En estos tiempos en los que tanto se habla a tontas y a locas de la inmigración, presentándola como un problema que inconfesablemente sabemos irresoluble, no se reflexiona sin embargo lo suficiente sobre lo que significa ser extranjero en una sociedad dada. Se dan muchas cosas por sobreentendidas en este modo particular o singular de ser. Por definición, ser extranjero es estar situado en el límite, en ese margen liminal, y tal vez criminal, del mundo, allí donde realmente todavía no se ha entrado en él. El extranjero mantiene un estatuto extraño de acuerdo con su propia extrañeza. En casi todas las sociedades anteriores a la occidental moderna, el extranjero se mantiene como tal extranjero, debido a que su extrañeza debe ser de algún modo conjurada mediante la preservación de su alteridad.
La sociedad occidental, por su parte, carece del sentido más elemental de esta regla simbólica, la que establece que el extranjero es el extraño y el extraño está predestinado a mantenerse en su propia extrañeza por encima de todo. Si esto no ocurre, se produce la desestructuración recíproca tanto de la sociedad receptora como del propio extranjero. Sin embargo, para la conciencia universalista esta regla simbólica de la alteridad que debe ser salvaguardada para poder ser conjurada como extraneidad radical, no tiene sentido, no tiene ni siquiera valor moral, pues sólo lo tiene aquello que puede ser elevado a la abstracción de lo universal, y lo universal necesariamente se traduce en la reducción del extraño a la Identidad como propiedad de lo Mismo.
Muy pocos procesos y acontecimientos modernos se pueden entender sin la apelación a esta lógica profunda de lo universal: desde el funcionamiento del Estado moderno como figura de la reducción y de la lógica homogeneizadora, hasta el colonialismo como estructura de la dominación mundial, pasando por todas las ideologías políticas que secularizaron la religión en el transcurso de los últimos dos siglos, por no mencionar el fundamento antropológico profundo del humanismo como reino de la subjetividad absoluta. De aquí que el tratamiento, teórico-práctico, del extranjero, desde estas perspectivas modernas, implique que no se pueda superar nunca el horizonte proyectado por la conciencia universalista. Nosotros no sabemos ni podemos concebir al extranjero en tanto que extranjero, aunque por nuestra parte, hace ya mucho tiempo que ontológicamente somos extraños para nosotros mismos. En su sentido más profundo, una cosa implica a la otra, aunque no sabemos cómo ocurre esto.
Esta imposibilidad deriva de un no reconocimiento de nuestra propia condición moderna. En la medida en que el extranjero materializa de manera insoportable esta extrañeza que nosotros mismos experimentamos en lo más hondo de nuestra identidad perdida e incansablemente perseguida en todas las sombras que se le parecen, en esa justa medida, no puede darse el reconocimiento definitivo de este destino común de extrañeza. La reducción de lo humano a sí mismo suprime violentamente esta comunidad compartida de un devenir hacia la extrañeza radical. Esta autosatisfacción del occidental moderno oculta sin duda algo innombrable, algo que resiste al reconocimiento decisivo de su propia falta originaria.
En los países europeos con una fuerte tasa de inmigración, con una población inmigrante ya establecida durante dos o más generaciones, con perspectivas de “desbordamiento” a corto plazo, el inmigrante como tal es una víctima más de la desestructuración y el extrañamiento del mundo, no muy diferente del indígena, el ilustrado y satisfecho europeo estándar. Hablar de una identidad europea, de un modo de ser europeo es un contrasentido: lo europeo actual y la identidad son términos excluyentes. A no ser que lo universal pueda ser una marca de identidad, pero no parece nada probable, pues donde sólo hay Uno, no puede haber Otro.
Después de dos siglos de universalismo abstracto, de luces y contraluces, de democracia política, de nivelación social (todos somos asalariados, una condición humana bien triste, pese a la elevada renta discrecional de que disponemos: la utilidad de uno para sí mismo no es un estadio antropológicamente menos abyecto que cualquier otro), la identidad europea es como uno de esos fantasmas de viejo castillo escocés: sirve para atraer turistas, es decir, a los propios europeos idénticos a sí mismos. Los europeos, ilustrados o racistas, dudosa distinción, vivimos en una paranoia vergonzante, el delirio de los condenados a desaparecer.
La prueba de que estamos desaparecidos se ve en todas partes, sobre todo allí donde con más fuerza se proclama lo contrario. Es el momento en que todas las ratas de las bodegas abandonan el barco: turismo de masas, “New Age”, nueva espiritualidad, vuelta a los orígenes paganos y un sin fin de maniobras dilatorias del reconocimiento final de la vacuidad de la experiencia moderna.
Evidentemente, hay en marcha una “contra-colonización de Europa”, como argumentan algunos, podemos aceptar esta hipótesis no desmentida ni por unos ni por otros, aunque la hipocresía siga su curso imperturbable. Podemos aceptarla a condición de aceptar también que los europeos somos los responsables inconscientes de esta atormentadora contrariedad. Sería un poco absurdo pensar que el etnocidio cometido y en curso actualmente a escala planetaria no es cosa nuestra, que no tendría nada que ver con nuestros más íntimos impulsos y nuestros más sólidos valores modernos.
Los agentes de lo Universal fueron europeos, y siempre, en todas partes, desde hace quinientos años hasta hoy mismo. Los autores de todos los exterminios han sido europeos y descendientes ultramarinos de europeos. Los indígenas se limitaron sólo a ejercer una violencia de defensa, una violencia reactiva, contra las cuerdas, al borde de su propia desaparición, sabiéndolo y aceptándolo, pero sin resignación ni entrega. Hay diversas maneras de estar a la altura de este sentimiento heredado de culpa: todas sus expresiones pasan necesariamente por una reactividad profunda, ya adopte una pulsión “masoquista” o una pulsión “sádica” (asimilación del otro, odio del otro).
Por eso, en este sentido, tan abyectos son los defensores del racismo, como despreciables son los propagadores del asimilacionismo. Todas son reacciones tardías, culposas, contrariadas, emociones procedentes de un mal humor repentino, sin embargo largamente rumiado a lo largo de una historia catastrófica. Hay que tomar los procesos en curso como hechos consumados y pensar en consecuencia, renunciando a todas las defensas ideológicas de una fase periclitada.
Europa es la única cultura que conoce los términos estrictos del racismo precisamente porque es la única civilización que se ha organizado sobre un pensamiento de lo universal que sólo puede experimentar la alteridad bajo formas en sí mismas delirantes y degradadas: como fragmentos de lo universal inconscientes de su naturaleza auténtica, como diferencias reintegrables o exterminables, según las condiciones que ofrezcan a la asimilación y la explotación. El sentimiento de alteridad es sentimiento de superioridad, pero nunca sobre una base estrictamente racial o antropológica.
No se puede decir que las civilizaciones clásicas tuvieran un fundamento racial, porque no colocaban su idea de la humanidad en un nivel de diferenciación tan bajo como es la raza. Su superioridad, su singularidad era del orden de lo simbólico, de signos mucho más ricos que los de la mera raza. Aquellos hombres no debían de sentirse ni semejantes ni diferentes a los otros, como ocurre a partir del judeocristianismo europeo, donde lo biológico toma el relevo de lo simbólico bajo múltiple formas. Sólo el hombre de la mentalidad judeocristiana se cree semejante a los otros o diferente a los otros. La idea de “conversión” es nuestra.
Los hombres de las civilizaciones clásicas disponían de unas distinciones basadas en otros fundamentos, quizás más “inhumanos”, pero por eso mismo irreductibles a los principios de la mera identidad universal o la mera diferencia particular. Su orgullo era un sentimiento de pertenencia a una estirpe, a un linaje, a un grupo privilegiado por sus dioses encarnados en el hábitat mismo donde moraban.
Pero los conceptos modernos de raza, nación o estado son ya en sí mismos productos de una tremenda racionalización de la alteridad, son formaciones realistas sin verdadera dimensión simbólica, impregnadas quizás de una afectividad fuerte a partir de los procesos revolucionarios que llevaron a las burguesías europeas al poder (precisamente porque supieron impregnar de afectividad dimensiones completamente abstractas y de valor universal, nunca particular). Un individuo “libre” puede ser cualquiera, una nación “soberana” puede ser cualquiera, un estado “independiente” puede serlo cualquiera.
Desde el momento en que la singularidad y la alteridad caen bajo la hegemonía de un pensamiento universalista se ponen a su servicio y sólo lo expresan a él, nunca llegan a hablar desde sí mismas como los hechos decisivos y originarios. El racismo no es más que un derivado de la crisis del universalismo, o más exactamente, un derivado del conflicto interno entre los elementos contradictorios del propio universalismo: de un lado la igualdad formal, la abstracción universalista de las alteridades, y de otro las singularidades reprimidas por aquel principio.
Por eso quizás las fuerzas del universalismo pueden entrar en una dialéctica común que las engloba, desarrollando una ficción de lucha y competencia en las que lo único que se pone en juego es la etiqueta del principio dominante. De ahí también la enloquecida marcha actual de lo universal como mundialización, de ahí también la tendencia creciente dirigida a introducir marcas de diferencias artificiales después de haber operado una reducción al principio de lo mismo, para compensar esta abstracción inhumana de todo. De ahí también, la emergencia de las identidades sacrificadas: raza, nación, pueblo, comunidades regionales, religiones, cultos. De ahí también las luchas enconadas por un referente perdido: la propia Humanidad, que sólo existe en el espejo vacío de lo universal.