Visto desde una perspectiva más amplia, me pregunto, como siempre suelo hacer, qué sentido político actual, bajo las condiciones políticas vigentes en España, puede manifestar una discusión polémica sobre la Inquisición y la Leyenda negra, que en ciertos cenáculos de la derecha intelectual se difunde como si fuera un problema real.
El contexto me invita a pensar que todo este «debate», tributario de una «tradición intelectual» ya muy agotada, coyuntualmente, se relaciona con el «asunto catalán», en cuanto éste se especifica a través de una incesante campaña de desprestigio de «lo español». Mala compostura intelectual ésa de combatir una «afrenta» con una demostración comparativa histórica «ad hoc».
Especialidad de la escuela buenista (Pedro Insua, Iván Vélez) ahora retomado por el círculo liberal austríaco y los émulos de la «derecha identitaria europea» (Fernando Día Villanueva, Fernando Paz, José Javier Esparza y algunos otros).
Jamás he entrado ni entraré en estos «debates» viciados desde la raíz.
Para un español, ajeno a polémicas faccionarias de salón, evadido de esa galería de espejos que ya no reflejan nada, consciente íntimo del sentido de la Historia española, el problema está en otro lugar, nunca o casi nunca evocado o sólo ligeramente aludido.
El asunto anecdótico de las brujas quemadas habilita juegos comparativos muy populares pero carentes de profundidad.
Ahora bien, el asunto clave se encuentra en que la Inquisición del siglo XVI español fue un instrumento político de control cultural en el momento decisivo del acceso de España a la Modernidad y su función ahí respecto a la libertad de pensamiento y expresión, inaugurados por el Humanismo italiano, con una influencia inmensa en España entre 1480 y 1560, aproximadamente, tuvo efectos tan devastadores para la consolidación de una cultura española de carácter secular, profano y libre que hoy mismo vivimos sus consecuencias sin apenas conciencia de ello.
El español nunca ha dejado de sentir miedo a la opinión de otros y, sobre todo, un terror pánico a expresar en público su propia opinión, suponiendo que hubiera llegado a formarla, lo que hoy se evita por numerosos medios visibles e invisibles.
Mejor que de quema de brujas, deberíamos hablar de por qué el más grande humanista del Renacimiento español, un tal Fray Luis de León, sufrió proceso inquisitorial y prisión en régimen de incomunicación durante cinco años en Valladolid; por qué Arias Montano, otro gran humanista, vivió casi exiliado; por qué Luis Vives o Juan de Valdés, otros grandes hombres, tuvieron que escapar de España; por qué Francisco de Aldana, gran poeta, prefirió vivir como soldado a lo largo del Camino español hacia Flandes; por qué Cervantes sólo pudo sentirse libre durante su juventud en Italia; y en general, uno debería preguntarse por qué todos los grandes españoles colapsaron hacia 1580-1600.
Yo creo que conozco la respuesta, porque al plantearla adecuadamente por el inquirir acerca del destino vivido por ese grupo de gigantes intelectuales de la primera Modernidad española, la pregunta la he respondido. Los partidos del Estado son hoy a no dudarlo nuestras Inquisiciones.
Se intenta defender la «libertad individual» en la España actual..
Reconozcamos que esto resulta sorprendente. No es tolerable por más tiempo una ambición tan desmesurada. Juan Manuel Blanco y Javier Benegas, apologetas estrafalarios de la cultura decimonónica de Jesse James, defienden esa cosa de la «libertad individual».
No sé qué se han creído, como si cualquiera pudiera venir aquí y hablar libremente sobre la libertad individual, quiénes se han creído que son para hacernos tal ofensa a nosotros, hombres por fin reconciliados con la Humanidad y su bienestar estatal prometido, hombres que tanto hemos sufrido y luchado por la Libertad del Hombre, ese hombre digno que vota y ve la tele y sabe perfectamente distinguir la verdad y la mentira. Caballeros reaccionarios, váyanse con su verdad a otra parte, que aquí en España sabemos muy bien lo que nos conviene.
Allá esos salvajes de la América profunda de las praderas por conquistar, que creen que la libertad individual es pegarle un tiro en la pierna a los recaudadores de impuestos; a nosotros, europeos civilizados, se nos ha enseñado desde niños, bien escolarizados, a respetar al poder del Estado y las normas sociales, tan perfectamente consultadas y consensuadas democráticamente por nuestros Partidos del Estado previsor, benefactor y providente, al que tanto debemos los pobres.
Aquí la Libertad es una cosa que nos dan a consumir como el resto de mercancías, no nos vengan con sentimientos, heroicidades y estas cosas peliculeras de ese puto Hollywood yanqui, nosotros estamos hechos de otra pasta, nos gusta el cine de Santiago Segura, las series de TV donde nos retratan como somos, andaluces que viajan al País Vasco y sesean y ven muchas diferencias culturales y vascos que viajan a Sevilla y perciben enormes diferencias culturales e incluso madrileños que se creen supermodernos y liberales porque Siemens ha abierto una oficina para el consumidor… Aquí estamos de vuelta de todo.
Esos putos yanquis con su puta libertad evangélica frente a la Autoridad católica de la que se emanciparon no tienen nada que enseñarnos. Nosotros tenemos a nuestros Partidos, que nos dicen lo que debemos pensar, sentir y decir. No nos vengan con milongas, que ya sabemos lo que nos conviene. Y ya se sabe desde siempre aquí que esa mierda de la Libertad es cosa de protestantes malditos.
De tomarse en serio el fondo doctrinal que subyace al principio histórico de la libertad individual, el problema teórico de la Libertad en la cultura moderna que nos es accesible se plantea históricamente en dos dimensiones y no hay otras, puesto que la discusión no superó jamás ese horizonte doctrinal, a partir del cual evolucionaron todas las corrientes ideológicas posteriores.
El objeto supremo de debate fue éste y ahí quedó atascado: el creyente no sabe si está salvado por su sola fe o por lo que hace para merecer la salvación.
La opción primera fue la protestante, calvinista y puritana; la opción segunda fue la católica oficial. De la opción primera se desprende el principio de la Libertad evangélica, que interpreta la Voluntad de Dios libremente como Gracia merecida. De la segunda, se desprende la Obediencia a un principio de salvación decidido por mediación de un Principio de Autoridad institucional.
El debate sobre si el origen de la concepción moderna y secularizada de la Libertad es protestante o católico es superfluo. Con toda evidencia, es protestante, pues el Libre Arbitrio católico es una elección sobre opciones ya dadas, mientras que la Elección protestante es una decisión personal sobre la elección misma de confesión electiva. El origen de la libertad moderna en sentido estricto es la Libertad evangélica protestante: poder cambiar de confesión según un sentido individual de la Gracia.
Y ése es además el origen de la Libertad política, que el mundo católico no ha podido jamás engendrar (la Revolución francesa es un ejemplo luminoso de tal impotencia), pues su Ley Suprema es la Obediencia incondicional a una Verdad que no admite la Interpretación libre por inspiración de la Gracia. Y la Libertad evangélica es la democratización de la Gracia. Tocqueville lo percibió perfectamente como nadie.
De ahí el ineludible origen secreto de la Libertad política en el Protestantismo. Y de ahí su Fundación histórica en un cierto momento y lugar.
Max Weber lo expuso en ciertos pasajes memorables de su obra «El espíritu del protestantismo y la ética del capitalismo» cuando reconstruyó el tránsito fundamental desde el puritanismo al utilitarismo moral: la salvación extramundana en apenas dos generaciones se transformó en éxito intramundano calculable en términos monetarios. Ahí el concepto moderno de «Libertad» quedó comprometido con la lógica de acumulación del capital elevado a toda su potencia por la Economía política ricardiana.
Y ése es desde entonces el problema del Liberalismo: ¿el éxito económico de un individuo es signo de elección, señal indiciaria de superioridad social y cortada de una condición social legítima para dirigir la sociedad?
La Gracia católica o protestante no llegaron nunca tan lejos, pero los Estados de Partidos acuden en su ayuda: el burócrata de Partido es el Elegido por Leviatán, nuevo Dios que también a su manera otorga su Gracia.
Y no hacen falta ni Fe ni Obras, tan sólo es necesario mostrar con desparpajo una inclinación inmoderada a la venalidad personal. Es la Libertad absoluta del modo de ser español bajo el Régimen del 78: libertad de corromperse cada uno por su cuenta como si ese acto tan altruista nos dignificase hasta convertirnos en candidatos a la suprema Virtud merecedora de la mayor admiración pública.
La España actual es el Paraíso de los Corruptibles Virtuosos.