El ideal español de vida juancarlista. «Por ingresos, las clases medias parecen haberse reubicado en la Administración y en los pensionistas; el resto, se proletariza, vive en la precariedad o es carne de paro. Lo que explicaría en alguna medida que los segmentos más jóvenes aparezcan en las estadísticas como los grandes perdedores: todavía no han opositado y la jubilación les queda muy lejos». (Javier Benegas, «La conspiración de los burócratas», VOZ PÓPULI, 25 de Junio de 2016)
Esta situación se podría definir, con un poco de sentido del humor del que la política y su análisis está muy necesitada, como lo que yo bautizaría como el ideal de vida juancarlista, que los españoles inconscientemente han interiorizado y tomado como modelo: ser empleado público a perpetuidad, inamovible (como el rey), aunque, digamos, un poco corruptible (como el rey), irresponsable pero impune (como el rey) y luego jubilado a cuenta del resto (como el rey).
Pero sobre todo vivir de las migajas de las rentas de otros grupos más productivos (como el rey) y disfrutar de una larga ancianidad consumiendo la renta alcanzada (como el rey).
Quizás también tenga sentido la analogía con el hijo: de una sólida partidocracia con reparto siempre incrementado de nuevos fondos, cargos, regalías, prebendas y despojos varios, presidida por el Cazador Mayor del Reino (en todos los sentidos), el hijo (como los actuales «universitarios» desclasados, aunque casi siempre de clase media-alta) pasa a gestionar un régimen de partidos achacoso, «proletarizado» en sus interminables rondas de reuniones con jefes de partidos, con mucho más trabajo y, sin duda, con menores ganancias que las obtenidas por el padre.
No es lo mismo ser Rey en una Partidocracia versallesca que en una Partidocracia tabernaria y barriobajera.
Los incorruptibles corrompidos del Régimen del 78. El 15-M era el fruto de muchas causas y todas reflejo de la impotencia y la barbarie política en que se halla la sociedad civil española «mantenida» por el Estado, absorbida por los partidos.
La mano de ciertos servicios de inteligencia, españoles por supuesto, no estaba demasiado lejos en estos supuestos «acontecimientos» de «disensión pública masiva». Una de sus consignas («No nos representan») era la única que tenía contenido político, pero ha desembocado en la intensificación de la ausencia de representación a manos de ese instrumento de integración delictiva de jóvenes desmoralizados que es «Podemos», que en cuanto organización es una colmena de ambiciosos replicantes de sus mayores, más «profesionales» en la organización corporativa de la estafa.
Bajo otras condiciones, las de unos «ciudadanos» quizás más ilustrados, mejor organizados, pero al margen de los partidos, dirigidos a otros fines más explícitos, ese movimiento hubiera sido precursor de algo original.
Desde la «indignación», sentimiento infantil de niños mimados de la sociedad del bienestar que exhibe la contrariedad de no tener a mano todo lo que se desea, provisto por el Estado, es decir, mediante la explotación de sí mismos, nada puede construirse más que discursos sobre el demérito de los «de arriba». El indignado es el votante que no ha sido por completo seducido por el sistema. Éste le permite dedicarse a sus «funny games» de «chicos malos», como hacen en Madrid y Barcelona los apoderados de estos «incorruptibles».
Se ha repetido en los medios de comunicación que «Podemos tiene un buen diagnóstico, pero sus soluciones son malas» (en el sentido banal de «utópicas»).
La práctica real de este movimiento demuestra que no tenía ningún diagnóstico ni cosa parecida. Es «Régimen de 78» en su forma más acabada: «la conquista del poder» como un medio de emplear ese poder en beneficio propio de un grupo que sabe que las reglas son las de la impunidad. El ideal español de vida juancarlista, con bandera republicana tricolor, vacaciones pagadas y pensión completa de por vida a los cuarenta años, con ocho años de diputado. Viva la vida loca y me pongo a la clase obrera por montera: campechanía juancarlista.
Legislación, Representación, Estado. La sociedad civil española en cuanto mundo de las actividades profesionales y productivas está atada por el Estado a través de un tipo específico de legislación obstruccionista, puesta intencionadamente en marcha por unos gobernantes que obtienen mediante este simple procedimiento un “plus” de poder y un “plus” de riqueza, a costa de la “libertad” de libre iniciativa que ellos, los gobernantes, recortan, limitan, controlan, es decir, “normativizan”.
El poder legislativo que actúa de esta manera desde todas las instancias del Estado está en manos de los partidos que ocupan todos los cargos oficiales que permiten este “monopolio legislativo”.
La pregunta es: ¿el Estado legisla a través de los partidos o los partidos legislan a través del Estado? Planteado así, el asunto empieza a tener sentido, porque la potestad legislativa (como la ejecutiva, la administrativa y la judicial) está en manos de los partidos y el Estado es sólo su instrumento técnico, de donde se explaya su corrupción.
A partir de ahí surge la cuestión decisiva. No se trata de hiperproducción legislativa, que podría corregirse según una especie de “dieta” en la voracidad normativa. Esta es la solución fácil. El problema empezará a vislumbrarse correctamente cuando nos demos cuenta de que esa potestad legislativa no corresponde al Estado (los partidos) sino a la propia sociedad civil representada en una institución legislativa distinta y separada del poder ejecutivo del Estado. Es decir, el problema de fondo no es otro que el de la representación real de la sociedad civil al margen y fuera del dominio que hoy ejerce el Estado (los partidos) sobre la legislación.
No hay libertad de iniciativa en la actividad económica sin que la propia sociedad civil se haga cargo de la legislación a través de una forma de representación sin partidos estatales.
Reglas de juego y forma de gobierno. «Sistema democrático» o «democracia» política es algo de lo que nosotros los españoles no tenemos ni la más remota noticia en nuestra muy deteriorada Nación.
Si afirmamos esto, mentimos como bellacos: «La clase política se caracteriza por la utilización torticera de unas reglas de juego formales de distribución y separación de poderes con representación de la sociedad civil para su propio beneficio y no para el interés general».
Deberíamos analizar esta descripción de las reglas de juego del fútbol y extraer conclusiones sobre lo que es un sistema institucional real:
«Al equipo atacante siempre le estará permitido coger el balón con la mano (comisiones, prevaricaciones, malversaciones), derribar al portero en los «córners» (control de la Justicia), imponer faltas al contrario (denuncia de la corrupción ajena y negación de la propia), arrojar el balón fuera del campo, con lesión grave de los defensores, cuando el equipo contrario avance (modificar la legislación para favorecer a algunos), sacar los córners cuando le dé la gana (arbitrariedad de todas las decisiones administrativas)».
Nadie reconocería en esta descripción las reglas de lo que conocemos como el fútbol. El deporte descrito así sería otro muy distinto.
La idea de democracia y su práctica «se inventó» (pues no es más que un artificio del ingenio humano al que pueden atribuirse valores morales) para que una clase gobernante cualquiera no aumentase su poder de manera constante, sin control y en completa impunidad, separándose cada vez más de la sociedad civil, es decir, de aquellos a quienes gobiernan. Si no se dan estas condiciones tan simples, no hay ningún sistema democrático al que apelar. Habrá otra cosa, como en el ejemplo del fútbol.
Ambigüedad de la Modernidad española (1). La diferencia de la Modernidad española ha de evocarse al referirse comparativamente a otras antiguas naciones europeas en la fase de acumulación de capital previa a la industrialización (hegemonía del imperio comercial británico, calidad competitiva del «capital humano» alemán y gran organización empresarial ya desde el principio con predominio del capital industrial sobre el financiero
De esta consideración se deduce que el problema esencial en España ha sido éste en el plano de nuestra singular «economía política» nacional: el tipo de oligarquía española siempre ha absorbido capital en modalidades no creativas de valor y nunca lo ha puesto a funcionar si no es bajo la coacción de un poder político fuerte que la protegía y evitaba los riesgos competitivos (proteccionismo canovista, primeros monopolios estatales bajo Primo de Rivera, autarquía franquista, la fase autóctona de acumulación española de capital).
El capitalismo vasco y catalán son ejemplos memorables de esta coyuntura especial.
Ahora bien, como demuestra la Historia española de los siglos XIX y XX, la oligarquía económica nunca ha tolerado la formación de un verdadero Estado nacional y, por supuesto, mucho menos, la instauración de una «democracia» genuina.
Al respecto, la historia del franquismo es aleccionadora: no hay mayor falsedad histórica, desde el punto de vista de la pura sociología política, que atribuir al Régimen franquista una especie hipostática de unidad «nacional» de clase dominante.
La manera como se llevó a cabo la transformación interna del franquismo y como luego ésta se trasladó a las instancias del poder estatal con la Transición es la clave para entenderel funcionamiento el Régimen actual.
Si el poder informal de la oligarquía económica es el «Ello» del Régimen actual, los partidos y los medios de comunicación son el «Yo», ¿quién es el «Super-Yo»? (la lógica oculta del franquismo y el antifranquismo que aparece en todos los partidos como su núcleo de identidad, incluidos los nacionalistas).
Ambigüedad de la Modernidad española (2). Mi visión de la Historia española deriva de las conclusiones personales a las que llegué ya en la época en que estudiaba en la Licenciatura de Fiilología Hispánica la Historia literaria de los Siglos de Oro.
Por mi propia cuenta estudié sistemáticamente a algunos autores que me orientaron en una dirección muy determinada. La obra historiográfica de José Antonio Maravall me resultó muy fructífera en lo que concierne a la explicación del problema de cómo una sociedad tan dinámica como la castellana en un corto intervalo que apenas va de 1480 a 1530, capaz de crear un embrión del más perfecto y refinado Estado moderno y una cultura humanística de gran estilo, pudo llegar a finales del siglo XVI a una situación de postración extrema.
Últimamente, he tenido la oportunidad de leer la obra clásica de Leopold von Ranke sobre la España Imperial («La monarquía española de los siglos XVI-XVII») y en ella se puede comprobar cómo la concepción patrimonial del poder de los dos primeros Habsburgo en el contexto de un incipiente Estado moderno fue devastadora para la organización económica y política de la sociedad española, a lo que se añade la idea de la «Monarquía Católica» llevó a superfluos enfrentamientos interminables con los países que podrían haber sido potenciales aliados y socios comerciales.
En este sentido, el peso del catolicismo como ideología estatal en España en el momento de la Reforma y la creación de las Iglesias nacionales en otros países, junto al problema de la libertad de conciencia como núcleo de la evolución hacia formas de organizar el poder desde supuestos «individualistas», todo eso que no llegó a fructificar en la experiencia española de la primera modernidad, ciertamente ha marcado el devenir con unos rasgos indelebles que aún perduran.
«Derecho a decidir». El derecho a decidir sobre la Nación ya hace tiempo que ha calado entre una población española embrutecida por décadas del bárbaro concepto del «derecho a decidir sobre el propio cuerpo» (legitimación moral del aborto desde los supuestos de la teoría del individualismo posesivo, asumidos por la «izquierda más radical» y el feminismo antipatriarcalista: ejemplo de que aquí todos los gatos son pardos y todos cazan ratones).
Lo que el cuerpo es para la mujer identificada con el cuerpo propio, es decir, su propiedad absoluta, como si fuese un bien exterior apropiable individualmente, eso mismo es el territorio, la lengua y la población para el nacionalista sin Estado: un bien apropiable mediante decisión «colectiva» incondicionada.
La producción de la Nación es previa a su fecundación por el Estado, como la producción del óvulo es necesaria para que el espermatozoide lo fecunde. Estamos en la fase del parto.
Los españoles aceptan lo que sea con tal de no tener que enfrentarse al espectro de su propia imagen degradada en el espejo de la Calle del Gato. El poder sabe que puede contar con la adhesión por confusión y cobardía de millones de súbditos: su ignorancia juega a favor de este oligopolio patrimonial encastillado dentro del Estado.
Despotismo y eunucos. Si el centro de gravedad político se sitúa en personas, que no personalidades, detrás de las que no hay absolutamente nada más que clientelas de gentes de aparato de partido y demás hacedores de comisiones y sueldos vitalicios, hablar de política en poco se diferencia de los chismorreos de las esposas y amantes legales del Gran Sultán de la Puerta de Oro.
Analogía brutal pero certera.
Habladurías de eunucos y personal de serrallo, todo el material humano que puede encontrarse en la desertizada vida pública española: esta noche el Gran Sultán no logró satisfacer a sus tres primeras esposas, es decir, el futuro repartidor de las gracias y mercedes todavía no ha alcanzado el punto más allá de la inercia para integrar «en su proyecto personal de país» (aquí risas y aplausos de la «claque» gentilicia, vivaqueando entre las hogueras de las vanidades y los juegos de dados a que se entregan los patricios del compra y vende accionarial…) a los jenízaros de la Corte y otros chambelanes del presupuesto.
El PP es esa misma Corte en la que el rey casi difunto, o al menos con cara de estarlo pronto, ameniza las horas de espera antes de la feliz nueva con juegos de carta astral sobre el signo del nacimiento del heredero/a, ubicua práctica en todos los despotismos con o sin partidos estatales.
El modo como el pueblo de estos regímenes abyectos y serviles se comporta antes sus gobernantes veleidosos responde a los propias reglas opacas de funcionamiento de ese poder despótico: cálculos azarosos de príncipes y princesas desleales, futuros asesinos del hermano o el padre yacente, apuestas populares sobre los colores vencedores de las cuadrigas bizantinas, aquí con más certeza de ser animales semovientes los que agitan, al compás de la trompetería circense y de los vítores encendidos de bajas pasiones, sus cansados miembros de futuras bestias de carga, y carne de matadero en que pronto se convertirán: elecciones.
La pasión pornopolítica. Que yo sepa, nadie, salvo quizás los intelectuales vinculados a la Escuela de Frankfurt, han intentado describir la realidad política, la realidad del poder, a partir de conceptos procedentes del campo de la psicología freudiana. No me refiero a la psicología de masas de Freud revisada por Reich, Marcuse y otros, sino al tema más fundamental del principio de realidad y el principio de placer aplicado, no a la psique individual sino colectiva, en los términos de la expresiva reacción a los estímulos que el poder político les lanza a las masas.
Es una variación, vía Sade, del principio de la servidumbre voluntaria. No creo que exista tal cosa, para vamos a proceder «ex hypothesi» como si existiera.
La España actual está por completo sometida a un «principio de placer» que consiste en alimentarse de ficciones apaciguadoras, invenciones «ad hoc» para satisfacer todas las pulsiones y pasiones, encubriendo la realidad profunda de la corrupción integral con fracciones cinematográficas de su proceso, encuadres y planos aislados.
Se obtiene tanto más placer cuanto mayor es la percepción de la corruptibilidad infinita del Régimen.
Se adquiere tanta mejor conciencia cuanto mayor es la capacidad de tolerancia a lo intolerable.
El placer extraído de estas condiciones de adversa apariencia es el placer sadomasoquista con que se le exprime el jugo a cada pequeño detalle de un plano pornográfico por parte de los aficionados inconfesados a este tipo de espetáculo.
En la política, en nuestra pornopolítica de sesión continua, el público experimenta un secreto placer en la abyección colectiva, un regocijo secreto en cada declaración judicial, proceso penal, imputación o sentencia, verdaderas formas de lujuria y codicia imaginativas ante la corrupción de la clase política.
La repulsión y la atracción son lo mismo cuando la obscenidad manda y tiene el poder, incluso el de juzgar.
Es un misterio inexplicable, pero ya los italianos llegaron hasta este punto, e incluso perseveraron en él cuando depositaron su confianza en un gran corrupto empresarial, lujurioso extremo en su vida privada y asiduo pornógrafo, Berlusconi, que hasta invitaba a jefes de Estado y gobierno a sus orgías de terapia grupal.
En este contexto, no podemos apelar a un principio de realidad inverosímil: tras tantos años de irrealidad, es decir, de habernos dejado sobornar colectivamente por los fraudes con que un principio de placer pornopolítico nos ha administrado sus adormideras y sus escenas de cópulas ideológicas incestuosas, ya es tarde para tomarse en serio la «lucha final» con que otra vez, nuevamente, se nos invita a perseverar en el error de buscar a tientas una realidad del poder para la que ya no tenemos instinto ni pasión.
Nuestras pasiones son domésticas y rutinarias, las que sólo nos proporcionan el placer estéril pero vivaz de contemplar, como mirones tras los visillos, la corrupción ilimitada de nuestros gobernantes, un poco como se expía a la vecina nueva y prometedora antes de abordarla en el ascensor.
Uno se desinhibe de la monotonía conyugal imaginando los futuros escalofríos de placer extraconyugal que todavía están por llegar.
Se vota por las mismas razones desinhibitorias y procaces y en eso consiste toda la «democracia» actual.