LA TELEVISIÓN O EL PRINCIPIO DE ENTRETENIMIENTO: UNA RESOLUCIÓN DE LA DIALÉCTICA ENTRE APARIENCIA Y REALIDAD (2000-2002)

La televisión se burla de sí misma al mofarse de todos nosotros, y lo hace al presentarnos la imagen hiperreal de una degradación que materializa el vencimiento sobre los hechos de todo idealismo exangüe alojado en tanto discurso ultraterreno de carácter residual. Irrisoriamente, la tele intenta debatir consigo mismo, en circuito cerrado, sobre su propio envilecimiento.

El cinismo de los medios es una de las principales escuelas de aprendizaje en la actualidad (Sloterdijk): por ese mismo motivo cualquier reacción de malestar ha caído por anticipado en la propia trampa a que tiende la desfachatez inmanente del medio. Podemos añadirle a esta situación de desamparo televisivo todo el “pathos” que deseemos, pero sería infructuoso luchar por otra “causa perdida”: la de buscar una televisión mejor que la existente.

Para nuestra desgracia, mucho debe temerse que todo lo televisivo es racional aunque apenas algo “racional” sea finalmente televisivo. Se habla gravemente de la televisión y también ella quisiera decir alguna verdad vigorosa sobre sí misma; nos la tomamos muy a pecho, lo que la propia televisión es incapaz de hacer, pues ni siquiera tiene ya la virtud ni el coraje de ocuparse de lo que constituye su materia prima, o más bien su coartada: los sucesos de un mundo que se le escapa a raudales de la pantalla, en medio de una hemorragia de los contenidos que dilapida el sacrosanto principio de información.

La evolución en caída libre de este medio nos habla de su incapacidad para alojar un sentido que de todos modos se le escapa hace tiempo. Pero como a la tele, también a las programaciones racionales hace tiempo que el sentido y la realidad se les escapan a borbotones de facticidad incontrolada. La situación actual es como un síndrome final de reconocimiento de impotencia y sin sentido.

El análisis de la televisión debe partir de este enigma: cómo es posible que podamos habitar ese espacio donde las meras condiciones saludables de respiración han desaparecido, como en otras partes, por lo demás. Para enfrentarnos a él podemos blindarnos inconscientemente del mismo cinismo del que hoy se beneficia “a priori” todo enunciado “crítico”, pero con esta conducta sólo reproduciremos un modelo ampliamente difundido sobre el que se erige y elabora espontáneamente el consenso secreto que mantiene cohesionada a nuestra sociedad, una sociedad que vive en el subterráneo clandestino de sí misma.

Todo apunta ya a que la televisión ha avanzado tanto hacia su liberación virtual de la realidad que a partir de ahora la realidad televisiva es por sí sola la que merece atención. Pero, hay que reconocerlo, la realidad televisiva es aún más chata que la otra, de manera que no hay solución. Si queréis que la televisión “refleje” la realidad, no sólo le pedís un imposible, además os hacéis responsables de vuestra depresión.

Los críticos más contumaces y serios (precisamente los elitistas liberales y toda esa gente vagamente “progresista” que habla de “vulgaridad” y “mal gusto”, pero que en el fondo hace tiempo que es capaz de “compatibilizar” toda contradicción interna en el modo operativo de una salutífera sinergia de inercias sensatas) no dejan de sorprenderse y se preguntan perplejos cómo unas sociedades “culturalmente tan avanzadas” como las nuestras pueden dar lugar a una televisión tan mezquina y sórdida. ¡Como si el resto de cosas se encontrara en una situación menos deteriorada! La televisión es una perfecta coartada para localizar los síntomas de la “patología”, perdiendo de vista la totalidad en que aquellos vienen a inscribirse.

Si la televisión cultiva con tanta fruición el no-valor hasta el paroxismo de todo rebajamiento es porque el conjunto de las sociedades occidentales están llevando a cabo, silenciosamente, un amplio proceso de desvalorización interna de sí mismas, abaratamiento y saldo de lo que fueron y de lo que son: sabemos cada vez mejor que se está produciendo una depreciación increíble de la totalidad de nuestros valores y estimaciones modernas hasta alcanzar el grado de nulidad impuesta por la lógica del mercado y el sistema de valores mundializado (el mismo que los críticos de la televisión y de la “cultura de masas” consideran dogmáticamente como la conclusión inefablemente feliz de la historia humana: ¡santa paradoja de los fariseos!).

La igualdad en lo social y la democracia en lo político (Nietzsche fue el más sagaz en verlo cuando hablaba de este incesante “abaratamiento del hombre” que es en buena medida toda la Modernidad) ya eran síntomas de un proceso que acabaría por extenderse a todos los demás ámbitos de la vida. Así que no dialecticemos dimensiones de la realidad moderna que son ampliamente solidarias y se alimentan de los mismos principios.

No es que la televisión no cumpla bien con su trabajo, de lo que suele acusársele desde una concepción siempre “ilustrada” y pedagógica de los medios de comunicación; por el contrario, cumple demasiado bien con su trabajo, cualquiera que éste sea, lo que finalmente tampoco está nada claro para nadie, y he ahí su problema más decisivo: la televisión no sabe ya cuál es su función, incluso ignora si realmente tiene alguna que desempeñar. Le pasa lo mismo que a la publicidad y al cine, por no hablar del arte “serio”.

Porque quizás su faena no tenga mucho que ver con la información y el entretenimiento sino con algo de otro orden. La televisión está ahí, pero en lugar de otra cosa peor que ella misma. Esto es lo primero que debemos saber. Y de ahí surgen sus verdaderos problemas: poner en evidencia lo que puede llegar a ser un circuito cerrado de medios informativos liberados y masa convertida en espejo deformante del polo dominador. La televisión deletrea el alfabeto completo de la “corrupción de lo visible” que define al poder actual.

¿Qué puede ser peor que la televisión? Pues la realidad misma que la tele está ahí para emborronar. En estas condiciones, la tele actúa casi como un calmante o un complejo vitamínico: nos ayuda a soportar lo que sin ella quizás fuera todavía peor. Imaginaos, con el debido desenfado, que a alguien se le ocurriera reflexionar en serio sobre los acontecimientos del mundo. La tele lo evita cuidadosamente y a cambio nos da una imagen pasablemente tolerable, que incluso nos favorece, pues jamás nos presenta como responsables de nada, y mucho menos culpables o cómplices de no importa qué. La tele construye un mundo de puro efecto sin causa. Y, afortunadamente para nosotros, en ese mundo, donde devenir receptor mudo de señales redundantes es la ley, nosotros los espectadores sólo somos comparsas y figurantes abstractos de los audímetros. Mucho peor sería reconocerse como verdaderos asociados.

La tele ayuda tanto a formarse una mala conciencia como, inmediatamente y sin transición, nos ofrece la oportunidad de cambiárnosla por una buena. Es en el fondo un tranquilizante, un combustible para todos los fuegos fatuos de la información inútil e infinitamente reciclable en un mundo previamente aplanado.

Enfrente de la pantalla, podemos seguir soñando, por comparación negativa, con que muchas cosas son todavía reales y se encuentran en buen estado, pues su reflejo en la televisión aparece deformado y falso. Por ejemplo, la política, pero también muchas otras cosas aún más molestas, de las que no admitiríamos de buen grado que están igualmente echadas a perder, y no es necesario tanto alboroto de los “intelectuales” para saberlo.

Si, por ejemplo, programas como los “grandes hermanos” y los “loft story” europeos son posibles y alcanzan tanto éxito es porque lo social y hasta las propias relaciones humanas más elementales han tocado fondo también en la realidad, y no sólo en la televisión. En todos los casos la televisión oculta sistemáticamente que lo real es todavía peor que ella misma.

Desde la crítica ideológica y, en general, bien intencionada, se parte de un hipotético sujeto “clásico” de juicio deliberadamente obstruido y anulado por los medios (la “persona singular” del liberalismo clásico y de todo humanismo, esa ya imaginaria persona “ilustrada” con sus gustos, su voluntad, su capacidad de elección, su propio entendimiento “libre”).

Recuérdese la visceral limitación de un Adorno y un Horkheimer, envueltos aún en los prejuicios “burgueses” melancólicos de la “alta cultura”, por ejemplo en ese ensayo memorable dedicado sobre todo al cine y a la radio, “La industria cultural”, un poco anterior a la aparición de la televisión, pero que tanto ha influido sobre la crítica “progresista”, dejándola estancada en categorías hace tiempo superadas. A esta crítica “desenmascaradora” de los mecanismos ideológicos del capital monopolista sólo le interesa lo que la televisión hace con su audiencia, y entonces se la presenta como el vehículo de la alienación del sujeto, el medio por excelencia de la manipulación de las conciencias.

Con este tipo de análisis ya ajados, la televisión, y con ella todo el universo comunicacional y de ocio, pueden sentirse a gusto: no la alcanzan en ningún sentido, pues la televisión hace mucho tiempo que dejó de preocuparse de los contenidos dirigidos a un presunto “sujeto social serio”, hace mucho que se desentendió de la educación, de la formación y cosas así, lo que finalmente ha llevado a la situación actual, que no hace más que consumar la propia lógica del medio.

Bajo la multiforme categoría “entretenimiento” vienen a caer todos los sueños de “ilustración” de las masas, y de este fracaso se alimentan todas las críticas nostálgicas y apocadas que se dirigen a la televisión. A casi un siglo de la aparición de la “cultura de masas”, sólo generalizada en Europa a partir de los años 60-70 y después ampliada al resto del mundo, poco se ha avanzado en el análisis “ideológico” de los medios, tal vez porque la categoría “ideología” nada tiene que hacer ante un nuevo objeto que se le escapa y, peor aún, la ridiculiza y la deconstruye.

¿Cuál es esa lógica, ya no tan secreta, del medio? Para un lector de Marx no estupidizado que haya pasado por la escuela Baudrillard, la situación es clara. En efecto, Baudrillard, a partir del análisis de “Réquiem por los media”, acertó en toda la línea. La lógica que domina al medio es una profundización de la lógica de la mercancía, ahora transferida a la esfera de los signos y los intercambios de signos (la cultura ya no es otra cosa que semiología): abstracción y autoliberación, en un caso, del valor; en otro, del propio medio como tal medio.

Como la finalidad de la mercancía era deshacerse de toda cualidad para entrar en el círculo recurrente de una serie de variantes formales puramente combinatorias que el lenguaje publicitario “humaniza”, la meta del medio informativo ha sido siempre, paradójicamente, liberarse del mensaje, cualquiera que éste sea, para instaurar una relación irreversible de hegemonía sobre la forma vaciada del código, es decir, instituirse en la forma autónoma del propio medio y evolucionar dentro de ella, emancipada finalmente de la “realidad”.

En buena lógica de la “comunicación absoluta”, la lógica de la emancipación incondicional de los medios y del principio mismo de información y “entretenimiento” como nuevo principio remodelado de realidad, la polaridad emisor-receptor, nivelados por un código abstracto y hegemónico, elimina espontáneamente la temática idealista o moralizante del sujeto autónomo y juicioso: no es que el sujeto esté “alienado” en el medio y por el medio, es más bien que el sujeto responde al vacío del medio con su propio vacío, actuando como cámara de eco reproductor y amplificador: neutralización mutua que no conduce a la alienación sino a la indistinción de los polos de emisión y recepción, tan inertes el uno como el otro. Producir indiferencia es el objetivo exitoso del medio liberado, no un efecto cualquiera evitable con buenas intenciones.

El tema de la “fetalización” actual de la vida va mucho más allá de la mera “infantilización” o “cretinización” colectiva que denuncian todos los neoconservadores, de derechas o izquierdas. En efecto, es muy significativo, un dato regocijante, el que ya haya entre nosotros perfectos neoconservadores de izquierdas: la impecable socialización de la clase asalariada no permite otro camino que el conservador. Todos estos críticos benignos del “modo de vida occidental” quisieran volver a los tiempos de una sana disciplina social en la que cada cual fuera responsable de sí mismo y pudiese responder de algo ante los otros. Tentativa que dice la verdad del estado presente.

La fetalización no significa el retorno a la protección del niño recién nacido, estado que el sistema ha alcanzado ampliamente en las sociedades que administra, como demuestra la evolución del principio de realidad (a los niños hay que enseñarles a no mentir; a nosotros se nos ha arrojado a una situación donde tampoco podemos distinguir la diferencia entre decir la verdad y mentir). La fetalización, como se desarrolla ante nuestros ojos, es más bien el retorno a un estado anterior de indiferenciación entre los seres. La madre y el feto constituyen una unidad anterior a la división de los cuerpos distintos; son por tanto una forma especial de continuidad del ser y no de discontinuidad, que siempre representa la individuación.

Actualmente, el proceso de retorno a la indiferenciación, es decir, el regreso de lo mismo a lo mismo sin llegar a encontrarse con el otro, negando incluso esta posibilidad como la peor adversidad, se refiere a esta búsqueda desenfrenada de la continuidad absoluta, continuidad no quebrada por el nacimiento y el proceso de crecimiento y diferenciación.

La individualización extrema de las sociedades occidentales conduce casi con toda necesidad a la fetalización técnica, lo que se debe especialmente a la total inutilidad de buena parte del tiempo socialmente reproductivo destinado al consumo y al ocio. En estas condiciones, el camino más corto para una pérdida de sí no traumática es la fetalización, que a su vez nos coloca ante un hallazgo inesperado: el que nos hace reconocer que cada uno por su cuenta es tan nulo como el que más. En una sociedad íntegramente fundada sobre la comparación valorativa de la nulidad y sobre el reconocimiento de la nulidad propia compartida (una extraña y deforme versión de la “estimación envidiosa” de Veblen) esto constituye todo un logro de inabarcables consecuencias.

Este proceso fetal reviste hoy todas las formas: fetalización electrónica, digital y mediática, a través del cine y la televisión, el ordenador, las redes como Internet, etc; fetalización social masiva, en las formas institucionales de la seguridad, la protección, la higiene y la hospitalización de casi todo el espacio social; fetalización terapéutica de la ancianidad, fetalización educativa del niño y del adolescente; fetalización del adulto en los sistemas del ocio obligatorio.

En todos los casos, la mera posibilidad de un devenir espontáneo o fatal hacia la alteridad queda completamente suprimido de antemano. Casi podría definirse esta sociedad desarrollada como el orden que virtualmente nos prohibe cualquier intento de devenir otro: toda regulación, toda programación va encaminada a que jamás podamos encontrar este devenir, identificado con la pura negatividad Y en esto el sistema conoce bien sus razones: todo devenir, toda alteridad, toda singularidad no son un material dúctil para sus propósitos de homogeneización por la equivalencia y por reducción a lo mismo.

El otro es la realidad “desnuda” para el hombre anegado en la inmersión digital y en general tecnológica. El otro es el extranjero (es decir, todo el mundo) para el que está aculturado en el modo de vida occidental. El otro es la muerte para el que está superprotegido, por la medicina preventiva, de la fatalidad de morir. El otro es el adulto para el que ha sido obligado a permanecer en un estado de irresponsabilidad, minoría de edad y adolescencia indefinidamente prolongadas.

Pero el otro del adulto que ha sido fetalizado socialmente por el ocio y el entretenimiento es el retorno al estado nostálgico del niño-bebé que ya no podrá ser y que por tanto tendrá que verse obligado interminablemente a simular. Ya existen, por otra parte, parques temáticos de ocio donde los adultos, desinhibidamente, pueden comportarse como niños mimados; cada vez se introducen más variantes en el ocio organizado para satisfacer la demanda. En los países del sureste asiático, además de la pedofilia liberada, se han creado parques temáticos donde se puede jugar por un precio razonable a la guerra con armas de verdad, disparando sobre blancos de mentira, un poco como ha ocurrido en la última “guerra” de Iraq.

Pero ahora hay más: el fantasma fútil de la audiencia como coartada de una estrategia de lo peor (“el público lo quiere”, “el consumidor elige”, como antes se decía “lo que Dios quiera”) se ha introducido en los circuitos televisivos para dañarlos astutamente. Esta conmovedora democracia del juicio es tan inapelable como la otra, y tan verdadera. En estas condiciones, puede dudarse incluso de que la televisión sea un vehículo apto para ningún contenido que no haya sido tratado previamente de cierta manera que tiende a impedir que pueda convertirse en tal contenido: hay una precesión de lo masivo que anula cualquier categorización “discriminativa” de los contenidos.

Cualquier estimación de lo que hace la televisión, tiene que empezar por enfrentarse con este hecho: los contenidos jamás han tenido la importancia que se les atribuye. En el horizonte de la instantaneidad y la “telepresencia”, no funcionan las categorías de la conciencia que tiene un mundo por contenido fenomenológico. Es inútil buscar por ese lado.

Nadie enciende su aparato de televisión para actuar frente a él como un sujeto juicioso y consciente. Quizás porque nos hemos acostumbrado a prescindir de esa parte de nosotros mismos, quizás porque para el correcto funcionamiento social esta “desubjetivación” es condición exigida, quizás por eso existe la televisión, tal como la conocemos, lo cual no sería tan negativo como se piensa, pues funcionamos igual en las restantes esferas compartimentadas de nuestra vida, desde la más “personal” a la más neutra.

La televisión es el medio por el cual podemos comulgar alegremente con nuestra condición de masa, aunque cada uno por su cuenta lo sea involuntariamente y a regañadientes. Toda relación comunicativa y mediática nos designa “a priori” como masa, del mismo modo que la publicidad y la política nos identifican de antemano como receptores imbéciles. Gracias a esta designación, se nos ofrece al menos el beneficio de la duda, y lo que es más importante, se nos exime de los efectos de una saludable “ilustración” dirigida.

La televisión no influye, por tanto, sobre nosotros “inyectando” representaciones, contenidos determinados en unas conciencias impolutas, más bien actúa mediante un procedimiento que podríamos denominar como desimbolización de lo real: hace que lo real pierda cualquier dimensión simbólica, aniquilando el universo de significantes y significaciones “en profundidad”. La teoría del conocimiento empirista se realiza a través de la televisión con una perfección imposible de encontrar en otros campos: ante la tele, ciertamente todos somos en potencia una “tabla rasa” y la propia tele está ahí para volvernos una completa tabla rasa sin más. La tele se limita a completar irónicamente el trabajo de la socialización hiperrracional que nos envuelve como una tela metálica.

Metafóricamente, la pantalla es pantalla en ese aspecto preciso de superficie que no filtra nada más que una lámina de sentido ya reducido a modelo serial. En la televisión todo es producido con un único fin: resultar creíble a sabiendas de que no lo es, o cuando menos, podría no serlo. La estrategia de la “corrupción del gusto” de que tanto se lamentan las personas educadas es sólo uno de sus males menores.

Por eso, desde el momento en que la televisión interviene en un acontecimiento, surge necesariamente la duda desconfiada e incrédula, tan delgada es la capa de sentido sobre la que se sostiene su “principio de realidad”. Así ha ocurrido con la transmisión de la llegada de los norteamericanos a la luna y ha vuelto a suceder a una escala mayor con la retransmisión de la “guerra del Golfo”, en su versión original y en su reciente “remake” notablemente melancólico, entre otros muchos casos menores que podrían citarse.

La tele maneja signos, pero signos que cada vez tienen menos poder simbólico. En el caso del atentado del 11 de septiembre del 2001, por ejemplo, es la propia televisión la que “parasita” como rumor infinito en la enormidad del acontecimiento en sí mismo considerado, aprovechándolo para sus propios fines, fines que por otro lado no existen. Ya ocurrió también así con los acontecimientos del Este filtrados por la televisión.

La televisión establece con su audiencia un contrato tácito, basado en esta petición de principio que sin embargo a nadie escandaliza: todo lo que véis y escucháis es verdadero, pero al mismo tiempo podría no serlo. Semejante equivalencia entre lo verdadero y lo que lo parece es la esencia inapelable de los medios. Este es el enfermizo y adictivo sobrentendido de desilusión que todos aceptamos sin mayores complicaciones, pero sin medir el poder desestabilizador de este acuerdo tácito.

La situación actual de la tele se presenta entonces así: puesto que ya no se puede jugar con esta ilusión de lo verdadero, de la que la televisión ya no puede hacerse cargo, hay que pasar directamente a otra “dimensión”, la de lo falso que podría ser verdadero porque ha sido copiado de la realidad y la tele emite sus signos “recortados”.

Aquí, como en otras partes, es un esfuerzo vano pretender restaurar la “verdad” y la “realidad” en el nuevo orden televisivo que acompaña necesariamente al “nuevo orden mundial”, como su puesta en escena nada subliminal. Lo que emite televisión no es más real y verdadero que la consistencia y los equilibrios sobre el papel en los que se sostiene ese artificioso orden mundial.

Pero aquí el escándalo es todavía mayor: ahora sabemos que la televisión empieza a adquirir una completa autonomía para producir por ella misma lo real, pero algo real en lo que está permitido no creer, porque la duda lo contamina también. Esta función inquietantemente desrealizadora es subversiva, porque priva de su fundamento y legitimidad a todos los medios, pero sobre todo liquida el principio ideológico liberal de la información “libre” y “veraz” desde la hegemonía masiva de la propia televisión. En la tele española (pero no sólo en ella: recuérdese la función de la “prensa amarilla” británica en todo el asunto de Lady Di y la “esperpentización” de la ya “freak” familia real), el modelo grotesco de esta desestabilización televisiva del principio de información es el rumor y el cotilleo de la “prensa rosa” elevados a categoría dominante de la programación.

¿Es que acaso la política, incluso en su dimensión geoestrátegica supuestamente más decisiva, se funda en otra cosa que en el cotilleo de las declaraciones banales de actores malos que ni siquiera alcanzan la dignidad de verdaderos histriones? ¿Los sondeos, las encuestas, las cifras, los escándalos, las malversaciones, las filtraciones, las propias elecciones “democráticas” son algo más que un rumor informe convertido en honorable principio de gobierno?

Ahora sabemos (y este saber nada puede cambiar en la realidad) que también todo eso está tan fabricado y es tan verdadero como la televisión. Por tanto, ésta es ampliamente solidaria de un principio de gobierno y poder que ya no se funda sobre nada realmente creíble: la propia exhibición orgiástica del “médium” es todo lo que nos queda. Por eso, el “médium” cada vez se vuelve más histérico a medida que él, por sí solo, es la única escena de sus convulsiones. Esta misma conversión histérica pasa también a la clase política occidental que comanda los pilotos automáticos del sistema.

Hay que volver a cuestionar la democracia a partir de esta nueva lógica de los medios de comunicación, del entretenimiento y el ocio. Ciertamente, no saldrá indemne, pues actualmente todos estos medios llevan a su paroxismo la propia “idea democrática”, mucho más allá de su inicial sentido “político”, en dirección paralela y complementaria a como el mercado ha acabado por ampliarse a la totalidad de las prácticas humanas investidas ahora por él sin residuo.

El funcionamiento objetivo de los medios, silenciosamente, compromete, o quizás realiza, lleva a sus últimas consecuencias, los venerados principios democráticos con los que todo el sistema se legitima. De ahí, las dificultades de todos los “críticos” de la tele para encontrar en ella algo reprochable que no debieran dirigir en primerísimo lugar también contra el régimen político y económico que preside este “intercambio generalizado” de lo peor. Nos gustaría pensar con todas nuestras fuerzas que la “democracia” está en alguna parte, aquí entre nosotros, muy cerca de “llegar a ser lo que ya es”. Nos gustaría pensar que algo de eso existe todavía. Es demasiado tarde para dejarse convencer de lo contrario.

Sin embargo, la única “democracia” que existe no es la “política”, sino la que se realiza en acto en los estudios de televisión ante el público de los “platós” que en intervalos convenidos aplaude y aclama a los personajes de “actualidad”. Las elecciones no son muy diferentes de toda esta tramoya: la aclamación es idéntica, las consignas no superan la prueba de las ideologías, ni los candidatos la prueba del poder. Es por tanto irrisorio ver a los hombres públicos denunciar el estado de postración televisiva, como si ellos mismos no fueran parte del problema. La democracia política recicla la corrupción del sistema, de la misma manera que la televisión exhibe la inanidad social y cultural, recreándose en ella a falta de algo mejor.

Por eso, la libertad ya no es del orden de lo político sino que pertenece por completo al espacio de lo espectacular y mediático, del consumo de signos equivalentes de “libertad”. Sus portavoces no son los políticos profesionales y sus edificantes discursos pedagógicos sino los “showmen” de la televisión y sus programas, quienes finalmente han suplantado a los primeros, sin que por otro lado se note demasiado la diferencia. El conjunto de la llamada “sociedad” evoluciona en el mismo sentido que le marca esta “espontánea desinhibición” del lenguaje. La tele dice en lo espectacular lo que la democracia tiene que callarse en lo político, aunque lo político cada vez se vaya de la lengua con más facilidad de la que le convendrá para salvaguardar lo poco de legitimidad que le queda.

Y tanto es así que una democracia perfecta, realizada hasta el final, tiene que ser una democracia espectacular o una democracia como espectáculo, como juego de signos, con un efectismo sistemático, con unos “bluff” pacientemente elaborados; en fin, una democracia que juega con los signos de la libertad, es decir, con los signos de la liberación. En este punto, nadie puede preguntarse por la diferencia entre libertad y liberación: el consenso sobre las nociones fundamentales de nuestra sociedad no permite llegar tan lejos.

Una sociedad perfectamente democrática es aquélla en la que la libertad ha quedado olvidada y en el lugar dejado por esta ausencia aparece la liberación que asume todas sus funciones y hace las veces de libertad. La libertad tiene en su contra el hecho de que no es automáticamente universalizable, y aún menos “mundializable”, mientras que la liberación se caracteriza por valer para todos los que caen en sus designios.

La libertad implica la individualidad y la subjetividad, y por tanto, depende de una dialéctica del sujeto y sus condiciones reales e imaginarias de vida, que pueden entrar en conflicto entre sí; la liberación, por su parte, es siempre el objeto de una demanda colectiva de reconocimiento, la misma demanda que preside el destino moderno de la “igualdad”. Los que llegan a la libertad son unos individuos fatigados pero “heroicos” que han vencido algún obstáculo; los que llegan a la liberación son unos desertores sin redención posible. Todo lo que “poseen” como beneficios del orden social les es debido, es su exigencia, su “propiedad” inherente al estatuto de “individuo liberado”.

Actualmente, los liberados (y la tele funciona como una escuela invertida de “liberados”, y precisamente por ello adopta el rostro de una auténtica “parada de los monstruos”, de “freaks”: son la caricatura descarnada de la liberación, pero dicen así la verdad “antropológica” de la misma) lo son en la medida en que siguen siendo rehenes del chantaje por la abyección de su condición liberada: siempre existe un déficit de identidad y de reconocimiento en los liberados, precisamente porque no deben la liberación a sí mismos sino a un mediador que se la ha ofertado a precio de saldo como añagaza de la dominación invertida que se ejerce sobre ellos. Todo el universo comunicacional está ahí para ofrecer esta especie de espejo quebrado en mil pedazos a un reconocimiento imposible.

Además, con el dominio del modelo de la “telebasura”, los “reality shows”, los “talk shows”, las “performances”, los “grandes hermanos”, los programas de información “rosa”, las galas “benéficas”, las series “históricas” y demás, la televisión realiza una ofensiva indiscriminada contra una sociedad hipócritamente inerme que por primera vez puede disfrutar sin autocensura con la imagen de su propio envilecimiento y pérdida de sustancia, y sobre todo puede chapotear en este blanqueo nada estilizado de sus desperdicios sin sentir asco de sí misma. Moralmente, o mejor expresado, “amoralmente” pero en la lógica cínica, pese a quien pese, esto es todo un logro, aunque se base en la implícita desmoralización colectiva.

La televisión, entonces, abre el absceso de una sociedad incapaz de reconocerse en lo que ella misma es, porque la anodina carencia de escrúpulos de los programadores es directamente proporcional a la despreocupada privación de realidad en que viven voluntariamente los propios espectadores. No podemos solicitar que la televisión discrimine contenidos, diferencie culturalmente audiencias, establezca jerarquías de valor, cuando nosotros, por nuestra parte, estamos obligados a vivir en la misma equivalencia y en la misma vicariedad de toda experiencia cualitativa y diferenciada. Sería una exigencia moral que la televisión no se merece, y sobre todo, una demanda que no estamos calificados para hacer.

No le pidamos a la televisión que sea mejor que el orden social al que pertenece y al que a través de signos trucados conmina perentoriamente a desaparecer: cada uno en su nicho es observador y cómplice de la descomposición avanzada de sus semejantes ¿Os parece pequeño aprendizaje? Hay que promover sin duda este nuevo humanismo del reconocimiento por las faltas, las carencias, las miserias, las obscenidades, el lenguaje repulsivo y la nulidad, del mismo modo que actualmente los actos de “libertad” desembocan casi siempre en la exhibición de un cuerpo desnudo, de un cadáver y cosas así.

Todo esto es como una exclamación demasiado sincera, incluso ingenua, en lo que respecta a la totalidad de nuestra cultura: “¡Miradnos, estamos aquí, no tenemos nada que ocultar pero tampoco nada que decir! Esto es lo todo lo que véis y todo lo que véis no es nada más que esto”. La desnudez de esas mujeres esbeltas de pubis rasurado y la desnudez de esos hombres en quienes se agita un blando pene desocupado son el diseño funcional de nuestra verdadera orfandad en medio de la pura negación de lo fatal, incluso si lo fatal reaparece ante nosotros con un rostro miserable de artificio y mistificación.

La desnudez es el signo publicitario de la ausencia del valor, es decir, el signo de la pura intercambiabilidad de todo valor a través de la apariencia reducida a sí misma. La desnudez, y nada más que ella, ilustra el autismo moral de Occidente a través del homoerotismo del cuerpo desnudo revertido en la estética nula de la publicidad, que aquí representa la ausencia total de discurso y de rito, pérdida irrecuperable de orden y transgresión: ambigüedad que no repercute ya, en ningún sentido generoso, en la convivialidad de la rebelión.

Muchos artistas, iconoclastas de la institución “arte”, casi todos los políticos, desmitificadores a su pesar de la institución “poder”, hace tiempo que aprendieron a mostrarse por lo que son, con toda solemnidad, carente incluso de una vaga mueca de ironía. El resto, los espectadores, tienen perfecto derecho a este reconocimiento de sí mismos en los otros.

Por supuesto, la televisión no refleja nada ni los espectadores eligen nada y no hay nadie a quien achacar alguna responsabilidad de tanto malestar: se trata de un circuito cerrado de complicidad de toda una cultura de la abyección y la desilusión consigo misma, cultura que es actualmente la nuestra, por debajo de todos los discursos oficiales de las gentes bien pensantes. Hay cosas que sólo tienen sentido alcanzado un cierto nivel de desestructuración, precisamente lo que la televisión, como objeto de recriminaciones, está ahí para ocultar. Es, por otro lado, la misma connivencia colectiva, voluntaria o no, que existe actualmente respecto de la totalidad del sistema, en sus aspectos políticos, económicos, sociales o culturales: todos sabemos vagamente que algo esencial se ha perdido para siempre en todos esos ámbitos cancelados, pero nadie sabe ya qué pensar y mucho menos qué hacer con ellos.

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