La singularidad, como demuestra la historia interminable de los encuentros entre europeos e indígenas, no “se negocia” en un mercado de equivalencias generalizadas. La singularidad se bate a muerte, se autoinmola o desaparece sin dejar rastro (como hizo deliberadamente Yukio Mishima, como el propio terrorismo suicida hace actualmente), todo antes de negociar los términos de su ingreso en esa esfera, entre beatífica y diabólica, de lo Universal intercambiable. Muchos pueblos de la Tierra se encuentran actualmente en esta situación desesperada de lucha contra lo que ya les ha vencido por anticipado al inocularles el virus de la identidad.
Por eso, la lógica actual del sistema, la mundialización, no es en el fondo enemiga de un determinado concepto de raza, nación o religión. Estas referencias supremas, de que abomina el universalismo en los discursos oficiales y en la mentalidad de las masas ilustradas, son por el contrario, objetivamente, cómplices, aunque parezcan ir en direcciones opuestas o entrar en contradicción. El universalismo las utiliza para recrear conflictos artificiales que a la larga le dan más fuerza para su implantación, legitimándola a término negativo.
Los procesos actuales de inmigración han caído en todas las trampas discursivas del universalismo. Sin duda, se derivan de una evolución mundial, que comprende la demografía, las tasas de crecimiento económico, los conflictos políticos internos, etc. Pero su esencia no está ahí verdaderamente expresada. La inmigración es una de las formas más originales de la reversibilidad de los procesos históricos. Por eso, es falso que la inmigración ponga en cuestión los “fundamentos” de Europa: el marco Estado-nación, la homogeneidad étnica y cultural, el pluralismo político o la tolerancia liberal. La inmigración no puede cuestionar aquello que ya no tiene ninguna efectividad, aquello que ya no tiene ninguna capacidad automotriz.
El choque que provocará la inmigración pertenece más bien al orden de los procesos de simulación: todos esos grandes valores son valores muertos a los que el choque con los inmigrantes van a permitir revivir ficticiamente como condiciones “reales” de conflicto. La futura identidad europea se hace con los retales de signos ya superados, sean éstos las formaciones étnico-culturales, o sean las formaciones democrático-pluralistas.
En ninguno de los sentidos en los que se pretende hacernos volver al orden de lo real, la destrucción de los fundamentos de Europa (raciales y culturales para unos, democráticos y liberales para otros) no significa ya nada, porque esa Europa a la que se apela en estos discursos autosugestivos no existe.
Las consecuencias de los procesos inmigratorios serán traumáticas, podrán provocar muchos conflictos, algunas se traducirán en estallidos sangrientos, inaugurarán una nueva etapa de la violencia social, de todo eso ya hay señales en toda Europa en una escala aún controlable por los poderes residuales.
Si esta Europa, hoy cómplice del etnocidio mundial, después de haber sido su agente, se hace a sí misma como una unidad “política”, como “coalición de identidades” fracasadas (y ya se sabe que el fracaso une como pocos vínculos), a través de los marcos jurídicos, militares, policiales, todos ellos fundados sobre un obsesivo control de la circulación de personas, entonces se está construyendo objetivamente contra la totalidad del mundo islámico, por más que se hagan banales declaraciones de lo contrario.
Europa, por su propia esencia moderna, tal como se ha decidido su construcción por las elites económicas y las clases burocráticas, excluye cualquier forma de constitución interna al margen de los intereses geoestratégicos de la política unilateral y miope de los Estados Unidos. Este servilismo es mucho más grave que un simple seguimiento cauteloso de una estrategia completamente destructiva: si a corto plazo da sus resultados, siempre es con un coste mucho mayor de lo previsto y con la recreación de conflictos cada vez más difíciles de resolver, a los que Europa “se engancha” en medio de una ceguera y una irresponsabilidad de sus elites y sus poblaciones que algún día se pagará muy alto.
Europa ha optado, o va a optar ya sin posibilidad de cambiar la orientación de su trayectoria, por la peor de las maniobras: la de mantener un “cordon sanitario” de vigilancia sobre sus minorías islámicas que viven en toda Europa occidental, a fin de asegurar la unión sagrada de unas evanescentes identidades nacionales, hace tiempo sacrificadas, no perdidas ahora, como se dice haciendo un uso descarado de la más abyecta de las mentiras, por “culpa” de los procesos inmigratorios.
La Europa “amenazada” por las minorías islámicas es la Europa norteamericana, la Europa que ve cualquier cosa en la televisión, toma sus vacaciones y cree que la cultura de masas “hollywoodiense” es la cima de sus valores y sus diversiones, la Europa protegida por las bases y las flotas norteamericanas y mimada por sus capitales financieros. Esa Europa no merece ser tomada en serio ni por un solo momento. Si otros no lo hacen, Europa misma se hará una eutanasia ritual, como ya está sucediendo según todos los indicios. Nada sobrevive después de negar su propia esencia, o mejor dicho, sobrevive, en efecto, pero como negación de la negación: esa nada nauseabunda que como un aura celeste envuelve a los europeos.
Porque en efecto, las circunstancias actuales tras el atentado del 11-9-2001, son las de una aceleración, probablemente involuntaria, de procesos ya embrionarios hace años, procesos todos ellos dirigidos a la creación de un estado policial trans-europeo cuya función última y primera sería un control minucioso de toda esa parcela “maldita” de la sociedad europea que son las nuevas minorías inasimilables. Este control ya puede romper todas las amarras jurídicas, todos los miramientos “políticos”, puede ya desplegarse abiertamente, legalmente, con la mejor de las buenas conciencias y con la mejor de las justificaciones piadosas: la vieja argumentación de la razón de Estado, la que apela a la seguridad y la defensa nacional. El calado de esta transformación aún no se ha medido. Otros van a saber medirlo en nuestro lugar, justamente aquellos a los que les somete a medida.
En este sentido, la reducción política del Islam es un éxito del sistema, por lo menos formalmente, en lo que se refiere a la superficie del poder y de la sociedad, es decir, de los signos de “democracia” y “modernización” (que, como los de la riqueza, se quedan tan sólo en eso, en los meros signos, pero éstos, en el goce alucinado que proveen, siempre producen una gran satisfacción en los mismos que padecen la eficacia de los efectos reales del proceso de mundialización). El principal “activo” del sistema consiste en que las poblaciones son engañadas una y otra vez sin que nunca se produzca la menor resistencia: la “democracia” sirve para dar libre curso a estas posibles resistencias, dilapidándolas en cambios de gobierno, es decir, cambios de decorado y actores para una y la misma representación en el vacío de las verdaderas apuestas.
De ahí la necesidad cada vez más acuciante del sistema de “democratizar” el mundo (baza europea frente al “belicismo” norteamericano: nuevo juego de sombras chinescas: ¡cómo si los fines últimos no fueran los mismos!), justo cuando el sistema en Occidente hace tiempo que funciona en caída libre sin la menor necesidad de “democracia” política real. Siempre se trata de neutralizar a las poblaciones con la fantasía de una posibilidad renovable de cambio y mejora, ofreciéndoles la añagaza de que el poder puede ser ocupado por sus “representantes”, previamente sometidos a un lavado de cerebro profiláctico, cura higiénica que purga todo radicalismo real y convierte a los nuevos dirigentes en perfectos clones de la oligarquía mundializada a la que suceden y a la que, tarde o temprano, acaban por pertenecer en una promiscuidad endogámica que finalmente no engaña a nadie.
¿Cuáles son estas armas todopoderosas de Occidente, en particular frente a las sociedades islámicas en proceso de “secularización” ¿Habría que hablar realmente de secularización o de otra cosa distinta?. Occidente no “seculariza” el Islam mediante su sistema de valores en franca bancarrota, ni tampoco mediante la deliberada imposición de un “liberalismo político” tan menguado en su propio solar histórico convertido en erial, ni por supuesto mediante la aplicación del código universal de los derechos humanos en retirada. Estos son tan sólo los oligoelementos vitamínicos del discurso oficial “exotérico” de Occidente.
La realidad es otra: al Islam se le reduce y se le combate con otras armas mucho más insidiosas, son los códigos y los signos de la circulación y la liberación que ya actuaron en Europa durante la fase de formación de las sociedades de consumo desde los años 60 en adelante. Son las avenidas comerciales con sus grandes almacenes y sus anuncios de neón. Son las zonas de ocio con sus bares, sus discotecas y sus prostíbulos, donde el consumo de alcohol sea asequible para una mayoría recién “liberada” de sus obligaciones tradicionales. Son las películas con sus argumentos y sus efectos especiales al alcance de todos los públicos.
A lo que todos tendrán derecho es a la mundialización, no a la secularización ni a ninguna verdadera “modernización” ideológica, aunque una y otra en la situación actual sean exactamente lo mismo para las sociedades islámicas, como lo demuestra el ejemplo de la fracción privilegiada de la juventud iraní nacida después de la revolución de Jomeini. Lo peor de todo esto es que estos países acabarán por someterse a sí mismos a la experiencia de la Modernidad, de la que sin duda saldrán apocados y vueltos nulos, como nosotros, que quizás pronto empecemos a despertarnos de este mal sueño. Ellos, los otros, se habrán ahorrado el proceso, pero cargarán con las consecuencias inevitables de ser “modernos”.
Y para darle un rostro político a toda esta panoplia espectacular del mercado como único lenguaje social, por supuesto, habrá que transformar a los supuestos movimientos “islamistas moderados”, como el de Erdogan en Turquía, prototipo de experimentos futuros, en honestos partidos al estilo “democristiano” europeo, sin cuya cobertura el puro proceso de mercantilización de la vida sería mal recibido o poco tolerado. No ya Turquía es el centro de este experimento, sino la ciudad de Estambul con sus doce millones de habitantes: éste es el verdadero modelo de la operación “made in USA” de reducción del Islam a los límites consensuales de la “democracia” y el mercado.
Un reportero de un periódico nacional, Javier Valenzuela, de “El País”, dice que esta ciudad es mucho más europea que el resto de Turquía porque en sus calles “la mayoría de sus habitantes son más altos y de piel más clara que el resto de los turcos”. Como se ve, la occidentalización no excluye la metamorfosis de los rasgos étnicos de la gente, pues sin duda una asimilación cultural bien temperada se refleja en el mejoramiento de la raza. Además hay que estimar que las costumbres también se vuelven más coherentes con el modo de vida: “los bares y las discotecas están más abarrotados en las noches que las mezquitas al mediodía del viernes”, lo cual expresa ciertamente el verdadero triunfo de la sociedad occidental en sus márgenes advenedizos.
Hace mucho que Europa eligió qué Islam es el que se adapta a sí misma: el mejor Islam es, por supuesto, el que ha dejado de existir, como el mejor indio es el indio muerto.
Los muy poco hegelianos norteamericanos, con todas sus ridículas soflamas belicistas, se han convertido en nuestros principales proveedores de “dialéctica”y antagonismo, nos venden a buen precio las dosis necesarias de legitimación y legalidad para que los gobiernos europeos puedan a su vez designar un enemigo implícito del que en el fondo tienen unas ganas espantosas de deshacerse, pero no saben cómo (población inmigrante de origen árabe, turco, magrebí, pakistaní, sobre todo la de religión islámica).
El método Milosévic en Bosnia no está aún patentado, pero sutilmente no falta mucho para que se lo pase de contrabando. En el juicio que le imputa crímenes de guerra se ha defendido poniendo sobre la mesa las cartas marcadas de sus compañeros de juego, los que miraban para otro lado cuando sus hombres realizaban las matanzas de bosnios, como ocurrió en Srebenica en 1.995 ante las narices de las tropas de la ONU. Aunque nuestro genocidio será a la medida de la sociedad “chaise longue” europea: se hará en un contexto abúlico de clandestininidad y legalidad, como se efectúa un aborto, un transplante de riñón o una operación de cirugía estética. Sólo que nosotros corremos el riego de dejarnos la cara entre las manos enguantadas de nuestros cirujanos, profesionalmente, sin duda, poco cualificados.
Pero también hay que saber que los europeos ya no son pueblos ascendentes ni jóvenes, sino formaciones esclerotizadas en plena desagregación global, asociaciones de vecinos seniles cuyo instinto de supervivencia se limita a hacer lo necesario para pagar la factura del gas y la electricidad en común. En estas condiciones patéticas, ¿qué íbamos a defender?
Entonces debemos aprender a pensar en Europa como algo pasado, como una unidad histórica y cultural que, si a lo largo de unos mil años ha encarnado algún principio trascendente, hoy éste ya no existe, o se manifiesta débilmente como una forma triunfante de nihilismo, incapaz de sostener una identidad o una historia específicas. Europa ha perdido su singularidad en lo universal, según dice Baudrillard, y éste es un crimen contra sí misma irreparable, pues la singularidad nunca se ofrece dos veces.
Este abolirse a sí misma en la forma vacía y abstracta de lo universal, según un movimiento dialéctico que finalmente ha resultado verdadero, Europa ya lo conoce y no está dispuesta a renunciar a este absoluto que es para ella la encarnación histórico-metafísica de la conciencia universal o su infortunio, lo cual viene ya a ser lo mismo (la conciencia universal como infortunio). No renunciará a él porque le ofrece el último asidero de sentido, porque este absoluto universal encarnado representa el único subterfugio de sentido que le queda, después de realizados todos los demás como meras formas instrumentales de su despliegue: la igualdad jurídica alcanzada por sus revoluciones políticas, su democracia como nivelación total, sus derechos humanos como estrategia de la dominación mundial, la promoción incondicionada de todo lo humano instanciado al estatuto de sujeto a través de las sucesivas liberaciones.
En la comprensión universalista del ser del hombre está la verdad de Europa y esta verdad, paradójicamente, expresa su profunda singularidad, pero sólo a condición de entenderla como pérdida de toda singularidad. De ahí la desnudez y la orfandad de todo el discurso intelectual contemporáneo, filosófico, moral, estético o científico: sus obscenos efectos de redundancia, su penosa insistencia ideal en esta verdad consumada y consumida como tal en los hechos mismos, graduados según el punto focal de lo universal como absoluto y como abstracción inhumana de cualquier singularidad real.
En un contexto semejante, puede asegurarse que no habrá “ave Fénix” de lo universal materializado: Europa no volverá a encontrar una singularidad propia desde sí misma. Sin embargo, podrá alcanzarla en el entrecruzamiento fatal con el destino de otros pueblos a los que ha subyugado al mismo dictado opresivo de lo universal ¿Quién sabe si la inmigración masiva con que planea el provenir inmediato, más allá de todas las posturas triviales que rodean el asunto, racistas o humanistas, no será una última oportunidad ofrecida para encontrar, a pesar nuestro, otro destino, otra historia diferentes al maleficio de la racionalización universal?
La futura convivencia forzada de poblaciones de distinto origen es una oportunidad para la metamorfosis, es una oportunidad para que Europa renuncie radicalmente a su vocación universalista como definición de su ser moral y metafísico, arrojándose a la búsqueda de nuevas formas de socialidad que ya no puedan fundarse en el régimen teórico-práctico de la universalidad abstracta con que pretende aniquilar la alteridad radical de un mundo que se infiltra en su propio corazón. Siempre que renuncie a una comprensión universalista y humanista del hombre, de lo contrario, como ya sucede actualmente, sólo se enredará en interminables procesos moralizantes que agotarán aún más cualquier esperanza y voluntad de lo nuevo.
Esta Europa que ya se siente sacudida en su espectralidad diurna por la falsa oposición entre xenofobia e integración a la fuerza en el cuadro de lo universal-mundial, en las próximas décadas, complicadas por una competencia feroz por el poder mundial a través del dominio de la técnica en todas sus direcciones, se sentirá aún más abatida y decadente ante su imposibilidad real de superar el horizonte en que se encierra su comprensión del hombre, con la conciencia tranquila de encarnar el Bien (el “buen” ideal de lo universal integrador y pacífico).
Para sobrevivir, no le quedará más remedio que “saltar por encima de sí misma” en un último esfuerzo de desafío y antagonismo frente al propio movimiento dialéctico que ella ha puesto en marcha. Sin embargo sabemos bien qué escasas son ya las reservas de fuerza conflictual, apalancados como estamos en la mera contemplación del destino miserable de los otros. Lo peor de todo sería perseverar en la nivelación destructora como potencia secundaria de los designios del capital trasnacional en esta gran reserva eco-biológica de la Eurozona.
Nuestra supervivencia ya no depende de nosotros mismos, ni de la energía ni del dinamismo interno que estemos dispuestos a entregar. La época de la autodeterminación, de la soberanía, incluso a escala continental, ha pasado, hace varias décadas entramos en una nueva fase cuyas primeras señales de trasformación en profundidad de todas las relaciones sociales, políticas, sólo tardíamente se experimentan ahora, cuando ni siquiera hay fuerza intelectual, moral o política que pueda proyectarse, que pueda proponer un diagnóstico radical, que sea capaz de “imaginar el futuro”, adelantándose para modelarlo como proyecto más allá de la materialización trasparente de un presente estancado en la reproducción banal de todo lo que ha sido, desarrollando una hermandad incestuosa dirigida por el bienestar, la circulación liberada y la mercantilización general.
Las poblaciones desestructuradas, desterritorializadas, a las que toda identidad ha sido arrebatada, son la metáfora, y mucho más que la metáfora, de un mundo de la apatridad, es decir, de un mundo sin origen ni historia, y lo que todavía es mucho peor, sin destino o con un destino ya sacrificado. Muchos pueblos innombrables son nuestra imagen invertida, el otro lado del espejo en que, bajo ningún concepto, deseamos mirarnos. Porque virtualmente todos somos ellos, ya aquí, en este Occidente final. Nosotros somos también lo que están deviniendo ellos, nosotros no ponemos sino devenir ellos, nuestro reverso de una voluntad de poder absoluta.
Entonces, cualquier idea humanista de la Humanidad resulta del todo inútil para pensarnos, puesto que nuestra proyección en el mundo también nos ha sido arrebatada, y nadie posee el privilegio de pensar el ser, ni siquiera nosotros, los que les hemos arrebatado el ser (la lengua, el hogar, la comunidad, las creencias, en definitiva su espacialidad y su temporalidad existenciarias, antes de quitarles la vida misma) a aquellos mucho mejor adaptados a la vida que nosotros.
Pero nosotros somos los sujetos de esa historia simulada de la Humanidad, nosotros somos su encarnación y su fin, también el medio a través del cual el mundo será “humanizado”, es decir, apresado en la condición obsolescente de residuo. El juicio y la reflexión tienen que dejar de ser cómplices de las categorías a través de las cuales Occidente ha ejecutado sus planes de exterminio de la alteridad.
¿Por qué este extraño privilegio? ¿Por qué esta concesión perpetua e ilimitada de ser la encarnación del tiempo, de la verdad y de lo humano? ¿Por qué esta decisión de suprimir el devenir de los otros? ¿Por qué esta obsesión criminal por exterminar toda alteridad? ¿Contra quién se dirige toda esta violencia, visible por doquier en el mundo e invisible para una conciencia hipertrofiada con sus propias mentiras de consolación?
La “superioridad” de Occidente no es económica, ni tecnológica ni militar, éstos son sólo factores externos, superficiales, de la realización virulenta de una idea, de un proyecto secreto, innombrable, de un destino, quizás, que conduce desde hace mucho nuestro universo mental, nuestros valores y nuestra cultura. Hasta los mismísimos “derechos humanos” son la expresión más pura de esta superioridad, de esta profunda convicción moral, la de poder encarnar impunemente el Bien y erigirse en el “amo de las diferencias”, en el juez absoluto de las diferencias.
Si Occidente arrastra al mundo hacia el más absoluto desarraigo, hacia la más abyecta desterritorialización, no sólo física, geográfica o cultural, si practica en todas partes y bajo diversos procedimientos un exterminio total del otro, deben de existir razones que exceden ampliamente el mero designio histórico de una explotación intensiva del mundo, de un agotamiento de toda posibilidad de destino fuera de esta determinación última de llevar a cabo la realización incondicional de un “materialismo” cualquiera.
Si el destino de Occidente es trasformar el mundo en lo mismo que él mismo es, entonces su pensamiento se ha convertido, de manera radical, en el origen de este devenir lo mismo, pues el pensamiento de Occidente se define ante todo por el olvido y la represión de toda cualidad diferencial, de toda ilusión del mundo, de toda alteridad: el pensar occidental se autodetermina, él mismo, como un acto de violencia ilimitada contra lo que es, en un movimiento universal de apropiación por la subjetivación-objetivación. Sólo porque se determina lo que es desde este pensar, puede el mundo ser “apresado”, puede el hombre ser subjetivado y objetivado a un mismo tiempo.
Actualmente, toda la defensa última del sistema pasa por un blanqueo desvergonzado, con toda clase de superfluas moralizaciones, de esta situación universal, y son precisamente los supuestos valores más nobles de Occidente los que se encargan de hacerle el trabajo sucio al sistema, pues estos valores conservan, en su estado más puro, las categorías esenciales del exterminio: liquidación de la costumbre patrimonial y de la tradición por los derechos universales abstractos, reducción de lo social orgánico a lo individual mecánico, autonomización de la instancia política estatal como instrumento de desestructuración, supresión de la espontaneidad social por la programación racional de la economía emancipada de toda necesidad comunitaria, etc.
Ahora bien, la peor de todas esas categorías, aquella sobre la que se eleva todo el edificio de la dominación, es la idea misma de “Hombre”, es decir, la comprensión del ser del hombre como se determina históricamente en el pensamiento occidental, en especial moderno, como sujeto libre, como autoconciencia que totaliza el devenir y como voluntad de poder incondicionado.
En el espacio figurativo construido desde esta perspectiva ideal de todo Humanismo, el punto de fuga hacia el que se dirigen convergentemente todas las líneas, es, por supuesto, el epicentro catastrófico de los valores occidentales, pero unos valores carentes por completo de valor, es decir, pura virtualidad de un valor que, al liquidar todo antagonismo profundo, secreto, toda alteridad y todo devenir, se encamina en línea recta hacia su disolución, o mejor, dilución, en la barbarie que denuncia.
Así es como los defensores a ultranza de los derechos humanos, las asociaciones en defensa de la vida humana y de los principios democráticos a escala mundial, se extrañan, se sienten perplejos al comprobar cada año, tras cada nuevo informe de Amnistía Internacional que, una vez desaparecidas muchas dictaduras, las democracias que las sustituyen continúan su tarea de exterminio lento, aún más sofisticado, de sus poblaciones. Olvidan que este exterminio hace mucho que ha sido programado, y los medios con los que se ejecute son del todo indiferentes a los resultados realmente perseguidos.
Así, este axioma que apenas hace a nadie reflexionar sobre su génesis, sobre su razón de ser: cuantas menos dictaduras hay en el mundo, más se transgreden los derechos humanos, mayor es la precariedad del “derecho a la vida”, a la libertad, etc. Ahora bien, lejos de resultar paradójico, este dilema nos plantea abiertamente una cuestión muy diferente a la que se esconde en el patetismo del lamento oficial: el discurso oficial de los derechos humanos es el mecanismo de blanqueado y reciclaje de todas las barbaries contemporáneas, los dueños de la verdad y el bien son los cómplices reales de esta barbarie, y de nada sirve elevar este blanqueamiento a una superreacción maximalista e histérica, enfrentando, sincera o hipócritamente, la teoría y la voluntad a la efectualidad del poder mundial.
En cualquier caso, la doctrina de los derechos humanos responde a una reactividad mortal para los pueblos sobre los que se interviene quirúrgicamente con la débil anestesia de este jurisdiccionalismo banal. Los derechos humanos son lo que queda cuando todas las defensas tradicionales de una sociedad y cultura estructuradas en torno a sus propios valores orgánicos se han perdido o han sido destruidas por aquellos mismos que luego vienen beatíficamente como misioneros laicos con este discurso de recambio, de suplantación y exterminio, para borrar precisamente las huellas del exterminio anterior. De ahí que la gran tarea del blanqueado preceda a la imposición de la doctrina, o a su suspensión “transitoria” en el caso de los refractarios a lo “universal”.
Entonces comprobaremos cómo empieza a hacerse demasiado cierto aquello que afirmaba Heidegger cuando decía que el convertir las cosas en valor era “una blasfemia contra el ser”, un dejar caer lo valorado (sea incluso el derecho a la vida) en una indistinción y una indiferencia de lo que lo fundamenta como valor. Pero entonces, ¿qué es lo que convierte al hombre en un valor al proclamar, demasiado generosamente para ser verdad, este derecho intrínseco a ser hombre bajo unas muy determinadas condiciones de valoración? Entrar en un debate semejante es del todo inútil, pues desde el momento en que se acepta discutir sobre valores, estamos atrapados sin querer en la propia dialéctica fatal del valor ya definido como valor o, peor aún, como universalidad del valor, y aquí no se trata de una cuestión de ideas ni principios sino de cómo el hombre real es sacrificado al altar de la figura ideal de un valor, sea el que sea pero siempre enunciado como valor.
Y actualmente ni siquiera eso, el valor de los valores occidentales, la doctrina y la práctica de los derechos humanos, es parte integrante de un dispositivo mundial de blanqueado, una estrategia política de disuasión y contención, un reciclado vergonzante de lo peor de las estrategias occidentales de exterminio y destrucción, algo infinitamente manipulable en función de los eventuales intereses occidentales de control y pacificación a la fuerza de los pueblos, a fin de que la circulación liberada del otro valor (económico: desde el turismo de masas “trashumantes” a la inversión occidental) se produzca sin limitaciones de ningún tipo.
Lo vemos día a día, de la manera más exasperante posible: el valor de los valores sólo valoriza a aquello que cae del lado de acá de la universalidad abstracta occidental traducida en participación beatífica en los intereses bien administrados de lo mundial: lo que cae del otro lado de esta misma universalidad, siempre será sacrificado, violentado y destruido, y este acto siempre a la vez legitimado en nombre de la doctrina, o sencillamente censurado, omitido, inhibido. Al implicarse en esta dialéctica inextricable de lo universal y lo mundial, la doctrina de los derechos humanos, sin necesidad si quiera de hacer su genealogía histórica e ideológica, se convierte en la negación de aquello que afirma, oponiéndose a sí misma a través de la resistencia de aquello que no puede digerir en su organismo sin defensas propias.
Entre otros muchos, hay están para probarlo los casos recientes, iraquí, argelino, palestino, bosnio etc, en los que los derechos humanos no funcionan en la medida en que estos pueblos, por diferentes razones, ya han caído del otro lado de lo universal y deben ser “reconducidos” en el “buen” sentido. Por no hablar de los que, sencillamente, se ponen la careta del gran valor para cometer “responsablemente” las peores atrocidades (los judíos, los norteamericanos), las que apenas saldrán jamás en la tele ni en los periódicos, pues lo universal-mundial es endogámico, sólo copula lícitamente con lo que es de su misma naturaleza (ecuánime incesto entre los medios de comunicación y la ideología oficial, sin complejo edípico, pues los muertos raramente tienen el privilegio de expresarse y el médium de los medios no es precisamente, a pesar suyo, un buen vidente).
Así pues, se nos dice para convencernos de la buena voluntad de los derechos humanos que éstos defienden al hombre: se suele olvidar, o pasar muy a la ligera, que defienden precisamente al hombre del propio hombre, como los “derechos” de los animales aparecen cuando son exterminados por el hombre, o cuando se habla también de los “derechos” de la Naturaleza, agredida sistemáticamente por una explotación fuera de todo límite y control llevada a cabo, planificada y ejecutada por el propio hombre.
En el carácter genérico de esta palabra se plantea un pequeño problema: el hombre al que defienden y protegen los derechos del hombre es agredido, violentado por el propio hombre, pero ¿ese hombre es alguien anónimo, realmente genérico, sin rostro? No, ese hombre que violenta, que agrede, ése es justamente el hombre occidental, el mismo que, erigido en Sujeto Universal de la Historia, se abroga la enunciación del Derecho, de la Verdad y del Sentido. Luego el criminal y la víctima, recogidos por lo genérico de la palabra “Hombre”, son hombres realmente diferentes.
Toda la estrategia “política” de fondo en el planteamiento implícito de los derechos humanos reside aquí: intentar por todos los medios confundir la identidad del criminal y la víctima a fin de seguir manteniendo al hombre occidental como el privilegiado sujeto de los valores universales, sus propios valores y los de nadie más. Actualmente, esta confusión se observa ya en todas partes sin que nadie se dé cuenta de su verdadero significado y, menos que nadie, los intelectuales, que, desde luego, no suelen entender mucho de “estrategias” a largo plazo. Los derechos humanos ocultan sistemáticamente el exterminio occidental de los hombres concretos y están justamente ahí para eso.
Hay que decir, no obstante, que ni siquiera con esta cobertura, Occidente deja de ser el criminal y lo es de las maneras más sutiles y, por ello mismo, más cínicas y vergonzosas. Pero la primera amoralidad, la fundadora, es aquélla misma que produce la moralidad como absoluto: la amoralidad de confundir, mezclar las identidades del criminal y la víctima. Todas las demás amoralidades se derivan de esta complicidad.