Hay que aceptar, como una especie de verdad experimental, que lo mismo que ciertas especies animales, o ejemplares individuales de las mismas, igual que hombres y mujeres bajo determinadas condiciones, pierden el sentido de la autoconservación, de la misma manera pueden darse situaciones terminales en la vida de los pueblos históricos en que éstos ya no quieran seguir viviendo.
La agitación de muchos aspectos de la vida actual no apuntan a un vitalismo real proveniente de fuerzas interiores exuberantes sino a una manifestación de los muy sensibles nervios rotos ante la espera de lo que sabemos irresoluble. Detrás de muchas manifestaciones de este aparente vitalismo, lo que se revela en realidad es algo innombrable entre personas civilizadas: la angustia siempre aplazada hacia la muerte que se ignora pero se presiente.
Que esto pueda ser una condición de las sociedades, a veces de sociedades enteras y que ello sea así de modo imperceptible para todos (no hay un órgano sensorial colectivo para dar la alerta y menos que en ninguna otra parte en esta España actual) fue una de las obsesiones que consumieron la vida de Nietzsche, hoy reservado a la Academia, porque enfrentarse a sus textos da miedo y produce vértigo.
Cuando el alemán hablaba de «decadencia», un concepto de una complejidad inmensa en su obra ya desde el comienzo y hasta el final de su vida, no se refería a lo que la gente suele entender como una especie de pasajero deterioro de la moral pública y privada que siempre ha sido el grito de batalla de las más estrechas mentalidades conservadoras. Entendía nada menos que el conjunto de factores internos en la constitución moral, fisiológica y cultural de un pueblo histórico que interaccionan con «su medio ambiente», adaptándose o no a él. A mí no me cabe ninguna duda de que los pueblos europeos, y en grado extremo el español, carecen ya de reflejos de supervivencia colectiva como tales pueblos.
La degeneración despótica de los regímenes políticos que soportan unos pueblos supuestamente «cultos y avanzados» es la señal más clara de que por debajo de esta debilidad voluntaria hay ya de hecho una debilidad constituyente y definitiva. Si el ideal de la «Libertad» ya no atrae a nadie es que «el Esclavo» como prototipo humano ha vencido y con él todo un sistema pulsional contrario a la vida y proclive a la mera supervivencia bajo condiciones indignas.
Como todo el que está enterado sabe, simbólicamente «Esclavo» es quien ha sobrevivido a la muerte que impone el vencedor y a partir de ese momento el tiempo que le queda por vivir es un aplazamiento en la vivencia de la constante angustia ante el destino que le depara el amo.
España, y Europa en general, hoy no son comprensibles sin volver a las reflexiones de los padres espirituales del Occidente moderno.
Esa confianza en una «naturaleza» de «pueblo» no del todo destruida por el artificio, no nos libra de la camisa de fuerza que han sido regímenes políticos que el tiempo nos ayudará a ver cada vez con mayor claridad como desnacionalizadores, pero al meno es una opción como otra cualquiera a favor de la imaginación del porvenir, necesaria para alentar el ánimo en el presente. Por supuesto que lo que está a la vista no es nunca más que una parte de la verdad, y casi siempre la más engañosa.
Pero ocurre que para los pueblos nunca hay otra trayectoria que la línea ascendente-descendente y eso sí que es un hecho constatable sin contradicción.
Los pueblos históricos (muy pocos y escogidos lo son y lo han sido por la memoria y la herencia que de ellos han dejado, y no otra cosa es la historia auténtica, hoy perdida de vista) salen del escenario de la Historia para dejar lugar a otros que llegan a su plenitud momentánea, mientras los anteriores vegetan en todos los sentidos. Todo el mundo occidental se encuentra en esa fase descendente y no hay ninguna solución ni salida.
Entre un griego del siglo V a. C, heroico vencedor de los persas, y un griego del siglo II a. C sometido a un pueblo culturalmente inferior como los romanos, la diferencia es incomensurable y sin embargo se trata del mismo pueblo histórico en dos fases distintas. Así igualmente entre un romano del final de la República y un romano del Bajo Imperio la diferencia es abismal y sustancialmente se trata del mismo pueblo histórico.
La misma analogía en los pueblos europeos en sus diferentes fases durante la Modernidad reproduce las mismas diferencias entre el estadio creativo y el estadio vegetativo. La visión generacional es demasiado corta para apreciar estos matices de vitalidad. Ésta se mide por la creatividad cultural colectiva (toda obra individual no es concebible sin la fuerza interior del pueblo a que se pertenece y sin la tradición cultural en que uno vive) y por la capacidad de afrontar riesgos extremos que ponen en peligro la perduración de la comunidad política. En ambos campos entramos hace tiempo en el grado cero en todas las sociedades europeas.
Lo único que se reproduce, pero tampoco ya por mucho tiempo, es toda la estructura de producción de bienes y servicios, sin finalidad ni horizonte humano de sentido, pues ella no lo puede crear.
Nada de esto es pesimismo, una categoría que no sirve para pensar lo temporal, es decir, lo que viene a nosotros sin que nosotros lo deseemos o dejemos de desearlo. Por el contrario, quien conoce lo que hay, se adapta mejor y hasta puede sobrevivir prescindiendo de muchas cosas que proliferan tan sólo para ocupar el lugar de lo que ya no existe.
Es posible que las clases dominadas y subalternas, hoy toda esa indefinida población que ejerce el voto para, a continuación, lanzar desconsiderados venablos y pestes a beneficio de inventario sobres «sus políticos», pero siguiendo en la brecha cada vez que se la convoca a la nueva aclamación, experimenten también la sutil complicidad de entender bien la Voz de los Amos y cumplan todos sus deseos a cambio de una pitanza garantizada de por vida, pitanza que por supuesto hoy adopta la forma de la promesa de un incremento ilimitado del «bienestar», apuntado a la cuenta de su propia explotación fiscal…
«La servidumbre voluntaria» sigue siendo un enigma de la naturaleza humana, de los hombres históricos, de los pueblos vencidos, de las masas autocomplacidas por la imagen que proyectan sobre su clase dirigente.
La mediocridad, banalidad e insuficiencias culturales extremas de nuestros hombres y mujeres políticos sólo son concebibles desde la perspectiva de esta tipología humana específica: «ellos son como nosotros y sus carencias son una coartada que justifica las nuestras…»
En España, el ejercicio continuado de la forma oligárquica del poder estatal y social ha tenido como consecuencia producir una mentalidad ocloclática incluso en las clases más cultas y elevadas.
Podemos es el exponente sublime de esta mentalidad, junto con todos los componentes sistémicos: charneguismo apátrida, incultura política voluntaria, estatalismo irreflexivo.