Mientras el secretario le lee los telegramas, un hombre de baja estatura, gafas y calvo, vestido con cierta elegancia caduca, se ajusta el chaleco ante un espejo y mira su reflejo, inclinando ligeramente su cabeza hacia el hombro izquierdo, sobre el que yacen diminutas partículas blancas que el hombre aparta con un suave pero enérgico movimiento de sus dedos.
-Señor Presidente, todo está listo para partir.
El hombre, ensimismado, escucha y hace un gesto de asentimiento y con la mano indica al secretario que puede bajar el equipaje, apenas un abultado maletín negro de diplomático. Siente que la digestión del almuerzo le está resultando un poco pesada, como si un calambre le agitase sus tripas rebeldes, pero ya no tiene tiempo para buscar un poco de bicarbonato.
Se vuelve a ajustar el chaleco mientras oye que el reloj de pared emite tres largas notas vibrantes, secas, parecidas a toques de campanas, y las escucha como si escuchara la hora del anuncio de un funeral, esa ceremonia que tanto ha llegado a odiar y cuyos sonidos le llegan como si le volviesen a traer a la memoria una y otra vez los recuerdos de un país que sólo puede amar idealmente en su imaginación de hombre político, cuyas certezas invariables se enfrentan a sí mismas mientras cree enfrentarse a una realidad que ya no domina.
Recoge la funda de las gafas del escritorio y mira por la ventana a través de la cual un sol alto de sobremesa estival hace brillar el vehículo negro, junto al que una escolta de seis hombres uniformados monta guardia.
El ordenanza de reemplazo sostiene una bota recién embetunada. Inclinado ante un general rígidamente sentado en un sillón, intenta ajustarle el calzado con esfuerzo medido. Cuando ya ha conseguido su propósito, ve cómo el general, de mermada estatura y bastante calvo, se levanta y da unos pasos cortos para probar las botas nuevas. Observa cómo se detiene ante el espejo, oculto tras un biombo en el rincón del despacho, y se mira detenidamente para escudriñar todos los detalles de su atuendo militar, mientras con el dedo índice recorre un bigote no demasiado poblado y pequeño en un movimiento mecánico y se mete el dedo pulgar de la mano derecha entre el fajín rojo y la guerrera color oliva claro, a la altura del costado inferior izquierdo. Se oyen unos pasos fuertes de muchos hombres aproximándose a la entrada del despacho. Los uniformados entran en la pequeña sala, de estilo frugal, sin decoración, forman una fila ante el hombrecillo del fajín, se cuadran, saludan y el de más graduación se adelanta y entrega una cartera al general, quien extrae de ella unos documentos, sobre los que dirige una mirada llena de desconfianza y reserva, aun antes de haberlos repasado con la vista para leerlos por encima.
El jefe de la facción obrerista del partido que sostiene al Gobierno está dictando sus últimas órdenes a sus subordinados antes de marchar. Sentado en un sillón de escritorio, con aspecto austero de despacho de un abogado medianamente exitoso, dirige una mirada tímida hacia tres hombres que no se esfuerzan por ocultar una hosquedad que no llega a manifestarse abiertamente en indicios de verdadera antipatía.
El jefe de partido no ignora el sentido del silencio obcecado y prefiere pensar en otra cosa, mientras aparenta una calma que pone nerviosos a sus hombres más allegados, pero no a estos otros profesionales de la subversión, ya acostumbrados a tratar de tú a tú con esta otra clase de hombres tibios, vacilantes y todavía llenos de escrúpulos y resquemores, pese a toda la retórica incendiaria exhibida ante auditorios iletrados.
En el edificio del gobierno militar hay gran agitación. En el despacho principal un hombre alto con gafas, con frente despejada y cabello muy repeinado hacia atrás, da largos pasos y taconea, yendo de un extremo de la estancia a otro sin parar, repitiendo la trayectoria una y otra vez desde hace varios minutos. Junto a la mesa de escritorio se acumulan en desorden mapas, documentos oficiales, archivadores, tazas de café y diversos útiles de escritura entre cuadernos abiertos unos encima de otros.
En la pequeña sala de estar contigua varios uniformados más están sentados junto a una mesita redonda sobre la que también abundan los papeles en desorden. Uno les lee con gesto de preocupación un telegrama fechado el día anterior. Los otros ponen cara de desánimo y guardan silencio. El uniformado más alto y de más alta graduación se detiene en seco en el centro del despacho y, como iluminado de repente, se acerca al teléfono de su mesa de despacho, levanta el aparato y ordena que preparen su automóvil para una salida precipitada.
El vehículo presidencial avanza sobre la carretera a velocidad muy moderada y todavía tiene que recorrer unos ocho kilómetros para llegar a la hora prevista a su destino. En el asiento trasero dos hombres aparecen rígidamente erguidos el uno junto al otro, sin mostrar apenas señales de mutua inteligencia, con la vista al frente y los labios sellados en un rictus de desgana desde que se saludaron y emprendieron la marcha desde el centro de la ciudad que ahora van abandonando. Todavía ninguno ha roto el silencio desde que salieron de la ciudad y atravesaron las calles de los últimos suburbios madrileños.
Sobre los cables del tendido eléctrico observan las lejanas figuras de unos grajos agrupados en racimos de tres o cuatro aquí y allá. Unos niños con tirachinas intentan espantarlos arrojándoles guijarros, pero los grajos levantan un vuelo corto, merodean en torno y se vuelven a posar sobre los cables y así parecen estar jugando con los niños al escondite, entretenidos durante las primeras horas de esta larga siesta estival. El más alto contempla la escena y sonríe; el más bajo, a su lado, se estruja las manos sudorosas y reprime sus palabras otra vez, a la espera de que su compañero de viaje se digne informarle de sus planes.
Los dos hombres uniformados, sentados ante una mesa de la cantina de la base aérea, se entretienen jugando a las cartas y no dejan de dirigir ojeadas furtivas e insistentes a la puerta abierta, junto a la que hacen guardia dos hombres también uniformados. En la cantina, el más alto parece más concentrado en el juego, el otro, más bajo, se despista con facilidad, pero no se disculpa. Se sirven otro vaso de agua carbonatada y el más alto añade unas pocas gotas de limón a su vaso.
-¿Confías en nuestras fuerzas, en todos los sentidos, Paco?
-Ya veremos. Harán lo que se les mande, como siempre han hecho.
-¿Está la oficialidad de la guarnición al cabo de las órdenes?
-Desde hace ya por lo menos dos meses. Aunque los más jóvenes son los más exaltados y casi con toda seguridad nos van a crear dificultades.
-¿Tienes una idea clara de lo que pasará luego?
-No más que tú mismo. Incluso entre nosotros casi no estamos de acuerdo en nada.
-No creo que haya llegado el momento o quizás ya es demasiado tarde. Si al menos cuando eras Jefe de Estado Mayor te hubieras decidido durante el levantamiento de Asturias…
-No, Emilio, ya no son necesarios los reproches, nadie quería moverse entonces, pero piensa que ahora, todavía, hay algunas ventajas a nuestro favor que el Gobierno ha dejado en nuestras manos sin saber lo que hacía. Me han puesto en un lugar en el que tengo al alcance de la mano dirigir la única unidad de combate que está en condiciones de sostenernos si hay que llegar al campo de batalla abiertamente…
-Yo veo un serio problema en los arsenales que quizás no podamos controlar desde el principio y no estoy nada seguro de lo que ocurrirá entonces en la capital si el Gobierno resiste y arma a las milicias.
-Nuestro plan no se dirige necesariamente a la conquista inmediata y fulminante del poder, las condiciones ahora son ya otras, tú lo sabes mejor que yo, porque estás más unido a la política y te mueves entre toda esa gente que nos incita y nos garantiza el éxito sin mayor esfuerzo. A estas alturas ya no es cosa de mentirse a uno mismo. No será nada fácil ni al comienzo ni al final.
A lo lejos, a través de los cristales sucios de la ventana, ven pasar por el camino junto al aeródromo una figura humana junto a otra de animal, que arrojan su sombra sobre las lindes de un pegujal seco de tierra color ocre oscuro.
-¿Ves esa mula y el arriero que la lleva del ronzal?
-Seguramente ya va cargada de leña para el invierno.
-Nos parecemos a ellos, todos nosotros.
-Creo que te entiendo. Siempre tendrán que llevar al pobre animal del ronzal, no sabe hacer otra cosa, y siempre habrá alguna carga que echarle sobre los lomos. Ése es su destino de bestia de carga.
-Pero nosotros, Paco, no somos como esos arrieros ni podemos querer serlo. O quizás sí, nosotros sí hemos elegido ser los arrieros y nada podemos hacer para cambiar la condición de ese pobre animal, sin embargo, tan útil para los hombres del campo y, sobre todo, tan manso.
-La mansedumbre siempre ha sido nuestro problema, quizás por eso hemos llegado finalmente hasta aquí y de lo que vamos a tratar pronto es de cómo cambiar la carga sobre los lomos de esa bestia sin tener que acudir al látigo, los golpes y los insultos.
-Y, de todos modos, cuando sea demasiado vieja, y se vuelva inútil, acabará en el matadero y harán carne con sus despojos para alimentar a la tropa hambrienta en campaña y otra mula más joven ocupará su lugar y recibirá los mismos golpes, latigazos e insultos…
En ese momento aparecen en el umbral de la cantina las figuras de dos hombres: uno más bajo, con gafas, calvo y un poco rechoncho, con un traje un poco pasado de moda, y otro más delgado, vestido como un campesino medianamente rico de provincias. Los dos generales se levantan en un mismo movimiento coordinado y se dirigen hacia los recién llegados, a quienes destinan un saludo militar convencional. Estrechan a continuación las manos de ambos civiles y durante unos segundos los cuatro hombres permanecen firmes midiéndose con la mirada intercambiada en un duelo tácito de voluntades a la vez armadas e inermes, recíprocamente anuladas en un equilibrio estéril sostenido tan sólo por la obcecación de un silencio que nadie quiere ser el primero en romper. El militar más alto es el primero en tomar la palabra y adopta un tono conciliador, casi dulce para alguien acostumbrado a emitir a sus subordinados con severa sequedad órdenes continuas de instantáneo cumplimiento.
-No pudimos rechazar la invitación y aquí nos tiene, señor Presidente, a sus órdenes siempre. Esperamos de corazón que sirva de algo este encuentro, las cosas después de lo ocurrido el sábado pasado se nos han ido de las manos y algo tendremos que hacer o de lo contrario todos seremos responsables de un desastre que yo no tengo palabras para describir y ustedes me entienden sin que yo deba añadir nada más.
El hombre de traje civil, más bajo, en apariencia sofocado por el calor, se ha quitado las gafas y limpia con su pañuelo unos cristales empañados por el sudor cuajado en pequeñísimas gotas que caen de su frente despejada hasta las cuencas de los ojos. El otro militar, con las manos cruzadas a la espalda, mira absorto las baldosas rojas del suelo y se fija en las sucias líneas negras de las junturas. El paisano de aspecto campesino hace un movimiento con la mano, mostrando su acuerdo y como con ganas de querer empezar a hablar, esperando a que el general que acaba de dejar la palabra le dé su asentimiento.
-Los sucesos ocurridos la madrugada del sábado al domingo son una provocación a todos nosotros y ya ven cómo hemos actuado rápido y eficazmente deteniendo a los responsables y poniéndolos a disposición de la Justicia. No podemos hacer más, los ánimos están caldeados y muchos elementos empiezan a saltarse todas las directrices recibidas. Yo mismo acabo de entrevistarme con subordinados míos a los que no he logrado convencer de la necesidad de mantener el orden público por encima de todo. En estas condiciones ni las fuerzas de orden parecen dispuestas a cumplir con su deber. El Presidente de la República y yo mismo sabemos, por otra parte, lo que planean ustedes y sus amigos desde hace meses y si hemos decidido venir aquí es para disuadirles de emprender una acción que tan sólo precipitaría la desgracia para todos nosotros. A estas alturas no hay manera de llegar a un acuerdo, al menos no ante la opinión pública, agitada como está por toda clase de hombres que repiten consignas incendiarias. Salvar a la República del desorden y la anarquía es tarea conjunta tanto de ustedes como de nosotros. No debemos dejar que los peores decidan por nosotros y si ya es tarde para ello, entonces lo mejor sería que al menos nosotros no contribuyésemos con nuestra influencia y autoridad a soliviantar aún más los ánimos de los más envalentonados e irresponsables.
El líder obrerista se muestra agotado, apenas puede continuar, una tensión excesiva parece acumularse sobre sus nervios o hacer vacilar su carácter y es como si viviera en estos momentos más allá del quebrantamiento más que visible de su propia ascendencia personal sobre sus hombres, algo de lo que él mismo empieza a ser consciente a medida que ha ido hablando con sinceridad inesperada ante sus interlocutores, que lo escrutaban mirándolo fijamente a los ojos sin hacer un solo gesto que denotase inquietud o perplejidad.
El Presidente escucha ensimismado, perdido entre unas palabras que parece no comprender, asiste a la reunión como un intérprete inhábil que no domina la lengua de los que intentan comunicar la imposibilidad misma de comunicar algo y ahora, cuando más la necesita, su retórica de buena ley, un tanto caduca como su traje y sus modales, parece haberle abandonado, petrificando su lengua, que no logra moverse desde hace ya varios días más que para emitir palabras triviales sobre asuntos demasiado cotidianos.
Los dos militares esperan que el Presidente de la República reaccione. Éste percibe sus expectativas, las comprende e incluso llega a sentir simpatía por estos hombres que esperan de él algo que él no puede darles, pero también se da cuenta de que nada le queda por decir que ellos no puedan intuir sin necesidad de más mentiras y subterfugios, pues sabe que la política profesional no da más de sí ante una situación que ya queda enteramente en manos de los más violentos hombres de acción y él, un intelectual de corte decimonónico, no es tan ignorante o ingenuo como para no adivinar que los acontecimientos hace mucho tiempo que escaparon a su influjo y a su autoridad, ahora ya puramente oficial.
Quizás por eso el único pensamiento que no le ha abandonado estos últimos días es aquél que su formación, sus creencias y prejuicios más le han conducido a evitar. La soledad de estos días, en medio de las noticias de asesinatos, atropellos y toda clase de desórdenes y violencias, se ha adueñado también de su templanza de ánimo habitual. Todavía es la mayor autoridad en un Estado que se hunde y se desangra, eso al menos lo sabe, pero no obtiene ningún consuelo, y ya no le queda vanidad o presunción que satisfacer.
Pensaba obtener en la acción política lo que no obtuvo en la creación literaria y ahora se da cuenta qué distinto es el sentido del lenguaje en ambas esferas. Porque las palabras en la vida pública tienen consecuencias, producen efectos, provocan conductas, determinan voluntades, dan sentido a los actos y eso lo comprende ahora, justo en el momento en que este saber ya no le sirve para nada, porque la muerte ha hecho finalmente enmudecer al lenguaje vivo y con ello desarticula el principio abstracto de esa civilización tan idealizada por sus ancestros ilustrados.
La muerte es el mutismo absoluto del hombre ante sí mismo, por eso el Presidente se siente extraño desde hace unos días y no deja de pensar en su propia persona como la de un hombre al que la muerte ha devastado en su interior mucho antes de que su muerte física lo destruya para siempre. Y esa impotencia anonadante que supera toda angustia ante el vacío de sentido humano parece habérsela trasmitido a todas las instancias de un Estado y un Gobierno, cuyo silencio ante la muerte era en realidad la muerte misma que los corroía hace tiempo desde dentro, como a él mismo ahora.
El general del pequeño bigote ha entregado unos informes a los subordinados del Presidente y es el primero en salir a la luz muy débil de una luna en cuarto creciente, aspirando por primera vez en muchas horas el aire limpio al relente de una cálida noche de verano en medio de una llanura silenciosa entre la que nada destaca, ni montañas, ni bosques, ni viviendas. Sí, parece un terreno maniobrable para el avance de una infantería disciplinada.
El Presidente es el último en abandonar la cantina, pero antes pide a su secretario que levante acta de la reunión y le ordena que vuelva pronto para entregarle una copia en limpio cuando acabe de redactarla. El secretario anota en primer lugar la fecha, 15 de julio de 1936, y a continuación, al empezar a escribir, la estilográfica derrama una gota demasiado acuosa de tinta negra que se convierte pronto en un borrón y va adoptando la figura de un aspa quebrada. El secretario garabatea algo en el papel mientras la tinta está todavía húmeda y le da forma de tela de araña con el trazo firme y suave de alguien acostumbrado a pasar largos ratos sin nada que hacer, sentado en el recibidor de la antesala, ante la puerta de los despachos oficiales, a la espera de órdenes, como envuelto en una neblina mental a la que no puede acceder la luz del mundo exterior.
Torre del Mar (Málaga), 4-7 de octubre de 2018