APUNTE PARA UNA TEORÍA CONFLICTUAL DE LA CONSTITUCIÓN (2016)

Siempre que se producen cambios de sistema político, forma de gobierno o régimen hay que tener en cuenta los factores que intervienen pero sobre todo los fines que se persiguen. Hay necesidad de una teoría cuya práctica sea hacedera.

El fin que persigue la teoría es la libertad política colectiva (representación personal, separación de poderes del Estado, o mejor, independencia de poderes) y el fin que persigue la práctica coherente con esta teoría es la garantía de esta libertad en el funcionamiento de las instituciones diseñadas como medios para cumplir tal fin (lo que exige la desestatalización de los partidos y el fomento desde la sociedad civil de una opinión pública liberada de los oligopolios mediáticos…).

Los pasos concretos no son un recetario como el de la preparación de un alimento. Dependen de unas condiciones coyunturales. Esta situación política exige a su vez una análisis, un diagnóstico a partir del cual puedan adaptarse la teoría y la práctica. Por eso el punto de ruptura no se puede prever con antelación y de él depende lo que pueda alcanzarse.

Lo único seguro es que el proceso debe partir de la sociedad civil y nunca del propio Estado.

La debilidad cultural y moral de nuestra sociedad civil es el obstáculo insalvable.

La producción de una nueva Constitución es algo vacío si el hacerla no está en manos de quienes forman el grupo constituyente al margen de todas las oligarquías (y si es necesario, contra ellas) y pueden ocupar transitoriamente los puestos de mando de un gobierno provisional.

La Constitución política sólo puede tener como fin, no consagrar una nueva situación de poder de una facción o grupo de ellas, tal como ha sucedido en España en lo que se llama «Transición», sino ofrecer las garantías institucionales para el ejercicio continuado de la libertad política colectiva que consagra (poder elegir y poder revocar legisladores y gobernantes por parte de todos, no por parte de unos pocos sujetos autoconstituidos en poderes extraconstitucionales: los jefes de partido y sus pares económicos).

«La debilidad cultural y moral de la sociedad civil española» no es ninguna anormalidad histórica ni un juicio despectivo: es el estado normal de toda sociedad resultado de la fragmentación o atomización sectorial de sus intereses, que a su vez son reflejados de manera deformada por los medios de comunicación y asumidos en esa deformidad por los programas de unos partidos cuyos propios intereses son los opuestos a los esta sociedad civil.

Lo que no parta de la sociedad civil es letra muerta. Representación, Gobierno, Constitución y Partidos políticos. El régimen español es un subproducto morboso y degenerado del propio Estado ya constituido bajo el franquismo.

Aquí la Constitución la hizo el propio Estado desde arriba, sin ningún tipo de representación de nada ni de nadie, salvo de los intereses de los grupos que ya detentaban el poder, legal y de facto, durante la Dictadura: la misma oligarquía económica ampliada que ahora aparece detrás de todos los procesos judiciales en curso como señores que compran los favores de sus «fámulos» en los partidos.

La izquierda no ha desempeñado más que un papel de comparsa (y lo sigue teniendo y nunca tendrá otro en un Régimen que es políticamente reaccionario y civilmente de apariencia liberal) para integrar en este Régimen a las clases que bajo el franquismo podrían no estar suficientemente adoctrinadas sobre sus «verdaderos intereses» de clase: dejar que unos partidos legalizados y colocados al servicio de ese Estado «representasen» sus intereses, es decir, en buena parte su resentimiento social y político hasta entonces inexpresado.

Este fue el gran logro de la Dictadura trasformada en Oligarquía de Partidos: darse una Constitución, darse unos órganos para atrapar aún más a la sociedad civil, en forma de partidos, conceder libertades civiles públicas y privadas pero no políticas e integrar a los descendientes de la mitad de la población vencida en 1939 en un nuevo marco de «convivencia» y «reconciliación», es decir, de autoalienación ideológica a cambio de bienestar social y económico poco fundado, en todo caso, en unas sanas estructuras productivas, que fueron inmediatamente desmontadas para crear el Estado Autonómico y la hegemonía del peor capital financiero, que ya bullía en la oscuridad para hacerse con el control de toda la economía española desde antes.

Un logro excepcional que es el que todavía permite durar a este Régimen en la mentalidad colectiva por puro miedo a lo peor.

Los Estados, todos sin excepción, simplemente administran las cosas (justicia, seguridad interna y externa, sanidad, educación, pensiones, infraestructuras, etc); la política, es el gobierno de los hombres hecho por los hombres para los hombres.

Pero si los hombres renuncian a su libertad política, el Estado pasa a tutelarlos y ser tutelado es lo que esa sociedad civil española conoce como su única experiencia histórica.

El Estado no hace política, la política la hace la sociedad civil a través de sus elegidos como representantes y como gobernantes (sociedad política).

La clase política española es una clase gobernante puramente estatal, de ahí que los temas que se discuten como «políticos» en realidad son sólo «administrativos» (pensiones, legislaciones sobre educación, sobre el mercado laboral, etc). El enfoque siempre es una mezcla de tecnoburocracia por arriba, de visión bastante limitada, e ideología barata para «dummies» hacia abajo.

La política entra en juego cuando los intereses de los gobernados en toda su pluralidad y diferenciación, incluso antagonismo, pueden jugar libremente mediante la representación y mediante la elección directa de los gobernantes, pero para ello previamente la libertad política debe existir y tener alguna forma de garantizarla institucionalmente.

El planteamiento real del problema de toda Constitución política es lo que debe retomarse como el gran asunto de la reflexión. Reconocemos que existe objetivamente la necesidad de cambiar de normas e instituciones. Lo que acaba por llevar a la respuesta de Lenin a Fernando de los Ríos en forma de nueva pregunta cuando uno no sabe qué hacer, coyuntura extrema a la que sin entreverlo ha llegado ya la sociedad española: ¿Libertad para qué?

La «quaestio difficilior» reprimida: ¿qué hay de la libertad política colectiva, de la libertad constituyente? ¿Tiene esto algo que ver con un «cambio de reglas» institucionales? ¿Traficaremos con la libertad política, para no irritar, como si se tratara de una «libertad civil» más, entre otras? Por otro lado, ¿quién es el nuevo sujeto político que puede y debe cambiar las reglas de juego?

En la España actual, muchos grupos de intereses cruzados y contradictorios están motivados para mantener una «estrategia de la tensión» que perpetúe una situación de poder heredada.

Cambiar las reglas supone una cierta lucha, un verdadero antagonismo, una metodología del conflicto, por más que se intente hacer creer que todo cambio es mejor si se propone y realiza pacíficamente. Ahora bien, nuevamente, ¿cambiar las reglas para qué? Y sobre todo, ¿cómo? Y lo que es peor, el nudo gordiano, ¿contra quién? Las reglas ya se cambiaron entre 1976-1978 para instalar a la actual Oligarquía de Partidos en el «nuevo» Estado, la que hoy quiere sobrevivir perseverando en la ilegitimidad de su usurpación del poder del Estado contra la Nación (cuando no abierta o veladamente contra unos ciudadanos que ignoran todo o que les interesa ignorarlo para vivir con la conciencia tranquila).

En abstracto, cambiar las reglas (el marco institucional al completo, una nueva Constitución y todo lo que esto conlleva de subversión de las relaciones de poder y dominación actuales) significa promover un conflicto y una enemistad civil y civilizada contra el actual grupo en el poder (todos los partidos estatales sin excepción y los demás grupos de interés oligopolista que los controlan).

«Podemos» ha sido creado para simular este conflicto invalidándolo por anticipado: si estos desarrapados intelectuales y ordinarios oclócratas quieren cambiar las reglas de juego, eso quiere decir que nadie está legitimado para ello, pues los nuevos «revolucionarios» carecen de credibilidad. El Régimen se crea un «alter ego» de disidencia y «subversión» incluso para anular preventivamente su propia «reforma» auto-indulgente.

Incluso un cambio pacífico de las reglas de funcionamiento institucional, si es un verdadero cambio, va contra intereses ya creados que ofrecen resistencia con o sin violencia. La actitud de éstos en la confrontación que está por venir más pronto que tarde es lo que determinará las verdaderas relaciones de confianza social y amistad y enemistad civiles.

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