El sábado 16 de febrero de 2002, los medios de comunicación españoles inician su particular “campaña” de invierno. Salta a los periódicos y los noticiarios televisados el asunto del velo islámico (en realidad, “pañuelo” o “hiyab”, la prenda que envuelve sólo el cabello de las mujeres musulmanas, no la cara, pero la confusión forma parte del proceso de intoxicación), que en Francia hizo las delicias de la clase política y la intelectualidad “comprometida” desde 1.989.
El pseudo-debate, sin embargo, aquí en España se presenta de manera un poco diferente: debate fantasmagórico para un público espectral. Al menos, nos libraremos del elegante intelectualismo francés, de los interminables argumentos de unos y otros en torno a un campo conceptual perfectamente caduco e irresoluble: el de las “libertades” y “derechos” de los individuos y las comunidades. ¿Qué puede significar en España semejante debate inducido ávidamente, en el momento oportuno, por los medios de comunicación de masas, los únicos por otro lado que tienen algo que decir, pues para eso gozan del monopolio absoluto de la palabra?
Pero no seamos tan optimistas: no nos libraremos de lo peor, no nos libraremos de todos los tópicos, de todos los razonamientos patéticos, de todas las argumentaciones circulares y viciosas que suelen garantizar lo animado de este concurso dialéctico de imbéciles. No nos desharemos tan fácilmente de las opiniones de los comentaristas, de todos esos bonachones periodistas bien documentados. Desde el astuto artículo de Pujol en “La Vanguardia” el pasado enero de 2001 hasta hoy mismo, se nota cierta “movilización” defensiva y refleja de las “elites” españolas en torno al debate europeo de finales de los ochenta, avivado nuevamente por los libros de los sociólogos y politólogos bien pensantes del “liberalismo” moderado y de los “gauchistas” arrepentidos, las nuevas “prime donne” del atlantismo pro-norteamericano, ésta vez defensores contumaces del integrismo de lo “social”.
El signo de que un problema es irresoluble se puede encontrar en que todos los razonamientos resultan a la vez verdaderos y falsos. Se trata en todos los casos de planteamientos atrapados por la dialéctica de lo peor, la del discurso del universalismo. El contenido ideológico es un simulacro de antagonismo: el verdadero antagonismo está en otra parte, en el espacio de lo no decible. Los “debates” televisados, esas algaradas barriobajeras de la tele, ciertamente han rebajado mucho la capacidad de las ya precarias mentes occidentales para la reflexión, conduciendo el pensar público a la estructura reductiva de la disyunción absoluta y forzada donde toda cualidad se disuelve en lo equivalente de un sí y un no simultáneos.
Dentro de este espacio discursivo banal, no hay ciertamente nada nuevo que decir sobre el asunto del velo islámico, pues todo se basa aquí en presuposiciones, malentendidos, prejuicios, eufemismos y “no-dichos”, cuya mera consideración implicaría entrar en un campo de juego ya minado: el espacio geométrico omnideterminado que configura el código etnocéntrico universalista occidental. Es éste el que hay que psicoanalizar a la luz del menor de los acontecimientos publicitarios con que se satisface la demanda y se crea la oferta de la información como lugar privilegiado del simulacro de una dialéctica social e ideológica literalmente nulas.
Veamos el siguiente ejemplo, donde tal inconsciente, por su banalidad misma, nos habla con toda la plenitud de que es capaz. Vía Internet, como no podía ser menos, ya se encuentran a la venta cosméticos que servirán para “blanquear” a los inmigrantes de piel oscura. Dado que los nuevos ciudadanos del mundo occidental deben ser reciclados según unas normas muy precisas y terminantes, sin duda lo mejor será comenzar con este blanqueo de la piel. Dado que además los nuevos ciudadanos deben homologarse a sus poblaciones de recepción, y en Occidente el racismo está ya superado, las diferencias interculturales, aceptadas empíricamente pero no desde la universalidad de la ley abstracta, son asunto de mera cosmética.
Es evidente entonces que la terapia de la adaptación al modo de vida occidental consiste en volver blanca a la “gente de color” y los propios inmigrantes encuentran así un medio de pasar desapercibidos, que es de lo que se trata: no llamar mucho la atención, ni siquiera a través del color de la piel. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el racismo ni nada parecido, es tan sólo una simple operación estética. He ahí entonces el verdadero “ser” de este Occidente: blanquear las apariencias mediante los signos, en la creencia y en la ilusión de que mediante este proceso algo se salvará de la catástrofe de una identidad ferozmente homogeneizada en torno a modelos banales donde lo Mismo reina como el único dios. Aplíquese esta argumentación al caso del velo islámico, signo mucho más notoriamente insoportable de esas “diferencias interculturales”.
El modelo de Michael Jackson se vuelve premonitorio de las tendencias actuales, basadas todas ellas en una enloquecida experimentación sobre una realidad ya completamente perdida, de la que hay que afirmar su consistencia, su mismidad,su universalidad. Si toda la realidad ha sido convertida en experimento, el blanqueo sistemático, y en sentido también literal, se transforma en una inacabable tarea de modelización secundaria donde los meros signos, en su arbitrariedad abstracta, hacen las veces de los referentes y los engullen sin dejar rastro.
La pregunta baudrillardiana cobra actualmente toda su extensión e intensidad, más allá de la propia teoría de la simulación: ¿cuál es la relación que hoy experimentamos entre el signo, la imagen y la representación de un lado, y lo real, de otro?, ¿dónde se ha metido lo real?, ¿en qué espacio desconocido se mueve lo real a una velocidad de alejamiento de nosotros que aún no hemos sabido ni querido medir? Los códigos y los modelos lo ocupan todo, todo de hecho se ha vuelto código de control y modelo performativo, dentro de las coordenadas, en la sociedad liberal y democrática, de la universalidad de la ley.
Dentro de la problemática de Jean Baudrillard, la mercancía, el valor de cambio, la producción, la oferta y la demanda no son sólo categorías económicas, sino que pasan a convertirse en los modelos operativos de una dominación semiológica, es decir, de una dominación que alcanza su máximo nivel de abstracción y omnipresencia a través del control sobre los modos de significación social, política, cultural e ideológica. Porque ya no importan tanto los contenidos, como en el análisis clásico de las ideologías, cuanto el hecho decisivo de que el intercambio realiza su principio inmanente (la equivalencia generalizada) al convertir la totalidad de lo social en signo puro, con la abolición consecuente e integral de lo real.
En efecto, lo real sólo entra en el circuito del intercambio de lo equivalente cuando ha podido ser por completo reducido a signo, abstraído en la forma pura, desligada y autónoma del signo como relación arbitraria e inmotivada entre significado y significante (en la publicidad, cualquier significante puede hacer hablar a cualquier significado, y cualquier significado puede investirse de cualquier significante: ley de oro de la equivalencia del principio de la comunicación de masas como forma semiológica del valor de cambio).
Los signos cuyos significantes y significados se encuentran histórica y culturalmente motivados (puede ser aquí el velo islámico, pero pueden ocupar su lugar múltiples signos que tienen en común justamente esta imposibilidad de existir y circular en la equivalencia y en la universalidad) deben ser por eso mismo desarraigados, de manera que el código de lo universal hable a través de las apariencias reducidas a lo mismo. Da igual, luego, qué ideología occidental coyuntural, hable a través de este inconsciente etnocéntrico: la tolerancia liberal, el feminismo, la igualdad jurídica, el respeto a la diferencia (variaciones estratégicas de un mismo discurso, el de lo Mismo).