Hay dos factores, conocidos desde que existe reflexión sobre la política como actividad humana esencial de la más alta consideración y estima (es decir, desde los griegos y los romanos) que condicionan la necesaria evolución de todo régimen: hacia dentro, la distribución interna de la riqueza entre los distintos grupos sociales; hacia fuera, su capacidad de resistencia frente a enemigos o su capacidad de expansión hasta los límites de su fuerza.
Me parece que los síntomas que se observan en la superficie de la vida estadounidense, hacia dentro y hacia fuera, permiten aventurar la hipótesis de que su sistema político, después de 230 años de duración, ha evolucionado hacia formas que se «mimetizan» desagradablemente con las partidocracias europeas, aunque sin su obscenidad hiper-estatalista.
El peso de la riqueza y de la púrpura nunca han sido buenos compañeros de la necesaria igualdad política que subyace a la democracia formal. Los Padres Fundadores no se reconocerían en lo que ya es un engendro abortivo de oligarquía y plutocracia sin límites internos ni externos. Hasta hace poco yo era visceralmente antiestadounidense en todos los sentidos: cultura de masas, Hollywood, política exterior y un cierto desdén hacia la política interior de ese país. Esta visceralidad era más bien un poco impostada, porque siempre he tenido la sospecha de que EEUU es una especie de doble o gemelo de Europa con un porvenir por delante que nosotros no tenemos como naciones históricas y como civilización.
Quizás actúa el resentimiento del europeo revenido, achacoso, casi senil que hay en el fondo de cada uno de nosotros ante la gratuita arrogancia del espíritu salvaje, ingenuo y todavía no maduro del «populus» o «people» de EEUU. Aunque también existe la posibilidad mucho más inquietante de que nuestros herederos del otro hemisferio padezcan, por herencia genética paterna o materna, la misma predisposición al fracaso y al deterioro, al hastío y la melancolía sobre un destino ya finiquitado.
Hasta que hace poco el encuentro con la obra de Trevijano me lleva hasta los orígenes ideológicos y políticos de EEUU en busca de las fuentes de la «democracia representativa» y la «República presidencialista» y desde no hace mucho he empezado a interesarme por la cultura más elaborada de este extraño país, de este planeta para el que no tengo categorías muy perfiladas, a pesar de que he leído cosas de tipo sociológico y literario para conocer mejor los EEUU actuales.
Me parece que los neoconservadores estadounidenses viven a expensas de lo que han pensado otros con mayor profundidad (sobre todo los alemanes), porque han pasado antes por las necesidades de crear un «nuevo orden del mundo», una «pax universalis», una «pax augusta o constantiniana».
La contradicción de los estadounidenses consiste en aquello mismo que los hace fuertes: no pueden «exportar» hacia fuera la libertad política colectiva (es decir, su forma de democracia formal) pero tienen que fingir su simulacro y ahí están enredados sin salida posible. Por otro lado, sus propios límites interiores y el control interno del poder político, les impide realizar fuera de sus fronteras una genuina vocación imperial forjadora de Estados auténticos o de «provincias imperiales» y gobernarlas como lo hicieron con el resto del mundo los europeos hasta 1945. El fin del protectorado militar estadounidense de Europa, como la retirada de las legiones romanas de Britania, promete procesos extraños y desusados hasta aquí.
Y no obstante hemos de volver sobre el sentido de la democracia a partir de la victoria de Donald Trump en noviembre de 2016. Explicaciones causales en política son deseos revestidos con la conjunción “porque” y poco más: un rito de paso, un conjuro de exorcismo, una acreditación de desconocimiento. Ahí apenas alcanzamos el nivel del puro pensamiento mágico.
Han proliferado “interpretaciones” causales de la victoria de Trump, pero casi nadie analiza a su vez el fondo ideológico de estas interpretaciones. Interpretar elecciones es un poco consultar las vísceras de las aves, como hacían los augures romanos cuando el cónsul debía tomar una decisión importante. Incluso cuando la decisión es personal y trata de un asunto trivial podemos estar seguros de que apenas sabemos de verdad por qué decidimos esto o lo otro. En caso contrario, decidir sería lo más aburrido del mundo, como sucede en las “elecciones” españolas, precisamente porque nunca se decide nada, salvo quizás los 4000 nombramientos que salen en el BOE.
Cuánto más complejas serán las decisiones colectivas. Las elecciones auténticas son decisiones colectivas sometidas al principio mayoritario. En España nada podemos decir sobre esto, porque jamás nos han dejado elegir nada, por lo que tampoco hemos podido decidir nada y ni siquiera tenemos principio mayoritario sino proporcional. A nosotros todo se nos da ya hecho, listo para llevar en el paquete “partido estatal” (también en el sentido en que se dice “este boxeador es un paquete”…y aquí tenemos todo un campeonato de ellos).
Entre las interpretaciones sobre Trump, dos son las más conspicuas.
Una de tipo mecanicista, economicista, la que hace recaer en los efectos de una “globalización” un tanto misteriosa la causalidad de un imaginado “desclasamiento” de sectores sociales afectados por un fenómeno incomprendido, incluso y sobre todo por aquellos que lo soportan, como si la reacción y su traducción política fuera automática en la línea conductista estímulo-respuesta. La misma que se ha dado a los “populismos” europeos de derechas y a Podemos. Por otro lado, la misma que retrospectivamente se emplea para el fascismo y el comunismo de los años 20-30: causalidad ubicua y transtemporal, por lo tanto, doblemente mágica, es decir, inútilmente elástica.
La segunda interpretación, más elaborada, más psicologista, más moralista también, y más “verosímil” (que no verdadera) es la que desarrolla este artículo, hasta cierto punto ingeniosa. La elección de Trump sería “una reacción antiaristocrática” de una parte de la población harta de una corrección política sentida por ella como una especie de vejatoria vuelta a un sistema social de privilegios, esta vez estatuidos por la proliferación de los criterios de la llamada “discriminación positiva”, en contra de un sentimiento casi fundacional de libertad e igualdad civiles característicamente estadounidenses.
Verdaderamente es una interpretación cuasi-tocquevilliana, digna del refinado observador francés. Habría que preguntarse si las premisas no están invertidas.
Pero que Trump sea el consecuente de este antecedente sentimiento de igualdad civil ofendida por la desigualdad de trato gubernamental impuesta como artificial ideología de ingeniería social desde arriba es una hipótesis seria y digna de crédito. Ahora bien, la contraria también podría serlo, bien mirado por otro lado.
Quiero decir: que Trump sea el síntoma de una firme voluntad de conservar otra forma de desigualdad, la que procede naturalmente desde esa misma sociedad civil frente a la forma de igualdad o desigualdad impuesta por la lógica del Estado, siempre uniformadora en un sentido o en el otro, y a veces, en ambos a la vez, como en la España actual.
Lo que demostraría que la dialéctica entre lo público y lo privado sigue viva en EEUU gracias a su sistema político, a diferencia de lo que ocurre en las sociedades europeas, donde esa ingeniería social no puede recibir respuesta desde una sociedad civil que no está representada en un poder legislativo autónomo ni elige un poder ejecutivo directamente.
En todas las interpretaciones se omite el hecho diferencial estadounidense, que es el que permite entender las elecciones presidenciales y sus resultados, incomprensibles para la mentalidad partidocrática dominante.
Piénsese un poco en esto: la pasión extraña por Trump y la atonía española con Rajoy en estos días otoñales en que se forma un gobierno sin proyecto, sin estima pública alguna, sin destino ni vocación de nada, sin voluntad o atisbo de vida inteligente; considérese lo intrincado de la lucha presidencial en EEUU y el enfalograma plano de la pseudocompetición española que ni prolongándose un año entero ha logrado entusiasmar a nadie. “Pasiones de servidumbre” españolas llevadas al límite estoico de la paciencia.
EEUU fue una verdadera república federal y por tanto desde sus orígenes se conservó esa forma de elección indirecta por colegio electoral de cada Estado («voto electoral»), como medio de conservar quizás una última ficción de soberanía y relación igualitaria entre Estados antes independientes, con su contribución propia a la formación del poder ejecutivo federal.
Es, sin duda, una forma tradicionalista que, con toda evidencia, no modifica el principio de la elección de un poder ejecutivo separado y esa es la clave de su legitimidad, no el mucho más deseable principio mayoritario de la pura elección directa a doble vuelta con circunscripción nacional única, que técnicamente es superior a este procedimiento electoral, que, repito, se debe al origen federal del poder ejecutivo estadounidense y al rechazo de los constituyentes estadounidenses a formas de elección directa para este poder ejecutivo. Hacia 1787 no era imaginable una circunscripción electoral única porque EEUU no era un Estado-nación centralizado sino un simple Gobierno para diferentes Estados integrados en él sin enunciar a su autonomía tanto legislativa como administrativa.
Da igual cómo se decida el principio mayoritario a posteriori, siempre que la elección no esté filtrada por listas de partido o por candidatos autoimpuestos sin competición real dentro de su propia facción ideológica.
Por otro lado las elecciones presidenciales, no se relacionan con un principio o «sistema representativo», que es el que corresponde al poder legislativo, es decir a la representación de la sociedad civil como pluralidad de intereses y valores, y siempre con sistema electoral mayoritario.
Las elecciones presidenciales, es decir, al cargo de jefe del ejecutivo y de la jefatura del Estado no son «representativas», porque el poder ejecutivo, que se inviste de un cargo puramente estatal y de naturaleza político-administrativa, no tiene la cualidad de ser «representativo» sino puramente electivo.
Si se critica el filtro de los votos electorales estadounidense, piense en lo que significa votar a un candidato a Presidente de Gobierno que se coloca como número uno en la lista de su partido hecha por él mismo para una sola circunscripción provincial (Madrid) y sin competir con nadie en su partido para tal candidatura, asegurándose a la vez un acta de diputado por la que tampoco tiene que competir realmente con nadie para lograr salir «elegido». Gran ejemplo de «democracia» y procedimiento transparante y de buena fe democrática.
Sumar votos a listas de candidaturas de partido como el que factura latas de conservas todas iguales no tiene nada que ver ni con la elección ni con la representación: son puros plebiscitos o ratificaciones de listas precocinadas, procedimiento necesario para poder legitimar la confusión de los poderes ejecutivo y legislativo en manos del jefe de partido de la lista más votada.
La llamada «democracia de partidos» europea tiene de «democracia formal» lo que un avestruz de ave voladora o lo que un tiburón de animal de compañía…
Trump es efecto y consecuencia de la posibilidad real de ejercer la libertad política colectiva de elegir gobernantes.
Incluso cuando todos los grupos de presión estadounidenses, cuyas inspiraciones euro-partidocráticas son cada vez más descaradas y presuntuosas, se muestran como lo que realmente son: las instancias que emplean la libertad política colectiva de que gozan los estadounidenses para acabar con ella, a instancias de su modelo europeo.
Quien afirma que el elector estadounidense es ignorante, ése desconoce todo aquello de lo que habla. Más le valdría leer más y quejarse menos de lo que ignora. Menos Gran Wyoming y más Tocqueville. Quien declara elogiosamente lo que hacen los votantes españoles del social-fascismo faccionario en todas y cada una de las convocatoria, ése, sobre todo ése, debería recibir una buen tunda de… amonestaciones verbales y escritas.
Precisamente porque este tipo de elección presidencial está más allá de las reglas de juego de los partidos, incluso de unos partidos que nunca son, ni han sido, como los europeos continentales, de naturaleza íntegramente «estatal», como manda la herencia totalitaria socialfascista que nunca nos hemos sacudido los europeos y todavía menos los españoles, que la tenemos grabada hasta en los menores gestos de nuestra vida cotidiana como actos reflejos y casi siempre fallidos.
Dejemos de ser políticamente correctos y llamemos por su nombre lo que nos oprime en España de una buena vez: no «consenso socialdemócrata» sino «dominación socialfascista» o despótica del Estado de Partido. No caigamos en la trampa para idiotas de creer que hay varios «partidos» distintos. Aprendamos a leer el inconsciente político partidista, el verdadero programa común que los funcionarios oclócratas no exponen a la opinión más que cuando acuerdan secretamente lo que les conviene.
Este tipo de elección presidencial permite que una parte de la población pueda ejercer un derecho del que carecemos en Europa y de manera exasperante en esta España de cartón piedra que trasmiten las informaciones, los telediarios, los artículos de opinión y las obtusas declaraciones de los funcionarios incultos y corruptos del Estado-Partido.
Uno no se explica por qué se hacen elecciones, si el reparto de cuota electoral se podría hacer por sondeos de opinión prefabricados, como los de CIS, y con menos riesgo para el Estado de Partidos.
Este último año electoral weimariano, aún no resuelto y que plantea disfunciones profundísimas que tampoco son ya resolubles con las fórmulas canónicas de este régimen (Rajoy y el PP son la fórmula dilatoria de lo irresoluble, como se va a ir comprobando a medida que avance este «tsunami» trasatlántico que ojalá alcance niveles de gran violencia simbólica contra las creencias y convicciones dominantes), ha mostrado justamente aquello de lo que más carecemos y lo que en verdad más necesitamos: la posibilidad de librarnos de los partidos del Estado para elegir gobernantes directamente.
Veríamos entonces qué pasaría con esa «mayoría silenciosa» que no se manifiesta y que en buena parte está constituida por lo mejor y lo más sano de la sociedad española.