In memoriam
JAMES G. BALLARD, 1930-2009
Los últimos residentes nos habíamos reunido en la azotea del edificio. Pasábamos el día despiojándonos y recogiendo los paquetes de alimentos y medicinas que nos arrojaban desde el cielo. No era mucho para repartir, pero ya quedábamos pocos, después de la última gripe aviar. Cuando la ropa empezó a caérsenos a pedazos al cruzar los pasos de peatones, debimos darnos cuenta de que la lluvia ácida no era tan inocua como nos dijeron. Poco después, pudimos observar un color raro en los excrementos de los perros que nuestros vecinos solían pasear por el parquecillo de nuestro suburbio. Al mismo tiempo, se produjo una ola de embarazos no deseados en las mujeres más jóvenes y se levantó la sospecha de que eran los subsaharianos la causa de tales sucesos inexplicables.
Poco antes del toque de queda, cuando el aire nocturno resultaba irrespirable y volvíamos a casa con máscaras antigás después de salir del trabajo, comprobamos que los cajeros automáticos habían dejado de funcionar y en los boletines informativos se anunció que los Gobiernos se habían disuelto y habían entregado el poder a una comisión internacional de expertos en técnicas de supervivencia, reclutados entre los últimos supervivientes de la edición 135º de “Loft story”. El nuevo ministro de Cultura sabía cantar y amenizaba nuestras noches al raso con tiernas nanas y arias del siglo XVIII, emitidas por el único canal de radio que funcionaba, después de que un virus global acabara con todos los sistemas informáticos de los satélites.
No nos quedaba dinero en papel moneda, así que las tabletas de aspirinas sustituyeron al dólar y al euro y, dado que muchos de nosotros padecíamos una ligera encefalitis genéticamente modificada, que derivaba al final del día en molestas migrañas recurrentes, no nos pareció tan mal este cambio. Aunque abandonados a nuestra suerte, nos pudimos apañar con lo que íbamos reciclando de nuestros propios cuerpos: grasa, pus, gases, orina, esputos, saliva y algo de semen, el aún reutilizable de los que no habían sufrido la atrofia terminal de los genitales.
Al principio, cuando la gente hablaba de “globalismo”, nos pareció bien que el mundo por fin hallase la unidad de civilización, el buen gobierno, las costumbres civilizadas, la paz, el orden, el bienestar y la felicidad. Lo que nadie nos dijo fue que el mal, la enfermedad, el sufrimiento, las privaciones, la anomalía, la barbarie, la descomposición y la anarquía serían también universales de ahora en adelante.
Si al menos nos quedara algo de perro para dar sabor a la sopa de esta noche…