Del comportamiento de esos grupos de adolescentes que intentan desapasionadamente linchar como en un juego de patio de colegio a inmigrantes aislados (en España, dos casos registrados en los últimos meses, en pequeñas localidades de Murcia y Alicante: la interpretación oficial se atiene a la irrelevancia de estas “gamberradas”), se deduce toda una teoría social a la altura del estado de cosas europeo. El grupo de adolescentes convertido en partida de caza es una ilustración de la idea de Canetti sobre el origen de lo social como vínculo ligado a la muerte violenta, a su ejecución y a su posterior ritualización en el lamento. Igualmente no es nada extraño que los lugares significados por la matanza de los suicidas anónimos se conviertan en improvisados centros de un extraño culto social (recientemente, Nanterre y Erfurt, donde se han cometidos dos masacres de asesinos suicidas).
Todo orden social necesita para sobrevivir como tal un límite al otro lado del cual se establece la función simbólica imprescindible del intocable, del ser-ya-no-social, el que ya no pertenece al orden humano y por tanto se convierte en ser sacrificable. En el universo medieval, el judío y el leproso desempeñaban bastante bien este papel: ambos, en diferentes sentidos, apuntaban a la impureza radical del ser social. En los nacientes estados modernos y en el primer desarrollo de la socialización capitalista, el loco de Foucault, englobado dentro del orden moral de la insensatez, ocupa este lugar abandonado en cuanto representa el otro lado de la razón emergente. La lista de excluidos no hace más que ampliarse al hilo de los siglos clásicos de la Modernidad.
En el siglo XIX, era clásica de la socialización capitalista más pura, es decir, más violenta, la exclusión comprende categorías enteras, de las que Raskólnikov en la ficción y Max Stirner en el pensamiento son dos de los más conspicuos representantes. Es la era de esos “lumpen” estigmatizados por el comprensivamente intransigente Karl Marx, que como buen burgués pragmático no veía en ellos nada útil para la noble causa del movimiento obrero genuino: los más excluidos de los excluidos del orden industrial también apestaban para este pensador de las “revoluciones sociales” auto-conscientes y severamente dialécticas.
En el orden mundano actual, en las sociedades occidentales del bienestar compulsivo, el consumo sincrético de masas y la facilidad técnica de vivir, cuando todo es literalmente sacrificable (de ahí el supuesto valor sagrado de la vida humana: la transgresión de la prohibición es el sello de lo sagrado según Bataille, de donde la lógica secreta de la masacre y el exterminio del hombre por sí mismo), el rostro miserable del excluido cambia y también la condición misma de la exclusión, su estatuto en el imaginario colectivo.
El intocable, el paria, el excluido como totalmente otro, aquel sobre el que se vierte toda la impureza de lo social, es el inmigrante: sobre él pesa la peor de las maldiciones, el peor de los estatutos. Sencillamente, materializa, en su desnuda objetividad como ser no social, la imposibilidad radical de la integración, señala por tanto en la dirección del límite absoluto de un sistema fundado en la capacidad “racional” de absorción. Además, su pobreza es para los privilegiados del consumo el signo más que evidente de su carácter maldito, pues, efectivamente, en el orden capitalista avanzado, la única maldición es la carencia de los adecuados signos de riqueza, es decir, la falta de conformidad con el sistema social.
Esta escoria, este residuo ya ni siquiera degradable, pues sustituye a la degradación misma de lo social, el ilota no ilustrado, el meteco nunca reintegrado, este intocable es el paria posmoderno de las sociedades hiperdesarrolladas, aquél que toma sobre sí la carga pesada de representar el límite de lo social. El inmigrante, sin quererlo ni saberlo, se convierte en este límite mismo de una socialización forzada. En realidad, ni siquiera está excluido, pues nunca antes de aparecer como excluido ha estado incluido, razón por la cual jamás ha sido verdaderamente expulsado de lo social; por eso necesariamente es el límite absoluto de lo social. El inmigrante, en los intersticios de la sociedad actual, es el excluido “ab origine”. Jamás podrá ser integrado, ya que su función esencial es marcar la separación: esta sociedad occidental lo necesita como función simbólica.
El inmigrante debe desempeñar, en una sociedad completamente integrada y homogeneizada hasta el hastío, el papel de lo impuro, debe quedar relegado al último escalón de lo humano, a título de signo sobre el que recaen todas las deficiencias del orden social: su impureza cultural, marcada incluso en su aspecto físico, en su vestimenta y en sus hábitos gastronómicos; su impureza demográfica, esa obscena proliferación de niños raros que rodean a mujeres a las que apenas se les puede ver la cara; su impureza cívica, esa negativa irrespetuosa y contumaz a compartir nuestros más venerados valores neutros e imparcialmente humanos; su impureza económica, esa abyección de desempeñar trabajos evidentemente envilecedores de la personalidad; su impureza política, esa abstención sistemática de participar en los canales representativos y democráticos.
Este no-ciudadano, esta casi no-persona orwelliana atrae sobre sí toda la impostura social, toda la penuria de lo social en el momento de su máxima organización. Este lamentable virus poscolonial debe ser tratado profilácticamente, expulsado como un cuerpo extraño. De ahí todas las medidas administrativas dirigidas a esta elaboración profiláctica del inmigrado como residuo social, medidas que en última instancia son pura cirugía estética, si no algo mucho peor que no conviene nombrar entre personas civilizadas, aunque las comisiones que redactan las leyes y los periodistas que escriben y opinan en la prensa sepan muy bien lo que hacen. Tan bien por lo menos como los militares sobre el terreno.
El “Libro Verde” redactado piadosamente por la Comisión ministerial de la Unión Europea ilustra este trabajo médico de trasplante urgente: propuesta de expulsión de varios millones de residentes ilegales, expresión que sin duda recordará la denominación de los terroristas suprimibles sin ningún tipo de consideración jurídica o moral: los “combatientes ilegales” que los norteamericanos y sus aliados humanitarios se dedican con fruición a cazar con la ley “ad hoc” en la mano.
Es decir, se crea la teoría, visiblemente humanitaria, del no-ciudadano, equivalente a las no-personas orwellianas. De ahí la sólida ecuación que preside el actual inconsciente “político” de Occidente, del que alguien tan notoriamente simplista como Aznar es el modelo: inmigrante=delincuente=terrorista. Por eso, los perros amaestrados se dirigen a morder a Le Pen y compañía. Una vez señalada la presa, da igual quién incite a los perros. Pero el que los azuza también puede resultar mordido.
Por otra parte, desgraciadamente, el inmigrante, que no es sujeto de nada, pero está sujeto a todo, tampoco consume: él mismo es consumido, primero por la maquinaria social y económica, luego devuelto como fantasma ideológico fóbico o contrafóbico; finalmente reciclado experimentalmente por las terapias y las legislaciones, siempre bondadosas y preocupadas por sus intereses. Así, por ejemplo, a los inmigrantes de dudosa humanidad se les somete despiadadamente a cursos acelerados de derechos humanos, a fin de que respeten nuestras costumbres y aprendan a comportarse socialmente, si bien nosotros, por nuestra parte, no encontramos en ellos nada que respetar.
En efecto, si las mentes bien intencionadas se alegran con esta portentosa innovación de la terapéutica social, ello se debe a que estos cursos de derechos humanos cumplen una función relevante de primer orden: por anticipado se ha declarado a los inmigrantes como “bárbaros” casi no humanos a los que conviene reeducar, y, puesto que la desportillada fe cristiana ya no sirve para insuflarles el espíritu divino, se recurrirá a un expediente ligeramente más prosaico pero sin duda más eficaz, aunque con el mismo sentido sacramental.
Estos cursos de derechos humanos son a la moral occidental lo que los cursillos de reciclaje de parados para la economía: se les enseña a hacer algo que jamás harán, por la sencilla razón de que los parados tan sólo constituyen el objeto pretextado de una “inversión social” productiva (son el capital humano, por supuesto, una variable no desdeñable del capital). Del mismo modo, el bautismo sacramental de los inmigrantes en los derechos humanos, lava toda impureza previa, lo que no es atenuante para que los inmigrantes sigan sirviendo en el imaginario social inconsciente como seres marcados por la impureza definitiva.
Los adolescentes aburridos y casi ebrios de poder social invisible que los fines de semana persiguen con palos y piedras campo a través a los inmigrantes saben más del funcionamiento social que los sociólogos profesionales que teorizan lo social embutidos en su traje profiláctico de pacíficos universitarios. Para ellos, ya es demasiado tarde para entender nada.
Pero no hay que inquietarse demasiado, pues como afirma Roberto Calasso, hace tiempo que vivimos sin reconocerlo en el reino de la “extirpación”: “En su forma más pura, el Moderno quiere extirpar al Pobre. Mejor dicho, quiere, en el caso más insolente, que el Pobre extirpe al Pobre” (La ruina de Kasch).