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La idea moderna de «Democracia», si es algo más que una palabra ya vacía, ha girado de manera atormentada sobre una tesis metapolítica: una reflexión sobre la naturaleza del hombre que, sin duda, tiene un lejano origen «cristiano» en el sentido preciso de cierto agustinismo político: la ciudad terrena (el Estado, el poder político) forma parte del estado de pecado en que se encuentra el hombre tras la «Caída». Todo lo más que puede hacerse por él, además de prestarle el auxilio de la Gracia, dentro de los límites de su natural pecaminosidad, es limitar el carácter «soberbio» del poder de unos hombres sobre otros.
En este sentido, «la democracia» (que en cierto modo viene a sustituir en el plano instrumental-secular la eficacia de la Gracia administrada por la Iglesia) es un modo de controlar ese carácter «soberbio» de todo poder, sobrepotenciado desde el momento en que pasó a estar completamente monopolizado por el Estado moderno y contemporáneo.
El liberalismo clásico, al afirmar la exigencia constitucional de que el poder, en sí mismo «ilimitado, despótico, tiránico», sea limitado, controlado y distribuido (separado, no sólo funcionalmente sino, de modo decisivo, «en origen») se hace eco de aquel modo agustino de entender la naturaleza de lo político bajo unos determinados presupuestos antropológicos, cuya probable verdad, me parece, es de orden empírico, además de teológico (estrato que el liberalismo político obvia, pero del que depende en este asunto fundamental).
Cuando digo que la democracia es un mito, un concepto ideológico, polémico o dialéctico, me refiero a todas las concepciones erróneas que proceden de Rousseau-Sièyes, incluso cuando sus defensores ignoran esta fuente.
Me refiero también al uso abiertamente polemológico que se hace de la palabra cuando se opone primero a fascismo y luego a comunismo con el único propósito de limpiar la cara a una oligarquía que en ciertos aspectos no difiere mucho de los sistemas de poder inspirados por los «autoritarismos» y «totalitarismos». La idea de democracia y su práctica «se inventó» (pues no es más que un artificio del ingenio humano al que pueden atribuirse valores morales) para que una clase gobernante cualquiera no aumentase su poder de manera constante, sin control y en completa impunidad, separándose cada vez más de la sociedad civil, es decir, de aquellos a quienes gobiernan.
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Lo que casi nadie dice es que lo que se llama “democracia” en sentido estrictamente político es sólo una forma histórica muy concreta y muy precaria, por su misma naturaleza, de legitimar la suprema diferencia que hay en toda sociedad organizada a partir de un alto grado de civilización técnica y material: la asimetría injustificable, y siempre productora de conflictos, entre gobernados y gobernantes.
Para Jacques Rancière, en su libro “El odio a la democracia” (2000), un notable teórico francés actual de la política, enfrentado aquí simultáneamente al maximalismo igualitario de la izquierda socialdemócrata y al “republicanismo” conservador y elitista de la derecha, en el contexto de la política partidista francesa del presente, el gobierno democrático implica un violentísimo hiato en la historia de las formas de dominación según la ya “clásica” tipología weberiana, por lo menos en el sentido de que es la única forma de dominación históricamente conocida que carece por completo de fundamento y legitimidad derivados, o derivables, de las condiciones sociales que distribuyen el buen nacimiento, la riqueza, la fuerza y el saber, las únicas fuentes, así reconocidas de modo universal, de legitimidad para el ejercicio del poder sobre los hombres.
La democracia sería entonces la forma de gobierno de los hombres cuando éstos ya no pueden alegar para ejercer el poder sobre otros hombres ninguna superioridad procedente de un ámbito “prepolítico” (“social”, en el sentido de la “sociedad civil” del liberalismo clásico).
Una anomalía histórica en buena medida derivada de la división del trabajo que conlleva el capitalismo, al que corresponde una profesionalización funcional de cada ámbito separado. Sólo la sociedad capitalista contemporánea ha separado la dominación económica y la dominación política en clases funcionales distintas. De ahí se derivan no escasos problemas de comprensión de muchos fenómenos históricos contemporáneos. La tendencia a la oligarquización y al «saber experto» tienen su razón de ser ahí.
En este sentido, Platón llevaría razón y sería realmente el fundador de la cuestión política por excelencia que ha quedado siempre sobreentendida en todo el discurso filosófico sobre la política, aunque las respuestas y soluciones hayan sido muy variables: ¿quién puede y debe gobernar?
Hoy, en efecto, llegamos al punto de inicio, es decir, retornamos al “arché” de nuestra historia.
La “democracia” actual (parlamentaria británica, presidencialista estadounidense y de partidos estatales en Europa continental: extraña tríada de manifestaciones ¿derivables de qué principio común?), tal como la opinión hegemónica la concibe, la vive, la asume y hasta la critica, no es una forma degenerada o decadente de una hipotética pero muy poco probable “democracia ideal”, perfecta en su género: es, ni más ni menos, que la propia realización, hasta sus últimas consecuencias lógicas e históricas, de la democracia según su concepto puro, porque hoy, efectivamente, es un hecho consumado que sólo los que carecen de títulos reales de cualificación son los elegidos por el sorteo procedimental del sufragio universal y la formación aleatoria de mayorías, a su vez nada cualificadas, ya sean observadas colectiva o individualmente.
Reproduzco la tesis de Rancière referida a la democracia griega, a la «isonomía» que se extendió e impuso después de la caída de los últimos tiranos y la marginación de las antiguas aristocracias griegas como condición para el surgimiento de la «demokratía» del modelo ateniense, que por otro lado, hacia el 400 a.C, en el tiempo de Sócrates y Platón, era ya de hecho una pura «oclocracia».
En el mundo moderno, en realidad, no ha habido ninguna experiencia ni remotamente semejante, excepción hecha de los colonos americanos liberados del dominio parlamentario inglés, que fundaron la única «democracia representativa» en forma de República presidencial con estructura organizativa federal. Las experiencias históricas son singulares, no admiten categorizaciones a posteriori ni «tipos ideales» weberianos.
La base histórica real de la «demokratía» griega era un tipo de igualdad de participación en la vida pública y en las decisiones colectivas legitimado a partir de un servicio militar que igualaba civilmente a todos: todos eran «hoplitas», soldados en armas de modo permanente, y por tanto se podían definir como «polítai», es decir, ciudadanos en tanto que conciudadanos igualados en la lucha por la patria común («la polis») y así mantenidos en una relación ampliada de «amistad» civil entre todos los miembros activos de la ciudad y su ideal de «vida buena y bella». Pero esta «demokratía» griega era una sociedad amistosa de pequeños «propietarios», pues todas las demás categorías sociales estaban excluidas, incluida la aristocracia más rica por el expeditivo medio del «ostracismo», que se aplicaba generosamente.
Es algo que siempre se omite y que sin embargo constituye la gran singularidad griega frente a otras organizaciones de los pueblos de raíz indoeuropea o «aria»: la «isonomía» griega tiene raíces militares, la defensa común es la que otorga la igualdad de estatuto político.
Y eso presupone el despojamiento de sus funciones guerreras dirigido contra los «aristoi» o «eupátridas» (la aristocracia guerrera que en todas las sociedades de origen indoeuropeo es la única clase de «hombres libres» con derechos políticos y civiles).
En el mundo moderno toda esa configuración cambia profundamente desde el momento en que son «las clases de la necesidad» económica en el ámbito de la sociedad civil (burguesía capitalista y clase trabajadora) aquellas que protagonizan el proceso histórico real.
¿Es posible entre estas clases «productoras» ligadas al trabajo y a la acumulación de capital alguna forma de «libertad política colectiva»? La experiencia histórica desde la Revolución Francesa muestra muy ampliamente que no. Bajos las condiciones modernas de vida y reproducción de la vida económica y social, «la democracia» es el nombre de todos los despotismos imaginables. En contra de Trevijano, la tesis de Tocqueville sigue siendo la única verdadera.
En el siglo XIX, los pensadores burgueses más atentos a la lógica secreta del acontecer ya se dieron cuenta de que la nivelación social y cultural, que entonces era lo que se definía como «democracia» (y la izquierda sigue creyendo en esta verdad contenida en la propia crítica burguesa de la evolución moderna) sólo conducía al despotismo en su versión inédita más cruda, porque paradójicamente se basa en libertades negativas otorgadas a las clases de la necesidad. De ahí jamás surgirá la libertad política colectiva, como ha mostrado toda nuestra historia contemporánea.
La «solidaridad nacional de clases» pudo producir un efecto estereofónico de alta definición en la imaginación utópica de esa posibilidad de una «democracia política». Hoy ni siquiera eso es ya posible, dadas las condiciones del multiculturalismo occidental: sociedades de ilotas y metecos, en las que los «autóctonos» apenas pueden reaccionar más que mediante inútiles soflamas xenófobas que sólo muestran impotencia, miedo, desorientación y rencor contra sí mismos.
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Este juego sobre la palabra “democracia” apesta. Todo se confunde con una intención aviesa. Democracia cultural, democracia material (social), democracia política (formal) son cosas muy distintas y ninguna presupone como condición a la otra.
Siempre la crítica cree dirigirse a la democracia política, pero todos los argumentos giran sobre la democracia cultural (pérdida de los rangos de cultura) y social (igualación de los rangos sociales), la misma que las mejores cabezas ya vieron venir en el siglo XIX, con otro nombre: “nivelación”.
Ahora bien, la democracia política no implica la pérdida de los rangos culturales y de los rangos sociales, sólo implica (y en ese adverbio restrictivo «sólo» hay una revolución siempre latente, la verdadera revolución nunca empezada y por tanto nunca acabada) la igualdad en el plano político colectivo, condición sin la cual no existe «libertad política colectiva» (que se confunde penosamente con el derecho de voto y ahí expira y se agota para muchos).
Lo difícil es conciliar «libertad política colectiva» con el moderno principio estatal de monopolio de todas las funciones y competencias públicas.
La crítica neoconservadora confunde los dos tipos de democracia (de un lado social y cultural, de otro política), lo mismo que la izquierda es incapaz de concebir la democracia política como algo distinto de la democracia social o material, ya que todo su poder y legitimidad histórica se basan en hacer pasar la una por la otra.
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Se reivindica modestamente la “igualdad política” como fuente de libertad política, peo hoy el horizonte crítico es muy limitado y confuso.
Observemos bien que de derecha a izquierda oficiales en los territorios deforestados de depredación partidocrática se niega sin tapujos ni medias tintas esa “igualdad política” bajo todo tipo de argumentos: la inmadurez, incultura, masificación de las poblaciones.
La inmadurez, incultura, masificación de las poblaciones, suponiendo que sea una descripción cierta (y yo no lo creo, porque es más bien un efecto inducido que da lugar a un reflejo deformado de las propias poblaciones en el espejo de un poder cada vez más absorto en su propia imagen), en todo caso sería responsabilidad de las mismas instituciones que se legitiman con el discurso de la democracia realmente inexistente.
Luego aquí hay una notoria contradicción: un poder que se dice “democrático” pero desprecia la fuente de su legitimidad (la gente es irresponsable, ignorante y sobre todo muy peligrosa si se siente «libre» para elegir, suponiendo que haya algo que elegir o la dejen elegir).
En cierto modo, en el plano del discurso y de los hechos, asistimos a un orden de contradicción que sería muy falso delimitar y constreñir en una mera diferencia de opinión entre unas élites cegadas y unas poblaciones enceguecidas a propósito de cuestiones generales o muy concretas.
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«La democracia» en Europa se manifestó en primer lugar como el resultado de un conflicto en torno al principio representativo entre las oligarquías políticas que se establecieron en los regímenes parlamentarios o «gobiernos representativos» con sufragio censitario hasta mediados del XIX frente a todos los grupos sociales relegados, «no representados».
La fecha clave es 1848, no 1789. A partir de las revoluciones de entonces, confluyen tres movimientos ideológicos frente al «liberalismo» de la gran burguesía: la corriente «democrática» (confundida con un vago republicanismo), la corriente «socialista» (con una gran variedad interna) y la corriente «nacionalista» (en Alemania, Italia y las pequeñas «nacionalidades» incluidas en Estados ya consolidados.
La confusa articulación de estas cuatro corrientes ideológicas (liberalismo de una parte de la gran burguesía, democratismo en sentido histórico-sociológico de los estratos pequeñoburgueses y/o campesinos en vías de desaparición, socialismo de los grupos proletarizados, nacionalismo como ideología neutra que es el punto de encuentro de las demás tendencias hasta la aparición del comunismo y el fascismo, que ocasiona su reagrupamiento y difuminación) determina el concepto ideológico de democracia en Europa hasta el periodo de entreguerras.
En ese momento, «democracia» es tan sólo «parlamentarismo» en la autocomprensión de sus ideólogos y de sus críticos. Desde el marxismo y el bolchevismo se habla de «democracia» burguesa o formal para referirse a «parlamentarismo». En el periodo de los 20 y 30 lo que se produjo fue la crisis de este modelo oligárquico, el parlamentarismo, que hizo ingobernable casi todos los regímenes europeos. Tras la derrota del fascismo, los Estados europeo-occidentales bajo hegemonía estadounidense se encontraba desfondados desde todos los puntos de vista.
En el ámbito político, el vacío dejado por el parlamentarismo fue compensado por la instauración de los Estados de Partidos, cuyo modelo se extendió bajo dirección ideológica «socialdemócrata» (de ahí la espontánea identificación, sólo excusable en el pueblo poco ilustrado, entre «democracia», es decir, régimen parlamentario como vacua cobertura institucional del dominio de los partidos estatales, y «Estado del Bienestar»).
A partir de ahí, la operación ideológica de construcción del mito ha sido sencilla: se ha asimilado universalmente «Estado de partidos» con democracia y ésta, gracias al prestigio del régimen estadounidense, a su vez caracterizado como la «verdadera democracia» (lo que históricamente es cierto para la Constitución de 1787 pero no para el Estado Imperial en declive de hoy), ha permitido que todo el mundo confiese su fe en un mito y participe en un rito que no es nada más que una construcción polémica, que, como todo concepto político, se alimenta de constituirse como inversión de su enemigo: primero, contra el liberalismo clásico, luego contra el fascismo, más tarde contra el comunismo y ahora contra el «islamismo».
Fuera de estos contextos dialécticos de carácter histórico coyuntural, la palabra «democracia» no significa absolutamente nada.
En el pensamiento político más lúcido del presente, el de Trevijano, «democracia» sólo significa algo en relación con «oligarquía» (en el preciso sentido de una dominación fundada en la falta de representación, los partidos estatales, el sistema proporcional de listas, la indivisión de poderes, etc). Por último, la democracia como concepto ideológico, nada tiene que ver con los derechos y libertades individuales, que son parte lógica del liberalismo clásico individualista, ni con la igualdad material redistributiva postulada por la socialdemocracia.
El enfoque según el cual «la democracia» EXISTE pero resulta «pervertida» es el discurso del poder NO DEMOCRÁTICO.
EEUU es desde su origen una sociedad que se vive a sí misma como espacio de realización de una concreta libertad, cuya experiencia sería inútil buscar en Europa. Europa es el espacio de realización del Estado y de su idea, no de ninguna concreta libertad.
Leamos a Hamilton y a Madison en los textos de «El Federalista» y veremos dónde están las diferencias entre dos mundos políticos. Nuestra «democracia europea» es la tristísima herencia del parlamentarismo, la lectura de Rousseau hecha por el abate Sièyes, la tradición del Estado Administrativo napoleónico y la experiencia del partido estatal absoluto del fascismo.