El CAPITAL Y LOS DISCURSOS UTOPISTAS DE LA IGUALDAD (2018)

Because  life’s no cruise with a cool chick.
Too many folks feelin’ car sick, but it never pulls in.
Brucie’s thoughts – Pretty streamers.
– Guess this world needs its dreamers may they never wake up.

Porque la vida no es ningún crucero con una chica guay.
Demasiada gente con mareo de coche, pero nunca se para.
Los pensamientos de Brucie, bonitas serpentinas. 
Supongo que este mundo necesita que sus soñadores no puedan despertar nunca.

Prefab Sprout, «Cars and girls»

Deberíamos evocar algunas cosas más allá del mundo clásico, que sirve como modelo anacrónico de comparación para no hablar del presente tal como lo conocemos y ha llegado a ser en sus aspectos más sorprendentes.

Por ejemplo, la tesis de Trevijano en “El sentido de la Revolución francesa”, el primer libro de la “Teoría pura de la República”, me vale como punto de partida: es el fracaso “fundacional” de la Libertad política en Europa desde la Revolución de 1789 lo que llevó a la proyección de un concepto polémico, sustitutivo de lo político, en el contexto de las nacientes sociedades de clases: la imposibilidad de realizar una Libertad política de todos es lo que condujo por “el camino de servidumbre” de los discursos utópicos de la igualdad material, ampliada muy pronto a casi todos los niveles de la interacción social.

Asimismo, Hannah Arendt lo vio muy bien, quizás la primera, en su gran ensayo “Sobre la Revolución” cuando comparaba los contenidos reales que movieron a los revolucionarios americanos que fundaron EEUU (la Libertad política y su forma institucional realista) y a los revolucionarios franceses (la Igualdad como ideal sublime y abstracto), que fundaron el Terror político contemporáneo, en una primera gran medida expeditiva instaurada precisamente para dar satisfacción a las ensoñaciones húmedas y calenturientas de la Igualdad.

Fue, en su parte expositiva más intelectual, la vieja discusión sobre la Libertad y la Necesidad, conceptualidad que a partir de los efectos devastadores de la economía política capitalista y las relaciones sociales de mercado, se trasformó en el utopismo hiper-imaginativo de la “Revolución de las condiciones de vida” desde la “Libertad absoluta” del nuevo Sujeto de la Historia (por primera vez, se le da una identidad histórica realista “de clase” a la sustancia espiritual motriz que hasta entonces se había creído que sustentaba el trágico devenir humano: Dios, Providencia, Destino, Espíritu del Mundo pasan a mejor vida ante el empuje del utopismo secular de la “Humanidad emancipada”).

Las ideas de Igualdad, en cualquier ámbito, salvo el estrechamente jurídico, sólo alcanzan el punto de proyección hacia lo Político a partir de cierto momento y entonces se convierten en el contenido propositivo de una lucha política real, hoy casi enteramente simulada: el mito de origen de una burocracia “sovietizante”, que en ningún sentido fue ni es algo contradictorio y antagónico con el sistema del capital en su fase de mayor concentración mundial.

Despiertos de la ensoñación moderna, la experiencia histórica nos demuestra que la Igualdad es un precio muy caro, que se paga en los procesos crepusculares de las civilizaciones, por la “reproducción estable” de la vida social, siempre a favor de un determinado grupo en el poder.

Los poderes constituidos en la ilegitimidad y la usurpación, y eso son siempre las Oligarquías europeas después de 1945, como quiera que lleguen a adquirir el poder, hoy sublimadas a la perfección al punto de haberse convertido en verdaderas Oligarquías de Estado a través de los Partidos, siguiendo ese secretamente admirado modelo soviético, siempre han estimado que la promoción de esa mítica Igualdad es condición necesaria de su dominio incontestado, algo sabido desde siempre, Antigüedad incluida: la correlación “Oligarquía/Oclocracia” con la “Democracia” (directa o “asamblearia”) como término mediador entre los extremos.

La discusión sobre la “democracia” carece de sentido, es un “no sense” en los términos en que suele plantearse, al dar por sentado su concepto como concepto efectivamente realizado.

El zoólogo, incluso el hombre común, puede distinguir un elefante, un rinoceronte y un hipopótamo a simple vista. Nosotros, sin embargo, y ante una cuestión tipológica parecida, confundimos Democracia formal, política o representativa, Parlamentarismo o Gobierno parlamentario y Estado de Partidos o Partidocracia, y los adscribimos a la misma “especie”: “democracia liberal”, concepto que carece de entidad histórica sustantiva.

Estamos muy lejos de entender que nada es más incompatible con la “democracia formal” que el tipo moderno de Igualdad, que sin embargo sí es compatible con todas las formas de despotismo histórico, el tecno-burocrático actual en su estadio menos estudiado y comprendido: el tipo actual de igualdad perseguido no es de condiciones (socialismo) ni de oportunidades (liberalismo) sino de resultados (bolchevización cultural).

La Igualdad en todas sus formas y manifestaciones, como mito, como práctica estatal y como discurso de impostura, fuera de la esfera jurídica originaria, de la que sólo puede proceder su forma en el derecho político a la Representación, es un verdadero placebo para no plantearse en serio el problema de la “democracia política”. Ha funcionado como tal, y en el momento crítico de las actuales Oligarquías de Estado en Europa, y en España en grado eminentísimo de degeneración y bastardía, lo va a seguir haciendo a pleno rendimiento.

El Gobierno sobre sobre masas desestructuradas resulta muy problemático y no es seguro que la teoría política heredada pueda dar cuenta de numerosos fenómenos en curso, mucho menos un concepto amorfo de “democracia”.

Hay que comprender la situación sin veladuras: la vida pasiva y gregaria del consumo de bienes privados o públicos, dada su insoportable carencia de sentido, se encubre astutamente con la denuncia de los males abstractos del capitalismo. Eso, al menos, parece dar un sentido a ese vacío, que en su mayor parte es un puro efecto de las tecnologías del confort.

La tesis actual de todos los discursos utopistas, de raíz decimonónica apenas disimulada, gira, con cierto grado de efecto exitoso, sobre un planteamiento expresado bien claramente: la reproducción de la vida y la reproducción (acumulación) del capital son procesos antagónicos.

Por supuesto, en el enfoque del llamado “marxismo cultural” de orientación “feminista” en ningún momento se le reconoce a la mujer ninguna relación determinante con su condición ocultada: el ser portador de la vida misma, siempre protegido por toda comunidad, incluso de simios. Hecho que tiene consecuencias simbólicas de dimensiones muy poco estudiadas.

Hay, admitámoslo como presupuesto en todo este utopismo sedicente, un “conflicto”, no especificado ni explicado, entre una “Vida” no definida y un “Capital” cuyo dinamismo creador de nuevas condiciones de vida tampoco es explicado.

Las sociedades históricas (nunca se dice por qué ni cuáles, ni se presentan el fundamento real y el origen histórico de tal división) padecen una forma de opresión, sinuosa y sibilina, llamada “División sexual del trabajo”, que es el hecho “incomprensible” de que las mujeres y los hombres hayan tenido que verse obligados a hacer trabajos cualitativamente distintos, cuyos “roles” casi se han hecho hereditarios para cada sexo por razones poco aclaradas (?).

Lo que nunca se declara en todos los discursos utopistas, cualquiera que sea la combinatoria de sus elementos, es la mentira que subyace a su efecto de coherencia, virtud que es siempre lo más atractivo de ese tipo de ensoñaciones dialécticas: el discurso, en la pura abstracción de categorías, al mismo tiempo sacadas de la Historia y revertidas a un plano nebuloso, dice atacar la base del capitalismo cuando en realidad, si se piensa bien, lo que define es una estrategia del propio Capital para incrementar su dominación a través de formas de integración mucho más sofisticadas a cada vuelta de tuerca de la extensión de su apéndice estatal.

El feminismo es uno de los discursos del Capital en la era en la que el propio capitalismo como estructura social ha tenido que verse obligado a transformar a la mujer occidental en “trabajador” y “consumidor” y para ello ha tenido que destruir su propia noción burguesa de “esposa” y “madre”, es decir, su propia célula originaria: la “familia”.

El Mercado desintegra el orden social, la máquina estatal moderna se utiliza como ficción de Comunidad para reconstruir ese orden social y ahí es donde viene a incardinarse, en ese intersticio, el discurso utopista.

Ahora bien, una Comunidad ya sólo estatal es la humanización sólo aparente del Mercado: se humaniza a los abonados a la compañía del gas como si eso, ontológicamente algo apenas inteligible, fuera una “Sociedad”.

Todo discurso utopista es la humanización de los efectos destructivos que las relaciones de Mercado tienen sobre cualquier sociedad. De ahí que hablen el mismo lenguaje y se expresen en las mismas categorías de pensamiento (diferentes versiones de la economía política: la socialdemocracia es la práctica del capital financiero mundializado, como la dictadura de partido lo es del capital apropiado por el Estado en la antigua URSS).

El Capital y el discurso utopista (ya desde Marx mismo: el capitalismo como estructura de motricidad infinita e inercial fue la Medusa que lo congeló en un rictus mortal que hace tan aburrida su lectura) se mueven siempre en un mismo terreno: es como si uno fuera el negativo fotográfico del otro, precisamente porque ninguno puede expresar la verdad por separado.

Para el capitalismo no ha sido fácil proletarizar a la mujer occidental: ha necesitado dos guerras mundiales. Mucho menos estatalizarla, o lo que es o mismo, socializarla en la esfera pública arrancándola de la “oscuridad ahistórica” de la vida privada como espacio de la “mera” reproducción biológica e institucional de la familia: necesita abominables ideologías “contra naturam”, pues la Naturaleza no existe para el discurso utopista, pero tampoco para la lógica de acumulación de capital. Todavía menos ha resultado aproblemático el proceso de reintegrarla a un espacio psíquico sin polaridad simbólica fuerte: ha sido necesario destruir la imagen del varón, a través de su desautorización como consorte y como padre.

La familia como unidad de consumo no admite otra cohesión que la del consumo mismo. El consumo es la categoría absoluta en la sociedad proletarizada de masas desnacionalizadas, el ideal tanto del cosmopolitismo (neo)liberal, de los utopismos “peligrosamente radicales” (con bebés gemelos: el estatalismo se reproduce por racimos, como las uvas) y de los acumuladores casi lúdicos de carteras bursátiles.

Para encubrir la miserable vida de estos embrutecidos sujetos proletarizados, es decir, nosotros mismos, aquí y ahora, existe el discurso utopista como fe de consolación laica, con el que el propio Capital intelectualiza a los súbditos con estudios universitarios, incluso hace interesantes a mujeres que podrían haber sido… algo mucho mejor de lo que son, si la vida no las hubiera arrojado a este ciénaga moral que es todo el actual “”pensamiento”” dominante en la civilización de la alta definición y la baja natalidad.

El postulado de “destruir el trabajo asalariado” y destruir “el trabajo invisibilizado” de la mujer y las categorías subalternas (?) forma parte de la habitual deseabilidad de toda la tendencia utopista.

Hay que confesar que hoy es una ventaja que los Estados estén a cargo de este nuevo tipo de nada irrealista burocracia intelectual y política: se acaba la impostura de tener que fingir que Capital y Estado son cosas “muy, pero que muy diferentes” y que “se oponen a muerte…”.

La anacrónica función teatral puede recomenzar.

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