Efecto purgativo de la crítica política. La generación de nuestros padres fue obligada a elegir entre el esperpento y la tragedia. No le dieron opción para la libertad. La tragedia ya la conocían de primera o segunda mano. El esperpento se les presentó como lo que era, pero todo el mundo cerró los ojos a cambio de las migajas de un mediocre bienestar. Así que ahora, yo, hijo del deshonor y la mentira forzadamente aceptada, gloso el esperpento y le pongo acotaciones, sabedor de que la obra en realidad no tiene ninguna gracia. Pero su efecto purgativo es necesario.
Hombres e instituciones. Las verdaderas aristocracias históricas no se dedican a menesteres tan burdos y envilecedores como el gobierno de los hombres, o al menos no exclusiva y prioritariamente. Su terreno es el arte, la estetizacion de la vida y la muerte. El poder político, cuando es verdaderamente aristocrático, es una sublimación de valores morales que a nosotros nos harían palidecer o enrojecer. Que yo sepa sólo Nietzsche ha expresado algo profundo sobre este asunto, que no compete ni al pensamiento político ni a su degenerada bastarda, la llamada «ciencia política».
Según la naturaleza del espíritu de cada hombre y de cada cultura se gobierna. Gobernar un pueblo guerrero es noble, gobernar un pueblo de comerciantes es trivial. No es lo mismo gobernar Roma que gobernar Cartago. El valor de un gobernante y de un sistema político lo determina a priori la condición espiritual y material de un pueblo.
Fíjemonos en la generación española de nuestros padres. Bajo Franco, incluso oprimidos y humillados, eran gente decente, honesta, cumplidora de su palabra, tenaz, orgullosa y hasta valiente. Hoy los mismos hombres, nosotros, sus hijos, somos viles, cobardes, oportunistas, parasitarios, serviles, amorales y mentirosos.
Somos los mismos hombres bajo formas institucionales de gobierno muy distintas en sus principios normativos.
“¿Se piensa como se vive o se vive como se piensa?”. Se intenta focalizar al culpable de la “debilidad occidental”. Gran tarea que requiere un trabajo hercúleo del que todo el mundo se siente capaz.
Sin duda, cuando se encuentra una palabra, todos respiramos aliviados. Llamémosle “socialdemocracia” al culpable, pintémosle con tintes caricaturescos (el objeto tampoco da para más, de suponer su existencia empírica observable). Volquemos todo nuestro sentido de la indignación en tan vituperable objeto.
¿Qué se resuelve y consigue con un loable trabajo de “inquisición ideológica”? Nada, porque sigue habiendo una inmensa “X” donde hemos escrito “socialdemocracia”. Nadie debería hacerse ilusiones sobre este tipo de exorcismo “crítico”. Como cuando la izquierda afirma ritualmente: “El capitalismo o el neoliberalismo o la globalización tienen la culpa”. Invertir el enunciado y cambiar el sujeto de la imputación no cambia el carácter fraudulento de la operación intelectual, por mucho que cambiemos sus atributos y las causas de la imputación.
Entrando en materia, lo que ha sucedido respecto a todo lo relacionado con la inmigración, la integración de las minorías, el paternalismo estatal, el menosprecio dogmático y autosatisfecho de unas “tradiciones” y “costumbres” europeas (?), todo este discurso del resentimiento defensivo invertido desde la derecha del discurso del resentimiento ofensivo desde la izquierda olvida un hecho capital: el hecho de que bajo determinadas circunstancias históricas, las opciones de actuación colectiva son muy limitadas. Respecto al acontecer no hay optatividad.
En la escena pública occidental hay sólo lo que puede haber y nada más. La Europa de después de 1945 era el resultado de heroísmos trágicos, de un largo desangramiento material y espiritual de 30 años durante ese periodo que el historiador Ernst Nolte bautizó con buen juicio como el de la “guerra civil europea”. Esa “socialdemocracia” pasaba por allí y se le hizo responsable de gestionar los desechos históricos y los escombros morales. Y eso es lo que ha hecho.
Como comisarios políticos que son del capital europeo refundido y superviviente, sus estrategias son las que son: una Europa vacía, subalterna, desarmada, vencida, humillada, desmoralizada que ni siquiera sabe que lo está, es el objeto ideal para un tipo de dominación que, de todas maneras, no podría ser algo distinto de lo que es. Esa misma Europa vacía, subalterna, desarmada, vencida, humillada y desmoralizada es la que vive los atentados islamistas comiendo palomitas en un cine de gran superficie y cada uno se felicita de no estar entre las víctimas.
¿Alguien se cree en serio que de esa Europa, que acumula 70 años de felicísima automarginación histórica, puede salir algo distinto de la “socialdemocracia” o como quiera llamarse a lo encargado de gestionar un mundo espiritual devastado, a una sociedad civil muerta, a unos pueblos históricos que dejaron de serlo?
Se vive como se piensa, es decir, de cualquier manera.
«El hombre es la indumentaria o el hábito sí hace al monje». Es bien conocido, la documentación filmográfica lo muestra, hacia 1977-1979, las chaquetas de pana «nacional-sindicalista» de los líderes del PSOE hicieron furor entre las clases medias.
Trasmutados alquímicamente, sin Merlín de oficio, por trajes elegantes que disimulaban el buen corte con adventicias tallas superiores o inferiores, si bien en los ochenta, y sobre a principios de los años 90, los jefes de la izquierda política, que no social, ganaron bastantes kilos de más, en el cuerpo y en otras partes, y en consecuencia hubo que reacondicionarlos y hasta sustituirlos, como a los maniquíes tan admirables de «El CORTE INGLÉS».
Y henos aquí que de repente aparecen en escena, o en el escaparate de la «boutique», la crisis «social» lo manda, las camisas abiertas de «Al Campo» de tonos deslucidos y tejido indefinido, ahora los personajes posan remangados (viejo estilo falangista inconfundible en la indumentaria de los «nacional-charnegos» de última generación…) y las cámaras, estudios de televisión, inclusos sedes parlamentarias ilustran este ilusionismo de lo indumentario a que ha quedado reducida la significación política, sustituida por los significantes «de clase» (política institucional).
La próxima generación de políticos-burócratas de partido vestirá como los Altos Cargos del «Big Brother» en la película «1984»: los distintos colores del «mono» de trabajo en la fábrica indicarán los grados y niveles en el escalafón de la «Nomenklatura» española.
«A cada uno según su capacidad de desnacionalización». Las izquierdas españolas durante la Segunda República y en la Guerra Civil podían definirse como «nacionales» si «nacionales» significa que su «proyecto» se dirige uniformemente y abarca a la totalidad de la Nación política, manteniendo su unidad y su identidad.
«Lo desnacionalizador servil« («charnego») es una excelente categoría para describir un estado de enajenación profunda de una sociedad desvinculada de su pasado, incapaz de enfrentarse a él sino es mediante recurso míticos, como le sucede a la sociedad española actual.
La izquierda, o lo que se hace pasar por tal (conozco y comparto la tesis de Trevijano sobre el hecho de que en un Estado de partidos de carácter profundamente oligárquico y reaccionario no existe una verdadera izquierda social sino sólo un remedo estatalista al servicio de la alta finanza) es calificable como «charnega» porque su estatalismo lo transforma en voluntad de destruir los residuos de Nación política y por ello todo su discurso directo e indirecto lo centra en el antifranquismo, a través del cual encubre su verdadero proyecto, que no es otro que alcanzar una especie de Estado Confederal (por supuesto, otra ficción, pero es ideológicamente operativa) en que cada territorio absorba la totalidad del poder ejecutivo.
El proceso ya está ampliamente desarrollado y sólo queda rematarlo. La burocracia política residual del PSOE, esclerotizada incluso en sus territorios más clientelares y corruptos, ya sólo representa un obstáculo en este camino. Por eso en buena medida ha aparecido Podemos. Es la fuerza encargada de hacer el trabajo que, debido a la encrucijada de la crisis económica, no le dio tiempo a ejecutar a Zapatero y su círculo de intereses oligárquicos.
Eso que convencionalmente se llama «izquierda» no ha tenido jamás ninguna veleidad «rupturista» de nada. Esa izquierda «sistémica», «regimental, monárquica, profundamente antiobrera, partidocratica, oligárquica, antisocial, etc, es el perfecto «compañero de viaje» de una derecha con las mismas características. Ni derecha ni izquierda saben lo que es «democracia» y sus formaciones políticas no son más que asociaciones faccionarias dentro de un Estado a su exclusivo servicio, compartido con los nacionalistas, sus hermanos gemelos, más avispados y mejor organizados. Ningún parásito mata al organismo en que se hospeda.
«Medidas profilácticas». Bajo el franquismo se gobernó con la presunta legitimidad de las salvación «in extremis» de la unidad nacional. El grupo oligárquico que permaneció en los aparatos del Estado y en los oligopolios estatales tuvo que lavarse la cara, como ellos mismos se la lavaron a los comunistas, exterroristas estalinistas, importados del exilio como la carne argentina de vacuno congelada.
Yo no hablo jamás de «complejo de la derecha», porque eso es suponerle una decencia moral de la que carece por completo, y no soy tan inocente como para creerme semejantes boberías tartufonescas fábrica de la marca esperancista del PP cuyo conspicuo portavoz es Federico Jiménez Losantos.
A mí nadie tiene que convencerme de qué rol juega, ha jugado y jugará la derecha heredera del franquismo: es ella la que quiso borrar su pasado con el Estado de las Autonomías, entre otras «medidas profilácticas». Aquí de lo que se trata es de definir qué papel tiene cada facción estatal.
El PP es puro charneguismo elevado al cubo, en el sentido muy preciso en que un travestido puede ser mujer y hombre a la vez. Pero intentan disimularlo, no sea que a «las bases electorales» les dé por pensar por sí mismas, suponiendo que eso sea posible en la derecha sociológica española.
«Oligarca no come Oligarca». En España no hay ninguna legalidad, sólo Derecho Administrativo. Ninguna legalidad puede sostenerse sobre la base de la inmoralidad generalizada, que consiste en aceptar las condiciones de vida bajo un régimen del que todo el mundo sospecha que es inmoral. La legalidad real y auténtica sólo es compatible con una alta moralidad pública y privada.
Son los personajes públicos más corruptos los que hablan legalidad, como bajo el felipismo se hablaba de ética, y en el franquismo terminal se mentaban «las instituciones» como salvaguarda de la forma oligárquica de Gobierno. Todo es la misma impostura. Cataluña hará lo que venga en gana a las pocas decenas o centenas de burócratas que saben que son intocables, como sus conmilitones madrileños, andaluces, vascos valencianos y demás caterva.
Oligarca no come ni muerde oligarca, aunque esa inhibición o complicidad tenga como resultado la secesión o la negociación sobre sus términos pactados.
“Decisionismo por consenso oligárquico” ante la «Secesión catalana«. Subsunción de lo colectivo-público (la entidad a la vez estatal y nacional) por los Partidos, lo que quiere decir que no puede producirse situación de excepción que a la vez no sea producto del previo consenso de los Partidos para modificar su posición en el Estado. De ahí la impresión certera de encontrarnos ante un escenario de simulación sobreinterpretado mediáticamente, como corresponde al funcionamiento de ese peculiar decisionismo oligárquico, que apunta a crear la situación excepcional para a continuación proponer la situación normativa que la supere en un nuevo consenso oligárquico. Lo característico de la oligarquía como forma de gobierno es su circularidad.
Para entender nuestra situación, hay que olvidar la retórica y la fraseología oficiales, todo lo que los medios de comunicación emiten como consignas. La única realidad política es la constituida por el acuerdo implícito («consenso oligárquico») de unos partidos que no son nada más que ramificaciones «orgánicas» de un tipo de Estado muy específico cuyas normas de funcionamiento reales nada tienen que ver con las legales y visibles.
Al final, tras tanta divagación y politiquería chusquera revestida de retórica legaliforme, lo único que quedará claro será la boutade del bilbaíno convertida en nuevo «principio constituyente»: «Yo soy de donde le salga a mis cojones». Y cada uno, con la respectiva testosterona nacional inoculada como hormona egocéntrica, acabará siendo de donde le salga a sus cojones. No deja de resultar curioso que, a pesar de la «vacuna» del «europeísmo», los oligarcas retornen a su esencia: un cierto casticismo pasado por el posmodernismo de lo identitario en formato testicular.
Quienes legislan y gobiernan en las Autonomías son los viejos «fidalgos» sin honor, trasmutados en funcionarios de aparato de partido: los que, a falta de oficio y beneficio, se apadrinaron a sí mismos a través de un partido, señoritos huérfanos de herencia paterna pero con unas ganas no disimuladas de llegar a la vejez con un pibón amanuense, un casoplón en la costa y una cuenta saneada, a resguardo del fisco que ellos engordaron para reventar como puercos de matanza a los mismos que los aclamaban. Carne de nuestra carne mancillada…
Amoralidad y desgobierno. «Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos» (Confucio). La situación española es anormal. Se ve o no se ve. Hay quien prefiere no ver, y hay quien no puede sino ver. Y sobre todo hay quien prefiere encubrirlo conscientemente. No es asunto de grados o matices que se puedan discutir como el tono de un color, el efecto sentimental de una melodía musical o lo agradable o desagradable de un rostro.
No es un más o un menos. Se nos gobierna bajo la figura, la forma, el método de implicar a todo el mundo en la corrupción con el propósito de obtener el consentimiento y la obediencia. Es corrupta la palabra pública en su totalidad, de la que derivan todas las conductas públicas y privadas.
Hay sujetos morales y sujetos amorales, como hay sociedades bien gobernadas o mal gobernadas. En la España actual se unen los dos peores factores, los más destructivos para cualquier sociedad, algo que ya sabían en la antigua China de los emperadores: los sujetos son amorales y se desgobierna. Pero los sujetos se han vuelto amorales precisamente porque se les desgobierna.
Ideocracias para consumo de «dummies». Conceptos históricos de relativa solvencia no tienen sentido para entender lo que se vive en España como “partidos”, “política”, “proyectos de gobierno” o “ideologías”. En el Régimen español del 78 no hay ni ha habido jamás nada de eso. Ni liberalismo, ni conservadurismo, ni socialdemocracia y ni siquiera fascismo. A ver cuándo nos metemos en la cabeza que un partido del Estado como burocracia política que vive por y para el Estado del que se ha adueñado carece por completo de inspiración ideológica alguna.
Las ideologías, como los partidos que las asumen, han sido (quizás hasta 1945), pero ya son, el producto intelectual de la creación civil libre en el seno de una sociedad no estatalizada, como lo son todas las actuales o la mayor parte de ellas en el mundo “desarrollado”. Donde no hay libertad de pensamiento, difícilmente pueden producirse discursos ideológicos, porque incluso una conciencia social falsa, o relativamente falsa, debe poder crearse y pensarse en condiciones de libertad política y civil.
Lo que los partidos venden a sus electorados, aprovechando esa negligencia de espíritu público que padecen sociedades estatalizadas, son “ideocracias”, es decir, discursos de poder de burócratas, “logos” comerciales, tópicos sin fondo, prejuicios banales, herrumbre histórica que se sirven de referencias muy difuminadas en medio de esa envolvente atmósfera hecha con partículas contaminantes de los “se dice”, “se publica”, “se comenta”, absoluta impersonalidad de la voz del Estado y sus cuerpos de políticos profesionales (no muy distintos del resto de cuerpos administrativos) que tienen el eco obligado en una sociedad indefensa, pues por el sólo hecho de vivir en ella, se reciben sin querer todas estas señales acústicas que no trasmiten nada y que simulan “discursos políticos” por parecer emitidos por centros de opinión o por instancias públicas y partidos o personalidades adscritas a ellos.
Todo lo que se publica en la prensa insiste en falsificar los datos iniciales del problema político español para conducir a conclusiones igualmente tendenciosas e interesadas en desviar la atención respecto del problema clave del Régimen: la ausencia de democracia formal.
Si ya hay una izquierda cegada ante la realidad y ante su propia definición, no contribuyamos a oscurecer las cuestiones que tarde o temprano también tendrá que enfrentar la derecha política y sociológica más allá y fuera del PP, que calculo que, de proseguir así, estará hacia 2020 en las mismas condiciones que un PSOE, que nunca ha sido otra cosa que el fraude montado por unas cuantas familias de banqueros, grandes industriales y contratistas del Estado para continuar posesionados del Estado y utilizarlo a su antojo como fuente patrimonial de ingresos.
Desnacionalización y transnacionalización. Hay en curso de ejecución una estrategia de consolidación de la UE que consiste en promocionar aquello que parece negarla. Los partidos identitarios son parte del sistema político que intenta dar una salida controlable a un malestar real, volviéndolo inocuo. Tras este «conflicto multiculturalista» está la liquidación de un Estado-nación que es el verdadero obstáculo por salvar.
Ningún Estado europeo es ya una comunidad política homogénea sobre la que construir nada. El Islam es sólo el chivo expiatorio que permite operar la trasnacionalización europea, es decir, la extroversión al vacío.
El caso español es modélico. Frente al caso francés, alemán o británico, en España la desnacionalización precede a la trasnacionalización, por lo que no es necesario que el sistema segregue la hormona identitaria y el reflejo defensivo.
Pero en todos los casos «lo islámico», que plantea un problema real de ruptura con el orden simbólico europeo, es un factor dependiente de un dispositivo de desintegración deliberadamente usado para destruir aquello que más miedo produce a la clase dirigente europea: la puesta en cuestión de su propio poder erigido sobre la voluntad de liquidar la Europa de los Estados nacionales.
«Spanish Réquiem». ¿Genocidio cultural? Ya se ha producido, con los pre-exterminados amontonando cadáveres de los post-exterminados. Toda la cultura «española», la que se fabrica y vende en el mundo audiovisual, mediático, cinematográfico, literario, artístico y académico, es una cultura de auto-exterminio programado. Ni una verdad mínimamente humana que no sea una pura deyección expelida por una entidad espiritual innombrable. La categoría de «lo español» en esa infracultura es el producto de consumo para la socialización de la charnegada «ilustrada». De hecho, esa categoría, asumida como «lo propio», produce la imagen nada ambigua, como objetivo de exterminio cultural, de un mítico «Untermensch» español.
«Fascistas» póstumos, orteguianos de oídas y Régimen del 78. Al final del Régimen de Franco, era difícil seguir siendo «franquista». Al menos para un andaluz, un gallego, un castellano, un extremeño, etc. Pero los vascos y los catalanes (sus élites sociales, económicas y culturales) fueron más listos. A través de su recién estrenado «Nacionalismo de Estado», institucionalizado por la Monarquía del Régimen del 78, pudieron seguir siendo auténticos «fascistas» póstumos… precisamente a través de un simulacro de «antifranquismo», que la izquierda política corrió a comprarles. En cuanto al resto del «franquismo» sociológico, se acharnegó dividiéndose entre el PP y el PSOE, y por eso los verdaderos fascistas, el nacionalismo localista, son los que realmente mandan. Permanecieron fieles a sus raíces.
Cualquier persona culta sabe qué es fascismo, qué es franquismo y qué relación existe entre uno y otro. Por lo demás, el concepto «Nacionalismo de Estado» o «Nacionalismo estatista» es un concepto perfilado con fundamento por Trevijano en sus últimas conferencias. En cuanto a «charnego», es evidente que designa la forma de conciencia política dominante en una masa social desnacionalizada, carente de una imagen positiva de sí misma, desarraigada y en el fondo indiferente a toda cuestión relacionada con su ser histórico.
Hay un hecho incontrovertible: en el País Vasco y Cataluña, la ideología dominante (y los grupos sociales que la sostienen y se sirven de ella para implantarse dentro del Estado) es verdaderamente fascista porque es una ideología constituida sobre un principio esencial del fascismo histórico realmente «existido»: un tipo de nacionalismo exarcebado, bajo coartada irredentista, que usó el poder del Estado como si Nación y Estado fuesen una unidad real, y no la fusión violenta de una comunidad «natural» y un puro artificio técnico de administración. El sistema de valores fascista es un modo de socialización de masas para la guerra. El fascismo real es una forma nihilista de agonismo.
Concibo el fascismo como un determinado tipo de nacionalización de las masas en el momento mismo en que surgen como «sujetos pasivos» de la acción política al mismo tiempo que se imponen los partidos obreros como organizaciones de clase para la toma del poder. La fascistización de las clases medias es un reflejo defensivo que pronto pasa al ataque con el apoyo de fracciones de la clase dominante. La Transición en Euskadi y Cataluña debiera ser enfocada en este sentido.
Un análisis muy acertado de este proceso se encuentra en el libro de Enmanuel Rodríguez, «¿Por que fracasó la democracia en España?», escrito desde un planteamiento izquierdista que cree ver en el nacionalismo vasco y catalán una fuerza «progresista» en tanto que «desestabilizadora» y abierta a «otra democracia posible». En realidad, sin saberlo, está describiendo un típico proceso de fascistización social y política trasvestido hasta resultar irreconocible.
Los nacionalismos vasco y catalán, tras el éxito de su nacionalización regional de las masas a ellos entregadas por el poder político heredero del régimen franquista, han entrado en la fase «expropiadora», es decir, se adentran en la tentativa de tomar el Territorio y erigirse en su Soberano. El nacionalismo estatalista es «posesivo» y «expansivo», porque esa es su lógica y su vida. En España, muchas cosas todavía no se han manifestado en la plenitud de lo que su origen contenía.
El nacionalismo estatalista es la más perfecta sublimación moral de la desigualdad dentro de una comunidad política y entre comunidades políticas. El carácter «fascista», originario, no derivado ni metafórico, del nacionalismo periférico apunta en esa dirección. No haberse tomado en serio el proceso de fascistización en Cataluña es una clave para entender la naturaleza del Régimen español, que es quien lo ha engendrado estatalmente.
El consenso sobre las nacionalidades en 1978 era un compromiso implícito del nacionalismo español, de estirpe orteguiano-falangista, obligado a disimularse, y el nacionalismo catalán, con la misma fuente ideológica de inspiración germánica, reconocido en su exigencia de convertirse en realidad «estatal» (primero autonómica, luego ya veremos) y tenía por sustrato una concepción voluntarista de la Nación política: la Nación es algo siempre por hacer como «proyecto, tarea, misión, deber».
La concepción subjetivista de la Nación casi por fatalidad histórica acaba pasando a las manos de los verdaderos sujetos hacedores de Naciones artificiales: las oligarquías de partido. Éstas juegan con la Nación, como juegan con la riqueza, la defensa, la educación y los sistemas de referencias y valores colectivos. Una reescritura del consenso, con pequeños roces de procedimiento.
«Revolución legal» e ilegitimidad democrática de origen. La descripción objetiva de lo que está sucediendo en Cataluña entre septiembre y octubre de 2017 no es posible hacerla con categorías, nociones y criterios rutinarios y vulgares. La represión preventiva de un referéndum es un caso de excepción ante la excepcionalidad misma del acontecimiento. Pero no se puede llevar a cabo la represión de un acontecimiento no realizado sin reconocer su excepcionalidad. La legislación de excepción no puede ser considerada como realista y ejecutable sin una declaración previa de la excepcionalidad del hecho que se intenta atajar. Ahora bien, el Gobierno no se enfrenta a una situación de excepción sino a una forma de «Revolución Legal» desde dentro del propio Estado (ni golpe ni sedición).
Cabe imaginar «ex hypothesi» una situación como la siguiente: las Cortes franquistas en octubre-noviembre de 1976 se niegan con una mayoría abrumadora a aprobar la Ley de Reforma Política de Fernández Miranda y Suárez. Las diferentes familias del Régimen franquista se alinean unas contra otras y apelan al Ejército, preparando cada una un golpe de Estado. Pero en la realidad histórica la LRP se aprobó y se evitó la realidad conflictiva sugerida por la hipótesis. Ahora bien, la LRP era de hecho una Revolución Legal. A esta luz, cabe describir tal vez el proceso secesionista catalán, haciendo verdadera la posibilidad de la escisión oligárquica apuntada.
La idea de Revolución Legal y la LRP no están traídas por los pelos. Si todo el proceso secesionista apunta en la dirección de llevar la límite de su elasticidad el consenso constitucional de las fuerzas oligárquicas participantes en el momento fundacional de este Régimen, entonces el objetivo de la Reforma constitucional sólo puede alcanzarse simulando una «crisis constitucional» mediante el instrumento de una previa Revolución legal creadora de unas nuevas condiciones para la distribución posterior del poder, cambiando incluso su legitimación. Lo que se juega es la radicalidad de esa Reforma, pues a priori ya está decidida.
Nadie, que yo sepa, se ha hecho una pregunta tan aparentemente trivial como ésta: ¿Cuál es el sujeto de la soberanía capacitado para legislar en el Parlamento de Cataluña? Desde luego, no es el mismo sujeto que el reconocido en la Constitución del 78. El poder ejecutivo y el poder legislativo catalanes no son estratos dependientes en la cascada de competencias jerárquicas descendentes del grotesco modelo kelseniano adoptado por el diseño autonómico. Lo no dicho (que son virtualmente poderes soberanos) es lo que hace creer que estamos ante una «ilegalidad». Pero si tienen fuerza para instaurar su propia legalidad, entonces son soberanos. Y ésa es la cuestión conflictiva.
Por un lado, el sujeto constituyente español no ha constituido las instituciones políticas que lo rigen desde un momento originario y fundacional de libertad política, por lo que la C78 no establece unas condiciones de ejercicio del poder con legitimidad democrática. Por ello, la C78 no es defendible en ningún caso. Por otro lado, derivado de lo anterior, la Nación histórica no ha podido trasformarse en Nación política real porque su fundación en ningún momento ha pasado por la representación política. Dos privaciones formales que definen la situación actual, que es la de conclusión lógica y el desenlace histórico de un Régimen oligárquico derivado de una Dictadura personal.
La fórmula política: el conflicto Estado/Democracia y el lugar de la Política. “España necesitaba un partido que defendiera al Estado, entendiendo al Estado como defender la unidad y la igualdad de todos los ciudadanos, no como un mapa cerrado”. (Rosa Díez, entrevista en DISIDENTIA, 5 de abril de 2018)
Alguien que ha vivido gran parte de su vida de la política en cuanto actividad ejercida dentro del propio Estado es lógico que afirme, ya como base y presupuesto, esta monstruosidad inconsciente, que no es una cuestión menor: decir “un partido que defienda al Estado” es tanto como afirmar “un partido que no defienda a la Nación”.
Porque ésta, lejos de no se sabe qué apriorística “igualdad” abstracta y legaliforme, que es la noción que recubre la puramente formal “ciudadanía” estatal, tiene como fundamento real una Libertad, cuya captura monopolizada por el Partido, el que sea, es justamente lo que está diciendo la frase citada, a partir de lo cual ya no queda nada más que añadir.
Desde estos presupuestos, no se puede “hacer política”, todo queda viciado por la presunción apriorística de la abstracción del Estado como único Sujeto agente de la política.
Aquí se encuentra el meollo, lo más jugoso, de la profunda discusión casi constante entre Dalmacio Negro y Antonio García-Trevijano en los coloquios mantenidos en Radio Libertad Constituyente, que figuran entre lo más inquietante, apenas explicitado en el debate, del pensamiento de ambos autores: la pregunta, de vital importancia para nosotros, acerca de si es posible que exista la Política bajo las condiciones modernas en las que el Estado se ha acabado por atribuir toda posible acción política como monopolizador que es no sólo del Derecho, la Seguridad, la Fiscalidad, la Defensa y la Legislación sino también y, sobre todo, la Representación de la Nación, apropiada mediante la fórmula política (en el sentido de Gaetano Mosca) de los Estados de Partidos impuestos a los pueblos europeos desde la posguerra a nuestros días.
La contradicción entonces se relaciona con esta situación de hecho y de derecho: ¿puede ser la Democracia como Forma de Gobierno algo real y realizable allí donde el Estado se ha convertido en el único Sujeto político actuante en todas las esferas que anteriormente ponían en juego los intereses de una sociedad civil separada del Estado, tal como pareció conocerse y desplegarse en el periodo clásico del Liberalismo parlamentario?
¿No sería tal vez que ya entonces algo marchaba muy mal y el camino hacia la Democracia como Forma de Gobierno quedó cortado por la necesidad del sistema capitalista de objetivarse en la esfera política como Estado interventor, que es en realidad finalmente una de las figuras siempre posibles del Estado Total, pero en su vertiente o versión de naturaleza marcadamente antipolítica, antisocial y antinacional, según su innegable trayectoria de posguerra hasta la situación actual?
El Partido político estatal, o el instrumento maquiavélico de la obstrucción sistémica de la democracia formal y la libertad política. El único hecho, el fundamental y decisivo, el que define y determina la verdad de la absoluta identidad de todas las fuerzas políticas que «participan» del poder político constituido, desde ETA-Bildu hasta la CUP, ERC, Mareas, Compromis, Podemos, IU, PSOE, PNV, PdeCat y, por supuesto, PP, C’s consiste en que yo las financio a todas ellas porque son partes orgánicas del Estado, y en tanto que lo son, viven del Estado y sirven al Estado. Corporativa y profesionalmente son órganos del Estado, gremios de poder, parásitos del presupuesto. Y toda la masa de sus votantes vota lo Mismo, al Estado configurado por facciones oligárquicas del propio Estado.
Quien todavía se muestra rezagado en el puro conocimiento fenomenológico de este ser-así de la realidad política española, necesita recorrer un trecho muy largo para llegar, siquiera sea al umbral, de la idea de «democracia». Si un tipo que hace las listas electorales de su partido eligiendo a sus candidatos sale en la tele y de su boca cae obscenamente la palabra «democracia», tened por seguro que os toma directamente por gilipollas integrales, pues él mismo, por su sola existencia, es la más absoluta negación de toda idea de «democracia». Benditos los puros y los ignorantes, pues el Reino de la Oligarquía de partidos los reconocerá como suyos.
El Estado, como órgano, aparato, máquina o instrumento, no puede por su naturaleza misma de Administración jerárquica, ser «democrático», de ahí la horrorosa expresión «Estado democrático», que es como decir «Ejército democrático», «Policía democrática» y cosas así.
Ahora bien, si un partido político es «estatal», entonces, por definición, allí donde tal realidad empírica exista, no puede haber un sistema político «democrático», sino tan sólo un Estado autosuficiente basado en el reparto interno de cuotas de poder.
Para que exista democracia, un partido deber ser nada más que una agencia electoral que busque a los mejores y más competitivos candidatos y no que éstos, como Jefes de Partido, se impongan a sí mismos como candidatos ilegítimos a Jefes del Poder Ejecutivo.
Los hombres valen lo que su época les ofrece como campo de actividad creativa. Padezco el síndrome de una concepción esteticista de la Historia. Pedro Crespo, el protagonista de «El alcalde de Zalamea», esa tópica historia sobre el hidalgo español, no existió; la belleza de su contenido moral fue realizada. Pero los otros hidalgos, los verdaderos, que marcharon a América y no precisamente a sacudirse las migas de pan de la barba, sí existieron y algunos hasta rechazaron el contrato de vasallaje con el lejano rey español.
No hay progreso moral, sólo material. Y si hay progreso moral, éste se debe a las instituciones derivadas de un cierto «ethos» colectivo.
Lo comercial, que es el núcleo irradiador de la civilización, sólo cobra sentido histórico cuando es compañero subordinado del guerrero fundador de órdenes de vida. Fíjemonos en lo queda del Imperio británico y en lo que queda del viejo Imperio español. O en lo que los EEUU construyen en Iraq o Afganistán. Hay pueblos que crean nuevos órdenes de vida y pueblos incapaces de ello. Los regímenes políticos operan de la misma manera. El del 78 español es una forma suprema de destrucción de la potencia individual y degeneración de la potencia colectiva: yo soy testigo y doy testimonio.
No hay ningún progreso, sólo facilidades de vida para masas socializadas cada vez más inútiles y parasitarias. Con 5 millones de habitantes, una obra literaria como «La Celestina» era conocida, leída, escuchada, admirada y seguida por unas pocas decenas de miles de oyentes/lectores. Hoy con 47 millones de habitantes, cosas inmundas atraen la atención de varios millones. La diferencia es cualitativa, no cuantitativa, ni expresable en términos de oferta y demanda.
El siglo XVI era civilizado porque no existían todavía masas mercantilizadas; el siglo XXI es abyecto, en el plano espiritual, porque produce cuantitativa y cualitativamente más basura, de la que nada quedará en la memoria humana, a diferencia de «La Celestina».
El progreso es una droga para mentes infantiles, cerebros reblandecidos y hombres que temen llegar a serlo alguna vez. Nada puede hacer soportable la condición humana.
Que al ladrón no le corten la mano, no es un progreso, es que la sangre me impide hacer la digestión. Que al violador de mi hija no lo ejecuten en la horca, no es un progreso, es que yo no tengo estómago para verlo. Que el asesino de masas o en serie, no se le descuartice e incinere, no es un progreso, sino un espectáculo que me impide ver el partido de fútbol de las 21’00 de la noche… Mi sensibilidad me hace ser tan «humano» que he dejado embarazada a mi amante ocasional, y le voy a pagar un aborto en una clínica para gente VIP.
Progreso es el nombre que en la época científico-técnica se da a todo aquello que aleja a los hombres civilizados de lo trágico de su condición natural. Ni el automóvil, ni la lavadora, ni el avión, ni la electricidad, ni la tarjeta de crédito evitan que yo muera, sufra de dolor físico, me queje de mi frustración vital, sienta el amor como fuerza irracional fuera de mi control, vea cómo pasa el tiempo desbaratando mis fuerzas, en fin, la historia bien conocida de Buda, sabiduría que inspira la renuncia al progreso material, pues el espiritual no existe.
Por eso queremos la Democracia institucional, para que sea un campo liberado a la manifestación de las potencias creativas competitivas, es decir, para dar curso a otro poder ser libre y arriesgado, el que tal vez hasta podría conllevar «un progreso moral»… transitorio.