Paseaba Georg Wilhelm Friedrich por las calles sucias y oscuras de Jena una noche de luna en cuarto menguante, cuando se le acercó una dama vestida con aparente elegancia, de andares vacilantes, pero cuyo aliento despedía ya de lejos el nítido aroma a licores espirituosos, quizás regurgitados no hace mucho tiempo.
El joven esperó con reciedumbre inhabitual la oferta que tanto llevaba aguardando y nunca antes se había atrevido a solicitar y mucho menos aceptar, cuando merodeaba por aquellos lugares al atardecer.
Así que sin inmutar su gesto sereno de joven prudente y calculador escuchó una cifra que no pudo arredrarlo en esta ocasión, pese a su escaso peculio personal como preceptor de muchachotes rozagantes de buena familia, a quienes enseñaba los rudimentos de la lengua griega y un poco de frenología.
-Señor, apuesto joven, es sólo un tálero de plata por una inolvidable noche a su servicio.
No le pareció del todo mal el aspecto de la dama, a la luz mejorada de una farola de gas, tal vez un tanto picada de viruela, muy visible incluso a la luz de una luna como la de esa noche.
El joven Georg Wilhelm Friedrich razonó entonces, dejándose llevar, en su siempre recogida interioridad de hombre acostumbrado al discurrir monótono de su pensamiento callado:
“El incognoscible ser-en-sí de esta pobre mujer en su pura virtualidad, sin duda, debe encontrar su verdad, esto es, su concepto realizado de sí misma, si y sólo si mi yo, generosamente derramado en su materialidad carnal, en tanto mediación dialéctica personal de mi sublime espíritu efusivo con respecto a su propia ínfima naturaleza venérea, le ofrezco mi cuerpo varonil, no mal formado, para que, de esta manera, a través de él ella devenga en su ser-para-sí mujer venal digna de tal esencia”.
Y aun así esa noche Georg Wilhelm Friedrich echó el mejor casquete de su vida.