. Es lo normal, se hace en todas partes, a quién no le agrada darse un meneíto de vez en cuando. Un famoso sindicalista asturiano repartía los fondos de cohesión europeos desde la barra del bar entre copa y copa y se embolsaba lo suyo, pues todo hombre honesto tarde o temprano tiene que pensar en su futuro y hacerse un pequeño patrimonio es una conducta admirable que muchos españoles debieran imitar. Es lo normal, nadie tiene de qué preocuparse. Un presidente de Gobierno se emborracha como un pirata cobarde en el momento mismo de ser destituido. Es lo normal, la valía de los hombres se demuestra bebiendo ante el riesgo y la amenaza y quién podría reprocharlo. Los jefes de partido no están adaptados curricularmente, un poco como esos alumnos retardatarios a los que se les “adaptan los contenidos” para que “aprueben” por su propio “esfuerzo”. No importa, quienes los colocan en el poder también controlan las universidades que expiden los títulos acreditativos necesarios para volverlos “aptos” a cualquier finalidad, siempre que se excluya cualquier principio de “buen gobierno”, para el cual los ilustres tesinandos, doctorandos e investigadores no han tenido tiempo de prepararse, mientras realizaban sus “estudios” curriculares, pues ser jefe de partido en el Régimen español exige, como mínimo, la apariencia de idoneidad: cualquier cosa que acredite, por lo menos, que si bien uno es un patán integral y de nacimiento, alguien se ha preocupado por adecentarlo un poco y volverlo presentable, porque los súbditos españoles merecen ser desgobernados por gente, si no bien preparada, e incluso con dos o tres lecturas básicas, al menos, con títulos universitarios homologados en el muy competitivo mercado académico español, o bazar turco donde las alfombras persas se hacen pasar por jarrones de porcelana china. Qué dirían de nosotros en el extranjero, por Dios, imagínense si supieran nuestros acreedores que nuestra clase dirigente está formada por un personal “grouchesco” o “cantinflesco”, del que ya se ha realizado aquí una muy sucinta y meritoria recopilación de actos ejemplares, que llenarán los futuros libros de Historia, que estudiarán nuestros nietos con grave y grato deleite intelectual y no poco aprovechamiento moral.

La evolución de los intelectuales españoles no me resulta sorprendente, pues nos encontramos en una fase involutiva en todos los ámbitos de lo público. Dado que el Régimen ya no puede evolucionar en ningún sentido (es como el Rey fundador, si mueve una cadera, se le sale el tornillo o clavo de la otra…), no le queda más remedio que perseverar en retrocesos a estadios aún más inestables, gaseosos y entrópicos, sumando al desgobierno la ingobernabilidad, horizonte que con toda seguridad se va a prolongar indefinidamente otros veinte o treinta años, pues los hijos de Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias también han de ser colocados y, demostrada con creces la valía de sus padres, está claro que por sí solos no van a poder colocarse debidamente sin las paternales influencias convenientes. Esta misma evolución se dejar leer en todas las manifestaciones del espacio público, la prensa, el mundo del saber, la industria del entretenimiento… Todo Régimen, antes de la implosión final, recae en una prolongada fase regresiva, a través de la cual el espejo de lo que es refleja todo lo que fue en su discurrir. Y lo peor no ha comenzado, porque cuando tarde o temprano se entre en la verdadera fase “reformista”, las vergüenzas del Régimen, que ya están a la vista de todos, van a alcanzar un grado de obscenidad todavía más ostentoso. Piensen, por ejemplo, que los profesores de Derecho Constitucional que van a “asesorar” a nuestros jefes de partido son la misma ralea que los que dan “cum laude” a tesis como las de nuestro Presidente actual en ejercicio o firman “masters” inexistentes a alumnos evasivos. En el caso de los intelectuales, incluso “críticos”, se percibe esta involución desde el institucionalismo crítico de su enfoque inicial al colmo del psicologismo. Siempre que uno habla de la “naturaleza humana” es que quiere esconderse detrás de ella y escamotear el asunto. Siempre que uno afirma “Los hombres son así o asá” y, como “Los políticos son hombres”, pues “Los políticos serán también así o asá”, está intentando apagar el incendio de Roma orinando sobre las llamas. Y con este silogismo, uno subsume la realidad concreta y singular de un momento histórico único en la pura banalidad de la generalidad abstracta y vacía de lo humano. Declarar que la cosa política española, esta escombrera donde los cascotes se van acumulando a una velocidad asombrosa, se caracteriza por rasgos como la ausencia de finalidad del poder, o la ambición personal vacía de ideas y actos, la falta de rigor y valores morales de los sujetos políticos, en fin, este tipo de descripciones está bien para satisfacerse de un modo conformista en una tópica reiteración de prejuicios con regusto no ya conservador sino arcaizante. Como si el Régimen español tuviera un problema con la psicología de sus “políticos” o las relaciones de poder tuvieran algo que ver con los contenidos de conciencia de los políticos. Ese tipo de consideraciones está bien para los titulares de prensa, en los que el nombre del político y el nombre del partido, resaltados en la negrita mayor, son anzuelos para que el lector faccioso votante de listas sepa navegar con esa brújula precaria que señala correctamente a su juicio el norte y el sur, pues los votantes y lectores de prensa son como las bandadas de aves migratorias, tienen un innato sentido de la orientación, en su caso “política”, y por eso se mueven en el abigarrado colectivo caótico de las “corrientes de opinión” inventadas por los sondeos y las encuestas. En la política, como en todo, se es lo que ya se ha sido. El Régimen español “ha madurado” y personajes como los cuatro jefes de partido actuales, Pedro Sánchez como la más perfecta síntesis concreta de los rasgos comunes al resto, son todo lo que el sistema institucional español puede dar de sí, no la sociedad española, sino toda esa “superestructura jurídico-política” de un Estado carente de arraigo, sentido y verdad, pues ningún principio la habita, ninguna libertad la define, ninguna virtud la acompaña. Son las instituciones las que hacen a las personas, son las reglas de juego las que permiten que individuos groseros, incultos, vulgares ejemplares de la más vulgar catadura ocupen las posiciones relevantes, allí donde se hace necesario, para el mantenimiento indiscutible y burriciego de la forma de gobierno oligárquica, que precisamente este tipo humano obtenga los dudosísimos honores de regir los destinos de sociedades en las que la política y lo político en realidad ya no existen ni pueden siquiera concebirse. La seguridad “burguesa” (también la “social”, que es una de sus variantes consolatorias para futuros rentistas sin patrimonio) y la política son cosas que se excluyen mutuamente. La “clase discutidora” nunca ha hecho política ni podría haberla hecho. Sus mayordomos actuales, todavía menos. La pregunta, supongo que retórica, acerca del sentido final del poder se responde con la observación empírica. “Los políticos” españoles actuales “quieren el poder” porque “el poder” (lo que quiera que esto sea) es lo único que habilita a determinadas categorías subalternas del lumpen proletariado funcionarial de los partidos, oasis y jardín donde pace la flor y nata de la sociedad civil española, para la promoción y el ascenso, abriéndose así la carrera o “cursus honorum” que lleva en loor de gloria a: 1º jugosísimas pensiones vitalicias, 2º derecho inviolable a comisiones clandestinas, 3º dignos empleos en consejos de administración no mal remunerados y 4º incluso permite sufragar los gastos de vivienda, electricidad, agua y colegio privado de los niños, por supuesto, siempre en barrios donde uno no se cruza con atezados rostros magrebíes o aún más oscurecidos rostros de “subsaharianos”… La única “verdad” del discurso crítico sobre el Régimen español es colocar a España en la lista de “democracias avanzadas, pero de mala calidad institucional”, en las que justamente se encuentra por el esfuerzo nada desdeñable de varias generaciones de pastueños nativos, irredentos y mártires. Si al menos pudiéramos compararnos con Portugal, donde casi el 50% de la población se pasa por el forro el coñazo de las votaciones… Y luego dicen que no hay clases.

Partimos de presuposiciones, cosas de libros, de impresiones, de rumores. Uno debiera simplemente detenerse a observar el mundo actual tal como se le presenta y olvidarse de lo que se cuenta, se dice o se quisiera creer. ¿Qué se percibe ya a primera vista? Algo perfectamente comprensible: la política no le interesa a nadie y, en realidad, no tiene por qué interesarle a nadie, al menos no tiene por qué interesarle más que un soneto de Garcilaso, un madrigal de Monteverdi, una sonata de Bethoven, un claroscuro de Caravaggio o una escena de Brueghel el Viejo. Cuanto más se ha extendido desde hace apenas un siglo el derecho al sufragio (la Modernidad es la extensión a todos de cosas sólo valiosas y apreciadas para unos pocos: la escritura, la lectura, los goces estéticos de la vida…: democratización, nivelación, americanización son las etiquetas más comunes para describir este proceso que Nietzsche definió como un abaratamiento del Hombre en la cultura europa cristiano-burguesa), más se ha propagado la indiferencia política y es justo, lógico y pertinente que así sea. Por una muy sencilla y humana razón: la política, tomada en serio, con toda su gravedad, como el arte o el amor, es una cosa muy complicada, una cosa en la que el hombre se expone al destino, a la toma de decisiones, al combate con el tiempo por la perduración de la obra, a un sí o un no radicales sobre su propia existencia histórica colectiva. En otras palabras, sólo puede hablarse en serio de la política como un verdadero arte cuando algo muy valioso del hombre entra en juego para producir una obra del espíritu de cierto rango y entidad. Un griego o un romano quizás habrían entendido este discurso, incluso en el Renacimiento habría resultado comprensible y estimado como verdad; para el hombre contemporáneo, nada de esto tiene sentido, porque la política es una realidad de rango espiritual menor, apenas una contingencia administrativa del mercado, de la que incluso hombres vulgares de un término medio muy apocado pueden ocuparse sin mayores complicaciones. La sociedad burguesa, capitalista, moderna, democrática, materialista es lo más radicalmente opuesto que pueda concebirse a cualquier idea elevada y noble de la política, del arte o del amor, tres realidades categoriales de lo humano mucho más emparentadas de lo que nadie imagina. De ahí el estado de postración de todas las pasiones nobles en el mundo actual: ni pasión de poder en cuanto voluntad de construcción de un orden colectivo y existencial perdurable, ni pasión de crear y dejar huella, ni pasión imaginativa de poseer la belleza de lo pasajero. La política, mucho antes de practicarse y pensarse, ha de amarse y entenderse en su verdadera dimensión. Allí donde el hombre no ama el riesgo, donde no sabe ni puede ni quiere lanzar los dados y tentar al azar o al demonio (pues toda obra humana es una tentativa de imitar a Dios y toda la Modernidad es tan sólo eso en el plano científico-técnico), la política no es más que un juego banal de signos políticos (idelogías postizas, referentes flotantes, discursos advenedizos y fatuos), pero nunca pasiones, voluntades o proyectos con fundamento, signos cortocircuitados en el vacío mental de una clase de individuos que no tienen de políticos ni siquiera la mera presunción de aparentar serlo. Las cosas así, cómo íbamos a exigirle a la gente civilizada del siglo XXI, masa errabunda que deambula por playas, aeropuertos y grandes superficies, que se interesara por un obrar humano envilecido de bajas pasiones, autoexhibidas, en el que no queda ni rastro de un obrar en marcha sino, como mucho, una creciente impresión verosímil de cobrar sin dejar mancha…

La contraposición Estado/sociedad civil es uno de los temas clásicos de la ideología burguesa, de hecho, el tema «político» por excelencia, en el que viene a expresarse la reivindicación de esta clase acerca de un «espacio privado» libre de las coacciones del poder, en el momento histórico en el que precisamente la clase burguesa europea está tomando el poder y creando su propio Estado. Por tanto, es una contraposición en buena medida producto de un proceso muy complejo que la clase burguesa ha experimentado a lo largo de estos dos últimos siglos. El utilitarismo burgués produjo una idea de Estado como guardián del orden civil en el que se desarrolla la vida contractual y mercantil de los sujetos propietarios de capital y trabajo. De ahí la clásica reivindicación de «libertad» para el despliegue de ese «espacio protegido». El Estado burgués es entonces un «conservador» de relaciones sociales dadas. Ahora bien, muy pronto, pasó a ser también un factor transformador de esas mismas relaciones, ante la amenaza constante de caos que introduce la acumulación de capital en una economía universal dominada por este factor. De manera que el Estado se acabó por convertir en el organizador del caos y él mismo productor de caos. La sociedad civil burguesa desapareció absorbida en este proceso, que es el del último siglo. En España, la situación fue mucho más grave, porque antes de 1939 ni había Estado ni había sociedad civil, tal vez esbozos un tanto básicos de ambos. Después, hubo Estado, pero ya era tarde para la sociedad civil. Desde 1978, sólo hay Estado, exactamente el Estado poseído en exclusiva por los partidos como propiedad corporativa. La sociedad civil, obvio es decirlo, se encuentra en alguna realidad paralela de difícil localización, tal vez en algún manual de mitología liberal.

¿De verdad se cree alguien en su sano juicio que en España hay una “izquierda”? Si así fuera, ¿qué “intereses de clase” defendería? Más aún, ¿qué “clase” sería esa que necesita ser defendida? En la Historia sólo ha existido la clase burguesa europea como clase “con conciencia” de sí misma (todo el arte, la literatura, la filosofía y la ciencia de los últimos dos siglos dan cuenta de esta verdad: son la expresión de su “conciencia de sí”). La clase obrera, el “proletariado” como concepto “histórico-filosófico”, es un sueño diurno un poco mojado del judío renano y de sus compinches. Jamás ha existido como “sujeto de la Historia” y mucho menos ha existido jamás ninguna “dialéctica de la Historia” basada en un antagonismo de las clases, porque, sencillamente no existen “Sujetos de la Historia” ni clases. Marx es en realidad el mayor teórico de la propia burguesía europea por razones obvias, algo que sólo los conservadores alemanes, desde Bismarck, comprendieron a la perfección. Quien entienda esto, entiende casi todas las claves profundas de la Historia contemporánea, que se dejan leer en la Historia alemana con mayor claridad que en ninguna otra historia nacional europea. En modo alguno, esa cosa infame que figura en los medios de comunicación, en los platós de televisión, en el Parlamento, en los Gobiernos autonómicos, en los consejos de administración de empresas públicas y privadas, en las universidades y en todas partes y se hace pasar por “izquierda” tiene ninguna relación real con ninguna “izquierda histórica”, es tan sólo la facción más abyecta y servil de un “Estado español” que la clase dominante española (sí, existe y es la que pone en el poder cuando se le antoja a gente de la vil condición moral e intelectual de Mariano Rajoy o Pedro Sánchez, y los derriba también cuando se le antoja) necesita para dar una imagen de “sentido social” y “humano” a su explotación, que por supuesto es real y, como lo es, necesita precisamente este “efecto” de complicidad y autoenajenación de los grupos cuya desdichada vida se reduce a la pura reproducción material de la fuerza de trabajo (“enajenación” en sentido clínico y patológico literal, ni siquiera en su versión hegeliano-marxista). La clase dominante española (catalana o vasca, es el mismo y único combate…) no necesita ya “espacios de libertad”, ni “derechos individuales”, eso forma parte de las antiguallas liberales que esa clase en su fase de conquista del poder social, económico y político necesitó usar como añagazas para su habitual ejercicio de sublimación de lo burdo de su nueva dominación social. Ella, bien entendido, es la única que los tiene, porque tan sólo el dinero es dueño absoluto de lo que existe y, sobre todo, puede llegar a existir, incluso del poder político, y la experiencia del Régimen español del 78, única en la Historia europea contemporánea, es la demostración de que una clase dominante puede ejercer el poder mediante un dispositivo institucional completamente falso, desvencijado e irrisorio, basado en mentiras pueriles y trasparentes, que hasta un niño pequeño podría descubrir. Las posiciones “liberales” españolas en los medios de comunicación forman parte de esta inmensa impostura, y tan sólo eso es lo que evoco cuando me remito a la Historia real, no inventada o “ideológica”, del concepto burgués de “sociedad civil”. “Sociedad civil” es el nombre que la burguesía clásica europea se daba a sí misma como “clase culta, laboriosa y civilizada”, por supuesto, adornada de las mayores virtudes e investida de un extraordinario sentido de la “libertad personal” (siempre ligada a un buen patrimonio adquirido no importa cómo… pero “meritorio”). Obviamente, hoy no hay tal “sociedad civil”, porque la burguesía europea, como tal clase con conciencia de sí misma y con un conjunto de intereses más o menos homogéneo, no existe o no tiene ninguna capacidad “creadora” de órdenes sociales y culturales nuevos. En su lugar, sólo queda una reducida plutocracia, francamente delictiva y criminal, que controla los Estados mediante una subclase funcional cuasi-infrahumana, que nosotros creemos ingenuamente que es una “clase política” profesional, cuando en realidad no es nada más que un lumpen proletariado cuyas prestaciones se limitan a trasferir renta de los grupos inferiores a los superiores y a sí misma. Y para ocultar esta incesante y siempre incrementada “trasferencia pacífica y consentida” es por lo que existen, residualmente, los discursos y actitudes de la “izquierda”. Para robarte la cartera, tengo que distraerte con el género, los abusos sexuales, las corridas, también de toros, y cosas de este jaez.

D

Hay que fijarse en un hecho extraño: el discurso contra el tipo específico de presión fiscal que se da en los Estados actuales es un discurso “ultraliberal” exclusivamente en manos de “exaltados” y “maximalistas”, los creyentes en la “autonomía” de lo privado, los convencidos de la “independencia” de un “orden civil” autorregulable y “espontáneo”. El hecho es extraño porque lo que debiera ser una simple evidencia “popular”, potencialmente generalizada, se ha convertido en el patrimonio intelectual de una corriente teórica marginal. El hecho es extraño porque, antes de la época contemporánea, en especial, desde después de 1945, “el pueblo” sabía exacta y perfectamente lo que eran “los impuestos” y su opinión común no era nada favorable, por no decir que era más bien francamente hostil. Entonces, algo ha debido cambiar en la mentalidad colectiva desde 1945 para que lo que no es hoy una evidencia universal se haya acabado por convertir en una percepción “ideológica” argumentativa de muy escasa influencia “social”. Quiero decir que aquí, en este fenómeno de la psicología de masas, hay algo más profundo de lo que se imagina y razona habitualmente, sin fijarse en cómo se organizan los Estados actuales. La tesis marxista clásica, decimonónica, describía al Estado como un mecanismo de extracción (“extraeconómica”, “política”) de renta desde las clases dominadas a las dominantes, en una época en que sólo existían los impuestos indirectos de aduanas, sobre el trasporte de mercancías y el consumo de bienes de primera necesidad y apenas nada más, pues no existían impuestos sobre patrimonio, sucesiones y, por supuesto, en absoluto sobre la renta personal, el “sancta sanstórum” de la respetable “privacidad” del esforzado burgués. Marx pecaba de optimista en este sentido. Si damos por válido este esquema explicativo, muy elemental y nada clarificador, entonces habría qué explicar sobre quiénes trasfiere hoy en día la clase dominante el peso de la fiscalidad y por qué lo hace así y no de otra manera o por otras vías. Se alude a menudo a las dos categorías de la sociología política weberiana, sin mencionar casi nunca su procedencia y su sentido funcional: clientelismo hacia abajo y prebendarismo hacia arriba. Ahí se detiene hasta el análisis más escrupuloso. Es muy dudoso que la riqueza social sea apropiada para ser distribuida, supongo que nadie en sus cabales se cree esta mitología fundacional de los Estados de Partidos de origen socialdemócrata implantados en la posguerra. No hay ni un solo dato en la Historia política civilizada que avale la idea altruista de una clase dominante que realice tan insensato “contrato social” con sus dominados y gobernados. Ahora bien, quizás sería interesante buscar por otro lado.

El talento natural, pues, y la poca aprensión son las dos cualidades distintivas de la especie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, un timorato del qué dirán, no lo serán jamás. Sería tiempo perdido.” (Larra, “Los calaveras”, artículo primero). El retrato de “El totalitario” me recuerda bastante el comienzo del artículo de Larra sobre “los calaveras”. Sí, es claramente ya toda una figura “costumbrista” muy característica del Régimen español del 78, un poco como lo era el “judeo-masón” o “el comunista” en el discurso retórico del franquismo, tanto en su fase temprana como tardía. Dado que nosotros ya nos encontramos en el periodo posmeridiano del Régimen del 78, aproximándonos a marchas forzadas al “Reino de la Medianoche”, momento en que sostener el orinal del Monarca será el mayor privilegio de los Notables del Reino, no podemos obviar la necesidad de evocar aquí esa nueva categoría política de primer orden, pues ella será el epítome del periodo histórico ahora ya concluyente. Toda ideología “oficial” segrega su contrafigura especulativa y, entre nosotros, “El totalitario” representa bastante bien esa contrafigura dentro de cierto tipo de discurso, complaciente con sus propios hallazgos, pues todo hombre intelectualmente honesto tarde o temprano debe quedar deslumbrado ante el buen juicio mostrado por Karl Popper en “La sociedad abierta y sus enemigos” y nosotros no queremos negar ni su verdad ni su grandeza. Del mismo modo que el franquismo tenía sus “demonios” o “daimones” oficiales, el Régimen que le da secreta continuidad en lo más esencial e íntimo también dispone ya de sus íncubos y súcubos arcaizantes en el frontispicio de su excelso edificio constitucional, pues “El totalitario”, ya honesto padre de familia burgués con hipoteca, casado “comme il faut”, con un trabajo decente (la política profesional, es decir funcionario ideológico del Estado de los oligopolios, la banca y los contratistas, e incluso él mismo hijo de funcionario de rango superior, lo que hace que se parezca a personajes canónicos de la novela rusa del XIX), sólo dice de boquilla cosas totalitarias pero hace en verdad calaveradas para divertir a la ociosa “plebe frumentaria” que, a falta de gladiadores, tiene ante sus ojos asombrados a estos tipos de verbosidad funambulesca que asuntan a las viejecillas con rosario, a los amantes de la tauromaquia y a los pequeños ahorradores de los fondos de inversión que leen “Libertad Digital” y “El Economista”. “El totalitario” es un hombre de modales bastos, pero de inteligencia casi florentina, no floreciente. No ha leído nada, por lo que resulta especialmente simpático entre muchos españoles, que se identifican con esta negligente manera de ver el mundo no cultivada y con esta adusta manera de vivir a cuenta de lo que sea y como sea, pero siempre manteniéndose fiel a un nativo estado asilvestrado, al que ninguna opresiva acción de la “cultura” podría redimir. Tanto en invierno como en verano lleva camisa de manga larga remangada en gesto de aproximación a la comunidad prestigiosa de los hombres que visten con desparpajo, muy “sport” y “chic”, aunque de apariencia mediterránea y tradicional. No se le debe subestimar, porque su especie, si bien “no ama a España”, es el verdadero semillero del futuro de esa España desprejuiciada, pues “El totalitario”, ante todo, ama lo que contribuye a amargar la vida del prójimo, de ahí su acendrado “estatalismo”, pues sabe que éste, como creía Borges, al que sin duda tampoco ha leído, es una de las más imaginativas figuras del Infierno en la tierra. Se les reconoce por otros muchos signos, uno de los cuales, ciertamente el más siniestro y el que manifiesta indicios diabólicos inequívocos, se encuentra en el hecho demostrado de que tienden a reproducirse en progresión geométrica: un óvulo de “La totalitaria” y un espermatozoide de “El totalitario” dan lugar a un doble embrión y es de sospechar, dado lo satisfactorio que resulta vivir “ab initio” en la placenta estatal española, que tales embriones, una vez llegados a la madurez reproductiva, reproduzcan el modelo de los progenitores a una escala incluso mayor. Hay otros “Totalitarios”, pero esos son menos peligrosos, porque ni siquiera saben disimular su iletrada condición y su lugar en la Historia está amortizado, incluso antes de que desocupen el despacho, en la próxima mudanza organizada por los dueños de las oficinas. Ay, ojalá Dante existiera para poder imaginar un castigo para ellos, quizás se le ocurriría condenarlos a realizar un nuevo trabajo de investigación “original e inédito” o se les castigará en el rincón lleno de telarañas y bibliografía de un exigente departamento universitario español, con orejas de burro, pasados los 40 años, para irrisión y cotilleo de las señoras de la limpieza.

La cuestión de la libertad remite a otra cuestiones aún más esenciales y de un orden todavía más problemático: lo moral y lo político son apenas un pálido reflejo de preguntas metafísicas relacionadas siempre con una verdad existencial sustentada por el ser propio. Por ejemplo, uno debe preguntarse: ¿quién soy yo? ¿merezco la libertad y soy digno de ella? ¿qué hay en mi ser propio que me haga acreedor del derecho a ser o creerme libre? ¿hay en mí autenticidad y verdad que hagan que yo pueda desenvolverme en una libertad a la que probablemente no tengo derecho porque yo no soy dueño de ella sino que tan sólo se me ha gratificado con ella? Quiero decir que sólo a partir de la autenticidad existencial se puede pensar la libertad como verdad. No hay otra verdad que la de una existencia verdadera. En la cultura del Oriente budista lo saben desde hace 2500 años, los occidentales lo van a aprender muy pronto, con mucho retraso y dolor. Por consiguiente, ninguna forma social puede sustentarse sobre ninguna libertad, dado que la vida social es por definición y naturaleza el espacio de realización de la pura inautenticidad del hombre, es decir, el reino hegeliano de la segunda naturaleza, que para el agustinismo es la muy mundana ciudad del pecado (Sin City), necesitada siempre de la mediación de la Ciudad de Dios, dispensadora de la beatífica y redentora Gracia eclesiástica (hoy el Estado y sus partidos) y que otros llaman simplemente civilización desde la época ilustrada. El hombre, en tanto ser necesariamente socializado, no es libre ni puede ni debe serlo (es la tesis hiper-agustiniana pervertida del Gran Inquisidor, que en el dicurso de Ivan Karamazov representa a la Iglesia de Roma, pues la parábola se dirige contra ella, desde las posiciones eslavo-ortodoxas del Dostoievski tardío). El error de la Modernidad, que es la realización del error de la concepción cristiana de la libertad (su mito fundacional: un ejercicio de la voluntad como libre arbitrio sujeto a elecciones entre opciones indiferenciadas) es el error de suponer que todos los hombres son libres en este preciso y muy capcioso sentido, cuando la verdad, siempre ocultada, es que sólo algunos hombre, en toda época y lugar, con riesgos, renuncias y mucho tesón, pueden tal ver llegar a conocer las delicias secretas de una libertad que es ante todo el goce de su propia singularidad, de lo que Max Stirner, el más radical y sabio de los Modernos, hubiera llamado el goce de sí mismo como Único. Fuera de este horizonte sólo hay propaganda, ciertamente muy complaciente, pues desde el punto de vista histórico, los occidentales modernos somos los únicos hombres que han existido sobre la Tierra que creen colectivamente haber alcanzado un estado de perfección mundana tal que, para ellos, desde esa cumbre imaginaria y profundamente grotesca, la libertad es un menú de opciones en un navegador conectado a la Red.

Agradezco que se me informe, finalmente, de que en la España actual hay un “modelo político” y que “hay que regenerarlo”. A simple vista, yo no lo habría sabido discernir. Quizás el problema español haya que buscarlo en el hecho de que no hay ningún “modelo político”, sino tan sólo series sucesivas de coyunturas políticas que definen una situación política que nunca ha llegado a ser un verdadero sistema político. No es un juego superficial de palabras ni una suerte de vaga ecolalia infantil. Las pruebas de esta afirmación son variadas y sugiero dos muy triviales, pero con gran poder de persuasión. En primer lugar, la irreformabilidad de la coyuntura: por definición, si el sistema político fuera reformable desde dentro, ya lo habría sido. Incluso el régimen franquista era un sistema político con cierto grado de ontológica consistencia y “reformabilidad”, siempre que no se tocase la constitución interna del poder, lo que efectivamente no se hizo ni podía hacerse, de ahí nuestro “destino” objetivo actual: la prueba evidente está en el hecho histórico innegable de que se transformó desde dentro, dando paso a la serie de situaciones políticas caóticas de desgobierno que han definido estos últimos cuarenta años. En segundo lugar, el asunto del secesionismo. Tal fenómeno político sólo puede producirse allí donde no existe un sistema político sólido y coherente; si tal cosa existiera, ya estaríamos pasándonos a cuchillo unos a otros, lo cual sería muy desagradable, pero al menos demostraría algún grado no desdeñable de autenticidad humana, civil y política en la sociedad española. La ventaja para la muy enfermita sociedad española de no estar sometida a un verdadero sistema político es que se ahorra las implicaciones de seriedad y efusión sanguinolenta que ello conllevaría… y la vida sería más difícil: habría que tener el coraje de defender verdaderas posiciones y pasiones políticas y eso es siempre peligroso para el poder, qué se han creído ustedes, una papeleta los domingos cada cuatro años y os las apañáis… Pero allí donde sólo se dan coyunturas de poder, en las que se intercambian los favores, los roles, las consignas y los escalafones, no sucede nada relevante ni digno de consideración. Al menos no en un sentido recto y de cierta coherencia histórica. Recuerden que la República de Weimar es recordada no por sí misma sino porque de su seno nació el Tercer Reich, aunque nosotros sólo tendremos derecho a la escombrera humana que se nos endilga por los medios, los sondeos y las votaciones. Ni siquiera la prensa más compulsiva y anodina de derechas consigue hacer creíble la desafección de la realidad ante una situación a la vez anormal y cotidiana, psicopatológica y habitual, anómica y ordenada. La España oficial es una clínica de salud mental donde los enfermos recluidos que padecen los más graves trastornos de personalidad (sociopatía criminal identitaria, cleptomanía presupuestaria, delirios de grandeza estatal autonómica, paranoias pseudo-históricas, epilepsias legislativas…) se hacen pasar por los psiquiatras más reputados, siempre dispuestos a someter a un tratamiento especial a los pobrecillos que todavía están sanos. Razón por la cual los futuros libros de Historia que relaten la Historia española de este periodo estarán en blanco, salvo que algún historiador estime valioso lo que la clase política española ha dicho y ha hecho o lo que no ha dicho y no ha hecho, esto último sin duda mucho más significativo y relevante. Porque ni siquiera existe algún principio de legalidad y de legitimidad que permitiera vislumbrar un horizonte evolutivo mínimamente racionalizable por la comprensión discursiva o intuitiva. De ahí la promoción de la patota montonera con casoplón, boda y familia a cuenta de privilegios presupuestarios y los niños Nenuco 2.0 aerotransportados desde los cielos que multiplican los números de las terminales bursátiles. Si al menos estuviéramos tan ingenuamente deseosos de autoengaño colectivo, como al final del franquismo, cuando un horizonte etéreo de saber poblaba las siempre descontentadizas conciencias súbditas: en efecto, contra toda lógica histórica, muchos padecieron la extravagante suposición de que la muerte del Jefe del Estado del 18 de julio cambiaría algo. Si todavía se habla de la momia del Faraón es porque implícitamente se reconoce que su alma es inmortal… y basta aguzar la vista un poco para ver que así es, hasta los secesionistas tienen visiones de espíritus y oyen voces… aunque probablemente sólo sean los ventrílocuos de Criteria los que impostan la voz. Gracias a la actual coyuntura terminal sabemos que no habrá tal oportunidad de cambio, porque a esta coyuntura terminal seguirá otra igualmente terminal y a ésta, otra de la misma naturaleza y así, de eslabón de servilismo en eslabón de servilismo, atravesaremos nuestra vida súbdita condenados al vértigo de un ciclo de repetición que haría las delicias del Uróboros, cuya imagen simbólica es la que corresponde al Régimen del 78, al que hemos bautizado así para hacernos creer a nosotros mismos que tratamos con algo sólido, enjundioso e incluso real… y sentirnos así un poco importantes cuando lo criticamos con tan aviesa como justa intención. El problema llegará cuando nos demos cuenta, tarde como siempre y al borde del colapso colectivo, de que la cola del Uróboros somos nosotros mismos. La total irrealidad del poder también mata y se es engullido por la Bestia, por mucho que uno la haya declarado ficticia, fantástica e irreal. Por tanto, no veo cómo el no demasiado amable Uróboros se dejaría “regenerar” la cola, cuando vive precisamente de comerse su propia cola… una y otra vez.

Me cuesta cada vez mayor esfuerzo leer los artículos de opinión de la prensa española. Una de dos: o los autores viven en un mundo que no es el mío, o yo vivo en un mundo que no es el de los autores. Quiero decir que los presupuestos de los que parten son muy discutibles, incluso cuando la orientación de la crítica ofrezca la ilusión de “realismo referencial”, es decir, la ilusión de creer que se está hablando de algo real, que existe realmente tan sólo porque un discurso lingüístico lo evoca y le trasmite cierta impresión de consistencia verbal, impresión compartida por un consenso implícito, por su parte tampoco verificado como real. Tengo la tesis de que la izquierda en España no existe y aún me atrevo a afirmar que la lógica del Régimen del 78 bajo ningún concepto admitiría la existencia de una “izquierda”. Es una contradicción que le resulta inmanente a su constitución interna. Las facciones del Estado, por su naturaleza, es decir, por la forma oligárquica de Gobierno al servicio del gran capital privado español y extranjero, no pueden tener nada que ver con ninguna “izquierda histórica” o “izquierda social”. Lo que sí puede ocurrir en un Régimen de esta naturaleza consiste en un estado de cosas como el siguiente: el control social, ideológico, cultural y político exige que ese Estado faccionario segregue discursos y actitudes, produzca estímulos y respuestas, sobre la base del reflejo condicionado, proyectado sobre ciertos grupos sociales subalternos a los que se oferta una simulación de ideología, a fin de que nada peligroso para el Régimen pueda surgir espontáneamente desde las condiciones de vida reales, esas sí reales, a las que se les somete. La estrategia originaria del Régimen del 78 fue neutralizar a la clase obrera española engendrada bajo las condiciones políticas del franquismo. El socialismo andaluz y el nacionalismo catalán desempeñaron esa función sobre los dos espacios regionales donde la clase obrera podía resultar “problemática” por su alto grado de concentración en las respectivas áreas, industrial y agraria. De ahí también el estúpido discurso integrador sobre una virtual clase media universal como eje del sistema de partidos, cuya función no es otra que neutralizar el conflicto social siempre latente, proyectándolo sobre categorías culturales vacías de contenido dialéctico real. De ahí también sin duda el discurso culturalista: temas banales politizados con el propósito de despolitizar la conciencia social, pero jamás una verdadera dialéctica antagonista amigo/enemigo, la que sí engendraría conflictos con capacidad de hacer implosionar o someter a graves tensiones a todas las instancias del Régimen del 78. Así es como el Régimen produce dentro de sí mismo esa tendencia “cultural” cuyos valores son todos ellos los valores reciclados de la burguesía ilustrada clásica (emancipación de la “Humanidad” fraccionada ahora en subgrupos “identitarios”, fácilmente manejables por el poder, pues el principio de socialización no es otro que la adulación de la conciencia servil), trasmutados en un etéreo “progresismo social” que se contenta con ficciones jurídicas, consignas postizas, gestos insignificantes, manifestaciones sin consecuencias, en fin, actos que no comprometen a nadie a nada y detrás de las cuales se ocultan simplemente unos profesionales de la mentira institucional, tan necesaria a un Régimen carente de toda legitimidad democrático-formal y cuya oligarquía sabe perfectamente el terreno de usurpación que pisa y sobre el que resbalan todas sus “acciones de gobierno”. La mentira institucional sólo cobra sentido en tanto cobertura maquiavélica (“pia fraus” secularizada) de una usurpación de la libertad política: la obsesión del Régimen del 78 es producir cada vez más mentira para encubrir justamente esta creciente evidencia de su naturaleza. Si se quiere llamar a eso “izquierda”, vale, pero yo no entro en un juego de lenguaje viciado desde la raíz y por completo cómplice con el Régimen. Basta ver la forma de vida y el pensamiento social que subyace a la práctica vital de los dirigentes de esa izquierda y de los que se mimetizan en la sociedad civil con ella para saber, sin un asomo de duda, de qué trata el asunto: esto es tan evidente que el hecho de que nunca se evoque públicamente y se extraigan las consecuencias ya demuestra el grado de tergiversación en que todos los medios necesitan sumergir la conciencia social española para producir la imagen fantástica de una “izquierda” tan mitológica como la Esfinge y que en España ni siquiera existe en los departamentos universitarios de Ciencias Sociales y Políticas, en buena parte controlados por Fundaciones pertenecientes a muy respetables “familias patrimoniales” de muy conocido nombre o directamente por los propios partidos orgánico-estatales.

…el crecimiento económico y, sobre todo, los factores que lo hacen posible, en España está excluido de los discursos políticos y contenidos mediáticos, como si fuera un bien caído del cielo que solo cabe distribuir…” (Jesús Banegas, DISIDENTIA, 7 de septiembre de 2018). La tesis merece, cuando menos, tomarla como punto de partida para detenerse un momento a pensar en aquello que determina precisamente su verdad. El autor parece reprochar a la clase política española que no haya producido un discurso ideológico coherente sobre las bondades admirables del crecimiento económico y sus efectos salutíferos sobre la sociedad. En realidad, pudiera suceder lo siguiente: no ha producido tal discurso ideológico porque no lo necesita. Créanme si les digo que el Desgobierno de lo público no es compatible con un sólido y bien fundado crecimiento económico ni, en general, con nada civilizado en un sentido elevado y noble. Basta ver el estado de la cultura española, en todas sus manifestaciones bajo el Régimen vigente, para entender de lo que hablo. No es que los miríficos valores liberales no dominen las conciencias, las actitudes y las conductas en la sociedad civil española bajo el Régimen del 78. Es que toda la estrategia de la clase dominante y dirigente española es una estrategia perfectamente dirigida a destruir la base material de la Nación política, proceso sin el cual no puede controlarla a su antojo y volverla del revés como un calcetín sucio. Se olvida que allí donde domina el capital financiero mundializado no se necesitan territorios, recursos y poblaciones sino mercados, en el sentido más abstracto de intercambio de valores bursátiles puramente nominales, cuya circulación acelerada y caótica es lo que produce el buen dividendo, aun a costa de conducir rápidamente a una severa desindustrialización y a una liquidación del capital humano más válido. La Historia española se jugó entre 1976-1978 cuando la burguesía industrial nacional, engendrada y alimentada en los años de los planes de desarrollo en los 60 y primeros setenta, fue desplazada y políticamente derrotada por el capital financiero privado, los oligopolios estales del franquismo y las potencias inversoras extranjeras. La alianza estratégica de estos tres grupos, cuyo centro nodal de operaciones fue el PSOE de Felipe González, es lo que determinó el curso de la Historia española reciente que conocemos como Régimen del 78. La burguesía industrial española fue sacrificada a través de la inflación galopante de los años 70 y primeros 80 o ella misma se incorporó a la oligarquía vendiendo sus activos productivos y reconvirtiéndose en clase rentista cuasi funcionarial (el caso catalán es ejemplar: el giro hacia las posiciones secesionistas tiene mucho que ver con una burguesía catalana que ya no necesita al mercado cautivo del resto de España, porque entretanto se ha trasformado en capital financiero con vocación trasnacional, gracias a las políticas de González y Aznar, los verdaderos mecenas de la gran clase patrimonial catalana, a la que a su vez Pujol les sacudía los bolsillos, como es bien sabido: un trabajo en equipo siempre es más productivo, por lo de la división del trabajo…). Las cosas así, sorprenderse de que en la sociedad española no haya conciencia sobre el origen de toda riqueza a través de la inversión productiva y la formación del capital humano es algo que no llama la atención. Se olvida con demasiada frecuencia que una sociedad es siempre el reflejo viviente de las relaciones de dominación política que se dan en su interior a través de la forma de Estado y la forma de Gobierno. Un ejemplo práctico. Si la clase dominante tiene grandes inversiones en constructoras e inmobiliarias, los españoles destinan su ahorro a comprar viviendas, sin realizar una reflexión sobre si esa conducta es racional, dada su muy precaria base patrimonial o su capacidad de ahorro a largo plazo. Si esta clase dominante, a su vez, está dirigida por el grupo financiero, entonces los españoles se hipotecan a ciegas, a tontas y locas. En ambos casos se produce un formidable trasvase de riqueza, vía ahorro, desde las universales pero heterogéneas clases medias a la clase dominante y al Estado, que es por supuesto “su Estado”. El papel de la clase política dirigente (véase la función de las Cajas de Ahorro en manos de los Gobiernos autonómicos, es decir, directamente del micro-grupo dirigente de los partidos) es servir de relé o conmutador propagandista favorecedor del proceso de trasferencia de riqueza, a cambio de quedarse con un suculento desperdicio en forma impuestos variados, incluso algunos declarados inconstitucionales como el IPM, y de generosas comisiones para todos, con o sin caja de puros y otros convolutos (sin duda, el relevo de Rajoy se debe a insinuaciones capciosas con evidencias probatorias sobre la mesa, acerca de los aludidos mecanismos de enriquecimiento personal clandestino, lo que motivó la célebre fiesta báquica del gallego y su huida al trotecillo del despreciable jamelgo que siempre fue…). Por eso hay que inculcar en las mentes sencillas de los españoles las consignas que todos conocemos: una oligarquía de rentistas sólo puede controlar el Estado si inocula el mismo sistema de valores y creencias en los súbditos. Yo lo llamo “el ideal juancarlista de vida”: mínimo esfuerzo, máximo rendimiento…, aquí una firmita, aunque sea en el BOE, sancionando leyes, digamos, de dudosa consistencia jurídica, vea usted, y la pensión de por vida, oiga, y no se apure, que aquí hay derecho de pernada, de mujer o de lechón, da igual, la cosa es hincar el diente donde sea… y los jueces, que se miren un buen rato la porquería de las uñas, no sea que la liemos otra vez y toda esa pesca guerracivilista… que la Constitución es de todos y la reconciliación, sí, eso de “Ite missa est…”, etc, etc, etc. Y no cabe duda de que muchos españoles se han aprendido bien la lección moral de su modelo. Yo conozco multitud de individuos entre 20 y 30 años que ponen una casi hidalga mueca de asco cuando se les pregunta: “Y tú, ¿en qué trabajas?”. No es que hayan llegado demasiado tarde y en malas condiciones al mercado del trabajo, es que, sencillamente, el mercado de trabajo no existe para ellos, es una realidad tan fantástica como la Roma imperial que describen las películas de Hollywood. ¿Por qué creen ustedes que la juventud española más lista y corrupta se ha hecho podemita? Por la misma razón que Cebrián niño se hizo falangista. All right, yes, we can… El trabajo es cosa de sucios obreros machistas y el estudio concienzudo y escrupuloso, cosa de putos empollones…

España, pues, es una nación soberana en este nuevo sentido contemporáneo y, como tal, lo es también en relación a todas sus partes interiores en las que se distribuye -que no divide- el poder soberano. Así, las distintas partes de España (regionales, municipales, personales) participan isonómicamente de la soberanía nacional española, lo que significa, entre otras cosas, que no existe en el ejercicio del poder soberano ningún tipo de privilegio (por lo menos teóricamente, desde el derecho constitucional) de alguna de las partes sobre las demás, del mismo modo que ninguna de las partes se ve, en tal sentido, disminuida frente a las demás (por ejemplo, para ningún ciudadano español se ve disminuida, o en el límite retirada, su participación en el ejercicio del poder soberano de España en razón de su origen regional o municipal). Toda España, pues, en todas sus partes, se ve penetrada (escalarmente, por así decir) por el poder soberano, o, lo que es lo mismo, toda parte es soberana en cuanto que participa de la nación española, y es que, precisamente, el poder soberano brota de la reunión de todas sus partes: Murcia, País Vasco, Andalucía, Galicia, Cataluña, Castilla…, el islote Perejil, son soberanas (libres, y no «oprimidas») siempre en tanto que partes de España.” (Pedro Insua Rodríguez, ¿Qué libertad? Derechas, Izquierdas y nacionalismo (fragmentario) en España”, El Catoblepas, número 135, mayo 2013). Medítese este texto en el que se intenta describir un concepto de España desde una concepción estatal clásica de la soberanía (no hay otra soberanía fundadora que la estatal en España, pues nunca la Nación política se constituyó a sí misma a través de un grupo constituyente “nacional” que haya nacionalizado a todas las clases sociales). Confusión total entre Estado y Nación, que es el de toda la derecha política, económica, sociológica, mediática e intelectual. Es precisamente esta confusión la que permite ocultar la forma oligárquica de gobierno instaurada tras la “mutación constitucional” interna del régimen autoritario de los vencedores del 18 de julio de 1936, de tal manera que no hemos salido ni por un momento de una problemática exasperante que tiene por fondo, nada más y nada menos, que el hecho originario a propósito del cual siempre se guarda un exquisito pero embarazoso silencio: el Estado español y la Nación española son realidades antagonistas y el Estado como aparato de dominación es literalmente algo extraño y enemigo de la Nación, un mecanismo de sistemática inversión del «ethos» colectivo y de los sistemas de valores y creencias más arraigados. Ahora bien, esto no es monopolio de la inexistente izquierda española ni del todavía más fantástico e irreal “nacionalismo periférico”, sino que el proceso fue iniciado por la muy realmente existente derecha franquista en bloque, acción planificada como estrategia en apoyo de esa “mutación constitucional” o “revolución legal” que es en realidad el periodo 1976-1978. En la medida en que los vencedores del 36 fueron quienes verdaderamente inventaron y perfeccionaron este aparato de dominación, identificándolo con ellos mismos como vencedores y con una Nación política, histórica y cultural que ellos mismos creyeron “revitalizar”, e incluso de hecho “inventaron” desde posiciones bastante anacrónicas, lo que realmente ha sucedido es algo que casi nadie ha enunciado con la claridad de concepto que merece este extraordinario desquiciamiento, única y exclusivamente español, cuyas raíces son más que evidentes, a partir del momento en que el Régimen del 78 y el Estado controlado por él, que es el propio Estado del franquismo en cuanto a la constitución interna del poder político, han mostrado la verdad fundacional sobre la base de la posibilidad de la secesión territorial desde una organización puramente estatal y facciosa como es la Generalitat. Porque lo que verdaderamente es el Estado español, eso nadie quiere decirlo, aunque Javier Barraycoa casi puso el dedo en la purulenta llaga en su artículo “Estado sin Estado” publicado “La Gaceta de Intereconomía”. La “desnacionalización” de España es el ejercicio sistemático del poder que desde 1976-1978 preside y determina los destinos de la sociedad española. En buena medida, la forma monárquica de Estado es la responsable directa de este hecho, como lo ha sido desde 1812. La Revolución política española en la que la Nación española dirigida por un grupo nacionalizador y en condiciones de una mínima libertad política haya fundado un verdadero Estado, eso jamás se ha producido en la Historia española y jamás ha sido intentado ni siquiera. La Monarquía y la Iglesia, aparatos de cobertura ornamental de los intereses de las oligarquías y las clases más reactivas, lo han impedido deliberadamente, con una planificación que en modo alguno es producto de una fatalidad histórica o una tragedia de la Historia, sino consecuencia directa de un plan perfecto para sus intereses de dominación económica y social. Basta ver el sentido profundo de los titulares de la prensa sobre la princesa Leonor para darse cuenta de hasta qué punto la enajenación del concepto de Nación política en connatural a la mentalidad dominante en esta pobre España, mentalidad servil impuesta desde arriba como dogma y verdad indubitables.

Veamos la argumentación. “Fulanín me odia, es una mala persona”. “Carlos odia a los homosexuales”. “Juan odia a los que odian a los homosexuales”. Luego Carlos odia a Juan y Juan odia a Carlos y, probablemente, tanto los no homosexuales como los homosexuales también se odian entre sí. El niño pequeño razona: “Si fulanín me odia, es una mala persona”. El niño casi accede a la verdad. “Fulanín es una mala persona, luego me odia por ser precisamente una mala persona”. El adulto no llega a tanto, le falta sinceridad y la transición del término medio que une a Carlos y Juan: la reciprocidad implícita del odio. El humanista dice: “Yo no odio a nadie, luego nadie puede odiarme a mí”. Referido a las llamadas “ideologías” (“Dios las tenga en su gloria”), sucede algo parecido. Lo que se odia y como se odia es algo mucho más complejo de lo que se imagina, aunque el que odia sea un ser simple y primitivo, desde el punto de vista intelectual. Sujeto del odio y objeto del odio no nos homogéneos. En el juego sórdido de las pasiones, la mayor sordidez garantiza el triunfo. Por eso los adultos superan con mucho a los niños, pero a diferencia de ellos no consiguen identificar la esencia del odio. El niño sabe que la maldad que atribuye a quien lo odia es una verdad absoluta. Los hombres adultos no alcanzan tal grado de lucidez. Saldrían muy mal parados. De todos modos, suena fuerte esa música del “odio” como “categoría política”. “Discursos del odio” se supone que ocultan otra cosa de la que hablan mediante alusión indirecta u oblicua. Yo creo que hoy es muy difícil hablar en serio de verdaderas pasiones de ninguna especie: el hombre occidental actual no da de sí para tanto, sufre de fimosis moral, por muy retráctil que sea su exiguo “sistema de valores” y su “voluntad”. Hoy ningún occidental, salvo uno ingresado en el frenopático, podría decir con solvencia afectiva aquello de Catulo: “Odi et amo. Qua re id faciam, fortasse requiris. / Nescio, sed ita fieri sentio et excrucior…”. Quiero decir que nosotros ya no estamos ni siquiera a la altura… de las bajas pasiones, mucho menos de las nobles. Nietzsche más o menos venía a decir en el “Zaratustra” que allí donde los valores de “la plebe” dominan y se hacen dueños de una época, las aguas bajan turbias y los espíritus delicados no se acercan a beber en ese río. Según este exigente criterio, nosotros ya deberíamos estar muertos de una gravísima infección bacteriana, pariente no muy lejana de las fiebres tifoideas, porque en ningún lugar como en esta España víctima del sistema institucional del 78 se alimenta el neblinoso espíritu público de tanta basura ideológica llena de desechos de odios prefabricados e imaginarios, “basura” por llamarla de alguna manera decorosa. Otra cosa muy distinta es el concepto político de la enemistad. A menudo se confunden. Odio y enemistad política no dicen lo mismo ni se refieren a las mismas realidades. El “odio de clase” fue ensalzado como noble pasión combativa que liberaría del tedio industrial a los homúnculos producidos por el tedio industrial, a lo que respondió el “odio racial” como elevación del tipo humano al nivel mítico de los Hiperbóreos. Ambos odios fueron increíblemente productivos y creadores (la destrucción es la forma suprema de la creación, el Dios del Diluvio y la Torre de Babel nos lo recuerda…), en la medida en que el odio bien administrado puede ser tan creador como el amor bien concebido. Toda oligarquía, toda tiranía lo saben, de manera que un síntoma de estar accediendo a la forma degenerada de gobierno que llamamos “oclocracia” es justamente la polución diurna y nocturna del odio mediático que se les hace padecer a los entrañables sujetos políticos españoles, en los que tanto se CIS-can. Si por lo menos nuestra oligarquía, como la veneciana, celebrara fiestas de enmascarados por Carnaval para asesinarse entre ellos y quedar impunes… quizás tuviéramos la fortuna de que acabarían por exterminarse unos a otros. Pero dado que aquí todo el año es Carnaval, nos ahorramos la sangre… y eso que perdemos. Si el “odio” es una categoría antropológica del presente es porque ha caído en manos del Estado y, por tanto, ha sufrido el mismo destino que todo aquello que es “administrado” y “gestionado” por el Estado: se ha deshumanizado, ha perdido quilates de pasión, se ha quedado en los puros huesos, se ha convertido en otro dispositivo más de la socialización controlada bajo estándares de pensamiento y conducta. El burócrata no odia, pero si lo manda el reglamento y se vive a salto de mata y soldada… hasta puede matar con sus propias manos (ver reportaje de “El Confidencial” sobre el pueblín asturiano de “Llanes”: perfecto retrato de la España profunda setentayochera “in córpore insepulto” a cuenta de la “involuntaria muerte” del edil Ardines). El “Homo Estatalis Europaensis”, si bien no es un “Sapiens Sapiens” de pleno derecho, aunque la Prehistoria y la Arqueología afirmen lo contrario, al menos goza de una pequeña panoplia de nuevos sentimientos postizos, injertados como un implante en su mente claudicante y evidentemente esto es lo propio de un tipo de Humanidad que muy pronto se reproducirá “in vitro”. Porque todos esos sentimientos “mediáticos” y “paulovianos”, válidos para ser administrados por la “burocracia de los orto-afectos”, no son otra cosa que toscos ensayos preliminares de la liquidación de toda dimensión política de la enemistad real entre los hombres. Lo preocupante no es que intenten erradicar el odio y lo sustituyan por un sistema normativo de odios electivos a la carta, sino que a través de ello se intente desarraigar la posibilidad existencial misma de la relación política elemental: saber distinguir entre amigos y enemigos y actuar en consecuencia según lo exijan las circunstancias.

Apostemos fuerte y por una vez sobrepujemos a la Banca del casino administrado por nuestra frívola Ideocracia regimental, que no ideología. El feminismo histórico es una ideología de la emancipación civil de la mujer burguesa, es la búsqueda de una salida a lo público de una mujer reducida a lo privado, y ésa es una “problemática” exclusivamente ligada a la mujer de condición social burguesa, tal como esta sociedad la produce y la reproduce entre las clases propietarias. Es una ideología realmente vivida en su momento histórico real por mujeres altamente intelectualizadas bajo los patrones “ilustrados” de su propia clase social. Cosa muy distinta es un discurso de carácter ideocrático desarrollado en condiciones políticas en las que toda acción política y toda discusión ideológica han quedado atrapadas o capturadas por burocracias profesionales al servicio de los Estados de Partidos y cuya única finalidad existencial es “producir” la relación social a manera de un “brote prefabricado” implantado en una “sociedad” desarmada y cautiva. En ese contexto singularizado, todo discurso ideológico se transforma en discurso ideocrático: no es lo mismo la búsqueda de una emancipación civil que una igualación procústea dictada por el Estado, de igual manera que no es lo mismo el obrerismo genuino, espontáneo y vivo del anarquismo antes de 1914 que la institucionalización de la clase obrera llevada a cabo por la socialdemocracia alemana y luego generalizada a todas partes a través de los sistemas electorales proporcionales en los que toda representación política desaparece absorbida por el mecánico reflejo de identificación con el partido (la experiencia primero fascista y luego anticomunista llevó a las derechas sociológicas a la misma reducción al absurdo, con la que tanto se complacen y regodean actualmente). Si no se entiende esta distancia fáctica entre lo civil y lo estatal, entre lo ideológico y lo ideocrático, no se entiende nada de la evolución política occidental desde hace unos sesenta años hasta hoy mismo y mucho menos se comprende el porqué de esta expansión confusa y difusa de actitudes y tendencias carentes por completo de toda base social objetiva y de toda creación cultural autónoma. Todo lo que hay hoy en la esfera pública son puras ideocracias, discursos triviales de aparato y apparatchitk, que sin duda tienen efectos reales, pero, curiosamente, ellos mismos no son reales si se les mide por el rasero del arraigo social en las mentalidades colectivas vividas con conciencia de sí mismas. Las ideocracias son una suerte muy evolucionada de despotismo “ilustrado” que pasa del rango puramente administrativo y ordenancista, ya superado en tanto que realizado, al control global del “ethos” colectivo, es decir, la moralidad y el sistema de valoraciones sociales. Ahora bien, en ambos casos, es el Estado como sujeto arbitral el que decide, impone y define la realidad según la lógica del grupo que en cada caso lo ocupa en su beneficio exclusivo. Las “mujeres” son una clientela muy apetecible, altruismo ideal que los partidos comparten con toda la industria de la moda y de la higiene íntima, y con el mismo significado histórico. La mujer real, “la mujer de carne y hueso” que diría el Unamuno más kierkeggardiano, aquí sólo comparece a título de fantoche victimizado, irreal, por tanto, figura mítica que toda ideocracia produce (“”el proletario universal””) como coartada para sus propósitos de “construcción social” sobre montañas de archivos, estudios, informes y documentos que nada significan y a nadie conciernen. Dentro de treinta años, de este “feminismo” meramente idiocrático e idiopático quedará en pie lo mismo que de la planificación económica soviética: el recuerdo de una pesadilla y la certeza de un trágico error “intelectual”, aunque las víctimas sean reales, en nuestro caso, la víctima es la propia mujer real a través de la idea que una mujer “eidética” (dixit Sheldon Cooper o Husserl, no recuerdo) derridianamente “deconstruida” se hace de sí misma porque es obligada a pensarse y concebirse de esa manera. Pues las víctimas de la Historia son las últimas en enterarse de que lo son, un poco como les pasa a los maridos cornudos en la realidad y en las comedias… Por cierto, me solidarizo con el censor y cojo un lápiz rojo imaginario, más tradicional que un cursor y una tecla de “suprimir” o “delete”, y censuro, por ejemplo, tacho “democracia liberal” y pongo “sovietismo de la cultura”, tacho “pensamiento hegeliano” y pongo “judeo-bolchevismo”, tacho “tal vez estemos representados de forma escrupulosamente proporcional” y pongo “tal vez estemos despechados de forma escrupulosamente proporcional al cuadrado de nuestras frustraciones”.

Abandonemos la divertida sátira y la crítica mordaz por un momento y quizás ya sea hora de practicar la lírica elegíaca para una despedida, pues su objeto bien lo merece. Mirémonos a nosotros mismos y a nuestra época a la cara, sin espejos deformantes ni veladuras ideológicas. Dejemos los “papers” de las vetustas luchas de palabras huecas, garabateadas en inglés estándar internacional para los malos estudiantes y para los profesores sin imaginación, pero con una hipoteca que pagar. ¿Qué vemos? En Europa, vemos una civilización extraña, una civilización donde la Historia ha pasado como una gigantesca tormenta de verano y lo que ha dejado ante nuestros ojos asombrados es una inundación que ha hecho desbordarse todos los ríos, cuyos cauces antes de ella parecían fuertes diques contra la anarquía que es la Modernidad. Se olvida que la Modernidad, cualquiera que sea el ropaje con que se vista ocasionalmente, y las ideologías de género, raza o clase fungen apenas como unas vestiduras pasajeras, es antes que nada una dialéctica entre Orden y Caos en todos los niveles existenciales e institucionales. Todo lo que hoy vemos, promovido al unísono por las desatadas estructuras motrices del Mercado y el Estado, es el rostro de una Anarquía que apenas si logramos visibilizar más que en sus figuras más superficiales. Se podría hablar, en lenitiva clave “neoconservadora”, si se quiere, de “descivilización” o “barbarización”, si no fuera porque ya hemos superado incluso esos modestos umbrales a los que Ortega, Jünger, Cioran, Bell y demás secta de hombres lúcidos seguidores del Maestro de la Alta Engadina, ya accedieron con suficiencia, y lo que era tendencia radical que afectaba sólo a grupos muy reducidos de vanguardia cultural en el periodo de entreguerras, inflige hoy sus heridas a todos los órdenes, sociales, políticos y culturales, en grados inimaginables, y eso tiene repercusiones sobre las vidas reales de unos hombres inconscientes que habitan una charca cuando creen vivir en un segundo paraíso terrestre. El texto de Benegas redirige la atención hacia uno de esos “fundamentos de civilización” ahora socavados, pero el diagnóstico es quizás un tantico insuficiente, o incipiente, si bien ya se acerca al punto estratégico al mencionar la espinosa cuestión de la “educación caballeresca”, pues ser hombre en la cultura europea siempre ha sido una forma estimulante de “emulación” de modelos de una masculinidad muy determinada, bajo la acción de arquetipos cambiantes, pero siempre con un centro irradiador común. El hombre está en crisis”. La cosa resuena de lejos, como armadura vacía sin caballero dentro. Marco Ferreri lo vio en sus películas, por ejemplo, “Adiós al macho”, donde en la escena inicial un grupo de “mujeres liberadas” viola al personaje interpretado por un jovencísimo Gérard Depardieu, en la memorable escena que nos presenta una especie de grotesco acto sacrificial protagonizado por unas bacantes posmodernas. No insisto en la explicación de este simbolismo, quizás ahora obvio. El maestro Federico Fellini también lo vio, mejor que ninguno, incluso con un enfoque todavía más cruel, en la gran escena iniciática de “La ciudad de las mujeres”, donde un Marcello Mastroianni -envuelto en una erótica ensoñación dantesca durante un viaje por tren al lado de una atractiva mujer desconocida a la que desea conquistar por medio de un tosco asalto- vagabundea imaginariamente, aturdido y perplejo en medio del caos de un Congreso feminista, lleno de talleres en los que se imparte la nueva sabiduría que hará por fin libres a las mujeres de sus viejas cadenas “burguesas”. Por cierto, la película fue masacrada, casi prohibida, sólo fue defendida públicamente por Milan Kundera cuando se estrenó y eso da una idea sobre el estado de cosas, ya en fecha casi prehistórica, como es para nosotros 1980, pues nada que no pueda figurar hoy con un icono táctil en nuestro escritorio de “teléfono inteligente” tiene ya sentido para nosotros. La “desvirilización” de la cultura europea después de 1945 es un hecho histórico de una importancia capital. Ya fue percibido en los años 60-70 por estos artistas, cuya libérrima visión estética se adelantó a su tiempo y al nuestro. Se trata sin duda de un fenómeno concomitante con la pacificación general del nuevo orden social del bienestar, con la desmilitarización de los Estados y con la pérdida de todo sentido vivido de una libertad política, de la que los europeos jamás han sido conscientes ni siquiera entre sus élites cultas (el liberalismo nunca ha ido más allá de los libros de contabilidad de un tendero apenas aventajado y por eso hoy busca la calderilla de las libertades individuales en los rincones llenos de telarañas de su viejo almacén). Es un innovador hecho de “antropología cultural” y una verdadera “mutación civilizatoria” sin retorno ni solución. Para los “hombres europeos”, la imagen de Roy Batty, el androide de combate Nexus 6 en “Blade Runner”, en la famosa escena final, con su parlamento, improvisado por el entonces atractivo Rutger Hauer, sobre las “lágrimas en la lluvia”, es todo un modelo anticipatorio de su destino. Porque la “masculinidad” sólo se prueba en la adversidad, la confrontación dialéctica y física, ritualizadas o no, el agonismo de lo óptimo, la competencia por lo excelente, la búsqueda agonista del premio y la recompensa (la mujer es ante todo eso para un hombre europeo, desde que se “democratizó” con los siglos del proceso de la civilización el bello invento cultivado por los trovadores provenzales) y todos los viejos caballeros europeos de 20 años murieron rodeados de ratas y reventados por granadas de mano en las trincheras del 14 y no pudieron engendrar a sus bellos descendientes, como la flor y nata de las caballerías francesa e inglesa que se autodestruyeron en Crécy y Azincourt durante la Guerra de los Cien Años no tuvo tampoco descendencia en ese “Otoño de la Edad Media” bellamente descrito por Huizinga. Quizás un poeta deba escribir un día ya no muy lejano una “Oda al hombre europeo”, un músico deba componer un “Réquiem” y un pintor se vea obligado a esbozar un “Memento mori”. Pero como el hombre europeo habrá desaparecido, su memoria no será conservada ni como objeto artístico de consumo suntuario para un futuro esteticismo, incluso académico, financiado por ese mismo Estado que lo ha asesinado, mientras lo adormecía con canciones de cuna sobre el bienestar, la igualdad y el olvido del futuro para los hijos no nacidos de parejas nunca consumadas, porque la enemistad inducida de las mentes ensuciadas separó antes los cuerpos y los corazones.

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