ACTUALIDAD DE “LA DOLCE VITA” DE FEDERICO FELLINI (1996)

No es sólo el penetrante retrato, totalizante y estratificado, público y privado, de un momento dado en una sociedad concreta (la Italia, y por extensión Europa, que se está trasformando rápidamente en una sociedad de consumo, superando la fase de penuria de la inmediata posguerra), además la película de Fellini, a través de la trayectoria simbólica de su protagonista-observador, Marcello Rubini, desarrolla el tema clave, para la cultura en crisis de la posguerra, del intelectual que, imposibilitado de vivir de la literatura, pasa a ocuparse de los oficios más lucrativos que genera el nuevo desarrollo: de aprendiz de escritor pasa sin transición a periodista sensacionalista, cronista de una sociedad completamente trivializada, sometida a toda clase de mitos profanos de evasión (el culto al cine y a las actrices), y de ahí a agente de publicidad de personajes en busca de fama y dinero a los que reconoce podridos de frustraciones, y no obstante, tiene que presentarlos como signos bienquistos que expresan, bajo el mandato de las aspiraciones colectivas de “felicidad” y “belleza”, los más falsos valores.

Detrás de las apariencias de una sociedad respetable, dirigida por la obsesión del bienestar sólo se esconde la total falta de valores, pero tambien la película muestra la incapacidad del intelectual para crearlos, con lo cual el discurso de Fellini es mucho más pesimista que una crítica imbuida precisamente de esos supuestos valores con los que enfrentarse a la sociedad banalizada del ocio y el dinero fácil.

Por ello, la escena final, tras el suicidio de Enrico Steiner, el representante arquetípico del intelectual “puro”, aislado en su aparente felicidad doméstica, ocupado en sus producciones literarias destinadas a una minoría, significa un contrapunto, desesperanzado en cualquier caso; su amigo Marcello elige otro camino, aún a sabiendas de que se equivoca, de que esa vida por la que opta es el engaño absoluto, pero su fuga no tiene retorno: la llamada de la jovencita rubia que conoció en el merendero, la que se parecía de perfil a los ángeles de las iglesias de Umbría, no puede ser atendida por un Marcello ebrio, resacoso, ya entregado a otra vida en la que los valores verdaderos, si algunos quedan, no van a sobrevivir.

La gran medusa capturada por los pescadores mira al grupo con los ojos bien abiertos: los fija para siempre en la esterilidad, porque la mirada de la muerte ya no puede sorprender a nadie, es sólo un espectáculo más.

La caracterización social se realiza a partir de espacios que acogen a un grupo y a una clase: la aspiración totalizante, en la que Marcello es sólo un observador-testigo, se lleva a cabo poniendo en situación y espacio a estos miembros de grupo.

  • Los grupos ociosos de la noche, la “crème” de la “dolce vita”, a expensas de cuyos escándalos se gana la vida Marcello como cronista de sociedad.

  • El mundo del pueblo engañado por los montajes de un falso culto mariano, convertido en espectáculo por los medios de comunicación.

  • El grupo de los intelectuales, encerrados narcisísticamente en sus ideas y en sus obras, felices en su domesticidad, ebrios o ingenuos, acotados en un remanso de aparente paz y alegría vital que en el fondo resulta tan alienante como la superstición del pueblo o la superchería de los vividores.

  • La buena sociedad de la rancia nobleza terrateniente que habita en su castillo, celebra fiestas mortecinas, donde se intercambian mujeres, donde la grosería de buen tono se erige en cínico asunto de conversación: espacio moral donde se desconoce el trabajo y la ociosidad en estado puro sólo genera corrupción y vanidad, donde las mujeres se convierten en “putas caras” (Magdalena, personaje fascinante: mujer inconquistable, evanescente, entregada a un placer que la aturde pero incapaz de amar, puesto es sólo inconstante fuerza de seducción)

  • Finalmente, el mundo algodonoso de la nueva clase media acomodada, profesionales que se enriquecen rápidamente, cuyo ocio es tan embrutecedor como el de los otros, anhelantes de experiencias nuevas (la casa de Ricardo como símbolo del nuevo confort, del nuevo bienestar) pero como los demás, frustrados e insatisfechos. En la última escena larga, Marcello ya es uno de ellos, ya es otro de los habitantes del tranquilizador paraíso de mentiras y apariencias bellas, su elegante traje blanco es el signo de pertenencia irónica a esa sociedad parasitaria, de la que hasta entonces había sido observador cínico e impasible.

La perspicacia de Fellini no podía obviar la omnipresencia de un nuevo fenómeno, el más decisivo sin embargo: el universo configurado por la invasión cultural norteamericana, a través del cine y sus mitos profanos, toda esa parte que protagoniza la actriz sueca casada con el dramaturgo borracho y celoso, evidente trasunto caricaturesco de Marilyn Monroe y Arthur Miller.

La forma del discurso narrativo se estructura en secuencias independientes, con una cámara perfectamente adaptada al enfoque conductista, con un diseño donde los diálogos y las actitudes, por completo banales, sirven para mostrar la inanidad de toda una sociedad de desechos humanos. La autonomía relativa de estas grandes secuencias de situación y espacio, en un “tempo” muerto que no es el individual y sicológico de Antonioni, sino otro más bien colectivo y sociológico, si se quiere, otorga, a pesar de ello, un dinamismo muy peculiar a una narración que carece propiamente de “argumento” (la historia personal de Marcello y su novia no es en rigor nada más que un hilo argumental muy tenue y quebradizo).

La coherencia global del filme hay que buscarla precisamente en el tipo de situaciones que se crean en torno a los diferentes grupos sociales y la evidencia del tema principal que se desarrolla en cada una de esas situaciones microsociales: las apariencias vacías, el engaño y la mentira que se oculta en ellas, la frustración general tras la pantalla de bienestar y alegría superficial.

De otro lado, la colectividad estratificada permite presentar gran abundancia de personajes anónimos, cada uno de los cuales se mueve dentro de su propia órbita cerrada: sólo Marcello es un personaje itinerante, mirada especular pero sin discurso o voz propia. En realidad, ningún personaje alcanza categoría protagonista. Quizás Marcello, Steiner y Magdalena constituyen el núcleo de personajes que se realzan por encima del entorno, con discurso propio sobre sí mismos y sobre su situación vital. Los demás personajes sólo sirven para representar una categoría social, un modo de vida específico, unas actitudes vitales características.

Para Marcello, en un sentido y en otro, Steiner y Magdalena son dos modelos: el de la autoconciencia suma, exhausta de sí misma y del entorno, y el opuesto, la cara desnuda de la inconsciencia irresponsable y vacía. Por un lado, el vitalismo cínico de ella, que no permite asumir ninguna carga, ningún compromiso, pero tampoco ningún reproche; por otro lado, un optimismo voluntarioso que busca sólo los aspectos bellos y puros de la vida. Pero en un caso y en otro, experiencias desilusionadas abocadas al fracaso o al suicidio. Sólo así se comprende la opción final de Marcello, identificado con la forma de estar en la vida de Magdalena, huyendo del fin sin gloria de Steiner: un hogar, una familia, una profesión consagrada al cultivo de sí mismo, todo lo que habría querido poseer, sólo representa quizás otra alternativa desesperada, sin demasiada diferencia respecto del estado de ebriedad y semiconsciencia que ha elegido.

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