Cuando hoy se habla de la inmigración y cuando se intenta formular un modelo de integración del inmigrante, sobre todo en el caso de la población musulmana en Europa occidental, jamás se plantea abiertamente la cuestión que quizás se vuelva decisiva en un porvenir no muy lejano: la inmigración como límite de la socialización al modo moderno, la inmigración como límite de la integración pacífica en la sociabilidad occidental contemporánea.
Lo social, en el sentido moderno, se define como un proceso incesante de inclusión y exclusión simultáneas, bajo la directiva de una racionalización abstracta de la relación social convertida en un artefacto, en una auténtica prótesis artificial producida y reproducida por el mecanismo emancipado de la economía y la administración. Por tanto, lo que se va a poner en juego, es, nada más y nada menos, que el sentido mismo de lo social, es decir, la capacidad del sistema occidental para sobrevivir en los límites de su propia reversión estructural, de su propia reversión simbólica como forma límite de la integración de grupos y comunidades.
Para este sistema, integrar es siempre desintegrar, organizar es siempre desorganizar, individualizar es siempre desestructurar mecánicamente lo simbólico de la genuina relación social. El profundo odio metafísico a los signos culturales, a las apariencias significadas simbólicamente es el meollo del universalismo etnocéntrico occidental, que coloca sus categorías separadas (donde lo moral-humanitario se presenta como síntesis nominalista) en el lugar donde todas las demás “sociedades” observan una estricta unidad orgánica.
Ahora bien, la inmigración implica el desafío radical de lo otro, de una dimensión simbólica de la que la religión islámica de los inmigrantes (y todo lo que ella implica respecto de hábitos, prácticas, costumbres y valores, de los que es absolutamente indesarraigable) es sólo unos de los polos de atracción. El sistema se define estructural e históricamente por su absoluta incapacidad para producir el sentido desde las prácticas simbólicas fuertes (las religiosas en primerísimo lugar), en la medida en que su funcionamiento real es esencialmente una negación de toda dimensión simbólica o sacrificial del ser.
De este enfrentamiento, que es ya el del descubrimiento y colonización de América, y luego del mundo entero, sólo puede surgir un desafío radical, por ahora latente, al principio universal de la socialización moderna, el cual, cuando se define por su relación con el otro, se manifiesta pura y simplemente como una forma invariable de etnocentrismo occidental, dentro de un cuadro de valores universalista, ilusionado con buena conciencia en la superioridad “metafísica” de su proyecto.
Por ello, el enfrentamiento conceptual entre el modelo multiculturalista norteamericano y el modelo pluralista europeo, tal como es planteado ideológicamente bajo la forma de opciones alternativas, es engañoso y va muy retrasado sobre los hechos que augura el porvenir o que ya están esbozados en muchos acontecimientos actuales. El tan alabado “pluralismo” democrático de las sociedades “abiertas” es la expresión de la benigna tolerancia liberal, la expresión por tanto de una versión conciliadora y autosatisfecha del contrato social robinsoniano (que curiosamente la izquierda actual asume como un descubrimiento de incalculable valor político, cuando ya está olvidado hasta por los propios ideólogos de la “derecha”), y todo ello reducido al puro voluntarismo jurídico-moralizante más superficial.
Por su parte, la otra versión de lo mismo, más ingenua, pero también más astuta en el juego de las complicidades ideológicas del etnocentrismo occidental, la versión multiculturalista, se refiere a los modos de vida, a las formas relacionales sostenidas por el consumo de diseño, a las prácticas vitales del “american way of life” (confort, irresponsabilidad, indiferencia). En “Londonistán”, Timothy Garton Ash asegura que la buena convivencia se debe al rock, las drogas y el sexo. Allí donde el “modo de vida occidental” a la americana existe y domina, tan sólo representa una variante exacerbada en su banalidad del mismo movimiento etnocentrista, expresado en segregación, depauperación y marginalidad, lúdicamente amenizado todo ello con los consabidos “viajes” alucinógenos y los residuos de las “subculturas” a su vez sometidas al principio de equivalencia de las modas de diseño.
Las críticas que se hacen actualmente al multiculturalismo anglosajón desde las posiciones “pluralistas” y “democráticas” continentales responden exactamente a una confusión deliberada de todos los términos: la oposición entre un modelo anglosajón de integración compartimentada y un modelo francés “jacobino” de asimilación pura y simple conduce finalmente al mismo tipo de conflictos violentos en todas partes. La vida para los inmigrados no debe ser muy diferente en Bradford y en Lille. Son diferentes etiquetas del mismo proceso de exclusión. En un caso se busca la asimilación desde abajo y en otro desde arriba: los sucesos recurrentes de las decadentes ciudades industriales británicas y francesas ponen de relieve que la asimilación conduce directamente a la exclusión, porque se basa en presupuestos erróneos acerca de la condición ontológica del extranjero.
Las virtudes del multiculturalismo anglosajón consisten en que mantienen a los extranjeros enajenados respecto de sí mismos confinándolos en el gueto de su propia “cultura” para consumo de los blancos, auto-folclorizados vivos, como los jamaicanos con su moda “rasta”: exterminados por su propia alienación, incluso en su propio país de origen ya de hecho convertidos en extranjeros, en “souvenirs” simpáticos.
Dos intervenciones recientes de intelectuales representantes de círculos ideológicos muy alejados entre sí se refieren a esta coyuntura secreta: la contagiosa alucinación visionaria, en registro étnico-cultural, de Guillaume Faye, o la moderada advertencia “pluralista”, en registro democrático-ilustrado, de Giovanni Sartori, respecto de la problemática en profundidad que plantea la inmigración islámica, tienen una razón de ser muy intensa en el actual estado esquizoide del inconsciente occidental, obsesivamente dominado por la idea de seguridad y autodefensa, y da igual que sus manifestaciones sean universalistas o particularistas, pluralistas o racistas.
Aquello que se avecina está aquí de todas maneras en cantidades homeopáticas de un tratamiento terapéutico general. Al menos Faye o Sartori tienen la dignidad, ya nada frecuente, cada uno en un estilo diferente, de confesar lo inconfesable. Porque si el mundo islámico es incompatible con el Occidente democrático del pluralismo, el universalismo y la tolerancia (la opinión de Sartori), entonces las agresivas tesis de la “guerra civil inter-étnica” de Faye cobran todo su sentido, y de nada sirve ocultarlo con argumentaciones morales contra la extrema derecha europea y su xenofobia violenta, la cual, gracias a este hallazgo, no ha podido caer más bajo en sus cínicos servicios al liberalismo mundial, que pronto va a necesitar un brazo ideológico armado capaz de ejercer la violencia, al tiempo que los dignos liberales se recatan a su sombra, y en los discursos públicos, académicos y mediáticos, se distancian horrorizados de estas “fijaciones” racistas de unos grupúsculos paranoicos.
Lo que nadie reconoce es que la ONU, la OTAN, el Pentágono, el estado de Israel, las multinacionales del petróleo y el gas natural, las diplomacias europeas, los ejércitos rusos, los gobiernos “aerotransportados”, todos ellos hacen exactamente lo mismo que estos grupúsculos xenófobos, pero a una escala inconmensurablemente mayor y sin ningún tipo de prejuicio racista.
Respecto de la inmigración, no hay verdaderas posturas políticas, porque hace tiempo que la conciencia occidental no vive en el elemento de lo político sino como referencia simulada y paródica (lo jurídico y lo moralizante se reparten los despojos de lo político).
Lo que sí hay, incluso en una profusión desconsoladora, son posiciones estratégicas (demográficas, económicas) de muy corto alcance, dentro de la estrategia mayor del “esquivamiento” de la decisión y el pensamiento, dispositivo que tan bien caracteriza a las elites occidentales que hoy están arriba con el piloto automático siempre encendido.
Por la ya dilatada experiencia de otros países europeos con fuertes comunidades de inmigrados, podemos conocer comparativamente este porvenir, del que la situación particular de El Ejido representa un sondeo, un muestreo, una primera prefiguración. Lo más probable es que en sólo unas pocas décadas o incluso lustros, la situación española no sea muy diferente de la francesa, británica o la alemana, mucho peor seguramente, dado que nuestra necesidad de “recursos humanos” va a ir creciendo a un ritmo muy superior a su “reposición” en un mercado laboral cada vez más definidamente convertido en servidor de “empleos a la carta” (privilegio del “trabajador” occidental), siendo así que muchos empleos ya no pueden ser “dignos” del ciudadano occidental español, pues el estatuto de consumidor respetable y trabajador “envilecido” acabará por ser incompatible.
Esta situación también decide la genuina homologación con Europa, y es muy fácil imaginarla amplificada, pues de hecho ya existe en la propia Europa (mientras unos viajan por el Mediterráneo o el Caribe, otros, curiosamente africanos o magrebíes, se encargan de limpiar los desechos de los anteriores). Todo lo que queda por desarrollarse es este mismo fenómeno intensificado, a la espera entretanto de una configuración explosiva de un mercado laboral jerarquizado étnica y culturalmente.
Cualquier debate que ignore esta condición del inmigrante como residuo laboral, eventualmente integrable en el ciclo de la socialización por el consumo y reciclable por las instituciones de acogida, desconoce lo esencial del problema, es mal intencionado y no toca lo decisivo, al mantenerse en una feliz dialéctica consuetudinaria, bien manejable por los poderes occidentales y sus abogados: todos sabemos que la “integración” que se les promete y prometerá, a fin de detener la “marginalización”, es una estrategia de contención, de disuasión, en la tentativa idiota de evitar el rechazo, el odio y el llamado “racismo” o “xenofobia” (se sabe que ésta no existe en los barrios residenciales, su privilegio es el suburbio).
Como en Europa, lo que se prefigura es el “baile de los malditos”, con el beneplácito desvergonzado de los medios de comunicación, siempre panóptico de la estupidez refleja de poblaciones embrutecidas por la indiferencia, el vacío vital y la desmotivación. Contra todas estas tonterías que aparecen pomposamente firmadas por “intelectuales comprometidos” (es decir, entrometidos) en los artículos de opinión de los periódicos a raíz de cada acto de violencia o “racismo”, hay que sostener tesis mucho más radicales, mucho más decantadas por la propia naturaleza de los acontecimientos por venir, por la propia definición del significado de la “inmigración”.
Esta, de hecho, es la forma histórica concreta que adopta el proceso de “autocolonización” en sociedades biológica y culturalmente en vías de descomposición, sociedades que, como todas las europeas, navegan impertérritas en el reflujo de la historia, sociedades ya sin el menor concepto positivo de sí mismas, completamente entregadas a todos los efectos devastadores de una reactividad generalizada (las últimas décadas podrían definirse como la era de un democratización global del nihilismo).
El odio y el desprecio se dirige inconscientemente, primero, contra nosotros mismos, se deja leer por todas partes en cualquier manifestación pública y adopta todos los aspectos y matices imaginables. Si el sistema occidental, con el que las poblaciones se identifican, espontánea o condicionadamente, busca nuestra “liberación”, entonces es que sólo intenta reproducirse a sí mismo, y nos toma como rodeo y soporte de tal supervivencia, haciéndonos a la vez sobrevivir a cada uno de nosotros como individuos conectados artificialmente a esta máquina de respiración asistida que es el conjunto de medios tecnológicos del “bienestar” que constituye la vida occidental.
De este odio inconsciente e indiferente a una vida estéril que todos sabemos, implícitamente al menos, despreciable en tanto “vida humana”, surgen espontáneamente todas las demás reacciones, la mayor parte de las veces resultado de una autoaflicción colectiva e individual cuyo verdugo es, sin duda, el aparato mediático, a través de cuya presunta trasparencia se lee la opacidad inmediata de un mundo sin destino ni porvenir. Luego, este odio y este desprecio pueden desviarse, objetivarse en el “otro”, pero sólo en la medida en que preexiste a la definición de su objeto. El panóptico mural de la televisión es el medio de esta conjura del vacío por el vacío de un mundo occidental abocado a su propia abolición.
La inmigración, en este sentido, continúa la labor póstuma del clasismo antagonista, viene a sustituir, por el lado de la conflictualidad social, a otras muchas cosas que “hacen las veces” de existencia colectiva, de “estar juntos”, donde ya no queda ni rastro verosímil de sociedad, ni mucho menos voluntad de existir como ser social. Por lo pronto, con la presencia evasiva del inmigrante merodeador de los centros urbanos occidentales aparece inesperadamente lo ya desaparecido: en esta sociedad, sin que sirva de precedente, puede haber “otros”, el otro puede existir, el otro respira.
Así pues, dos opciones desde el presupuesto de lo mismo sin definición de alteridad: o se le insulta y apalea los fines de semana, ligeramente desapasionados por el infortunio ininteligible de esta cotidianidad, o se le integra a la fuerza y se le trata como “hermano” en las pancartas de las manifestaciones cuya “solidaridad” dura lo que dura la borrachera de “buenos sentimientos”. En los dos casos, se observa el mismo desprecio profundo por el otro, no hay ni una huella de una verdadera relación de alteridad.
Si el otro está cerca, se convierte en un peligro que hay que exorcizar como sea en una sociedad tan homogénea, tan pétrea en su promoción artificial de la movilidad, que para ella sólo existe el otro en cuanto expresa la coartada de este narcisismo de solidaridad o en cuanto resiste a esta virulencia arrítmica que intenta borrarlo. Una actitud no es mucho mejor que la otra, moralmente responden a la misma pulsión de identidad en el vacío de referencias reales de identidad. Por más que se juegue a oponerlos engañosamente en el imaginario occidental de los medios y de la intelectualidad, humanismo y racismo son dos caras de la misma estafa moral, por eso se apoyan y refuerzan mutuamente en el inconsciente patológico de estas sociedades espectralizadas por su propia carencia de sentido.
Hay que entender finalmente este axioma: si uno, para sí mismo, ya no tiene sentido, al menos el otro es una excelente coartada para inventarse uno, sea como espejo de identificación, sea como reflejo de animadversión. Por lo tanto: a) se integra al otro en tanto forma parásita y secundaria del sí mismo, b) se odia al otro en tanto forma envolvente del propio odio contra sí mismo. En los dos casos, la operación por sustitución del otro me devuelve un sentido perdido, me hace localizable, me sitúa. Porque siempre es necesario que un otro exista enfrente para que yo pueda afirmar mi existencia, sobre todo si ésta es tan débil y borrosa como la existencia occidental.
Constitutivamente, en profundidad, sin que nadie se dé cuenta de ello, todas las sociedades occidentales empiezan a estar estructuradas de una manera dual, pero ya no en el sentido antagonista de una clase frente a otra, última forma sociologizada de alteridad violenta. Por su parte, la inmigración, más allá de todas las peripecias aparentes, “ideologizadas” por los medios y la clase política e intelectual democrática, sólo podrá ayudar a agudizar esta polarización, también ella indiferente, entre integracionistas y xenófobos, los cuales, a su vez, compartirán los papeles protagonistas en esta penosa repetición simiesca de una dialéctica social e ideológica periclitada, por más que todos los esfuerzos se concentren en perpetuarla y vivificarla.
El inmigrante, residuo demasiado visible de la era colonial, sólo será convocado a título de víctima, doblemente redimida y desencarnada: por los insultos y golpes de uno, por la buena conciencia “fraternal” del otro. Entonces se reconocerá la debilidad absoluta de esta sociedad, pues la violencia (simbólica o fáctica) que es capaz de ejercer sobre los otros sólo servirá para aterrorizarse a sí misma por unos instantes, convulsionándose como un actor sobre la escena, para luego, muy pronto, volver justamente a la misma rutina reinyectada en dosis masivas por los medios de comunicación y las programaciones racionales de los políticos. Todo lo que se dejará oír entretanto será la misma musiquilla dramática para el mismo baile de los malditos.