LA CONCIENCIA DEL GUARDIÁN (ACTO 2º): PARANOIA DEL PODEROSO (2001-2002)

1

Se conoce bien aquel viejo cuento oriental: un rey quiere hacerse invisible para poder vigilar mejor a sus súbditos y saber así todo lo que piensan de su gobierno. Necesita poderes mágicos para hacerse más poderoso. Se sabe cómo se desarrolla y acaba la historia: unos ladrones astutos lo mantienen engañado con la mentira de que están tejiendo un hermoso vestido con el que sólo lo puedan contemplar los hombres buenos de su reino, mientras que los malvados no podrán verlo. Los cortesanos del rey tienen que volverse cómplices de este engaño, pues su cobardía y su miedo les impide decirle la verdad a su rey.

Es la situación típica de lo que Elías Canetti llamaba la “paranoia del poderoso”. En efecto, la obsesión de todo poder es hacerse cada vez más poderoso y que los otros lo reconozcan como tal, pero esto implica una situación extremadamente paradójica: por un lado, el poder desea ser tan visible que resulte omnipotente, pues en ello consiste su majestad, en la puesta en relieve de los signos de omnipotencia; por otro lado, todo poder aspira a la invisibilidad, pues es poder en la medida en que puede actuar simbólicamente como ausencia, como vicariedad, pasando desapercibido, si es que se trata de hacer invisible la sumisión de los otros.

Esta es la dialéctica profunda de todo poder: ser reconocido como tal poder, pero sin que a la vez se reconozca la sumisión, la dependencia, el exceso que implica la asimetría y el desequilibrio impuesto a la relación social por la existencia misma del poder, siempre unilateral, siempre irreversible. Esta es la genuina problemática del poder, que las teorías políticas olvidan, y justo en la medida en que el Estado moderno es la figura más extrema del ejercicio unilateral del poder, pese a todas sus veleidades “representativas” directas. Esta enorme contradicción, a su vez invisible para la mayoría, afecta especialmente al poder llamado “democrático” en la era de la transparencia, la información y las técnicas virtuales de control y aseguramiento.

Actualmente, tampoco nadie se atreve a decirlo, quizás porque la evidencia del poder es el engaño mismo mejor urdido que nos ciega, como la complicidad de los cortesanos y los ladrones de la historia es la añagaza que también a nosotros nos impide pasar al otro lado del espejo del poder que la información crea a fin de que aquél se refleje en su plenitud desnuda. En el caso de la situación actual, tras los atentados del 11-9-2001, con esta increíble guerra-ficción contra un enemigo también de ficción, el poder mundial (occidental o estadounidense) cae en su propia trampa, parece cada vez más que se está convirtiendo sin saberlo en el rey desnudo del cuento. De hecho, es ese mismo rey desnudo al que todo el mundo le dice que va perfectamente engalanado para su desfile, cuando al mismo tiempo todos saben que camina desnudo entre la multitud sorprendida y extrañada. Para demostrarlo, hasta echar un vistazo al balance de lo que los medios de comunicación están haciendo, si entendemos que ellos, como espejo del poder en su omnipotencia y en su impotencia, en su profunda fragilidad, a lo largo de su creciente e ineluctable proceso implosivo, nos colocan de golpe no ante la evidencia de su presencia, sino ante la evidencia de su ausencia.

Obsérvese con atención todo el proceso, que sin ser nuevo, nos sorprende por su carácter paroxístico, el que indica que nos encontramos en una fase terminal, no en el nacimiento de nada novedoso, al menos, no respecto de nuestros sistema mundial, el cual sólo puede funcionar dentro de unas coordenadas que ahora por primera vez se le escapan. En este delirio, hecho a dosis iguales de verosimilitud e incertidumbre, todo queda en suspenso, el juicio y la reflexión se opacan, se vuelven tornadizos y caprichosos, se crea una interactividad desintegradora entre medios informativos y masas espectadoras, situación paradójica y paroxística que nada tiene que ver con la manipulación deliberada ni con la falsificación, análisis demasiado piadosos y superficiales de un fenómeno que es de otro orden muy diferente al de la mera voluntad de controlar el “libre” flujo de información, incluso cuando explícitamente se presenta así desde instancias públicas, estatales o informativas.

En los telediarios se pueden ver imágenes casi fantasmales de hombres vestidos con extraños trajes aislantes para protegerse de la contaminación o el contagio, pero al mismo tiempo se afirma que no existe un gran peligro de epidemia. Las operaciones de comandos en suelo afgano se inician con objetivos fallidos y accidentes, como acostumbra a suceder siempre que hay una intervención estadounidense en cualquier parte del mundo. Se recuerdan aquí los erróneos e improvisados bombardeos sobre supuestas bases terroristas en Nairobi, las operaciones desastrosas de desembarco en Somalia, el plan fracasado de liberar a los rehenes de la embajada norteamericana en Irán.

Tal es la fatua confianza de los norteamericanos en sí mismos que cuando la realidad de la acción los atraviesa de verdad fracasan estrepitosamente, lo que indica a las claras su total incapacidad para salir de la burbuja tecnológica y virtual en la que se han envuelto creando un espacio alérgico a lo real que llamamos “hiperrealidad”, que a su vez es exactamente la misma escafandra que recubre todo el paisaje mental, toda la trayectoria vital, de los ciudadanos occidentales.

En todos los casos, se trata de hacer verosímil y creíble lo inverosímil e increíble, se trata de hacer que parezcan que suceden hechos que realmente no suceden, peor, que ni siquiera pueden suceder y que no llegarán a suceder más que involuntariamente, como por azar o casualidad. Esta es exactamente la definición clásica de la “simulación”, tal como Baudrillard la estableció en “La precesión de los simulacros” hace algo más de veinte años y que muy pocos se tomaron en serio, lo que da idea de la lucidez extrema del sociólogo francés y de la estupidez ciega de los demás; definición que, a raíz de la expansión de las redes de información, su autonomización cada vez mayor como principio constituyente de la “realidad” remodelada por códigos puramente formales, y sobre todo, desde las técnicas de la virtualidad, de la reproducción de lo real, se ha visto ampliada hasta límites extremos, los de la indeterminación, incertidumbre, confusión y ambigüedad casi totales.

Este cúmulo desproporcionado de informaciones contradictorias que se interfieren mutuamente hace pensar que en realidad ya no ocurre nada o lo que ocurre está puesto a buen recaudo en una máquina “secreta” de procesamiento informativo paralelo. Durante semanas se repiten los mismos titulares, los mismo artículos, con las mismas palabras; cada día parece que sucede algo nuevo, pero, mirado de más cerca todo el proceso, se trata sólo de una ilusión reproducida por la simple necesidad de mantener abierto el circuito, lubricar el canal, alimentar la retroalimentación de un sistema informativo delirante. Por eso, da la impresión, entre irrisoria y esperpéntica, pero siempre decepcionante, de que detrás de tanta información, los poderes, y en especial los norteamericanos, sienten unas ganas tremendas de que se olviden de ellos, no para tener las manos libres y actuar de espaldas a una opinión de todas maneras indiferente cuando no inexistente, sino para poder, por lo menos, desaparecer discretamente, para no verse obligados a mantener indefinidamente una posición tan comprometida de visibilidad donde nada hay que ver ni representar, pues su lugar está vacío.

Los dirigentes lo saben pero no pueden ni deben confesárselo, condenados como están por sus efectos retóricos a una “performance” bélica que saben perfectamente condenada al fracaso de antemano, como se le escapó decir al asustadizo presidente norteamericano en un apabullante “lapsus linguae” muy sintomático del estado de ánimo dominante entre los grupos encargados de gestionar el simulacro de la “lucha contra el terrorismo internacional”. El mismo “lapsus” que el de las “setenta medidas antiterroristas” tomadas en común acuerdo por los dirigentes europeos, medidas que saben igualmente destinadas al fracaso, pues sólo se “empaquetan” en el vacío de toda referencia “real” a situaciones “reales”.

Si a un acontecimiento de las dimensiones del “atentado” del día 11-9-2001, el precario estado mental de los occidentales sólo puede responder con la simulación y la hiperrealidad, nos colocamos ante la prueba irrefutable de que, nosotros, por nuestra parte, ya no estamos en la misma “realidad” que aquélla en la que se insertan los acontecimientos, no miramos desde la misma perspectiva, no vivimos en el mismo orden mundano, quizás porque de antemano todos los acontecimientos de este tipo ya no se encuentran dentro de nuestro horizonte mental. Nosotros padecemos lo que deberíamos comenzar a llamar desde ahora el “complejo del simulador por inmersión permanente”: a fuerza de supercodificación, de sobrerrepresentación, de equivalencias en los signos, ya no estamos en un espacio que pueda y deba definirse ontológicamente como “real”. Este sigue existiendo, por supuesto, pero nuestras referencias no proceden de él, nuestros valores no se originan de él, todo nuestro aparato perceptivo y cognitivo no se enraíza en ninguna modalidad sustancial de lo real.

Finalmente es cierto que el mundo exterior no existe, y de nada sirven los pataleos febriles de los realistas, todos esos epilépticos de lo real. Es, llamada con otras palabras y aplicada a otro campo de la simulación, la “ironía cibernética” a la que se remite Peter Sloterdijk cuando comenta el sentido metafísico de la película “Matrix”: un proceso de “desontologización” radical de la relación existencial “tradicional” entre hombre y mundo. Por eso escribe Sloterdijk:

“La ironía cibernética es una forma de ironía que remite a las inmersiones, muestra que uno está metido en algo. Sostengo ahora que la ironización de la inmersión representa un nuevo criterio de civilización, y que a partir de este criterio son definidas también la función civilizatoria de la ciencia-ficción y formas lúdicas afines de tecnología especulativa. Lo que se llama ciberespacio es una disposición técnica de la inmersión bajo el presagio de su permutabilidad. El ciberespacio muestra también el reverso estético de la ontología fundamental. Se entra por entero en un espacio, del que todavía poseemos dos opiniones ontológicas opuestas: según una de ellas, decimos que es un espacio irreal o virtual, porque lo consideramos como no visitantes, y que no representa porción alguna del “continuum” público; según la otra, decimos que lo habitamos como un espacio real, en la medida en que somos sus visitantes y no ponemos el acento en su virtualidad. La humanidad antigua conquistó su experiencia por medio de esta diferencia, la alternancia del mundo de la vigilia y el mundo del sueño, uno de los cuales describía como verdadero, común a todos, y el otro como falso y privado (…) El mundo de hoy colectiviza y tecnifica incesantemente el despertar de los sueños y la ironía bautista, ofreciendo variantes cinematográficas y alternativas cibernéticas en el espacio de la vigilia”.

Dejando a un lado que no es tan fácil establecer actualmente las distinciones filosóficas tradicionales, pues la relación entre los signos (su naturaleza específica y su estatus imaginario), las apariencias y lo real está quebrada, tampoco está tan claro que la “ontología fundamental” pueda convertirse en meramente irónica y lúdica a raíz de los procesos actuales de simulación e inmersión, si se acepta que todo está pasando a un campo de indiferenciación creciente entre su condición de “real” y su condición de “virtual”: una existencia que redobla la existencia no sigue siendo simplemente una existencia ironizada por la inmersión, como parece creer Sloterdijk, sino más bien se convierte en una existencia sustituida por una prótesis, como piensa Baudrillard, y que sepamos, las prótesis, por perfectas que sean, no están afectadas por el fenómeno “existencia”. Que la inmersión cibernética de la virtualidad presenta más problemas que los imaginados, lo demuestra el carácter profundamente grotesco y contradictorio, no meramente estético o lúdico, de la experimentación militar sobre el “soldado digital”.

2

América se yergue ante el mundo como una nada impetuosa, como una fatalidad sin sustancia. Nada la preparaba para la hegemonía; tiende, sin embargo hacia ella, no sin alguna vacilación. Al revés que otras naciones, que tuvieron que pasar por toda una serie de humillaciones y derrotas, no ha conocido hasta ahora más que la esterilidad de una suerte ininterrumpida. Si en el futuro todo le sale igual de bien, su aparición habrá sido un accidente sin importancia. Los que presiden sus destinos, los que se toman a pecho sus intereses, deberían prepararle malos días; para dejar de ser un monstruo superficial, una prueba de envergadura le es necesaria. Quizás ya no esté lejos. Tras haber vivido hasta ahora fuera del infierno, se dispone a descender a él. Si se busca un destino, no lo encontrará más que en la ruina de todo lo que fue su razón de ser.”(…)

“Recuerdo a un pobre diablo que, todavía acostado a una hora avanzada de la mañana, se dirigía a sí mismo, en un tono imperativo. “¡Quiere! ¡Quiere!”. La comedia se repetía todos los días: se imponía una tarea que no podía cumplir. Por lo menos, actuando contra el fantasma que era, despreciaba las delicias de su letargia. No podría decirse otro tanto de Europa: habiendo descubierto en el límite de sus esfuerzos, el reino del no-querer, se llena de júbilo, porque ahora sabe que su pérdida encubre un principio de voluptuosidad y se propone aprovecharse de él. El abandono la embriaga y la colma. ¿Que el tiempo continúa fluyendo? Ella no se alarma; que se ocupen otros; es asunto suyo: no adivinan qué alivio puede hallarse en arrellanarse en un presente que no conduce a ninguna parte… “

Estas eran las palabras que escribió Cioran en su ensayo “Sobre una civilización exhausta”, en los años cincuenta, en torno a su idea de la hegemonía mundial norteamericana (y su contrapartida, la pérdida europea de la misma), que por entonces comenzaba a desplegarse, libre de cualquier contrariedad manifiesta. Esos buenos tiempos ya han pasado, los tiempos de la “utopía realizada”. Desde ahora, el poder hegemónico, por su desmesura misma, conmuta desde la utopía pragmática a la “realidad” de su propio pragmatismo ciego y está bien que así sea, pues nadie escapa al destino y mucho menos los que siempre han aspirado a huir de él.

El destino, la fatalidad es lo que nos pasa, lo que sencillamente nos sucede sin que sepamos ni podamos atribuirlo a unas causas objetivas asimilables, porque no existe en el fondo nada que asimilar, nada a lo que responder, nada a lo que designar como causa de un efecto. La liquidación de la Historia por los procesos de mundialización abre el horizonte a los juegos más puros del destino, cuando justamente lo que puede ocurrir escapa a las programaciones racionales, a los cálculos globales, a las mentalidades de asegurado. Pero ¿qué papel le aguarda a Europa en este nuevo horizonte? Un papel muy parecido al del actor en la “paradoja del comediante”: actuar en la escena sin creer demasiado en lo que hace.

Así quizás se explique este inmenso narcisismo psicótico de Occidente desde el 11 de septiembre del 2.001 y días sucesivos. No habrá palabras para referirse al profundo “racismo”, al “etnocentrismo” con buena conciencia que se ha apoderado de los occidentales a raíz de los “atentados suicidas” en Estados Unidos, emotividad ansiosa que debemos a nuestros benefactores ubicuos, esa desinteresada labor tácticamente conjuntada de los medios de comunicación (otra vez la CNN) y de las clases políticas. Racismo profundamente inconsciente que hace del occidental el perfecto sufridor, el único sufridor sobre la superficie del planeta, el único que merece verdadera atención. Hay, pues, un dolor cualitativamente “mejor”, un dolor sin duda destinado a los pueblos “elegidos para la gloria”.

Lo peor en esta incesante conjura de los necios es el efecto estupidizante sobre unas sociedades descerebradas como son las sociedades occidentales dirigidas desde el escaparate del “Gran Hermano” norteamericano, gran experto en este tipo de montajes (ya sabéis, banderitas de barras y estrellas, angustia pos-traumática, “This is the end” de los “Doors” sonando al fondo de los informativos impenitentes). Lo que en todos estos ambientes se llama sumariamente “terrorismo” es sin duda un concepto inasible, o mejor, la sombra de un concepto-factótum, un fetiche mágico, necesario para solicitar de nosotros un consenso inciertamente “racional” de “buenas personas”, haciéndonos olvidar por completo todo aquello que se oculta en el concepto mismo: su impotencia radical para comprender la nueva esencia de lo político. En efecto, la designación del enemigo se nos cuela subrepticiamente en todos los discursos pseudo-belicistas, sacados de un guión de pistoleros bondadosos a lo Sergio Leone, reflejando así la voluntad secreta de los únicos que en este juego estratégico llevan la iniciativa.

El sistema sólo puede responder en sus propios términos, como se ve en todas las reacciones que omiten la menor referencia al derecho internacional: producir automáticamente más seguridad, más protección, más vigilancia, más opresión mundial, más asesinatos masivos consentidos en nombre de valores ellos mismos criminales, pero nunca actuar como polo de alteridad, sencillamente porque concebimos lo político en términos morales abstractos de bien y mal. El sistema refracta todo lo que se le acerca, pero todo a su vez puede atravesarlo, del mismo modo que su funcionamiento se basa en la inhumanidad esencial de la generalización de los puros flujos abstractos de intercambio. El sistema juega con una baza: la imposibilidad de identificar todos sus efectos sobre la superficie del planeta con una “voluntad” cualquiera localizable en alguna parte.

Exactamente ese es el modelo de conducta que adopta el propio terrorismo: redobla una estrategia sin sujeto, sin voluntad, sin representación, la misma manera de actuar del sistema, en la total anonimia de sus procesos. El terrorismo no es unilateral, sino una relación de reciprocidad, aunque no lo parezca y los occidentales sean incapaces de aceptarlo: el terrorismo es, en primer lugar, el terror del propio sistema mundial, que se funda sobre una explotación y una opresión intensivas realizadas por toda clase de dispositivos secretos, invisibles. La sola existencia del sistema como ordenamiento específico del mundo en su diversidad antropológica es el principio de la corrupción y del terror que se imputa a los otros.

El Mundo-Uno, que ya se prefigura con todas las marcas de un horror bastante insustancial, en completa desvalorización y deslegitimación interna, fuera de los modos de vida de las clases medias, encuentra así un último hálito de aliento y el sistema mundial que lo encarna, por un momento, consigue a la desesperada, en medio de la psicosis colectiva, un nuevo consenso de las masas occidentales, secretado por esa ficción de la opinión pública organizada, por todos esos exégetas improvisados e inconscientes del colonialismo occidental que son los pseudo-intelectuales orgánicos de los editoriales, los artículos y las tertulias, descerebrados que aumentan con la banalidad de sus juicios un envilecimiento colectivo, del que a su vez los políticos son rehenes.

Es sintomático que los poderes ya sólo puedan conseguir un presunto “consenso” mediante la infección narcótica o la epidemia psicótica de las masas. Todos los valores más empolvados, todos aquellos valores que objetivamente ya no constituyen el centro de legitimación del sistema mundial (libertad, democracia), vuelven a ser sacados de los baúles y puestos en circulación. Como si ya no fuera demasiado tarde paras experimentar su vacío, como si ya no fuera demasiado tarde para darles algún sentido.

El terrorismo es la única estrategia que desencadena todos los nudos atados por el sistema, pero sobre todo, produce lo que horroriza a un sistema mundial, a un código de valores humanitario y liberal: lo no equivalente, lo no intercambiable. Es irrisorio escuchar a todos esos que hablan de “justicia”, confundiendo todos los criterios: como si el acontecimiento del 11-9-2001 pudiese ser incluido en un circuito común de signos intercambiales, de convenciones legales o de valores equivalentes. Esos mismos que hablan de “justicia” y demás son los que nunca tienen nada que decir sobre los procesos objetivos de estructuras enloquecidas, siempre jugando con la duplicidad, con la ambigüedad cuando se trata de ejercer el “juicio”. Las potencias “responsables” literalmente no pueden responder por la sencilla razón de que aquí no hay nada que pueda intercambiarse, fuera del juego de los signos del terror, y éste se encuentra a ambos lados de la línea de demarcación. ¿Acaso la llamada “guerra del Golfo” no fue un inmenso acto terrorista, del mismo estilo y de la misma especie que el “atentado” de Nueva York, por lo menos respecto de la población civil?

De esta situación explosiva pero que nunca explota, surge espontáneamente el terrorismo como gestor imposible de unos asuntos inextricables, «terror» como estrategia política que responde a todos los dispositivos de disuasión y pacificación por la coacción, «terror» que a su manera se hace cargo de todas las impotencias reunidas, devolviendo a los poderes estatales corrompidos a la verdad de su carácter no representativo de nada.

Como el mismo Arafat, los demás dirigentes occidentales o árabes están ahí, sin duda, exactamente para gestionar la misma neutralización de sus pueblos, si es necesario por la fuerza (Mubarak en Egipto no hace nada muy diferente de lo que hace la Junta militar en Argelia o los gobiernos turcos, en lo que al «tratamiento por eutanasia» inducida del movimiento islámico se refiere: también Mubarak «controla» a los suyos, como candorosa y eufemísticamente dicen los locutores de la tele).

En todas partes es el mismo colaboracionismo desgarrador el que marca el paso y el terrorismo como réplica, como resolución última. Pero éste no es en modo alguno un deplorable efecto, negativo y perverso, de una situación inverosímil, sino, por el contrario, su expresión condensada más efectiva, la única que indudablemente corre a la altura de los tiempos. Los tiempos de la gran sinergia plutocrática, de las complicidades múltiples, de los efectos irresponsables e “incausados”.

Es evidente que actualmente todas las oligarquías occidentales y sus aliadas en el Tercer Mundo tienen serios problemas, no tanto de legitimidad como de posibilidades reales de estabilizar un orden mundial enteramente pacificado y que sirva a sus intereses y a los de las clases consumidoras que les apoyan, un orden que haya eliminado todos los obstáculos para su despliegue. Las masas deben ser “psicotizadas” a fin de que se produzca el adecuado “consenso”, el mismo que oculta todos los crímenes de Occidente. De este modo, el sistema trasforma a los “inocentes” en cómplices, involuntarios o no, de una estrategia de terror que es idéntica, en sus propios términos, a la de aquellos denunciados como los “verdaderos terroristas”.

Así, el sistema, siempre funcionando en el anonimato, prepara el destino de los inocentes como futuras víctimas propiciatorias, pues según esta misma lógica, todo “inocente” ciudadano occidental, queda convertido en rehén de su propio Estado, de su propia sociedad. Ahora bien, el sistema invisiblemente ya ha trasformado a todo el mundo en víctima virtual, desde el momento en que cualquiera puede convertirse en rehén de este poder.

La distinción entre paz y guerra carece ya de cualquier fundamento objetivo. En realidad, ya nadie vive en paz como tampoco nadie hace la guerra. El sistema no funciona ni pacífica ni bélicamente, lo mismo que el terrorismo, que es su imagen, su espejo más perfecto, no tiene una definición estatal ni una territorialidad política convencional. El sistema mundial, todas esas vacías superestructuras jurídicas, administrativas, económicas y tecnológicas, no tienen una definición posible en términos de paz o guerra. Funcionan siempre y en todas partes como una maquinaria autónoma que se reproduce a sí misma a través de todas sus circunvoluciones.

Esta autorreproducción parece superficialmente pacífica, parece no-violenta, y sin embargo exige un permanente desmantelamiento de estructuras tradicionales de representación y convivencia, una constante devoración de recursos y vidas humanas. La violencia de este sistema es de un orden muy particular: es la violencia extensiva e intensiva de lo que no tiene rostro, de lo que no puede representarse e identificarse, de lo que está en todas partes y en ninguna. Es la violencia del circuito, del encadenamiento en espiral, de la irresponsabilidad, la violencia de lo que sólo tiene por finalidad perpetuarse y reproducirse sin más, tal como la lógica del capital emancipada de cualquier veleidad histórica. La violencia de estructuras que se autorreplican, que sólo pueden funcionar en una dirección unívoca, fundadas sobre el principio de irreversibilidad.

El biopoder contemporáneo, el mismo que describió Foucault, ideológicamente originado desde la revolución francesa y pronto desplegado, hace la guerra centrándola sobre todo en la consecución de sus propios objetivos como biopoder: la aniquilación de la población civil y de las infraestructuras del Estado enemigo es su condición, de ahí el aspecto monstruoso que presenta la guerra en el siglo XX. Basta leer a Ernst Jünger para entender de qué hablamos y dejar de decir estupideces insulsas sobre él. La población civil es sólo una más de esas infra-estructuras condenadas a la destrucción y el exterminio y, psicológicamente, la guerra contemporánea se entrega a ello casi con más violencia que la que utiliza en la dimensión propiamente guerrera.

En sentido estricto, la guerra no es nunca nada más que una de las fases extremas y paradójicas de la realización del propio capital en tanto que tal: la destrucción masiva prepara la fase de la reconstrucción extensiva, la eliminación de valor es la condición para crear más valor. Las dos guerras mundiales lo demuestran, por si hay todavía alguna mente obtusa que no entienda esta lógica aplastante del capital. Incluso hoy, cuando las tecnologías de uso civil se atascan en los mercados y los capitales privados invertidos pierden su valor, las tecnologías militares toman su relevo y el Estado pasa a convertirse en el sujeto privilegiado de la demanda, sustituyendo la función de la llamada “sociedad civil”, concebida como una mera terminal indiferenciada de la oferta. Cuando se oye hablar de “keynesianismo” es que algo horroroso se prepara o ya está ocurriendo.

Con la guerra virtual y el absoluto dominio de la técnica, ya no hay propiamente hablando frentes, ni siquiera verdaderas operaciones estratégicas, tan sólo quedan unos objetivos desvalidos señalados en un mapa, sobre los que caerán toneladas de explosivos, sin que jamás lleguen a conocerse las razones y los efectos de semejante proceso, aparentemente enloquecido y sin dirección. Esta guerra, que ya no lo es, lleva el principio de disuasión de la guerra al corazón mismo de su estrategia, que a su vez es ausencia de estrategia. Con lo cual, en el fondo, lo que triunfa, ya definitivamente, es la forma generalizada de la disuasión, mediante la infinita superioridad del poder tecnológico, que siempre está en las mismas manos y por ahora no es intercambiable por nada, a no ser bajo la forma de “terrorismo”, pero este concepto nuevo de lo político todavía no está nada claro para casi nadie.

3

Cuando cualquier conflicto “político”, sin distinción, en el que suponemos que la resolución (en el sentido de “resolverse”, determinarse a hacer algo) es un elemento decisivo, desemboca en violencia abierta, suele argumentarse así, sin excepción: puesto que no se puede extirpar de raíz la violencia, por más que se busque y persiga obsesivamente su tratamiento, incluso por medios bioquímicos y genéticos; puesto que es imposible detener sus manifestaciones transversales, por lo menos hay que obligarla a descender a unos “niveles tolerables”, reduciéndola a un grado “aceptable”, controlado, en una palabra, “manejable” (y por quién sino por los que realmente detentan el monopolio de la violencia “lícita”).

Como una enfermedad cualquiera clínicamente identificada y su tratamiento experimental en las asépticas salas de las debidas instituciones, la violencia se vuelve operacional, queda neutralizada en una especie de “performance” negativa, dentro de un contexto general bien temperado, con unos resultados casi siempre previsibles. El sistema puede así delimitarla, circunscribirla, puede establecer un canon casi estético de violencia permitida y tolerada, puede ajustarla a unas normas más o menos juiciosas de buena performatividad, de manera que el propio terrorismo entra cada vez más en la misma lógica implicativa de la complicidad general sobre un estado de cosas sólo aparentemente caótico. Todo el orden mundial se funda sobre esta capacidad reactiva de tolerancia, sobre esta localización minuciosa de los síntomas de violencia, a la que efectivamente corresponde un tratamiento terapéutico sobre la base de su delimitación por grados de aceptabilidad. Existe por tanto una violencia “gramaticalmente” correcta que respeta todas las normas convenidas de enunciación y paso al acto.

Así, en el actual conflicto palestino-israelí, que cada vez más da la impresión de un arreglo vergonzoso entre las partes a fin de chantajearse recíprocamente sobre un objetivo inexistente u oculto a la propia opinión y pasión de sus pueblos, el gobierno israelí pide a los dirigentes palestinos que ayuden a mantener la violencia dentro de unos límites soportables para el propio gobierno israelí. A su vez, implicado en la misma coherencia, el presidente norteamericano de turno pide a las dos partes que se mantengan en unos grados de violencia controlables, según la lógica de un intercambio de actos violentos sometido al buen principio de la equivalencia de acción-reacción.

Por consiguiente, todo está desde ahora obligado a desenvolverse en los límites “racionales” de un dispositivo clausurado, sin retórica tremendista, configurando un espacio compresor sin patetismo, con un lenguaje sin llamamientos superfluos a la movilización. Incluso la demonización del enemigo no debe exceder ciertos límites de buen gusto y cortesía, como si con esto no se afirmase y legitimase implícitamente todo lo contrario. No hay que ver aquí, en modo alguno, una nueva ritualización del antagonismo, una nueva relación de alteridad por enemistad y agresión ceremoniales, sino más bien hay que constatar que se produce una sutil “normalización” de lo más cínica entre unas partes en conflicto cómplices que en el fondo comparten la misma regla, la misma confraternidad en un juego que casi siempre simula servirse de otras reglas simbólicas fuertes, sacrificiales, fundadas sobre la muerte sacrificial como coartada para una dialéctica de fuerzas que ya no tiene nada de sacrificial, puesto que realmente no juega sobre el fundamento genuino de la alteridad radical: ese juego que se desarrolla en la devolución simbólica de la muerte, en el sistema de los signos de la crueldad sin mediaciones que se graba en los cuerpos, en la inmediatez fulgurante del desafío de consecuencias impredecibles, en el agonismo como fatalidad del encuentro, irreductible a cualquier lógica superpuesta. Ahora bien, tanto el poder mundial como el terrorismo juegan con los mandos de un control remoto, a decir verdad, bastante desinhibido desde cualquier punto de vista propiamente político.

En cierto modo, y aunque parezca todo lo contrario en las coordenadas de un orden mundial cada vez más puesto en cuestión, lo que se está operando es una racionalización bien depurada de la violencia. Los medios de comunicación mundializados, al hacer demasiado visible y trasparente la violencia, al convertirla en un juego de signos en la información masiva, indiferenciada y aleatoria que producen de ella, constituyen el campo experimental de esta racionalización secreta para casi todos los que se conmueven en alharacas idiotas sobre un presunto resurgir de las violencias descalificadas como atávicas y tribales, fanáticas y bárbaras. Sin embargo, habría que empezar por comprender que, si hay tal violencia de origen “primitivo”, está siempre supeditada a estrategias perfectamente modernas y sofisticadas: chantaje, disuasión, terrorismo.

Los ejemplos de esta situación podrían multiplicarse, puesto que actualmente se trata de una lógica terrorista, determinada por sí misma, entre Estados vaciados de sustancia, que han perdido hace tiempo toda noción simbólica de poder, y grupos erráticos y anónimos que tampoco pueden luchar contra un poder que de hecho no existe, un poder que ya no es localizable ni identificable más que a través de los símbolos que rubrican y confirman su ausencia. Por eso, hoy, todos los supuestos adversarios, los pretendidos enemigos, se encuentran virtualmente implicados en una especie de enrollamiento en espiral por el chantaje abierto, en el que todas las partes actúan como cómplices a la hora de mantener una violencia artificial, una violencia que cada vez más se aleja de cualquier definición política clásica. Una violencia sin oportunidad real de desencadenar verdaderas consecuencias, verdaderos efectos de trasformación sobre un campo dado de fuerzas y equilibrios. En este sentido, y sólo en éste, la violencia ya no pertenece al orden político y seguramente se hará cada vez más frecuente en la medida en que sus resultados inexistentes se vuelvan también más inútiles, más redundantes.

Las hipótesis de Baudrillard sobre el terrorismo como espacio de nueva figuración “transpolítica” se verifican de manera asombrosa en todos y cada uno de los acontecimientos que corresponden a esta nueva tipología en el orden mundial. Porque, en efecto, ¿qué puede ser una violencia que siempre devuelve los conflictos a su punto de partida, sin moverlos un ápice, como si jamás hubieran existido, como si jamás nada pudiera cumplirse a través de ellos? Esta situación debiera producir mucho más vértigo que el que provocan los propios acontecimientos actuales, encerrados como están en una sobrerrepresentación banal de sus signos más vacíos. Y es que, desgraciadamente, nada puede cumplirse a través de los acontecimientos, de la violencia y de los conflictos actuales, porque desde su originamiento, desde su diferencia, están de antemano neutralizados como forma operacional, instrumental, sometidos a un principio de realidad que les es por completo ajeno. No es la violencia del acontecimiento la que se trasforma en una astucia superior, sino la propia astucia, la del dominio de los signos vacíos de lo real, la que se convierte en estupidez.

Y es esta estupidez, que reviste todas las formas reactivas de psicosis, narcosis y paranoia de masas supuestamente informadas e ilustradas, la que utiliza para sus fines propios la violencia del acontecimiento como chantaje, coacción, complicidad y sentimentalismo barato en una red en la que todos los hilos se entrecruzan y anudan, donde por tanto ya no quedan ni huellas de enemigos reales sino tan sólo comparsas de una inmensa representación carente de toda dramaturgia de poder. Por otra parte, en la era de las masas y de los medios de comunicación, no hay poder que sobreviva en tanto que poder simbólico y poder de simbolizar algo. Ahora bien, el terrorismo le ofrece al poder la última posibilidad de escenificarse como poder simbólico fuerte.

Cierto cine muy perspicaz ha tratado esta nueva problemática de un poder desimbolizado pero que dispone de todos los medios técnicos aparentes de manifestar su omnipresencia. Así la película de Win Wenders, titulada “El final de la violencia”, nos habla de esta nueva situación, de cómo el poder, antes de desaparecer en su definición tradicional, se convierte en una maquinaria impersonal e irresponsable que solicita la violencia, que de hecho llama a la violencia contra él mismo como último medio de supervivencia, con la coartada de la seguridad y la defensa, que finalmente se diluyen en la consabida mirada panóptica que neutraliza y manipula por anticipado cualquier acto de violencia real.

Otra película, “La tercera generación” de Fassbinder, nos plantea la misma cuestión crucial sobre el terrorismo y su relación con el poder: éste se vuelve un simulacro, y por ello necesita simulacros de contrapoder para fortalecer no tanto su propia condición de poder como para asegurar los signos de su necesidad como medio de protección de una sociedad que se vuelve implorante hacia él al tiempo que lo descalifica como fuerza de control y como “carga” sobre el sistema formal de las libertades individuales (el mismo conflicto que se funda históricamente por primera vez en la revolución francesa, que se expresa tozudamente en toda la filosofía política, que preside la mentalidad liberal y que determina el meollo de las cuestiones “teóricas” planteadas por los estados totalitarios).

El terrorismo es la estrategia de juego a partir de la cual unos poderes históricos vaciados y profundamente deslegitimados intentan conservar y mantener una figura clásica del poder, aunque sólo sea a través de la sobrerrepresentación provista por los signos de la seguridad, la vigilancia y la protección. En esta estrategia, que hizo su aparición experimental en Europa durante los años 70 y que luego se ha extendido al mundo entero a partir del nuevo ordenamiento planetario de las potencias, lo que realmente cuenta es la disuasión de las masas espectadoras, la disuasión en el sentido de ejemplificar lo inútil de toda iniciativa propia contra el poder, haciéndoles ver a estas masas lo irrisorio que resulta enfrentarse a un poder que, de todas maneras, realiza desmesurados esfuerzos por demostrar que ya no existe o que existe demasiado para ser real, por hacerse imputar que acumula demasiadas virtualidades de fuerza como para ser verdadero.

La disuasión en términos contrarios también funciona actualmente, sobre todo en referencia al “terrorismo islámico”. Este tipo de terrorismo obliga al sistema a quitarse la máscara de humanitarismo y democracia tras la que se oculta, obliga al sistema a romper todos los límites que se impone como apariencias de respetabilidad civilizada. Este terrorismo obliga al sistema a una arriesgada exhibición de fuerza por parte de un poder que tan sólo dispone de la posibilidad de esta misma exhibición, pues detrás de todo poder nunca hay nada más que signos y simulacros de poder.

Los occidentales todavía no han entendido nada de este asunto, como tampoco entienden el significado secreto del sacrificio y el desafío. Si un poder exhibe su superioridad radical, se destruye a sí mismo, se deslegitima, no sólo moralmente, lo que pierde es la dimensión simbólica, por así decir, el doble fondo del que emana la simple posibilidad de su existencia. Es precisamente esta completa carencia de espesor simbólico, ritual, ceremonial, del poder, lo que los norteamericanos presienten a través de su excesiva acumulación de recursos visibles, de armas visibles, de masas de capital visible. Su propia ceguera ante tanta visibilidad del poder excesivo es lo que les conducirá a su autodestrucción, por deslumbramiento, tarde o temprano.

Ahora bien, la paradoja actual es que el mundo occidental tiene que ejercer una violencia a gran escala sobre el Tercer Mundo si quiere demostrar que sigue siendo el poder dominante, pero a la vez, siempre que actúe de esta manera insensata pero obligada por su propia lógica de la dominación planetaria, se estará descalificando, pues es evidente que el ejercicio de un poder cuando se vuelve tan absoluto, tan irreversible y tan unilateral sólo puede conducir a su propia destrucción a largo plazo. Todo poder que desemboca en un exceso acaba por convertirse en su propio superviviente a la espera de la aniquilación final, que por supuesto llegará. Como todos nos movemos y pensamos dentro de un principio de realidad tan estrecho, sea en términos estratégicos, económicos, psicológicos, sentimentales o morales, no llegamos a alcanzar el sentido, que siempre retorna con más fuerza, de la dimensión simbólica del propio mundo y su devenir.

En todo conflicto actual se da la misma coyuntura estratégica fundamental: sea un conflicto de nacionalidades, un conflicto religioso, un conflicto racial o un conflicto de clase. Siempre estamos ante la misma figura de un poder al que la violencia no contradice ni niega, sino que, dentro de unos límites secretamente prescritos, le sirve para neutralizar y disuadir en el fondo cualquier conflicto de verdadero alcance, en el que lo que se juega sea decididamente innegociable, planteado en términos radicales de singularidad sin conciliación, conflicto en el que sea imposible de producir por su definición misma la escena política del intercambio regulado. Si alguien consiguiera introducir en el sistema esta simple probabilidad del intercambio imposible, habría vencido por anticipado a todos los poderes, independientemente de los recursos de que éstos dispongan.

En efecto, muchos conflictos actuales parecen a primera vista plantearse abiertamente sobre esta nueva escena del “intercambio imposible” sobre la que ha escrito admirablemente Jean Baudrillard, pero quizás muy pronto nos daremos cuenta de que tienden a caer en las redes de la inercia, en la pura gestualidad retórica del simulacro más descarado, dado que el poder como ficción ficcionaliza cuanto toca, con la complicidad decisiva de los medios de comunicación de masas, que le ayudan justo a esconderse detrás de las pantallas a través de la apariencia de lo contrario: de su excesiva omnipresencia, de su proliferante significación, de la seriedad de sus valores y argumentos.

4

Se habla estos días, como si se hiciera un importante descubrimiento, de que el atentado terrorista de Nueva York no parece “real”, y que la primera sensación de todo el mundo era la de la una irrealidad cinematográfica. Se olvida la esencia más genuina de la totalidad del mundo actual: la ficcionalización de las referencias, es decir, el mundo producido y reproducido como código visual sin efectos ni consecuencias. Se debe reconocer que el cine espectáculo, en su más amplia acepción (cine de epidemias, de catástrofes, de comandos, de guerras imaginarias o reales, de terrorismo, de delincuencia criminal, etc) ya ha empezado a prefigurar, con apenas unos años de antelación, el aparato logístico de la nueva situación mundial, mediante la puesta a punto de formas públicas de producción y aprehensión de lo real que son, hoy, las mismas con las que nos enfrentamos al intentar analizar los acontecimientos de los últimos años.

Cualquier película hiperrealista de violencia y destrucción desenfrenada dice más sobre «la verdad» de este mundo que un telediario que acumule el precipitado informe (¿la información produce y extiende lo informe?) de acontecimientos «reales» de violencia y destrucción. Quizás esto sea así porque para nosotros toda la realidad, evidentemente odiosa y desagradable hasta la desesperación y el hastío, ya sólo puede comparecer a título de espectáculo y simulacro, de lo contrario la cosa sería francamente insoportable. De todas maneras, para la conciencia común dominante, para nuestro modo de estar en el mundo, la diferencia «cualitativa» ya va dejando de existir y es inencontrable, pues el mal, la violencia y la muerte, a fuerza de sobresignificación, cae en la insignificancia, se banaliza gracias al adelanto del sabotaje efectuado por el aparato logístico de producción mediática y espectacular, que acaba siendo la «fuente», la forma directiva de los demás «guiones reales».

Todos los efectos de lo espectacular tienden a un mismo objetivo, deliberadamente o no: la banalización de lo real, la hiperpercepción desencarnada y abstracta de lo real como «no más que figuración y pantalla». Ahora bien, asimismo las formas «realistas» de la comunicación de masas tienden a lograr idéntico efecto. Quizás aún sea ligeramente perceptible un grado de dramatismo específico en la información (crónica o reportaje, pero son modalidades informativas en retroceso y a punto de desaparecer en cuanto algo verdaderamente desagradable nos roza), frente a la pura fascinación lúdica del cine, de ahí por supuesto que la gente la prefiera y apenas atienda a las imágenes de los telediarios.

Es que lo hiperreal no nos compromete ni moral ni emocionalmente, mientras que las imágenes dolorosas de violencia cronística tienen todavía un regusto o un tono de realidad insoportables, muy desagradables para el delicado organismo moral del ciudadano occidental, curiosamente hipersensible a lo real, a la vez que abotargado frente a lo hiperreal. Así pues, espectáculo total. Poseemos una especie de sensibilidad moral a flor de piel, una especie de burbuja humanitaria, construida sobre la banalización del mal, que nos protege de toda realidad de la violencia, pero simultáneamente queremos compatibilizarla, de manera sin duda extravagante, con una excepcional aptitud para digerir masivamente actos repulsivos de violencia hiperreal.

Pero ¿qué sucede cuando una y otra se confunden y se sobreimpresionan? Entonces es el delirio ambiguo de la fascinación, la neurosis y la indiferencia al mismo tiempo. En el mismo registro de la trasparencia, de una sobredeterminación feroz del deseo compulsivo de verlo todo, las «snuf movies» han pasado precisamente esta frontera, por lo que se hacen acreedoras de llevar la simulación espectacular demasiado lejos, infringiendo el principio de realidad que hay que mantener a salvo justamente no trasgrediendo los límites del simulacro, pues si el simulacro se realiza es el horror, la muerte real, el mal en vivo.

Estas películas, como los juegos de rol, pero en mayor medida, son el resultado no de una patología individual cualquiera, sino de la patología general de la era del simulacro y la virtualidad: la imposibilidad moral y ontológica de distinguir los límites entre realidad e hiperrealidad, entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bello y lo feo, entre el placer y el horror. La fascinación lúdica del cine desemboca naturalmente en «performance» sádica que rechaza la simulación llevándola hasta sus últimas consecuencias: su paso al acto real. Mimesis o imitación que así reimpone o sobrescribe un principio de mal genuino en su crueldad inútil sobre la mera hiperrealidad cinematográfica de un mal simulado. Porque en la «snuf movie» se mata sólo porque y a condición de que otros vean las imágenes en una pantalla: no es la crueldad en sí lo que causa placer, como en el sadismo convencional, sino la crueldad vista en una imagen, representada a su vez en una hiperrealidad de los detalles.

Exactamente el mismo principio que genera el cine porno: la trasparencia a una mirada panóptica del acto sexual, la trasparencia a una mirada panóptica de la muerte violenta, la trasparencia a una mirada panóptica de la cotidianidad en su estadio ínfimo rediseñado como tal (el éxito masivo de «Gran Hermano» se funda justamente en el mismo principio por el que a algunos les puede gustar el «porno duro» o la «snuf movie»: si no se entiende esto, no se entiende absolutamente nada del funcionamiento actual de todos los medios de comunicación, de todas las estrategias de la virtualización).

También los acontecimientos históricos han caído en esta ausencia o carencia de principio específico, en esta indiferenciación de su causalidad y efectualidad: parecen cada vez más el fruto de un guión esquizofrénico, como las angustiosas películas de David Lynch. Los hechos parecen inmersos en un punto de no retorno en el delirio de la representación del tiempo real (del mismo modo que lo angustioso de estas películas no son propiamente las situaciones y los personajes, es «vivir» en tiempo real lo diferido de la filmación como si no lo fuera).

Una confusión peligrosa entre la tendencia de los hechos «históricos», consistente en el «realismo» de una modificación del campo de relaciones de fuerzas y una forma espectacular de desaparición sin huellas aparentes, sin indicios de trasformación. De ahí también la tremenda banalización de todo suceso en el horizonte actual, banalización que se corresponde con la del mal representado en la pantalla cinematográfica. Historia-ficción neutralizada de antemano: toda la experiencia de la guerra de Vietnam es el preludio de la nueva producción histórico-espectacular o histórico-mediática, a una en la pérdida del sentido de lo real.

El peso específico del predominio de los intereses y la mentalidad norteamericana, esencialemente hiperrealista, en esta remodelación general de lo histórico, es notable, casi decisivo, en cuanto a su creciente extensión, pero no explica suficientemente esta tendencia en su conjunto, pues se trata de una forma de producción y aprehensión de lo real trasversal a cualquier ideología y a cualquier poder, aunque sea un poder mundial basado en los flujos de capital, información y tecnología. Tampoco se trata de una hegemonía del medio técnico, si bien todo el dispositivo de la simulación, tanto de lo espectacular como de lo informativo, se encuentra a su vez «inducido» reflejamente por el dominio absoluto de la tecnología de reproducción de lo real.

En última instancia, todos los efectos comentados tienen que ver mucho más con la inauguración de una nueva fase dentro de una sociedad pacificada, hiperprotegida, reconciliada consigo misma, sociedad para la que la verdad de lo histórico, de la violencia y el mal, el propio devenir, ha quedado en suspenso bajo la forma mortecina de lo hiperreal, de lo virtual, de lo que ya sólo puede experimentarse como ilusionismo trivial de un espectáculo incesantemente alimentado y recomenzado por la pérdida del sentido. Una sociedad que en su conjunto se ha creado una inmensa burbuja de cristal para protegerse de los «delirios» de la realidad y así sobrevivir a la espera del fin de lo que teme (inmigración, epidemias, catásfrofes naturales, depauperación, devastación ecológica), dejando sólo filtrarse lo real como elaboración simulada y espectacular.

5

El terrorismo es definido jurídicamente por las leyes de los Estados actuales de diversas maneras, pero todas tienen en común algo: indican que el terrorismo es, por así decir, el reverso del monopolio unilateral del ejercicio de la violencia por parte del Estado. Una misma esencia desdoblada en dos fenómenos originarios irreductibles uno al otro: la buena violencia, la normativa, la mala violencia, la anómica, la anómala. El código penal español lo enuncia discretamente en su última caracterización causal y final: delitos terroristas “son los que se cometen perteneciendo, actuando o colaborando con bandas armadas, organizaciones o grupos cuya finalidad sea la de subvertir el orden constitucional o alterar gravemente la paz pública”. El código penal norteamericano es, pese a la concisión del texto, mucho más claro en el planteamiento motivacional, más exacto en la descripción empírica y casi sutil en la explicación conductista: el terrorismo es “violencia premeditada y políticamente motivada contra objetivos no combatientes, cometida por grupos infranacionales o actores clandestinos, habitualmente pensados para influir sobre un público”.

Si se observa con cuidado y justeza, la definición penal norteamericana es ya en sí misma y “a priori” perfectamente “bélica”: habla de violencia contra “objetivos no combatientes” y reconoce explícitamente su carácter de lucha política clandestina, consideraciones que no se incluyen de manera directa en la definición española, aunque es evidente que subvertir un orden político dado no es la tarea de la delincuencia común. La definición española rebaja la naturaleza política del hecho terrorista al nivel puramente criminal de lo delincuencial, lo despolitiza y desmotiva, quitándole “hierro”, pero la norteamericana, por su parte, reconoce como condición previa del fenómeno, su raíz política y sus objetivos políticos, más allá de la mera intencionalidad subjetiva de los actores.

Lo político tiene la objetividad de su propia acción, es necesariamente performativo y recíproco: hace hacer algo y hace hacer un contrahacer (lo que banalmente se traduce en el mecanismo automático de un principio homoestático de acción-reacción). Además añade algo muy significativo, algo que se relaciona con la esencia del terrorismo como forma contemporánea y actual de lucha política: menciona el hecho decisivo de que el terrorismo está pensado para “influir en un público”. Esta definición incluye ya, de partida, el carácter “espectacular” de la acción terrorista. Habla de un público y de una influencia sobre él. La legislación europea se aparece como arcaica y anacrónica, no adaptada a las situaciones “reales” de la “sociedad del espectáculo”.

La pregunta está dada implícitamente: ¿por qué el terrorismo influye sobre un público? Algo muy fuerte, muy intenso, de lo que nosotros carecemos en nuestro imaginario, pero que inconfesablemente presentimos como necesario, como forma de equilibrio nostálgico, como respuesta a lo que ni siquiera es posible responder: el propio poder anónimo que nos envuelve con su burbuja superprotectora y supernormalizadora.

El llamado “terrorismo anarquista” no buscaba influir sobre un público sino demostrarle al poder político exclusivo y monopolístico del Estado su carácter real como poder represivo y unilateral, echándole en la cara su misma violencia. El asesinato político era siempre un magnicidio, eran presidentes de gobierno, príncipes o reyes el objetivo del acto terrorista y lo eran en la sola medida en que en una persona se representaba la totalidad del poder como sustancia simbólica y transcendente. Eran todavía, por eso mismo, asesinatos simbólicos que atacaban en su centro el carácter “semisagrado” del poder, cuando éste aún lo reivindicaba para sí.

En este último siglo, la evolución ha hecho que el poder pierda esa aura, esa imperiosa dimensión aún vagamente simbólica y representativa, solemne y reverencial. Lo que queda en pie de ese poder transmutado son dispositivos anónimos, auto-activados, de control masivo que operan sobre lo indiferenciado, por más que declaran fundarse sobre “objetivos selectivos”. Y cada vez más son dispositivos entregados a la gestión de las propias máquinas, en este caso, máquinas de control por la virtualidad.

Actualmente, las cosas han cambiado mucho: el terrorismo ya no busca el carácter representativo de las personas concretas que ocupan el lugar-simulacro del poder, dado que se da por bien establecido y sabido por todos que ese lugar y esas personas son objetivamente insignificantes, pueden ser sustituidas como gemelos o seres clónicos, como gerentes de una empresa, lo que realmente son, por otra parte. Desde luego, no se mata a los gerentes y encargados, sólo se mata a verdaderos estadistas o a los que, al menos, fingen verosímilmente serlo.

Lo que el terrorismo actual busca, en su versión “islámica” y en concreto desde la nueva estrategia global tras el “super-atentado” del 11-9-2001, es algo muy diferente: atacar al poder no directamente sino a través de los símbolos, de las formas de vida y los valores consensuales de lo mundial-universal, que en sí mismos nada tienen que ver con los valores de ninguna civilización: son las normas semiológicas del intercambio mundial de flujos, los que, como las venas y arterias de un cuerpo, mantienen la oxigenación perpetua de la “sangre” de este sistema mundial.

Las angustiosas apelaciones a la “libertad” y demás monsergas sobre los grandes valores occidentales nadan tienen que ver con ninguna libertad real, identificable, vivida, enunciada y experimentada desde la espontaneidad de la propia voluntad y de la acción pura: es el mero término técnico de un código de la circulación que rubrica la completa autonomía de todos los procesos económicos, y éstos constituyen a su vez la totalidad de lo social, lo cultural y lo político, sin escape ni reservas.

Lo mundial-universal y la libertad existencial concreta, no los postulados grotescos del formalismo liberal, son términos profundamente contrapuestos, son términos infinitamente contradictorios entre sí, y cada vez más son las poblaciones, los grupos y las estrategias quienes los contemplan de la misma manera. No entenderlo hoy es la prueba más convincente de la ausencia de pensamiento y la hegemonía de los intereses que operan tras el discurso, ése sí verdaderamente totalitario, del universalismo y del mundialismo, nuevos nombres para la inveterada estrategia colonial occidental, que, superando el mero horizonte de los mercados y de los intercambios comerciales, intenta establecer también sus formas como estructuras de civilización y como la única dimensión ontológica y antropológica en que el hombre puede existir en un tiempo y en un espacio existenciales dados. Detrás de todos los comentarios actuales, lo que hay es nada más y nada menos que la matriz del código etnocéntrico universalista occidental, que agrupa a la totalidad de las tendencias de pensamiento, en todos los niveles del discurso y en todas las categorías mentales y sociales de nuestra modernidad.

Este terrorismo, en estas condiciones concretas, combate astutamente lo mundial con los propios medios de lo mundial y en sus mismos términos, la red trans-nacional con la exacerbación de las reacciones en cadena. Por tanto, este terrorismo es la respuesta simétrica y relativamente proporcional a un poder mundializado e invisible que se funda en la lógica del genocidio lento y paulatino que impone su propio despliegue histórico-geográfico. Por ello, la lógica del nuevo terrorismo es la lógica genocida calcada sobre el modelo del sistema mundial tal como se ha desarrollado siempre en el colonialismo europeo-occidental, desde el siglo XVI al XX, pero de manera muy particular desde la última década, cuando todas sus máscaras han caído, dejándonos con la cara desnuda y sin más argumentos que unos pocos tópicos que ya no se creen ni quienes los repiten a sueldo de todos los poderes corruptos.

No es de creer que las “bellas almas” lo sean simplemente enunciando verdades tópicas y repitiendo hasta el hastío tópicos de la verdad normativa. Las decenas de artículos de opinión que se han publicado estas últimas semanas dan cuenta de que el pensamiento y la sensibilidad occidentales constituyen ya un páramo, tan exhaustas y fatigadas parecen todas las argumentaciones. La ausencia de todo debate serio y digno debiera hacerles entender a todas esas almas bellas que ya no estamos en un espacio ciudadano y político donde sea posible la libre discusión y la determinación pluralista de las ideas y de las voluntades: estamos más bien en un espacio publicitario-espectacular, esencialmente “terrorista”, donde no hay ciudadanos ni clases políticas sino masas y mediadores, portavoces sin ideas, proyectos o valores, pues éstos se encuentran ya realmente materializados, y por ello, vueltos aproblemáticos e incuestionables, convertidos en la verdadera axiomática consensual de sociedades perfectamente conformes consigo mismas.

Todo lo que actualmente se atribuye a la super-organización internacional “Al Qaeda” pertenece al orden de la ficción, por más “real” que sea su existencia y su actividad. Esta organización responde a la omnipotencia y a la omnisciencia del sistema mundial, metamorfoseándose en todas las terminales de la Gran Red: armamentística, financiera, turística, colocando en los intersticios vacíos de nuestras sociedades los retro-dispositivos que vuelven contra nosotros nuestros propios mecanismos de seguridad y control. Sólo con la décima parte de lo que se le atribuye, la organización “Al Qaeda” representaría ya en sí misma un nuevo nivel de una estrategia de lucha cuyo diseño es sencillamente genial, un diseño que constituye la mayor y más poderosamente imaginativa innovación política de las últimas décadas, a decir verdad nada imaginativas, pues entre nosotros el desierto de lo político y de la imaginación de lo político se ha extendido en la misma medida en que otros tipos de controles mucho peores tomaban el relevo.

El gran estreno, después de ensayos más modestos, ha tenido lugar, y de un modo tan sorprendente, tan descaradamente fresco y jovial, que parece fruto de una energía, de una voluntad de vivir y morir tan intensas, que evidentemente los occidentales no estamos capacitados siquiera para plantearnos su verdadero sentido: se nos intenta sacar de nuestra banalidad, sacudirnos de nuestro adormecimiento, conmovernos de nuestra apatía, pero sin éxito, porque para nosotros, toda esta dimensión de lo real queda a años luz de nuestro limitadísimo universo mental, de nuestras abstractas “coordenadas” vitales, por las que atravesamos un mundo falsificado pero para nosotros rebosante de todos los signos de la “verdadera realidad».

De todas maneras, y dadas las condiciones actuales de la mundialización, si “Al Qaeda” no existiera, habría que inventarla: sólo en el Islam contemporáneo quedan los últimos “reductos” de una oposición, de un potencia de antagonismo, que en todas partes hace tiempo que se han agotado. Todas las sociedades, incluso su modelo perfeccionado y automático, el nuestro que funciona por reflejos condicionados como un gran perro simulado de Paulov, necesitan un mínimo de adversidad, de antagonismo, de desafío, para demostrar que existen, que siguen vivas, que todavía tienen alguna vitalidad que desplegar, que dentro de ellas algo se puede “mover”.

Las sociedades occidentales de finales del siglo XX, en los confines de una auto-absorción, de una auto-succión, provocada por el vacío y la ausencia de “enemigos” reales, de antagonismos internos y adversidades o rivalidades externas de importancia, eran sociedades profundamente inmovilizadas, dirigidas por las inamovibles leyes de hierro de todos los sub-sistemas que las componen e integran, virtualmente dando giros interminables en el vacío y en la abstracción de toda realidad “externa”, comprimidas en su propia sustancia informacional, reproduciendo su código de base trans-económico, su fórmula genética de la “política democrática”, manteniéndose a cierta distancia de sus propios “síndromes”, como si ignorándolos, éstos se olvidasen de ellas y estuvieran a cubierto de sus efectos.

Ahora bien, debe entenderse que esta situación es ya irreversible, que ya no habrá cambios de rumbo, retrocurvas voluntariamente tomadas por estas sociedades en función de algún proyecto aún inédito, que en adelante sólo podrán limitarse a soportar pasivamente las consecuencias “perversas” de su propia evolución, o mejor dicho, “trans-evolución”, pues de hecho están más allá de cualquier evolución imaginable, más allá inclusive de su propio “metadiseño” historicista y progresista, del que por lo demás han perdido todas las claves interpretativas, lo que, por ejemplo, se observa en el desolador panorama de las opiniones y los “análisis” sobre estos y muchos otros acontecimentos actuales.

El patético manoseo de categorías anacrónicas debiera sonrojarnos si tuviéramos pudor, lo que seguramente ya es improbable: toda esa morralla conceptual heredera de la vieja “dialéctica de la ilustración”, (que hasta el propio Hegel superó por lo menos en su abstracción dialéctica, pero él disponía de la síntesis en el sentido de una historia ascendente y aún creativa, nosotros sólo tenemos residuos en mal estado de tesis y antítesis, y eso además en la dirección de una precaria historia descendente) está ahí dispuesta, como diseño “pret-a-porter”, a intervenir al menor aspaviento de conmoción: modernidad/posmodernidad, civilización/barbarie, racionalidad/fanatismo, progreso/oscurantismo, desarrollo/atraso, universal/particular, y una larga lista de semejantes parejas conceptuales que hacen las delicias de los “intelectuales”, los periodistas, y en general de todos aquellos que, en su “bricolaje” mental, quieren guardar las formas y la compostura, al precio de perder el sentido y lo nuevo, la radicalidad de lo que más allá de la historia se presenta como destino.

Jean Baudrillard ha entendido como pocos el sentido de todas las formas de antagonismo y su carácter profundamente moderno en muchos de los procesos que se desencadenan contra el sistema desde dentro de su propia evolución contemporánea. Así estas palabras sobre el reto, escritas en los años setenta, cobran una actualidad que nunca han perdido:

“El reto no es una dialéctica, ni un enfrentamiento respectivo de un polo a otro, de un término a otro, en una estructura plena. Es un proceso de exterminación de la oposición estructural de cada término, de la posición de sujeto de cada uno de los antagonistas, y en particular del que lanza el reto: abandona con ello toda posición contractual que pueda dar lugar a una “relación”. La lógica ya no es la del intercambio de valor. Es la del abandono de las posiciones de valor y de las posiciones de sentido. El protagonista del reto está siempre en posición de suicidio, pero de un suicidio triunfal: por la destrucción de valor, por la destrucción de sentido (los suyos) es por lo que fuerza al otro a una respuesta nunca equivalente, siempre sobrepujada. El reto es siempre el de lo que no tiene sentido, nombre ni identidad a lo que se prevale de sentido, de nombre, de identidad –es el reto al sentido, al poder, a la verdad, a que existan como tales, a que pretendan existir como tales. Sólo esta reversión puede poner fin al poder, al sentido, al valor, y jamás ninguna relación de fuerzas, por favorable que sea, puesto que entra en una relación polar binaria, estructural, que recrea por definición un nuevo espacio de sentido y de poder” (“El fin de lo social”, 1978).

6

Tras los atentados del 11-9-2001, puede establecerse con toda verosimilitud la hipótesis de que todo Occidente evoluciona hacia al modelo sionista de control, segregación y dominación bajo una cada vez más humilde pero pretenciosa fachada “democrática”: todo para los de dentro, el horror, la miseria y el desprecio para los de fuera. Hasta cierto punto es una consecuencia lógica de una situación mundial, cada vez más asimétrica y desproporcionada, porque a escala planetaria, los occidentales son al resto del mundo lo que los judíos son a los palestinos. Eso lo vemos todos los días desde hace muchos años.

La hipótesis por tanto que hay que enunciar y llevar hasta sus últimas consecuencias es ésta: Occidente se está “sionizando”, lo que no tiene nada que ver con ningún antisemitismo, simplemente se define por un modelo analógico bien conocido (el estado de Israel como poder usurpador de ocupación, con todas las medidas que eso lleva consigo) lo que nos espera en un futuro ya muy cercano que se está esbozando, por ejemplo, en la legislación antiterrorista actual de los norteamericanos y de los europeos, que siempre imitan a los primeros como verdaderos monosabios, sin pensar en nuestras propias condiciones sociales.

La “sionización” o israelización está a la vista, basta echar un vistazo a los sucesos, a los procesos en curso. La profunda intolerancia liberal que han despertado los atentados de septiembre del 2001 no es tan sólo una paradoja, revela también el estado mental de las clases dirigentes y las poblaciones occidentales, lo que viene a agravarse por los modelos segregados espontáneamente por los propios medios de comunicación, responsables anónimos de esta misma intolerancia. El monopolio de la imagen y de la palabra que detentan es el verdadero poder, si queda alguno que no derive directamente del mercado. Aunque, claro, existe también el mercado de la información, que está curiosamente en las mismas manos que el otro.

Lo que persiste aún hoy de la conciencia europea, en la morbidez del silencio de lo inconsciente, habrá logrado un gran avance el día en que se extienda la idea de que el mito fundacional de la dominación norteamericana va ligado a y es exactamente el mismo que el mito fundacional de la conciencia judía y sionista, a saber, que existe un sufrimiento humano “mejor”, que existe un privilegio, una preeminencia, debido al sufrimiento de un solo pueblo respecto a los demás pueblos cuyas penalidades y horrores no los califican suficientemente para encarnar el grado más alto de la conciencia moral, el grado, por tanto, de la mayor dignidad y nobleza humanas.

La sublimación del sufrimiento, la victimización como sistema histórico de legitimación son procesos históricos muy comunes entre los pueblos, pero sólo uno lo ha convertido en arte y en ciencia moral. ¿Qué extraño privilegio antropológico es éste? ¿Por qué el pueblo judío, y sólo él, sería precisamente el pueblo que encarnara casi por vocación peculiar esta portentosa conciencia moral? Hay razones de peso para que el pueblo judío sea un símbolo y algo más que un símbolo de un destino y de una historia. De entre todos los pueblos de la tierra, la judía constituye la única comunidad que ha fundado su existencia en la creencia en una relación electiva entre su destino y su ser, es el único “pueblo elegido”, el único además para el que su dolor y su sufrimiento reales constituyen una promesa de redención y una verdad transcendente.

Ahora bien, si esto es cierto como verdad histórica consumada, también hay que decir que sobre ella, como suele suceder, se han elaborado el mito y la mitología nacionalistas y etnocéntricas más formidables del siglo XX, detrás de cuyo discurso manifiesto se esconde nada menos que una inadmisible pretensión de superioridad moral, como si el pueblo judío hubiese sido el único cuyo destino y cuya historia se levantaran sobre el sufrimiento y la aniquilación, como si el genocidio no fuera una práctica que ha presidido la Modernidad desde sus orígenes hasta hoy mismo: desde el Descubrimiento al Holocausto, durante esos 450 años de historia occidental, la mayor parte de los procesos han seguido una lógica que se puede y se debe definir como genocida.

El estado y el capitalismo modernos son por esencia estructuras motrices que se alimentan del genocidio. Esta versión reducida de nuestra historia, la que afirma que nuestro destino está presidido por un Gran Acontecimiento inaugural de significado moral incomparable, no sólo es una impostura basada en argumentos e intereses inconfesables, además implica un profundo desprecio al conjunto de la humanidad. Puede que sea legítimo que el estatuto de víctima dignifique, que suponga la encarnación más irrebatible de una superioridad moral implícita, que exige ser reconocida, pero la verdad histórica de este mundo moderno nos llevaría a pensar, de considerarlo a fondo, que realmente es muy arriesgado afirmar dónde están las víctimas y dónde los verdugos, pues se trata de papeles históricos distribuidos casi arbitrariamente en la representación de una vasta e imponente dramaturgia universal; no se trata, como algunos pretenden, de esencias manifiestas e inamovibles de una vez para siempre.

El verdugo que se convierte en víctima y la víctima que se convierte en verdugo forman una relación, ciertamente poco inteligible, de extraña reciprocidad e intercambiabilidad que acaba para siempre con cualquier absoluto moral, según el despliegue cada vez más explosivo de la lógica planetaria de la dominación occidental. Sin embargo, la astucia de los moralistas de toda especie es jugar con los naipes marcados, cuando no con una doble baraja con la que muy fácilmente ganan todas las partidas.

Por ello, habría que comenzar por admitir como verdad histórica fundamental, y ya no puramente mitológica, el hecho de que muchos pueblos han sufrido y siguen sufriendo hasta límites que hoy desconocemos y olvidamos gustosamente obnubilados por el fatal espectro del “Holocausto”, convertido unánimemente en la única ficha necrológica genocida que puede jugar en el tablero de las complicidades ideológicas dominantes actualmente. Es evidente que el sufrimiento, a una escala nunca antes igualada, es la cosa mejor repartida del mundo en el siglo XX, y ningún pueblo se ha beneficiado de esta reivindicación del estatuto perpetuo de víctima.

Dentro de la estrategia mundial norteamericana, la referencia obsesiva al Holocausto ha servido y sirve para encubrir medio siglo de historia a la deriva, para ocultar sistemáticamente la dimensión real del despliegue de un poder genocida, del que el propio nazismo y el comunismo soviético reunidos son una pálida imitación, pues a lo largo de este tiempo se han perpetrado toda clase de crímenes, guerras, vejaciones, humillaciones y manipulaciones terroristas o estatales siempre discretamente gestionadas por los dueños del poder y la verdad, por los agentes de la “objetividad” y el derecho. Que siempre que se menciona de pasada esta situación mundial del último medio siglo y de la actualidad, se acuse de “demagogia” a quien sostiene estas pruebas del horror, sólo significa una cosa: la amoralidad del poder es cínica, pero a veces ella misma puede experimentar su mala conciencia.

Los norteamericanos, esas bellas almas del pragmatismo y la utopía mezcladas en dosis narcotizantes, siempre dispuestos a convertirse en los campeones no solicitados de las “buenas causas” (por supuesto, las suyas y las de nadie más, pero tienen la específica virtud de conseguir que otros ilusos las compartan), constituyen el caso más llamativo, y enigmático quizás, de un pueblo de verdugos casi autistas con buena conciencia de serlo: masacran a cientos de miles de japoneses para acabar con una guerra ya ganada, liquidan como quien no quiere la cosa a varios millones de vietnamitas, sufragan toda clase de fuerzas pretorianas capaces de “hacer desaparecer” a poblaciones civiles enteras; sus vergonzantes manoseos de las finanzas mundiales provocan endeudamientos que a su vez ocasionan crisis, hambrunas y desestructuraciones fractalizadas; costean los gastos de grupos terroristas contra estados discretamente declarados enemigos, promueven embargos comerciales que en pocos años matan de hambre a cientos de miles de habitantes de un país innombrable y descalificado, mientras les proporcionan armas químicas a sus gobernantes para que a su vez masacren a poblaciones indefensas de opositores o etnias no sometidas (el caso de los kurdos en 1.988).

En definitiva, todo un arte casi exquisito de extorsión, genocidio, operaciones ilegales, tráfico de armas, blanqueo de dinero, destrucción masiva, conspiraciones para asesinar a jefes de estado “enemigos”, y todo siempre servido en el menú de la información “objetiva” sobre acontecimientos sin causas, sin responsables, sin actores. Si todo lo anterior se le imputase a un grupo, un pueblo, una comunidad cualquiera, se hablaría abiertamente y sin tapujos, de “terrorismo”, incluido el terrorismo transparente de la información corrompida como principio de gobierno “democrático”.

Dadas estas condiciones, donde lo infrahumano es producido y reproducido por el sistema de la dominación mundial norteamericana con la insana complicidad de todos sus “aliados”, la unanimidad occidental en torno al alto valor moral del pueblo judío, víctima de un “Holocausto” o genocidio, ni más ni menos significativo “moralmente” que otros después de lo que ha sucedido luego, es evidente a lo que va dirigida: a convertir en fetiche ideológico y mitológico un acontecimiento histórico a fin de preservar la imagen idealizada de una humanidad toda ella piadosamente al lado de la víctima, humanidad occidental que así lava sus propios crímenes posteriores y oculta su verdadera condición de verdugo. El “Holocausto” sirve para preservar este doble estatuto, sin el cual la conciencia moral occidental se vería seriamente comprometida por el lado del Mal del que es cómplice en todas partes, cuando no sencillamente, autor, consentidor e instigador, en una palabra, verdugo con buena conciencia de serlo.

De ahí este bienaventurado consenso occidental sobre el Estado de Israel, al que se le reconocen todos los “derechos históricos” a existir, al que se le recibe como una “verdadera democracia”. Pero si el estado judío puede pasar por “democrático”, eso significa entonces que la democracia de hoy ya no tiene ningún valor real, es tan sólo un dispositivo retórico sin sentido, y efectivamente así es ya en todas partes. Este Estado privilegiado puede vivir en completa impunidad, puede vivir dentro de los límites de la criminalidad legítima, justo como los Estados Unidos de América, de quienes es, hablando en término morales, una copia menor.

Así viene a convertirse, de la manera más exacta posible, en la imagen metafórica de la propia impunidad occidental en lo que se refiere a la gestión “correctamente moralizada” de los asuntos de este mundo: extorsión, chantaje, terrorismo de Estado, sistema de la usura internacional, genocidios, epidemias, experimentos tecnológicos armamentísticos, etc, todos ellos abonados en la cuenta de los poderes occidentales que, gracias al fenomenal invento de los “derechos humanos”, han encontrado el dispositivo de centrifugado para desentenderse de toda responsabilidad, y con ello, de toda verdadera moralidad.

7

Pero parece ser que algunos “desalmados” musulmanes han decidido que los occidentales y lo que representamos somos una especie de lepra, de escoria del mundo. Por primera vez en la historia occidental moderna, se nos hace justicia y se nos toma en serio, designándonos por lo que realmente somos. No habría que quejarse ni lamentarlo. Los “exhaustos” de la civilización no deberían considerar esta actitud como un reproche sino como un diagnóstico verosímil. Quizás algún día sea una buena terapia aceptar la comprensión que los otros tienen de nosotros, aunque sólo sea como un buen punto de partida para expiar todas las deudas, pues nuestra historia cada vez más se presenta como la extraña expiación de alguna culpa.

Este es, por lo demás, el problema de haber vivido durante demasiado tiempo a la sombra de una ilusión mortífera, medio utópica y medio realista: la ilusión de que la historia del mundo tiene un sentido y nosotros, por nuestra parte, disponemos del exclusivo privilegio de encarnar ese sentido “único” de la historia, que hoy, además de encontrarse seriamente averiado al universalizarse en temporalidades existenciales diferentes, está supermoralizado hasta la náusea. La náusea que provocan todos los discursos públicos, todas las imposturas políticas, todas las exhortaciones morales. Pero los occidentales ya no estamos del lado de la libertad ni de lo universal, por más que todas las cantilenas nos susurren al oído que somos sus maestros y propagadores legítimos. La libertad existencial, la auténtica, está hoy del lado de todos aquellos que niegan lo que somos, y al negarnos, debiéramos tener en consideración todas las pruebas de cargo contra nosotros: pero sería una tarea imposible hacernos cargo de tales acusaciones.

El estado moderno y el capital son jugadores sucios desde que existen, no por accidente sino por esencia: se invisten con los signos ya superfluos o vacíos de la dignidad pero carecen completamente de ella, porque su funcionamiento se basa en una paradoja destructiva: su principio de imposición y dominio es lo real, todo lo que se les opone se convierte automáticamente en enemigo “real”, antes de que se revele en profundidad el propio antagonismo como una dimensión simbólica del ser escindido en lo mismo y lo otro. El estado y el capital se quieren unilaterales e irreversibles. No viven en la escisión de lo mismo y lo otro: ejercen su potestad y su soberanía sobre la realidad, es decir, tan sólo sobre lo único y lo mismo. Son formas energéticamente acumulativas y pletóricas de un poder fundado en la maquinación de valores universalistas que declaran no tener enemigos, pues nadie se opondría al Bien absoluto que representan.

Su violencia es la violencia desnuda de lo que se inflama a sí mismo en una combustión sin término, la de las llamas que un combustible inflama por su propia naturaleza de combustible. Infinita ignición del poder y del capital, siempre nuevamente alimentada con más víctimas propiciatorias. Pero hoy estas víctimas son sus “intocables” ciudadanos, los súbditos privilegiados de un modo de vida “avanzado” y muy humano. Por eso, el estado y el capital son agentes de devastación, y justamente porque lo son, han llegado a convertirse en los instrumentos mortíferos de la voluntad de poder occidental a una escala que ya se manifiesta en todos sus efectos, nunca enfrentados con el suficiente buen juicio.

¿Quién nos iba a decir que la Europa siempre conciliadora, la Europa farisea de los pacíficos ciudadanos “universales”, los cosmopolitas del “campus” universitario, el “síndrome Stendhal” del turismo organizado y los vuelos “charters”, tendría un día en sus cárceles a cientos, y pronto miles, de “presos políticos”, una vez desaparecido el aborrecido mundo soviético, tan amenazador que durante medio siglo no tomó jamás ninguna iniciativa ni se arriesgó a ninguna aventura? ¿Qué otra cosa sino “presos de conciencia” son la mayor parte de los militantes islamistas detenidos estas semanas, y en los próximos años, puestos bajo la débil sospecha y los inseguros indicios de pertenecer a organizaciones presuntamente “terroristas”, que en Europa ni siquiera han cometido todavía un acto delictivo que pueda ser presentado honestamente en un juicio bajo una acusación formal?

Evidentemente, en estas condiciones delirantes, en estas circunstancias sometidas a la “presión” de la vergonzante paranoia organizativa, preventiva, aseguradora, informativa que tan bien define al sistema (que ha asimilado la mecánica de su funcionamiento a la psicología de sus masas serviles), los militantes de la causa islámica, colocados tácitamente fuera de la ley y de la moral occidentales, esos astutos reflejos automáticos de nuestra impotencia, designados como “terroristas” virtuales (pues todo se juega hoy en la pura virtualidad, es decir, en la más completa incertidumbre y en la arbitrariedad de todos los códigos formales), se han convertido necesariamente en la expresión de un nuevo tipo de disidencia, no ya sólo “ideológica”, abierta o clandestina, sino una oposición antropológica esencial a los valores neutralizadores y exterminadores de lo universal, tal como se está desarrollando bajo el aspecto francamente regresivo de la mundialización.

De esta manera, el sistema único de la “globalización”, junto a sus más exasperados disidentes, tiene ahora también a sus primeros adversarios políticos, aunque en los discursos oficiales (actualmente todos sin excepción lo son, con diferentes matices de fachada, pero vinculados cómplicemente por un profundo consenso sobre los “valores” fundamentales) no se les conceda esta condición y ni siquiera se les reconozca como tales, pues justamente se trata de ocultar que los activistas islámicos son de hecho luchadores de una causa política, y mucho más que política, legítima, y sus métodos, al contrario de lo que se dice estúpidamente, están hechos a la medida de aquello con lo que se enfrentan: no una presunta civilización avanzada, liberal, humanista, tolerante, pluralista, sino, ella misma, una maquinaria terrorista bien engrasada para ejecutar un etnocidio a escala planetaria, un etnocidio que, pese a su fractalidad y deslocalización, se encuentra ya en estado muy avanzado.

Si esta Europa cómplice del etnocidio mundial se hace a sí misma como una unidad “política”, como “coalición de identidades” fracasadas (y ya se sabe que el fracaso une como pocos vínculos), a través de los marcos jurídicos, militares, policiales, todos ellos fundados sobre un obsesivo control de la circulación de personas, entonces se está construyendo objetivamente contra la totalidad del mundo islámico, por más que se hagan banales declaraciones de lo contrario. Europa, por su propia esencia moderna, tal como se ha decidido su construcción por las elites económicas y las clases burocráticas, excluye cualquier forma de constitución interna al margen de los intereses geoestratégicos de la política unilateral y miope de los Estados Unidos. Este servilismo es mucho más grave que un simple seguimiento cauteloso de una estrategia completamente destructiva: si a corto plazo da sus resultados, siempre es con un coste mucho mayor de lo previsto y con la recreación de conflictos cada vez más difíciles de resolver, a los que Europa “se engancha” en medio de una ceguera y una irresponsabilidad de sus elites y sus poblaciones que algún día se pagará muy alto.

Europa ha optado, o va a optar ya sin posibilidad de cambiar la orientación de su trayectoria, por la peor de las maniobras: la de mantener un “cordon sanitario” de vigilancia sobre sus minorías islámicas, esos 10 o 15 millones de musulmanes reconocidos que viven en toda Europa occidental, a fin de asegurar la unión sagrada de unas evanescentes identidades nacionales, hace tiempo sacrificadas, no perdidas ahora, como se dice haciendo un uso descarado de la más abyecta de las mentiras, por “culpa” de los procesos inmigratorios.

La Europa “amenazada” por las minorías islámicas es la Europa norteamericana, la Europa que ve cualquier cosa en la televisión, toma sus vacaciones y cree que la cultura de masas “hollywoodiense” es la cima de sus valores y sus diversiones, la Europa protegida por las bases y las flotas norteamericanas y mimada por sus capitales financieros. Esa Europa no merece ser tomada en serio ni por un solo momento, esa Europa debe ser sometida a una desestabilización total hasta llegar incluso a su destrucción. Si otros no lo hacen, Europa misma se hará una eutanasia ritual, como ya está sucediendo según todos los indicios. Nada sobrevive después de negar su propia esencia, o mejor dicho, sobrevive, en efecto, pero como negación de la negación: esa nada nauseabunda que como un aura celeste envuelve a los europeos.

Porque las circunstancias actuales tras el atentado del 11-9-2001, son las de una aceleración, probablemente involuntaria, de procesos ya embrionarios hace años, procesos todos ellos dirigidos a la creación de un estado policial trans-europeo cuya función última y primera sería un control minucioso de toda esa parcela “maldita” de la sociedad europea que son las nuevas minorías inasimilables, que despiertan tanta inquietud y miedo en los “civilizados”. Este control ya puede romper todas las amarras jurídicas, todos los miramientos “políticos”, puede ya desplegarse abiertamente, legalmente, con la mejor de las buenas conciencias y con la mejor de las justificaciones piadosas: la vieja argumentación de la razón de Estado, la que apela a la seguridad y la defensa nacional. El calado de esta transformación aún no se ha medido. Otros van a saber medirlo en nuestro lugar, justamente aquellos a los que les somete a medida.

8

Después del primer ensayo de atentado “fallido” sobre las torres del World Trade Center en febrero de 1.993 (ya certeramente analizado por Paul Virilio en el artículo “Nueva York delira”), que sólo causó 6 víctimas y algunos cientos de heridos, el militante islámico egipcio Mahmud Abuhalima, que vivía de su trabajo de taxista (y que según las fotografías no se parecía en nada a Robert de Niro), fue acusado de ser el cerebro táctico del golpe y condenado por ello a cadena perpetua. Mark Juergensmeyer, profesor de Sociología en Santa Bárbara, Universidad de California, lo entrevistó en 1.997, a fin de intentar comprender el fenómeno del “integrismo islámico”.

Abuhalima se queja de que América no lo entiende, ni a él ni a lo que representa. Ha vivido 17 años entre occidentales, en Alemania y Estados Unidos, como un occidental más. Debe de ser terrorífico vivir entre alemanes post-nietzscheanos y norteamericanos hiperpragmáticos y superilusos. Afirma: “He vivido su vida, pero ellos no vivieron mi vida, así que nunca entenderán el modo en que vivo o el modo en que pienso”. Lo que por su parte Abuhalima no entiende es que se pueda vivir una vida sin religión. De nosotros, los occidentales, sólo puede afirmar despreciativamente, refiriéndose a nuestra vida sin religión: “Una pluma de 2.000 dólares, de oro y con todo, no sirve de nada si no tiene tinta dentro. Eso es lo que da vida, la vida en la pluma… el alma. El alma, la religión, es lo que impulsa la vida entera. El laicismo, no tiene, ellos no tienen. Se mueven como cuerpos muertos”. (Extractos del artículo “El aviso que nadie supo leer” de Mark Juergensmeyer en “El País del Domingo”, páginas 20-21, del 23-9-2.001).

Desgraciadamente, no hace falta ser musulmán, ni siquiera radical, ni preparar atentados masivos, ni ser suicida y mártir, para darse perfecta cuenta del sentido y la coherencia de las palabras de este lúcido egipcio. Digo “desgraciadamente” porque para él es una evidencia, en cierta manera “etnográfica” sobre su comprensión de Occidente, comprobada y enunciada desde fuera, pero también puede ser una evidencia para algunos occidentales, sin necesidad de recurrir a ningún pesimismo histórico particular ni a una determinada creencia religiosa con prejuicios sobre los grandes logros de la secularización moderna. Es muy difícil encontrar una palabra, un concepto, una representación para tratar de hacer accesible lo que nos está pasando, es decir, para designar realmente los efectos de la modernidad en todos los niveles de nuestras existencias.

Los muy poco hegelianos norteamericanos se han convertido en nuestros principales proveedores de “dialéctica” y antagonismo, nos venden a buen precio las dosis necesarias de legitimación y legalidad para que los gobiernos europeos puedan a su vez designar un enemigo implícito del que en el fondo tienen unas ganas espantosas de deshacerse, pero no saben cómo (población inmigrante de origen árabe, turco, magrebí, pakistaní o asiático, sobre todo la de religión islámica). El método Milosévic en Bosnia no está aún patentado, pero sutilmente no falta mucho para que se lo pase de contrabando. Aunque nuestro genocidio será a la medida de la sociedad “chaise longue” europea: se hará en un contexto abúlico de clandestininidad y legalidad, como se efectúa un aborto, un transplante de riñón o una operación de cirugía estética.

Sólo que nosotros corremos el riego de dejarnos la cara entre las manos enguantadas de nuestros cirujanos, profesionalmente, sin duda, poco cualificados. Por eso hay que leer todas las declaraciones oficiales entre líneas, por el lado del inconsciente profundo que las sostiene, haciendo caso omiso de las buenas intenciones, que por supuesto, esta pandilla de necios no se cree y no se esfuerza mucho en fingirlo. Paradoja del comediante de Diderot aplicada a las elites europeas. Pero éstas actúan, todo hay que decirlo, realmente muy mal, se les ve enseguida que no se han aprendido de buena memoria el guión que le han escrito sus colegas norteamericanos. Solana, por ejemplo, es uno de esos tipos que aparecen en cualquier sitio diciendo cualquier cosa, pero los demás son aún más inoportunos. La CIA debería darles lecciones de buen gobierno democrático y diplomacia con guante de seda, lo mismo que les van a dar lecciones “antiterroristas”, según el desenterrado manual de la lucha antiguerrillas de los años gloriosos de aquella inolvidable “guerra fría”, que tan sarcásticamente retrató Kubrick en su película “Teléfono rojo” (el único retrato serio de algo que no lo era en absoluto).

Los norteamericanos, como narcotraficantes mundiales de la droga humanitaria y liberal, de la narcosis beatífica de buenos sentimientos empáticos, además de otras no menos benéficas sustancias tóxicas, son nuestros “camellos”, nuestros proveedores oficiales de conflictos irresolubles, nuestros avispados socios en la extorsión mundial. Se ve con demasiada claridad que todas las reacciones tras el 11-9-2001 son reacciones simuladas y simulacros de reacción, reacciones insustanciales a la medida de la insustancialidad misma del orden occidental y de todo lo que él representa. Había que ver la cara de cretinos entumecidos de nuestros gobernantes, el amodorramiento, el apuro, el sonrojo, la vaciedad de sus muecas, el contenido nulo de sus mensajes, todos asimilados a la categoría mediocre de marionetas acartonadas, aunque varíen los rasgos faciales que su endurecido maquillaje democrático les concede ante las cámaras de televisión.

Nosotros también somos narcotraficantes de todas las ideologías difuntas, de todos los intereses inconfesables, de todas las malversaciones imaginables. Comienza la era del gran tiburón blanco. Todavía no se sabe quién será devorado por quién. Nosotros, al menos, sabemos que ya somos la carnaza que alimentará las trampas de la nueva dialéctica mundial Norte/Sur. Qué vamos a hacer con nuestros millones de musulmanes en tierras europeas es algo que da repelús cuando se considera entre qué clase de gente estamos.

A uno le da la impresión lamentable de que los dirigentes europeos parecen recién salidos de un mal sueño, con todos los rasgos de un desperezamiento bastante lúgubre y las ideas revueltas y confusas, y mucho les gustaría seguir soñando antes de despertarse para gestionar los problemas de otros (e inventados por otros), pero ellos, por su parte, no los pueden asumir más que exhibiendo gigantescos bostezos y un versallesco desconcierto, inclinados cortésmente ante los retratos arruinados de sus antepasados para contemplar los signos de un poder que ya no poseen, en la galería de los espejos rotos de su mundo asépticamente administrado, manoseando el poder moribundo como los cirujanos tratan las vísceras achacosas de un paciente en la mesa de operaciones.

Todavía no saben los europeos que el de paciente es precisamente el papel que les espera en este sainete montado por los norteamericanos y que por ahora sólo cambia de títulos a la espera del gran estreno (si “Justicia infinita” todavía daba una impresión de solemne seriedad, “Libertad duradera” se parece más a una aséptica campaña de venta de condones caducados: como lo del orgasmo duradero, con su potente espermicida que retrasa la eyaculación y contiene los espasmos póstumos del hombre copulativo; pero ya se sabe que los norteamericanos, en asuntos políticos, padecen de eyaculación precoz).

Entretanto, nuestra policía es convocada para hacer su trabajo. Se trata de obstaculizar una lubricación excesiva de las redes terroristas, recién descubiertas, en el momento justo. Así, los magrebíes que tengan en su poder vídeos sobre la lucha de guerrillas (a no confundir con las películas de Rambo: el vídeo-terrorismo es una lúdica innovación de lucha clandestina) y algún que otro disquete con nombres impronunciables de árabes, serán unos peligrosos terroristas acusados de conspiración internacional contra la seguridad del Estado. Realmente parece que nuestros estados se buscan enemigos a su medida: potencialmente muy peligrosos, pero sobre los hechos, insignificantes. Ya se sabe, la estupidez tecnológica de Occidente no tiene límites: las cuchillos y los “cutters” como armas de la era nuclear, de las tecnologías de la información para guerras por control remoto, hechas desde los despachos a cinco mil kilómetros del terreno geográfico y mentalmente a años luz de la realidad de la muerte y de la violencia.

Nadie podía imaginar que, en nuestras complacientes democracias, no ya formales sino museificadas, depositadas en el almacén junto con las demás ampollas de formol en que se encuentran nuestros “valores”, volviéramos a situaciones “deja vu” propias de los viejos estados policiales tan detestados. Nosotros, como antes los soviéticos, ya tenemos también el privilegio de contar con “disidentes”, esta vez disconformes con nuestro imperioso “modo de vida”. Los gobiernos a su vez ya pueden darse el gustazo de emprender “acciones paralelas” y desengrasar a sus “polis” y jueces más aficionados a inventar perífrasis para disculpar todas las infracciones del “hábeas corpus”.

9

Como la persona infortunada que padece estreñimiento, la sociedad occidental, bajo la percusión de los medios de comunicación, a duras penas logra evacuar su ausencia de acontecimientos. De ahí quizás la aparición espectacular, obsesiva, de las referencias a los sucesos desgraciados, desde accidentes y devastaciones climáticas y ecológicas hasta atentados. Ahora bien, llegados a un grado de saturación, que pase lo que pase es siempre el mismo, todas estas referencias catastróficas se vuelven intercambiables, circulan bajo la codificación de un modelo catastrófico homogéneo y uniforme. Cualquier suceso puede ocupar el lugar abandonado del acontecimiento, porque la nivelación del modelo, al deshistorizar el mundo, subsume todo acontecer dentro de las coordenadas abstractas de una gestión informativa que es exactamente el equivalente mediático de un tratamiento industrial de los residuos o una operación quirúrgica de cirugía estética.

Así en la actual guerra afgana, los medios de comunicación practican un seguimiento condicionado cada vez más por el profundo desinterés de los espectadores. Y es que, como señala con inconsciente sarcasmo el teniente coronel Enrique Polanco, adscrito a la División de Inteligencia: “El aburrimiento mata la guerra. Si el conflicto aburre a los medios, éstos se ponen en contra, te abandonan o te desprestigian, pero a la vez la potencia, en este caso los Estados Unidos, necesita a los medios para ganar la guerra. Sin ellos, perdería apoyo interior e internacional y, por eso, tiene que alimentarlos con acciones y alarmas” (Luis Prados, “Una guerra no apta para pantallas”, El País, 1-11-2001).

Precisamente por ello, antes de que los acontecimientos caigan en manos de sociólogos, politólogos, psicólogos, antropólogos y demás “logos”, “iatras” e “istas” de la división del trabajo intelectual, habrá que apresurarse a operar una adecuada “reducción fenomenal” de tales eventos, a fin de preservarlos al menos de la banalidad sobreañadida del puro conocimiento “objetivo” y las vacuas categorías normalizadoras. Es comprensible, también los intelectuales tiene unas ganas locas de tomarse unas vacaciones, cambiar de modelo automovilístico o pasarse unos cálidos días de turismo cultural. Hay que entender su superficialidad, su apresuramiento, su aturullamiento.

Día 11-9-2001: primer ataque “terrorista” de la Post-Historia actual retransmitido por televisión. Durante ocho horas se retransmiten reiteradamente 15 minutos de la misma grabación en vivo y en directo. Pese a los efectos perseguidos, toda la “performance” parece ligeramente aburrida, incluso para los más conmovidos. A partir de ahí, lo ya conocido: la confusión, la incertidumbre, el pánico, la psicosis de masas, los análisis a ciegas, los políticos luctuosos, pero también, paralelamente, la creciente opacidad informativa, la progresiva visibilidad de una inesperada disfunción entre medios y finalidades, la circulación acelerada de hipótesis, la sobrexposición de todos los sucesos posteriores al desmentido.

Los modelos narrativos y explicativos convencionales de archivo entran en juego. También los modelos líricos y sentimentales se cobran su presa. Incluso un Papa en coma emite declaraciones confusas que luego son reinterpretadas por sus allegados en sentido contrario. Al principio, todo parece un poco “fuera de contexto”, pero eso es sólo el principio. Después, todo se ajusta al guión o casi. La clave interpretativa es siempre la misma: he dicho lo contrario de lo contrario que quería decir.

Los intelectuales, los analistas, los profesores, los periodistas inclusive, todos tienen “distintas visiones” sobre el acontecimiento. Sin ambigüedad, con firmeza, se repiten los mismos adjetivos para calificarlo, al comienzo de todos los artículos, pero a continuación, cada uno sigue su particular “lucha” en el banal “pandemónium” occidental de las reservas “civilizadas”: atlantistas, pacifistas, humanistas, diferencialistas, asimilacionistas, feministas, tercermundistas, ecologistas, papistas, colaboracionistas, anti-islamistas, xenófobos…

Existe cierto consenso en que es difícil captar el “sentido” del acontecimiento tal cual, sin proyectar sobre él algún modelo de análisis predefinido, pero también se acepta que cualquiera de estos modelos “pret-a-porter” es inútil, no alcanza la verdadera dimensión del acontecimiento. Así pues, todas las interpretaciones son válidas, en cuanto uno se sale del discurso oficial de los políticos, el cual, por su parte, realiza un deteriorado “bricolaje” con las ideas ajenas que se pasan de mano en mano como pan rancio, migajas mohosas de pan. Por consiguiente, la simplificación, adaptada a las “demandas” de la “opinión pública” sigue su curso.

Esta situación es a su vez denunciada por algunos que no quieren aparecer como filisteos o fariseos, no está claro, pero al mismo tiempo, se mantienen en pie las versiones oficiales, y pese a las disensiones y diferencias de opinión, existe un sólido consenso, si bien el sentido del acontecimiento debe quedar “fenomenológicamente reducido”. Siento emplear esta fea palabra, pero es la única que se me ocurre para designar lo que está sucediendo con la información.

Día 22-9-2001: en la ciudad francesa de Toulouse hace explosión una fábrica “anticuada” que produce nitrato de amonio: varias decenas de muertos y cientos de heridos. La primera versión es la que habla, casi con toda seguridad, de un accidente, algún fallo interno provocado por productos químicos en mal estado. Pero pronto también se afirma que el amoniaco no tiene tales propiedades combustibles e inflamables, salvo caso de entrar en contacto con otro agente externo al proceso químico de elaboración del producto. Pero como la fábrica es antigua, los procesos encadenados de las reacciones químicas podrían haber provocado algo parecido a la ignición para la explosión.

El gobierno francés mantiene como versión oficial la del accidente fortuito. Es la más científica, y por tanto, la más creíble, aunque, a decir verdad, no del todo verosímil. Aquí tampoco se sabe si debe hablarse de “implosión” o “explosión”. Pocos días después un prestigioso periódico francés, “Le Figaro”, publica otra versión: la del atentado suicida, ya que hay un cadáver entre las víctimas que no había entrado en el primer recuento. Además, se trata de un tunecino con nombre y apellido que iba vestido sospechosamente con prendas dobles, como se dice que hacen los terroristas “kamikazes”. Ahora, el gobierno francés acepta la posibilidad de que pudiera tratarse de un verdadero atentado, sin embargo, sigue vigente la primera versión oficial.

El significado, la causalidad, la responsabilidad del suceso queda en suspenso, abierto a todas las interpretaciones. Cada uno puede hacerse su propio “menú”, en pleno desconcierto interactivo entre gobernantes, gobernados y medios de comunicación. Quien quiera más información, que consulte Internet, como le dijo el ministro de Asuntos Exteriores español, un tal Piqué, a un miembro de la oposición que preguntaba sobre “las pruebas verbales secretas” del atentado de Nueva York (esto recuerda el chiste aquel de la orden que se trasmite por la cadena reglamentaria del mando militar hasta llegar completamente deformada e ininteligible a su destinatario último: es una pena que nuestros “hombres de estado” no se dediquen al humor, todos acabaríamos ganando mucho, pero ellos perderían las comisiones, como el tal Piqué con Ercros).

Cuando se acerque la hora decisiva, te queda Internet, a no ser que un potente virus bloquee la red. Internet es, por tanto, el último asidero de la verdad, o por lo menos, lo más aproximado que nos queda a alguna verdad: abundancia de información es igual a saber, si bien este saber es casi lo mismo que una ignorancia aún mayor. Por eso, todos se remiten circularmente a la red. Así nadie resulta responsable de tanta ignorancia, y además se puede tener buena conciencia: por lo que a mí respecta, yo he cumplido conectándome.

Día 4-10-2001: un avión de vuelo comercial con pasajeros judíos de origen ruso, un Tupolev 154, que había despegado desde Tel Aviv con dirección a una ciudad rusa de Siberia, explota por los aires cuando sobrevolaba el Mar Negro, cerca de la península de Crimea. Todo el pasaje, unas 77 personas, se da por desaparecido bajo las aguas del mar Negro. Las cajas negras son casi irrecuperables, pueden encontrarse a unos 2000 metros de profundidad. Los autoridades rusas indican que puede tratarse de un atentado, pero las autoridades norteamericanas, informadas de buena fuente por el Pentágono (que también fue objeto de un atentado, del que resultaron víctimas al menos 10 generales y algo más cien funcionarios civiles y militares), expresan su “convicción” de que un misil ucraniano, perdido durante unas maniobras militares sobre Crimea, fue la causa del estallido del avión.

Por su parte, las autoridades ucranianas no aceptan esta versión de los estaudounidenses que las dejan en tan mal lugar. Pero luego, también ellas aceptan esta hipótesis, aunque los militares ucranianos, sin duda con más sentido del deber y la dignidad, se resisten y siguen afirmando la posibilidad de un atentado terrorista. Falta la opinión del eficiente gobierno israelí: después de iniciar una rápida pero intensa investigación que tiene por núcleo el aeropuerto “Ben Gurión” en Tel Aviv, concluyen apoyando la hipótesis norteamericana, y no se cree que se trate de un atentado palestino. Este último acontecimiento recuerda especialmente lo que sucedió en agosto del 2000 cuando nadie supo establecer la versión oficial sobre el hundimiento del submarino nuclear “Kourst”.

Entretanto: los somnolientos gobiernos occidentales “preparan una guerra” en Afganistán, con la aprobación mayoritaria de sus aún más somnolientas poblaciones. Una respuesta a una encuesta no compromete a nada, pero aun así… Cada día envían una nueva porción de tropas y armamento. Es cierto que les sobra, tienen para dar y tomar. La guerra se anuncia difícil y comprometida, pese a todo. Además está cerca el invierno, y los occidentales por nada del mundo quisieran aplazar sus “operaciones militares”. Los norteamericanos buscan cobijo para su material y sus hombres, quieren tenerlo todo perfectamente planeado. Les “contratan” unas bases militares en estado lamentable a las ex-repúblicas soviéticas de Asia Central. Los rusos, al final, resultan ser una gente mucho más simpática de lo que todos imaginaban. Intentan convencer al gobierno saudí para que les proporcione una gran base cerca del Golfo, pero manteniéndolo oculto a la población, para no despertar animosidades. Se mantiene la “tensión informativa”: es la “guerra psicológica”.

Se dice que los norteamericanos se han vuelto “prudentes” (lo que significa que antes no lo eran en absoluto, o sólo poco) y todo el mundo complacido les da la enhorabuena: parece que esos chicos se están haciendo adultos. Los gobiernos europeos despliegan sus vastos recursos diplomáticos y sus profundas influencias en el mundo islámico. Por ejemplo, se hacen grandes viajes y se aseguran sólidas “inversiones”. Se teme por la vida de los estadistas aliados en ese mundo islámico, así como por la estabilidad de sus gobiernos. Todo el mundo sabe que estos “amigos árabes” son muy queridos y venerados por las poblaciones de sus respectivos países, en particular por todos los que demostrarían públicamente su profunda emoción si les dejaran salir de la cárcel.

Los norteamericanos, por su parte, ya han sobornado abiertamente al gobierno paquistaní, y se disponen a comprar la fidelidad de la enferma y hambrienta población afgana, mediante lanzamientos aéreos de víveres: grandes y pesados sacos que llevan escrito “USA” en grandes letras bien visibles. Es una estrategia “humanitaria”, como la que llevaron a cabo en Bosnia, cuando la primavera de 1999 la OTAN bombardeaba simultáneamente (por error) emplazamientos civiles, entre ellos instalaciones sanitarias, a la vez que lanzaba (por caridad) alimentos y medicinas. Ya lo hicieron en los años gloriosos de la “liberación” de Europa occidental en los años 1.943-1.945: tabaco rubio, chocolatinas, medias de nylon y goma de mascar, todo ello insignias de una civilización respetable y benefactora.

Hoy los occidentales no pueden hacer una “guerra” sin asegurarse antes una buena conciencia humanitaria: el poder beatífico de dar la vida, el poder maligno de dar la muerte. El alma en una lata de conservas. Lo mejor, lo más decente, es que ambos poderes estén en las mismas manos, así ni la moral ni el derecho, incluso ni la estética, tienen nada que decir. Cada uno tiene que cumplir su misión de la única manera posible: según la medida de sus propios criterios “morales”. Y estos criterios dan la medida de nuestra moral, mejor que ninguna otra.

En medio de una guerra no declarada, ya se habla ligeramente de la posguerra. Se trata de poner un gobierno disciplinado en Kabul y no facilitar más en adelante las condiciones de “desestabilización” en la zona intermedia entre el Cáusaso, Asia Central y el Golfo Pérsico. Después del acontecimiento-ficción, después de la guerra-ficción, le llega el turno a la política-ficción. Son cosas que pasan cuando todo se hace por control remoto, por personas interpuestas y satélites de todo tipo. Los norteamericanos son grandes especialistas en este tipo de “operaciones encubiertas”, y las mentes sencillas se escandalizan virtuosamente de que ahora se hable tan a las claras de la legitimidad de la “guerra sucia” contra el “terrorismo internacional”.

Se olvida que ya existen en todas partes multitud de “gobiernos sucios”, de “empresas trans-nacionales sucias”, de “tierras de nadie sucias”, y dentro de las propias sociedades occidentales, hay por doquier parcelas enteras de actividades “sucias”, de instituciones “sucias”, de procesos mentales “sucios”. Así que la guerra sucia es la que mejor se adapta a nuestra profunda e “imbiodegradable” suciedad. Y si alguien tiene algo que decir, que hable ahora, o calle por varias décadas, pues la quinta glaciación ya ha comenzado. En las cejas de los dirigentes europeos se veían ya las primeras briznas de nieve y hielo. Y el Papa morirá pronto.

10

Sin embargo, pocos meses después del 11-9-2001, la copa envenenada de Hamlet deja de rebosar, a medida que se va comprobando cómo todo vuelve a su curso habitual, a su desarrollo programado y mortecino, al circuito del abatimiento y la desidia. No podía ocurrir de otra manera, conociéndonos a nosotros mismos. Los periódicos cambian sus titulares, los telediarios empiezan a ocuparse de asuntos más inmediatos, la domesticidad del espectador retorna a su tranquilo rumiar. Incluso el IRA parece dispuesto a acudir en auxilio de este concierto de cámara informativo: casualmente, cuando se empieza a extender la impresión de que la “guerra” en Afganistán es más que nada una gigantesca operación fracasada, un simulacro descarado de efectos especiales, también cuando la represión israelí en los territorios palestinos ocupados alcanza su éxtasis en medio de una hipocresía siempre bien calculada. Baja también el tono entre moralizante y apocalíptico de los artículos de opinión, crece el cinismo de los políticos y el proporcional acanallamiento de sus “pensadores-comodín”.

Todo vuelve a su cauce, el cauce reglamentario de los manuales económicos y audiovisuales, que en realidad hace tiempo que han sustituido a todas las discusiones sabiamente administradas del consenso. Todo lo sucedido es un acceso histérico, una exhibición de signos y síntomas de un cuerpo social comatoso, mantenido con vida por respiración artificial y alimentación intravenosa. Cuerpo que, como el de todo histérico, pronto recaerá en un estado de intensa apatía, de embotamiento e insensibilidad cada vez mayores. Así es como pasamos rápidamente, sin transición, en un entorno epilépticamente amorfo, de la política ficción a la ficción política, del terrorismo a la retórica bélica, de la retórica bélica a la terapia lúdica, y de esta, en los círculos infernales de esta sociedad contumaz, al olvido, y vuelta a empezar, hasta nueva orden de despertar. Tampoco podía ocurrir de otra manera, conociendo las dimensiones abisales de nuestra somnolencia y la falta del príncipe cuyo beso pudiera despertarnos.

Así pues, es cierto que el juego se desarrolla en otra parte, y todo el problema es ahora localizar esa parte secreta donde se juega contra nosotros, más allá de nosotros. Quizás en un mundo paralelo, de ilimitada movilidad e indefinición, donde ni siquiera la información puede llegar, donde ni incluso el poder puede alcanzar. El juego es muy diferente al que se nos propone en los boletines televisados, todo ese grotesco despliegue informativo para justamente “cubrir” unos acontecimientos siempre muy por debajo de sus posibilidades reales de transformar algo.

Si uno de los objetivos de los atentados en Estados Unidos era poner al desnudo nuestra profunda orfandad política, moral, por no decir “filosófica”, la meta está plenamente alcanzada. Si se trataba de evidenciar que las democracias occidentales están al margen de todo, encerradas dentro de sí mismas como el botón de un capullo que ya no florecerá nunca, pues el invierno entre nosotros será largo, muy largo, casi permanente, también este fin se ha alcanzado, ha dado certeramente en el blanco. Si se trataba de demostrar que nosotros vivimos en una realidad demencial construida enteramente en el vacío mental ilimitado, el pretexto de los atentados ha servido al menos para argumentar correctamente sobre nuestra insignificancia, ya que ni siquiera es posible a estas alturas sacudirnos de nuestra exhausta comodidad envuelta por todos los tópicos de una cultura liberal mohosa que sólo sabe lanzar baladronadas a diestro y siniestro.

Si uno de las metas de los atentados era colocar a nuestros sistemas mundiales de control homoestático en la inverosímil posición de convertirse abiertamente en automatismos descerebrados de producir seguridad, el objetivo está realizado (instalación de baterías de misiles tierra-aire junto a las centrales nucleares en previsión de posibles atentados: ¿por qué no también desplegar comandos de asalto a la entrada de las grandes superficies comerciales, pues las Navidades están cerca y hay que proteger a la población?). Si ya antes de los atentados, las sociedades occidentales estaban obsesionadas por la seguridad, se ha encontrado la coartada perfecta para desplegar un vasto dispositivo de autoclausura, vigilancia y sospecha que suprime definitivamente cualquier veleidad liberal con el simulacro de un panóptico total.

Después de la “corrección política” del discurso monocorde de los años noventa, en lógico desarrollo de las mismas premisas, se nos ceñirá el cinturón sanitario de la seguridad, como ya se nos han endosado la seguridad social, el control del tráfico, los anticonceptivos y el preservativo, también el de las ideas. Después del discurso realista de los hechos, la explotación descarada de la mentira, la ignorancia y la indiferencia de la gente, cuya buena voluntad será tomada a cargo por todos los terroristas de la comodidad y la seguridad, todos los integristas del mercado y la parusía del bienestar total, pero bien asegurado, al precio que sea. Después de los atentados, por supuesto, el “business as usual” y después del espectáculo “real”, el espectáculo “más que real”. Después del martirio entusiasta de los fanáticos, el martirio triste y acobardado de los hedonistas.

En romance paladino decimos de algo cuando realmente va muy mal, y ya no se puede ocultar por más tiempo su condición: la cosa “está patas arriba”. Pues bien, ésta es la situación mundial después del 11-9-2001: a todos los influyentes poderes mundiales los acontecimientos los han cogido con el paso cambiado. Las estructuras promiscuas de lo mundial han quedado puestas patas arriba, y no debemos lamentarlo, pues se lo tenían bien merecido.

Organizaciones como la ONU han sido puestas en evidencia, por su descarada parcialidad, por su deshonesta inmoralidad. Organizaciones como la OTAN se han convertido en lo que nunca dejaron de ser: un apéndice vistosamente inútil, como el meñique, por más que estadistas actuales de la talla de Blair, Aznar, Schröeder o Berlusconi se hayan apresurado piadosamente a ofrecer “ayuda” militar a los norteamericanos, que, a decir verdad, ya tienen bastante con su propia ineptitud y cobardía bien calculadas, las cuales evidencian una profunda autoconmiseranción escondida detrás de las ínfulas de diseño de tanto “patriotismo” de valla publicitaria y guión cinematográfico. Instituciones como el Pentágono y la CIA han quedado obsoletas, como los residuos industriales: los estrategas, acostumbrados a la simulación espectacular de la CNN y el cine de Hollywood (a cuyos guionistas han pedido ayuda para “imaginar posibles escenarios bélicos”), está claro que no tienen ni la más remota idea de lo que hacer en Afganistán, ese miserable país “medieval y tribal”, como dicen, con todo el menosprecio que les habilita para él su elevada cultura, los locutores de la televisión.

Para parecer eficientes en proporción a su material bélico y a sus inmensos gastos militares en tecnologías “punta” para el exterminio pacífico y humanitario, estos norteamericanos desdichados simulan un vasto despliegue de medios, tan inútil sobre el terreno que nos encontramos ante la prueba viviente del desamparo profundo en que se encuentran las “inteligencias” militares, de manera correspondiente al desamparo de los propios discursos de los políticos. Esta vez el “enemigo” es real, no se trata de civiles chilenos, iraquíes ni argelinos desarmados e inofensivos, a los que recluir en un estadio, detener mientras duermen o bombardear a miles de metros por el aire. El propio “complejo militar-industrial” norteamericano, huérfano tras la inesperada y sorprendente renuncia al gran juego de sus colegas soviéticos, verdaderos “sin techo” en la carrera armamentista de la guerra fría, con los que tan bien se habían conchabado para mantener al mundo en la cuerda floja de la amenaza y el chantaje permanentes, se encuentra ahora sometido a una terapia de “shock” de la que debemos confiar que le sirva para que nunca más se recupere.

Los medios de comunicación “libres” e “independientes” operan ahora en las espesas tinieblas de la autointoxicación, se envuelven en la tinta desprendida por su propio funcionamiento equívoco: el principio de incertidumbre y credibilidad instantánea con que despanzurran quirúrgicamente la historia y lo real se vuelve contra ellos, poniendo de relieve su genuina naturaleza: el gran calamar de los bajos fondos oceánicos de la información desorientadora y contaminante. Los dirigentes occidentales empiezan a reconocer perplejos que están perdiendo la “batalla de la información”, la única por otra parte en la que ellos tienen algo que hacer, pues han sido “elegidos” para ello, para mantener al personal informado sobre lo que deciden los organismos transnacionales y los consejos de administración de los monopolios: pero esta vez su queja está justificada, tampoco tienen el monopolio de la verdad y de los medios de reproducirla, por eso están “molestos e irritados” con la televisión por cable “Al Yazira”, que tiene la desfachatez imperdonable de dar la otra versión del conflicto para la población más directamente afectada por el conflicto actual.

ONU, OTAN, Pentágono, CIA, medios de comunicación “objetivos e independientes”, gobiernos “democráticos”, Estados “civilizados”, pueblos “cultos y libres”: todo eso bien podría encontrar algún sentido reciclándose de alguna manera que por ahora desconocemos. Se me ocurre, quién sabe, que podrían desaparecer sin dejar rastro, lo que no resulta tan difícil, pues los hechos han tenido al menos la virtuosa condescendencia de demostrarnos el carácter obsoleto de todo eso, su residualidad, su irrisión, su decrepitud. Nadie parece consciente de este privilegio que nos ha sido dado inesperadamente: el goce incomparable de asistir a la disgregación de cosas tan excelentes a las que les ha llegado por fin el momento de despedirse de nosotros a la francesa. Hay que confiar en que no se obstinen mucho en no hacer un digno “mutis” por el foro, aunque es de temer que van a seguir insistiendo en deleitarnos con su insulsa ridiculez.

Entretanto, el vetusto discurso de siempre: moralización del dinero, moralización de la guerra, moralización de la catástrofe humanitaria. Moralización del valor de uso de las armas, moralización del valor de cambio de los conflictos. Moralización extrema de las menores palabras, moralización interminable de los más insignificantes gestos. Ya ocurrió así en 1.990-1.991 durante los meses gloriosos de la campaña del Golfo, cuando se inauguró la fase neo-imperialista que ahora se profundiza en la misma tendencia. Vuelve a ocurrir y la orquesta mediática toca la misma melodía, un tanguillo barriobajero que hace las delicias de un público un poco basto. No hay nada como el lenguaje de la moralización para ocultar las verdaderas intenciones, los procesos esenciales, la auténtica lucha. Sonrisa olímpica de Fritz desde su cielo de los Inmortales.

El caso afgano es llamativo (ya lo fue antes el caso bosnio o el ambiguo caso checheno, y lo sigue siendo siempre el caso palestino). Espacios para el ejercicio de ese virtuosismo de la hipocresía tan nuestro. Después de las virtudes, queda el virtuosismo del ejercicio de la virtud en el vacío. Los occidentales son los principales proveedores de alimentos para los refugiados afganos en las fronteras pakistaníes, pero también son los principales proveedores de armas para los opositores. Todo tiene una misma raíz y diferentes bifurcaciones. Esto no es todo: los gobernantes afganos son a su vez los más eminentes proveedores de heroína para los países occidentales. Si hay mercado, hay mercancía, no viceversa, como piensan las almas cándidas del liberalismo mundial. Cualquiera de estos términos puede moralizarse en contra de un tercero. Los verbos de la moralización se conjugan todos como reflexivos y recíprocos a un mismo tiempo.

Moralización del dinero: inverosímil control sobre las masas flotantes y clandestinas de dinero dedicado a “promover el terrorismo”; moralización del valor de uso del dinero; retroblanqueo de los usos indebidos del dinero. ¿Entra el tráfico de armas de los gobiernos, la especulación bursátil sobre la deuda pública que hunde economías enteras en esta categoría de actividades económicas clandestinas y depurables por la justicia? ¿Y la oscilación de los precios de las materias primas de los países que las producen? (La catástrofe agrícola y las hambrunas de Centroamérica se deben principalmente a que la especulación ha encontrado otros filones en los mercados del cacao y el café del sudoeste asiático)

Moralización de la guerra: se ayuda a la población civil antes de bombardearla, se la mantiene viva para que no perezca de frío, hambre o enfermedad, pues las armas también tienen su legítimo valor de uso: ya que se invierte tanto en fabricarlas, que al menos maten para probar así su utilidad, pues de lo contrario quedaría en entredicho y no está bien que el valor de uso de las cosas quede nunca en entredicho. La realidad toda se tambalearía. No sería bueno que la realidad de la guerra se acabara pareciendo a los chistes de Gila sobre la guerra.

Moralización de los discursos del inconsciente “político” inconfesable: declaraciones “etnocéntricas” de Berlusconi y purga matizada de las manchas del etnocentrismo coloquial por el universalismo que lava más blanco, incluido el pretexto consabido del “fuera de contexto”. Un idiota dice lo que no debe decir para que los otros idiotas salgan a la escena y digan lo que deben decir. Reparto perfecto de los papeles. “Berlusca” con el sambenito, los otros quedan como lo que son, pero no lo parecen. Incluso Aznar, Jospin, Blair o Schröder y sus respectivos ministros de exteriores e interiores parecen gente respetable en estas condiciones. Lo peor es que se lo deben a Berlusconi.

Moralización de la catástrofe humanitaria: los norteamericanos que sufren infinitamente por su “orgullo herido” se solidarizan con los que también sufren por su tierra devastada: les envían grandes cantidades de alimentos. Siempre hay que hacer una manifestación de buenas intenciones, la buena voluntad se dice que sirve como valor de uso para ganarse el paraíso laico de la buena conciencia. Beneton sigue patrocinando las campañas humanitarias de la ONU.

Moralización de los sistemas de seguridad: se dice que van en contra de algunas normas liberales de convivencia, incluso contradicen venerables leyes nada menos que constitucionales, pero como la ley emana del bien y no lo contrario, bienvenidas sean todas las medidas de seguridad. La discusión entre los hipócritas ya puede comenzar. Nuevo ejercicio de virtuosismo fariseo: las compañías de tecnología avanzada de seguridad suben en bolsa. De paso, sacan del apuro a las compañías de tecnología para aplicaciones “domésticas” o empresariales. Sobrepuja de sofisticación, sobrepuja de inversión, sobrepuja de consumo: recesión cuando se agote la potencialidad del mercado. Otra vuelta de tuerca. Entretanto, sabrosas disquisiciones y discusiones legalistas. Las instancias separadas producen la redundancia como fuente de información.

Moralización de la inmigración: hay inmigrantes porque hay mafias e intereses económicos turbios e inhumanos; luego lo justo es perseguir a las mafias, porque explotan a los inmigrantes. No se dice que lo que se persigue en realidad es a la propia inmigración y que la referencia jurídico-policial a las mafias es tan sólo la coartada humanitaria para desarrollar e imponer a escondidas controles estrictos y vigilancia permanente sobre todas esas minorías.

Dice Schopenhauer de la risa que “no tiene otra causa que la incongruencia repentinamente percibida entre un concepto y el objeto real que por él es pensado en algún respecto, y es sólo expresión de tal incongruencia”. Lo extravagante que por su parte mueve a risa y al sentido del ridículo, sigue Schopenhauer, se produce cuando “el extravagante sólo expresa sus propósitos sin llegar a ponerlos en práctica, o también cuando una extravagancia se limita a sus juicios y opiniones”. ¿Alguien ha oído y visto a algunos de estos personajes e instituciones venerables interpretar su papel durante estos días saturnales? El reciclaje que proponemos bien podría consistir en montar un gran circo mundial: todos sabéis quiénes serían sus empresarios y el divertido personal encargado de entretenernos en la pista.

POST-SCRIPTUM

(Septiembre 2002)

El 11 de septiembre ha pasado de largo a solo un año de distancia, y nos ha dejado muy retrasados. Hubiéramos deseado que la memoria artificial de los medios de comunicación de masas cumplieran su función correctamente. Y así ha sido, en efecto, sólo que a la inversa de lo que se piensa. Gracias a la información, un año después, tenemos un acontecimiento obsolescente al que nada le falta para ser enteramente desmontado como objeto no identificado. El silencioso fracaso (¿o éxito?: los términos son intercambiables) de las conmemoraciones mediáticas del 11 de septiembre indica algo a propósito de la relación entre el sentido y la memoria, por un lado, y la lógica nunca desmentida de los medios de comunicación, por otro. Lo peor es que no cabía esperar otra cosa.

Nuevamente hay que hacerse la pregunta: ¿qué es más grande, la información o el acontecimiento, el relato o su contenido? Inútil y retrasado preguntar por estas cosas desusadas, haciendo unas distinciones que ya no tienen sentido para nosotros. A juzgar por los resultados, los medios no parecen buenos conductores del sentido de los acontecimientos. Son simplemente conductores de sí mismos como causa de su propio efecto: el sentido, la memoria, el “aura” del acontecimiento no se filtran con facilidad por ellos. De hecho, no se filtran en absoluto. Es incoherente pensar que un medio dedicado a la “producción “ comercial del sentido por la indiferenciación de valores equivalentes, como lo es la televisión, podría atrapar por casualidad el sentido cuando el acontecimiento está ahí justamente para excederlo y trasgredir el código de la circulación plácida y espectacular de la mercancía “actualidad”.

La gente estaba saturada, se dice como pretexto, ya que desde varias semanas antes se le había preparado para la conmemoración mediática. A la gente se la cebó tanto a pequeñas dosis diarias, que al final dio el reventón. Además, la vuelta de las vacaciones de agosto, no creaba un clima favorable al “dramatismo”. El terrorismo como “efecto especial” de la realidad política deja de ser asimilable y produce más bien indigestión y diarrea. La impresión que uno acaba por tener es la de una realidad informativa hecha como un telón corredizo, una tramoya móvil manejable a voluntad. No hay ninguna necesidad en los acontecimientos desde que están puestos a buen recaudo en el circuito orbital de la información versátil y tornadiza. Y esta falta de necesidad que los medios repercuten sobre los acontecimientos significa una mutación de nuestro propio sentido de la Historia.

Cuando llegó la gran fecha, el material estaba francamente agotado y caduco, ya que se le había sobre-explotado por anticipado. Consecuencia: las cadenas de televisión que emitían reportajes la noche del 11 de septiembre tuvieron un seguimiento mediocre y venció el “zapping” antojadizo en torno a las retransmisiones deportivas o las películas. Como pocas veces antes, se ha podido asistir en esta ocasión a la verificación del fracaso de los medios en su “cobertura” de los acontecimientos. ¿O no es más bien un éxito completo, ya que la saturación inducida significa que, una vez sucedido, el acontecimiento podría ser en adelante repetido, despojado de cualquier otra implicación de sentido?

Nadie se pregunta por el sentido de la insensibilidad pública ante esta hemorragia informativa, como tampoco nadie se la explica, y menos que nadie, los propios apoderados de la opinión. Es cierto que, respecto al 11 de septiembre, los medios han actuado, una vez más, como una “bomba de depresión” que ha acabado por absorber toda la información disponible en una nebulosa de recuentos y repeticiones incansables donde, también por anticipado, el sentido había quedado ausente. El propio recuerdo se había convertido en una especie de expulsión o vómito de datos que se anulaban unos a otros a medida que se les iba presentando hasta la amplificación de lo más insignificante. Ni siquiera un fácil patetismo podía ya contener la deflagración del acontecimiento en partículas rebotadas que anulaban cualquier percepción. Información, documentación, recuerdo, patetismo, todo eso era ya sin duda un efecto especial sobreañadido al “filme de la catástrofe”. La misma obsolescencia, por tanto, que la de las películas efectistas de Hollywood.

Hay pues un choque violento entre el acontecimiento y su caja de resonancia, entre el acontecimiento y su doble mediático, pero también entre el poder y la masa informada (el efecto Larsen o “efecto estereofónico” del que habla Baudrillard en “Patafisica del año 2000”: excesiva contigüidad entre una fuente y un receptor). El acontecimiento produce una aspersión de todos los contenidos flotantes y los condensa; la información produce la dispersión del acontecimiento en los signos erráticos que ninguna memoria acoge ni siquiera como potencialidad para un futuro sentido. El poder, por su parte, vive en los vaivenes de estos dos efectos de aspersión y dispersión. En el caso del 11 de septiembre, la obsolescencia de la información va acompañada de la pobreza de la interpretación, aunque esta pobreza cualitativa vaya camuflada bajo la inflación de tópicos y estereotipos. El poder reafirma su creciente inanidad y la carencia de imaginación política resulta mucho peor que el propio acontecimiento. O mejor dicho, el acontecimiento revela su ausencia definitiva.

Lo más llamativo de todo es la enormidad del acontecimiento y la insignificancia de la información, la desmesura del acontecimiento y la inanidad ideológica de la interpretación. Lo más claro entonces es que el acontecimiento es informativamente irrecuperable: pasa ante nosotros como las sombras de una linterna mágica. Su valor de uso “político” ha sido rápidamente engullido por su valor de cambio informativo. Y a su vez éste se agota en una circulación banal. Finalmente, desaparece el acontecimiento y la información sobre él: ésta lo ha devorado y no ha dejado nada más que un resto, en lo sucesivo reciclable a voluntad. El poder se convierte, en precario y muy a su pesar, en esta vasta industria de reciclaje del acontecimiento: vive a sus expensas como un parásito de la flora intestinal.

Algo ha desaparecido en el horizonte de la existencia colectiva, algo también ha desaparecido en nuestra inteligencia de las cosas. Y es muy difícil que los medios puedan sustituir a una y a otra, extasiados como están en la reiteración automática de su propio mecanismo. Tampoco nadie desearía que le ofrecieran diez veces seguidas la misma película, sobre todo si contiene gran cantidad de efectos especiales, y es eso exactamente lo que han hecho la televisión y la prensa escrita. La masa espectadora reacia a esta inyección de información reiterada ha actuado en el fondo como se solicita de ella: cortocircuitando los benévolos esfuerzos pedagógicos de los programadores de televisión.

Todo el mundo intuía oscuramente que la mercancía que se le ofertaba estaba averiada y era de segunda mano. La reacción ante un tráfico tan irregular era la acertada. No se ha dado una buena retroalimentación entre medios y espectadores. Los medios caen una vez más en su propia trampa, sobre la que corre a precipitarse el poder titular. Por su parte, el “terrorismo” fluye ligeramente por estas corrientes empantanadas y sabe jugar el juego que le es propio: el “visto y no visto” con el que nos hipnotiza de vez en cuando.

Así es como la conmemoración y el recuerdo acaban en lo ininteligible del acontecimiento recordado: cuanto más se repite la información, más vacíos e incomprensibles resultan los acontecimientos, y no por exceso o saturación como se dice para cerrar el asunto con una solución fácil y cómoda, sino por la simple lógica de la información. Si la información transforma ciertamente a los acontecimientos en sombras de sí mismos, la conmemoración los convierte finalmente en residuos inhábiles para cualquier recuerdo, incapaces de sentido. Ahí es donde se reúnen el delirio grotesco del poder, la nulidad de los medios y la neutralización de las masas, a lo que habría que añadir el desquiciamiento y la autohipnosis de los intelectuales, siempre realistas y dispuestos a tragarse los simulacros como verdades oficiales.

En cuanto a los periodistas, están desaparecidos, son las primeras bajas efectivas en el frente de la información. El acontecimiento los desborda, condensa demasiadas cosas para ellos, acostumbrados como están al ejercicio de la flatulencia rutinaria de la política casera. Encargado oficial de evacuar el “aura” del acontecimiento, no es extraña la inclinación natural del periodista a las hipótesis verosímiles, realistas o meramente ficticias, si las primeras son demasiado evidentes. El periodista, como también el intelectual académico, trabaja en la precesión del modelo sobre los hechos, de manera que todo lo desconcertante, inquietante o meramente novedoso es rápidamente reasumido en lo ya establecido por un modelo anterior de uso polifuncional. De ahí resulta la insipidez que le es tan característica. A fuerza de vivir en un mundo de modelos sobre datos verosímiles o inverosímiles, es incapaz de raíz de hacerse una idea aproximada sobre el sentido de los acontecimientos que transgreden justamente sus modelos.

Lo que permanece es el intercambio en el vacío de hipótesis, en el mejor de los casos. Lo sabemos todo y de todas las maneras posibles, pero todo se queda como está: a cada revolución de las hipótesis, los relatos y los informes, más incomprensible todavía queda el acontecimiento. Los periodistas, haciendo un examen de conciencia lleno de buenas intenciones, se dan cuenta ahora de que el “terrorismo” ha sido “sobrevalorado”: se reconocen responsables de los “excesivos” efectos de resonancia que los medios le han concedido. Como el resto de la población en lo que respecta al cuerpo, los periodistas reconocen que deberán someterse a un tratamiento contra la obesidad de sus informaciones. Sobre todo en Europa, los atentados pronto serán presentados como explosiones inexplicables de instalaciones domésticas de gas. Es una solución como otra cualquiera, a medida de nuestros políticos y de nuestras masas.

La búsqueda de los protagonistas de la información ha sido otro de los grandes fiascos de los medios y del aparato de saber. En los primeros meses después del 11 de septiembre, se nos ofrecieron grandes cantidades indiferenciadas de información sobre el Islam, que al parece era el “sujeto” de esta historia que nos contaban, proliferaron los falsos especialistas, incluso los impostores, y las librerías estaban atestadas de libros rápidamente escritos o reeditados sobre el mundo islámico. A decir verdad, no hubo la menor tentativa de comprender e interpretar seriamente nada, no hubo ni siquiera una tentativa de afrontar la alteridad del otro como tal. Ni debates ni coloquios serios, los arabistas más competentes fueron silenciados por los “islamólogos” crecidos como setas con nocturnidad y alevosía.

La lógica extenuante del colono y del colonizado sigue perfectamente viva entre nosotros y todo parece conjurarse para que esta ambigüedad se perpetúe. Pero sin duda, la ignorancia es ahora todavía mayor, ya que la confusión ha crecido también proporcionalmente. De manera que aquí sucede lo mismo: la información se neutraliza a sí misma. Lo que queremos saber está tan modelizado y predeterminado como las noticias. La demanda de saber se anula ante la profusión de informaciones cuyo único destino es el almacenaje. Ni se añade sentido ni cambia la perspectiva. La masa, como destinatario absoluto de toda información, ocio y espectáculo, ha vencido también por anticipado en el campo “intelectual”.

Luego, la “nueva política” norteamericana ha pasado al centro de atención y ahora se habla de “unilateralismo”, “arrogancia”, “nuevo imperialismo”, “mundialización policial”, “doctrina del ataque preventivo”, como si se hiciera un gran descubrimiento y como si todo esto tuviera alguna credibilidad porque procediese de un “nuevo poder” real que hubiese salido a la escena histórica rebosante de energías frescas en reserva. Otra vez, actúa la misma ignorancia respecto a los Estados Unidos, que cíclicamente renuevan sus votos por una “hegemonía mundial” totalmente ficticia porque se basa en la ficción del propio poder estadounidense: los norteamericanos son muy dados a enajenarse a sí mismos con la virtualidad de una superioridad tecnológica que realmente les ha servido de muy poco sobre los hechos. Las reservas de la disuasión están agotadas, la cosa ya no funciona desde que el “Big Brother” soviético abandonó la partida. En cuanto al “paso a la acción”, es tan improbable como la catástrofe nuclear: desestabilizaría todavía más los mercados, como suele decirse para evitar discutir a fondo sobre la completa carencia de “política” en todas las decisiones actuales.

La información, por su parte, intenta polarizar los acontecimientos, buscando los protagonistas, quienes, a decir verdad, no son tales: están más bien sobreactuados en ambos sentidos, tan inflado está el papel del terrorismo mundial como delirante es el guión del poder que dice defenderse de él (ahora todo el mundo cae en la cuenta de estos excesos, un año después de haber contribuido todos a la hinchazón retórica y al “pathos” victimista de los satisfechos). ¿No se deberá quizás esta compulsión fatigosa de sobreactuaciones como terapia de grupo a que el destino real no es la acción histórica sino el mero horizonte espectacular? Ya se sabe que los actores que sobreactúan lo hacen, sobre todo, fuera de escena, en su propia vida privada de “divos” auto-alienados. Se intenta por todos los medios que nos volvamos cómplices con la impostura del bufón del rey.

Desde el 11 de septiembre, los norteamericanos no han hecho otra cosa que sobreactuar, y a cada gesto patético de sobreactuación propia de seniles actores endiosados, se les nota cada vez más claramente que ellos, por su parte, no tienen tampoco ninguna baza que jugar (fuera del horizonte espectacular de la auto-ficción que cultivan con tanta exasperación). Ya las han jugado todas durante la “guerra fría” y les falta todo valor moral y toda imaginación del poder para inventar un juego nuevo. Siguen atascados en la lógica de la disuasión, que ahora, por primera vez, dirigen contra sí mismos, contra su propia población en el plano doméstico.

Desde luego, es inimaginable que ellos pudieran vivir mucho tiempo en una atmósfera de “guerra caliente”, es decir, de terrorismo vuelto realmente sistemático y aniquilador, como lo imaginan en sus delirios paranoicos: cosa, por otra parte, que el terrorismo no es realmente, pues no busca la aniquilación del contrario sino más bien la puesta en evidencia del poder como lugar vacío, o más bien, desocupado. En una ciénaga donde todos se hunden, los que más vigorosamente agitan los brazos y gesticulan parecen ser quienes tienen más probabilidades de salvarse; en realidad son los primeros en hundirse en el fondo de lodo que ellos mismos agitan hasta quedar exhaustos.

Los intelectuales están igualmente perplejos y lo disimulan mal: no disponen de ninguna teoría a la mano para convertir el acontecimiento en algo con sentido, intercambiable en un diálogo de mentes razonables y satisfechas, aunque mucho les gustaría servirse de algún artefacto teórico semejante que les librara del regusto a vacío: ya se sabe, más vale cualquier sentido que ninguno. La apelación a la transcendencia histórica es irrisoria, y lo saben, pero es de esas cosas que por sobreentendidas no deben decirse. Son víctimas de la misma depresión mal disimulada que los demás. Tienen que preguntarse si el acontecimiento representa algo, un exceso de sentido o una carencia total de él. Tienen que identificar las “causas” y verificar las consecuencias. Tienen que hablar en términos generales sobre una “historia” que ya no corresponde a nada real y, lo peor de todo, sentir todo el peso de un mundo al que no son nada aficionados a conceder un papel en su dramaturgia de poder y de sentido “histórico”. Se relajan como los demás, siguiendo el curso de los mismos accesos histéricos e iluminados.

Sólo quedan la patología y la policía para dar cuenta del “enigma”, que incluso las más groseras racionalizaciones perpetúan como enigma. La inteligencia acaba por conocer los límites de la propia “sociedad” de la que es la encarnación, desgraciadamente, demasiado benévola. Así, si esta sociedad es nihilista hasta la náusea, el terrorismo será asimismo un fenómeno nihilista: sobrepujará con el nihilismo del terror el nihilismo inmanente del orden social mundializado, aunque esta correspondencia no será por supuesto enunciada ni sostenida. Como siempre, serán los otros los que asuman la función de exorcizarnos de nosotros mismos: los otros ilustrarán mucho mejor que nosotros lo que nosotros somos realmente. Es la lógica de Kurtz, en “El corazón de las tinieblas”, una novela muy mal comprendida, precisamente porque toca el meollo de la cuestión silenciada (nuestra propia alteridad indiscreta e informulable que la alteridad del otro en el puro acto de existir pone de manifiesto).

Septiembre 2001-septiembre 2002

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