En materia de inmigración, la indolencia de los poderes públicos es calculada, pero no por ello habrá que admitir que es sensata. Se puede suponer un maquiavelismo “naif” en el tratamiento de la inmigración y de las situaciones sociales que se derivan de ella, desde la clase política y los medios de comunicación. Tal como evolucionan las cosas, es evidente que esta indolencia está dirigida a crear determinadas situaciones de cuyos despojos vergonzantes se alimentarán unos partidos “democráticos” descerebrados y perfectamente amorales. En otros casos, la “sancta simplicitas” de los gestores públicos no oculta una imbecilidad también calculada, aunque a veces supera sus propios límites de ignorancia.
Después de El Ejido, modelo a escala reducida con el que se ha estado experimentando, volvemos a encontrar la misma inhibición pública, el mismo decurso interesado de los hechos, el mismo diseño apriorístico, el mismo juego tendencioso de experimentar conflictos de pequeño alcance para crear una opinión pública favorable a la política de lo peor. Es lo que pasa ahora, en mayo del 2002, en la localidad catalana de Premiá de Mar, donde la mera construcción de una mezquita provoca división de opiniones y sentimientos entre los habitantes y crea un irrespirable clima de descarada utilización de los hechos como escenario para presentar al público la imagen elaborada “a priori”: precesión del modelo “xenófobo” ocultado pero generalizado. El foco informativo, el “zoom” sobre la realidad social, forma parte de este dispositivo donde se juegan los intereses más inconfesables, pero no por ello menos evidentes.
Todo discurso contra la xenofobia y el racismo es de hecho un discurso que opera desde la xenofobia y el racismo, inhibiéndolos al tiempo que prepara el terreno para su despliegue en una estrategia de precesión del modelo sobre sus variantes prácticas denostadas (las de la “extrema derecha”). Sobre esto, no hay ninguna duda acerca de la necesidad de diseñar artificialmente este tipo de conflictos. Basta observar el tratamiento informativo de los medios de comunicación y de los gestores públicos para darse cuenta de la estrategia: se asimila la inmigración a una “avalancha”, a una “invasión”.
Los términos catastróficos y militares no son en absoluto inocentes, aunque tampoco expresan más de lo que expresan. El inmigrante, por definición, no está lejos de ser para nosotros un extraterrestre, un “alien”, extraditado desde las reservas humanas del Tercer Mundo: tal es el grado de auto-asimilación, de auto-aculturación en el sistema, de integración en el modelo de la homogeneidad absoluta (existencial, mental, cultural) en que vivimos. Por eso, su llegada a “este mundo” es vivida y experimentada como el advenimiento de algo tan extraño como inexplicable.
No olvidemos que también los conceptos de “física social” en sociología tienen por misión hacer ininteligibles, desde un punto de vista meramente “humano”, los procesos sociales de la modernidad. De ahí que se hable de “flujos de mercancías”, “flujos de capital” y, por supuesto, “flujos de inmigración”. El sistema se encuentra a gusto en el estado líquido: es de hecho su elemento natural (la importancia de las construcciones cristalinas en los edificios se relaciona íntimamente con esta sublimación que el capital realiza en su anhelo de estado acuático total, de confusión intrauterina en el líquido amniótico del intercambio total de equivalentes).
No es la opinión pública la que, en primera instancia, eleva al poder político sus malestares, sino que éste y la utilización tendenciosa de los medios de comunicación son los que arrojan a la opinión pública la carnaza de conflictos abiertos con el único fin de legitimar en el inconsciente de la gente la gestión de unos asuntos irresolubles. La precesión del modelo xenófobo, o como queramos llamarle, se opera virtualmente ya en cada uno de los aspectos informativos sobre la inmigración y las situaciones actuales de “conflictos” entre comunidades. Las palabras revelan el inconsciente de aquellos que juegan a negar las implicaciones profundamente racistas de los propios discursos informativos y “democráticos”.
El verdadero temor de los cargos democráticamente electos (temor del que por primera vez se hizo eco Jordi Pujol en su artículo “Leyes, mentalidad y actitud” de “La Vanguardia” del pasado enero del 2001) consiste en que esta mina de malestar dosificado se les vaya de las manos y pase directamente a los que no se inhiben y sostienen el discurso xenófobo sin latencias freudianas del inconsciente. Aunque, por otra parte, la existencia de estos grupos, permite legitimar los discursos de la tolerancia como si éstos realmente creyeran y practicaran lo que afirman.
En este contexto de dulce hipocresía calculada, la clase política lleva a cabo sus experimentos locales, en vistas a una explotación del proceso inmigratorio, actitud de base cuyo oportunismo en nada difiere del “verdadero” discurso racista. Incluso resulta mucho más insidioso en la medida en que se filtra de la manera más piadosa un punto de vista fundado sobre la ignorancia, la ambigüedad y el sistemático emborronamiento de la realidad social. En cuanto al conjunto de la sociedad, de ella se puede decir lo que de los católicos: que hay xenófobos practicantes y xenófobos no practicantes, aunque todos comparten los principios borrosos de la misma fe etnocéntrica.
Se pretende que unamos el destino de la inmigración a la vez que pensamos en las “amenazas” que la “extrema derecha” hace pesar sobre unas sociedades supuestamente basadas sobre la tolerancia y la “apertura”. Este “fórceps” mental tiene un sentido y hay que situarlo en el contexto más amplio de las repercusiones de los atentados del 11 de septiembre. Después de estos atentados, en Europa se han acelerado todo los procesos que tienden al control, la exclusión y el chantaje a la integración de todos los que vienen de fuera. La excusa de la “seguridad” es a su vez la coartada que los poderes, todos los poderes, van a utilizar con descaro para cercar y poner en cuarentena a las comunidades extrañas.
Por eso, se acusa a la extrema derecha de xenófoba, cuando en realidad la hostilidad al extranjero está en todas partes y es alimentada de todas las maneras posibles, fijando en el inconsciente de las masas europeas un determinado mensaje: el otro, es decir, el mal, tiene un rostro. Por supuesto, se dice que los xenófobos son una minoría social de perturbados y resentidos, a veces violentos individuos “extrasistémicos” que realizan eventualmente “un voto de protesta” contra una clase política que no atiende sus demandas. Nosotros, los que estamos del lado de la “tolerancia”, la integración pacífica y el respeto a los derechos y a las “diferencias”, no tenemos nada que ver con estos asuntos tan penosos. Y lo peor de la situación es que muchos se acaban creyendo su papel, lo que los hace todavía más grotescos.
Se produce un proceso reactivo en tres niveles, una precesión del modelo xenófobo que actúa de manera variable en el reparto del trabajo sucio: primero, se fija al otro en el imaginario (la fijación como intoxicación: en los informativos de la televisión no es extraña la asociación del otro, el agente patógeno islámico, con la delincuencia, la barbarie, el terrorismo y la intransigencia “fanática”; en las películas de Hollywood este dispositivo de asociación islam=terrorismo está todavía más claro, y suelen retrasmitirse, como que no quiere la cosa, en los momentos de mayor audiencia, después de partidos de fútbol: después de la celebración festiva de la victoria, el asesinato simbólico de la víctima sacrificial); luego, se concreta este vago estado de ánimo contra el otro en los discursos del inconsciente político europeo (la política reactiva como estimulación: entonces aparece en escena la extrema derecha racista, figurante de esta dramaturgia insensata, a sueldo de los benignos principios de las “sociedades abiertas”); finalmente, los virtuosos se toman los réditos de la estrategia (fase de la resolución final): los poderes “democráticos” y “liberales” toman a su vez las medidas oportunas en el absoluto silencio de las oficinas y los documentos oficiales, donde ya no llegan los ecos de la calle, debidamente utilizada en el momento apropiado.
Inútil, por tanto, referirse aquí a la eficacia de una “ideología”, pues no se trata en ningún caso de insuflar en la gente unos determinados “contenidos de conciencia”. Estamos más bien ante una cadena de estímulos, impresiones, imágenes, que quedan transferidas en el inconsciente poroso de las masas aculturadas. Se trata por ello de “provocar” y “manejar” las reacciones correctas del público (el ratón blanco y el psicólogo embatado: aunque todavía está por saber quién condiciona a quién en esta historia): esto no pasa por la ideología, como bien saben los norteamericanos, cuyo funcionamiento social tampoco pasa por la forma ideológica de la conciencia, sino por el puro condicionamiento cognitivo y el chantaje emocional abyecto. De ahí, la creciente asimilación del funcionamiento social europeo al modelo norteamericano, lo que algunos intelectuales nostálgicos de la conciencia estiman como una perturbación de su “trabajo crítico”.
La precesión del modelo xenófobo, en nuestro caso, pasa con toda naturalidad por la infiltración de la ficción mediática y cinematográfica en la realidad, y viceversa. Este es el elemento configurador y no la opinión, la ideología o la actividad de los políticos, antiguallas decimonónicas de las que convendría desprenderse en el análisis como elementos referenciales ya descalificados. El modelo precesivo es transversal a todas estas instancias caducas, que operan a su vez supeditadas a la precesión, en la misma dirección, mal que les pese. La previa incorporación de lo imaginario determina luego la “verdadera” realidad de los hechos.