“EVA” DE JOSEPH LOSEY: LA SEDUCCION DE LA MEDUSA (1997)

La película de Losey, “Eva”, a nosotros, los hombres, nos deja en el aire respecto a la posición que ocupamos frente a las mujeres: si hay una teoría de la seducción implícita en él, ésta no puede ser más desfavorable para nosotros. Esta mujer es un valor opaco, ni puede ser comprado ni poseído, aunque se ofrezca a todos y a ninguno. El acierto del planteamiento argumental, reforzado por las actitudes desganadas y apáticas de una Jeanne Moreau resplandeciente, reside en la demostración de la impasibilidad fría y calculada, que apenas habla, que apenas tiene nada que expresar sino su falta de expresión, cuyo único encanto está precisamente en ese frío mutismo que congela a los hombres, a los que sólo utiliza como instrumentos, a veces víctimas (pero únicamente los que se enamoran o eso creen), de un odio y un desprecio hieráticos, también fríos, sobre todo cuando se convierten en juguetes de su voluntad.

La desnudez de Eva es una desnudez moral y psicológica, no una indefensión y una carencia, sino justo lo contrario: detrás de esa desnudez metafórica no hay ningún misterio, ninguna ingenuidad, ninguna pureza, sólo la blancura inerte de la vida holgada de la “mantenida” (y ahí hay el retrato de una clase social, de una moral del hedonismo más trivial) por el marido ausente y los eventuales amantes que ella utiliza sin más razón que tal vez la de una sutil venganza inconsciente dirigida a todos los hombres, a los hombres como género. Todo este mecanismo psicológico está reforzado siempre por la desdramatización que insinúa el clima musical y los móviles enfoques de cámara, por la inexpresividad del rostro de Eva, nunca mostrado en un primer plano, y el propio rostro anguloso y rígido de Stanley Baker. Porque se trata, sin duda, de trasmitir una determinada sensación, una atmósfera: en ningún momento, en estas relaciones personales hay ternura o demostración de afecto alguno: todo se presenta con una austeridad emocional que es el reflejo directo de la mirada conductista, bastante severa, de Losey, evidente cuando, por ejemplo, se deleita en los movimientos narcisistas del rostro y el cuerpo de Eva (pero el narcisismo de Eva es la más fría e indiferente de sus actitudes, por paradójico que parezca).

La consigna de Losey es no “melodramatizar” nada: entre los personajes, el impostor grotesco, Tyvian Jones y la “mantenida” Eva Olivieri, no hay ningún lazo, él ha sido seducido, ante todo porque es un inconstante, un alcohólico, un arribista y un tramposo, es decir, es seducible, miserablemente, porque carece de centro, de voluntad, de personalidad. Desde ese momento tiene que empezar una endiablada carrera hacia la humillación y el sometimiento, hacia el despojamiento total con que acaba la historia.

Sólo observada desde esta perspectiva, esa intensísima voluntad de desdramatización constituye la forma y el contenido mismo de la película, es decir, la búsqueda consciente y deliberada, por parte del director, de una visión desmitificadora (todo lo hiriente y antirromántica que se quiera, en el sentido más convencional) de los “encantos” y “misterios” de la mujer “literaria”, dentro de una determinada tradición cultural que ha falsificado a la mujer “real” para sustituirla por su doble inaprehensible.

La propia construcción formal de la película acuerda con este significado: predominio de las escenas amplias, impersonales; elipsis temporales frecuentes, donde la evolución de los personajes se da por conocida y sólo se muestran los efectos de los comportamientos, no sus causas; poco interés por contarnos los antecedentes de los personajes, su interioridad, etc; la absoluta dureza de unos rostros impasibles que no expresan jamás deseo ni entusiasmo. Esa es la forma vacía de la seducción, cuando nadie cree en el amor, porque éste es tan sólo un valor social muerto, anacrónico.

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