Escenario estático: cama deshecha en el centro, maniquíes y una “esclava” vestida siempre de negro, Marlene que escucha, pero nunca habla. Un teléfono y bebidas en el pequeño bar doméstico. Algunos personajes, mujeres que apenas se mueven, mientras una cámara tan helada como ellas, da vueltas lentas, demoradas, entorno; vista aérea tan frágil y flotante como ellas. Sucesivas, recurrentes conversaciones, en realidad monólogos paralelos o entrecruzados, sobre la vida inacabada, sobre el amor, sobre los hombres.
Pero nadie espera respuesta a su demanda enmudecida de amor. Algunas mujeres, Sidonie y Karin, saben lo que quieren, pero sólo tienen lo que pueden. Petra no, Petra, a sus treinta y cinco años, está cansada de buscarse en los otros, y en ella misma el amor está maduro para darse y para perderse: pide demasiado, los otros están demasiado conformes. Su demanda de amor egoísta la deteriora tanto más que las supuestas agresiones exteriores de la vida. Karin, la pequeña puta vulgar, la quiere a su modo. Petra pide demasiado, su posesión es inacabable, los hombres, esos estúpidos y engreídos. Ausencia de hombres. Las mujeres, pálidas, manchas delgadas que palidecen, mientras se trasforman en objetos de deseo para sí mismas: en los gestos exentos, en las frases suspendidas, en los dolores incompartibles, aislados y deseantes maniquíes.
Así: desdramatizar entonces la pasión en la fría atmósfera sin movimiento de un estudio sin luz, cuando los rostros rehechos son máscaras, y máscaras intercambiadas como las frustraciones sexuales y la humillación, tan sabia que olvida su fuente y se traduce en reproche al eterno hombre.
Así también, lúcido Fassbinder: esa sociedad que “libera” a la mujer, la hunde en la libertad de elegir su vida sentimental; y tras el éxito profesional, el fracaso de las pasiones, vieja polaridad burguesa. Pero aquí hay otra verdad, más dura de aceptar: la gran oquedad interior de la mujer-amante-amada sin entrega posible, sin reversión de afecto, desilusionada definitiva del hombre. La homosexualidad femenina (y la masculina) es una prolongación del dolor y de la explotación, porque los papeles fundamentales no cambian, porque las fórmulas de acogimiento y despojamiento en el amor son las mismas.