Hay muchos testimonios del proceso etnocéntrico occidental: cuando los bienaventurados cristianos europeos del siglo XVI, entraron en contacto con los “pueblos salvajes”, se quedaron perplejos ante el descubrimiento inesperado de que existieran seres humanos sin noticias de la revelación cristiana, sin el conocimiento de la verdad universal de la redención del hombre por Cristo. Esta ya era en sí misma una señal de su diabólico estado de irredimible salvajismo, confirmado por sus creencias y prácticas, indudable y tautológicamente también “salvajes”.
Sólo había dos opciones: convertirlos a la verdad universal, para probar su universalidad misma, o exterminar a esos pueblos, pues constituían una prueba viviente en contra de esa universalidad antropológica de la verdad cristiana. No es que los salvajes fueran infieles, malvados que habían rechazado el mensaje evangélico, sucedía sencillamente que lo ignoraban por completo. Por tanto, debían ser borrados por completo de la faz de la tierra, pues su mera existencia creaba una contradicción insoportable para los cristianos europeos.
Así es como se originó el espíritu universalista, que con las categorías laicas de la razón y la ley opera de la misma manera que el sistema dogmático de la fe cristiana, que más tarde se transvistió en cosmopolitismo ilustrado, cuando el ciudadano europeo se podía permitir juzgar libremente todos los usos y costumbres refiriéndolos a su propia condición histórico-antropológica “superior” como el “verdadero” hombre civilizado; se desarrolló pronto, y dadas estas pautas previas debía hacerlo necesariamente, como colonialismo e imperialismo, desembocando en la disciplina científica de la etnología y la etnografía, que pasa a gestionar lo que quedaba de los pueblos salvajes, ya que se pensó, entre sentimientos de nostalgia y piedad, que algo de su presencia en este mundo debía ser conservado, por lo menos para guardar la memoria arqueológica y museística de una “humanidad” ya desaparecida.
Actualmente, en un sentido basto e irreflexivo, forma el núcleo de la mentalidad cotidiana de los occidentales en sus relaciones hipocondríacas con la alteridad.
Toda la humanidad que no pertenece a este universo, es literalmente una forma degradada que debe recluirse en alguna reserva. En cierta manera, todos los estados y todas las sociedades del llamado Tercer Mundo no son muy diferentes, para nosotros, de los indios norteamericanos, los indios amazónicos o los aborígenes australianos que habitan en reservas “acondicionadas” (es decir, embrutecidos por el alcohol y el “trabajo”, el gran descubrimiento terapéutico y económico occidental) para que no desaparezcan del todo. De hecho, el turismo visita El Cairo, Estambul, Nueva Delhi o Jerusalem en el mismo sentido y con la misma intención: todos son “nativos” simpáticos que se pueden fotografiar como “souvenir” de una temporada en las reservas mundiales.
Personalmente he escuchado a gente educada de clase media, que se considera de “izquierdas”, hablar de sus viajes al Tercer Mundo como si relataran una escalofriante experiencia “etnográfica” cuyos protagonistas fueran los miembros de “tribus salvajes” a punto de desaparecer. Y sin embargo, se trata de países vivos, contemporáneos, que existen realmente, aunque nuestra percepción ya esté por anticipada filtrada por la mentalidad etnográfica que inconscientemente poseemos para juzgar y experimentar las llamadas “diferencias” interculturales. La percepción antropologista de la unidad y la diversidad está tan arraigada en nosotros que ni por un momento dejamos de ser otra cosa que espectadores de un espectáculo casi simplemente producido para reflejar nuestra satisfacción o nuestra mala conciencia.
Todo el universalismo occidental procede de la misma manera: se expresa siempre como un muy peculiar código etnocéntrico de reinscripción de lo particular en un esquema apriorístico de equivalencias y diferencias. La verdad universal del mensaje evangélico ha sido sustituida por múltiples versiones seculares de lo mismo, todas ellas mucho más criminales que la versión del “copyright” cristiano, ya en sí mismo aniquilador: económica, tecnológica, política, sociológica y cultural.
La metafísica occidental es el material de este antropologismo etnocéntrico y culturalista: su concepto inaugural del ser es ya en sí mismo la forma absoluta de todo universalismo abstracto. A partir de este concepto universal, todo es deducido como inmanencia de una relación del pensamiento consigo mismo, y a su vez todo revierte sobre la inmanencia de lo humano, quedando establecido muy pronto como designio de la voluntad humana para transformar el mundo. Si el ser se confunde con los entes, éstos y su manipulación acaban siendo lo único humanamente real. De golpe, todo lo que no se convierta en mero ente sometido a previsión y cálculo, queda expulsado de lo normativamente “humano”. La mayor parte de la filosofía y la literatura occidentales no son otra cosa que esta perpetua humanización de lo real, este devenir humanizado de lo real a través del pensamiento identificado con el ser, y siempre en los términos de la más pura abstracción universalista, pues el punto de partida es esta misma identificación entre ser y pensar.
Por eso, hoy, entre los cosmopolitas, los culturalistas, los herederos de todo este idealismo antropológico, de esta religión secular, toda cultura auténtica se convierte en una universalidad indiferenciada, todo cae por el lado de la verdad universal secular, de la unidad antropológica bajo el control del código occidental. Entre esa gente, existe algo ininteligible que llaman presuntuosamente “cultura”, que no es otra cosa que el cúmulo desvencijado, la materia inerte resultante de la aniquilación de las verdaderas culturas, desaparecidas, despreciadas o exterminados por el código universalista. Esta gente es voraz, goza de una voracidad envidiable: todo lo que se convierte en signo indiferenciado de cultura es rápidamente engullido en el proceso de una pesadísima digestión.
Todo se transforma, con increíble facilidad, para estos ilotas de la cultural universal, en detritus recombinable en el menú mental de un inmenso “fast food” antropológico neutralizado. El historicismo es el ácido que ayuda a hacer esta digestión. Claro que el producto residual de la misma es siempre el excremento, es decir, lo universal. O dicho en términos más aceptables para el buen gusto, en términos por ejemplo del procesamiento de la información: input, las culturas “vírgenes” o históricas, output, todas ellas recicladas en lo universal atemporal, en el amorfo universo decadente de las “diferencias” asimiladas como variaciones sobre un mismo tema.
Da igual quién presida esta operación, los resultados son siempre y en todas partes los mismos, pues la matriz del código etnocéntrico universalista permanece incólume y el esquematismo mental es siempre de una lógica aplastante: la razón devora las culturas como estadios bastardos de pensamiento confuso, el progreso devora las culturas como prehistoria del hombre, la felicidad individualista devora las culturas como impedimento al libre despliegue de las virtualidades hedonistas del ser independiente, el espíritu de los idealistas devora las culturas como etapas de la autoconciencia; las relaciones de producción de los materialistas históricos devoran las culturas como fases ideológicas enajenadas de la penuria económica y del enajenador poder de clase, la ciencia y la técnica de los positivistas devoran las culturas como residuos de animismo y magia, la democracia y el estado moderno de los liberales devoran las culturas como momentos de barbarie del poder no representativo ni legítimo ni centralizado; el capital de los economistas y de sus dueños devora las culturas como sublimación de impulsos meramente egoístas, la voluntad de poder de los pseudo-nietzscheanos devora las culturas como grados insuficientemente desarrollados de la voluntad de vivir y desplegar las propias fuerzas más allá de las limitaciones antivitalistas de las morales y las religiones.
En sentido estricto, el Occidente actual, que nada tiene que ver con ninguna de sus estadios anteriores, aunque de ellos se alimente su “discurso culturalista”, carece por completo de una “cultura” digna de ese nombre. Por eso recurre a ese grotesco espantajo que es el resultado de la acumulación, la superposición, el análisis, la descripción, la historia, las clasificaciones, la evolución: expedientes, académicos o “vulgares”, de ese inmenso vaciado intestinal de las auténticas culturas, las que han desaparecido o están a punto de hacerlo. La galería, la arqueología, el museo, la sala de exposiciones, el archivo y la bibliografía son lo único que queda de ellas, último rastro precario de un “esplendor” aniquilado.
Así hay que comprender el antropologismo “humanista” occidental: como un sistema de ficheros que remiten interminablemente a discursos de y sobre la cultura en un momento en que ésta ya no existe, y desde luego no me refiero aquí a la “alta” cultura sino a toda cultura en tanto que conjunto de prácticas simbólicas de una sociedad con su propia historicidad o ausencia de ella. Del mismo modo que, según Foucault, las ciencias del hombre designan un objeto que, como tal, nunca había existido antes de ellas, también nuestro concepto de cultura es íntegramente producido por una determinada cultura en el momento final de su descomposición. La biblioteca universal de Borges es sólo una impostura, un juego intelectual para los exhaustos de su propia civilización, pero también puede ser, como en el caso del propio Borges, el espacio para una relativización radical del código que permite “leer” como equivalentes todos los “libros” de la cultura.
Lo que los occidentales llaman cultura es el podio o plataforma sobre la que se erige la exterminación de las culturas, el olvido obstinado y la pérdida de todo sentido de la temporalidad humana fuera de este desmedido proceso de acumulación en el vacío de todas las meras referencias culturales, que ya no actúan como fuerzas, recuerdos o impulsos de renovación o imitación, modelos o cánones admirados o discutidos, sino que más bien pasan a convertirse en signos puros, codificados y puestos en circulación, una circulación que los vuelve intercambiables y equivalentes.
Sólo porque nosotros ya no poseemos más que los signos desnudos y vacíos de todas las culturas, resulta posible desde ahora discutir sobre la superioridad de unas culturas respecto a otras, situándolas en un plano de equivalencia e (no-) intercambiabilidad que no es en ninguna manera el suyo propio, sino el efecto siempre perverso de un código universalista y etnocéntrico que basa todo su poder y todo su valor en el dominio del principio de convertibilidad de todas las culturas a los términos que sólo son suyos, porque tal código existe solamente para proyectarlos sobre sí y actuar como juez desde la instancia preestablecida del antropologismo secular. Pocos son los que se han tomado en serio los métodos, los objetivos y los resultados de la etnología y menos aún los que han sabido radicalizarlos hasta llevarlos a su propia disolución lógica, impulsándolos con fuerza sobre nuestra propia situación actual.
Pero nuestro concepto de cultura es perfectamente solidario de la lógica oculta del capital, que a su vez se levanta sobre una gigantesca pila de cadáveres, los de las sociedades desestructuradas por su ley, los de los pueblos aniquilados por su ignición y su fase de despliegue, los de las lenguas y las formas simbólicas muertas por su ilimitado materialismo, siempre determinante “en última instancia”. La cultura, el capital y el estado occidentales son, por definición y por los hechos, el resultado de una destrucción siempre recomenzada, ejecutada con la infalibilidad de un programa automático, pero cuyos efectos empiezan a resultar inesperados, pues esas tres estructuras motrices de nuestra civilización moderna se fundan sobre la desestabilización de todos los equilibrios simbólicos y orgánicos que unían al hombre y a la tierra desde las más tempranas fases de la “humanización”. Por eso, cuanto más “sublime”, más “avanzada”, más “perfecta” es nuestra “civilización” y su supuesto proceso evolutivo, tanto menos vivas están las culturas sobre las que aquélla se alimenta para realizar su metabolismo.
Escuchad o leed a los universalistas del “espíritu”, que no han cesado de hacer sus proclamas desde la ilustración y el romanticismo hasta hoy mismo, en la etapa de la semiología general de los mensajes informativos, en la etapa final de obesidad culturalista: os dirán siempre, imperturbables, que la cultura es un gran “valor”. Entonces comprobaréis a qué se refieren en realidad: la cultura es un valor en tanto que es un negocio, de hecho el negocio por antonomasia de esa invención idealista que llamamos “espíritu” universal, correlato necesario de un mundo completamente “materializado” en la pura abstracción de la realización de aquél.