Una crítica desafortunada nos ha acostumbrado a considerar críticamente la publicidad como algo inesencial, como la inesencialidad misma en su más genuina expresión, en fin, una monstruosa forma contemporánea de la inautenticidad. Se observará que esta crítica siempre se apoya curiosamente en los mismos valores implícitos que a su vez dice defender el propio discurso publicitario: extraña complicidad de unos referentes en todo caso perdidos: la apelación a lo originario, a lo auténtico, a lo genuino, a lo que no tiene comparación también constituye la parte más sabrosa de todo discurso moral.
La interpretación que atribuye un uso inmoral de los signos a la publicidad es, sin embargo, demasiado optimista, casi voluntarista: no se da cuenta de que, a partir de un cierto desarrollo de los procesos sociales y culturales (?) contemporáneos, se hace ya imposible distinguir la ontología y la “imagología”, como la llama Kundera: el valor y lo real, el signo como tal signo y su referente. Ahora bien, cuando tal confusión es de dominio público, así en la publicidad, es inútil, por no decir francamente descabellado, seguir hablando en términos “clásicos”, como si éstos tuvieran por sí mismos virtudes mágicas con sólo evocarlos.
Para nosotros, al cabo de un desengaño más lúcido sobre el poder virtual de la “crítica”, la publicidad, cambiando todos los términos, es esencia pura, la esencia que hace inesencial todo lo demás: donde habla la publicidad, no hay nada más que decir, pues ella sola colma el espacio del sentido y dice lo decible como tal. Además es el lenguaje absoluto, en la medida en que gratuito y ocioso, el sueño lógico y poético de la arreferencialidad, de un lenguaje tan puro que no sea nunca manchado por ningún referente, por ningún valor de uso, por ninguna práctica vital.
La publicidad no es un lenguaje entre otros, no es un discurso añadido al mundo del intercambio como algo superfluo, es el lenguaje y el discurso a partir del cual todo sentido se vuelve operativo, abstracto, donde todos los signos quedan en suspenso, como sacudidos vertiginosamente por la inercia que desustancializa lo real. Donde habla la publicidad, se abre un inmenso paréntesis que pone a buen recaudo el valor que aún pudiera sostener la mera ilusión de una referencia a lo real.
Así pues, la publicidad, en la atmósfera contaminada de un universo lúdico, lo esencializa todo: en efecto, hace que lo que es sea exactamente lo que es, no una apariencia, un engaño, un subterfugio, una falsedad deshonesta fabricada por unos descerebrados sin escrúpulos morales o estéticos, sino justo la indistinción de todos estos términos. La publicidad es la esencialidad definitiva de lo que carece de esencia: de ahí que todos los partidos políticos se hayan acabado por convertir en agencias de publicidad que trabajan únicamente para sí mismas. Claro, el reverso de una esencialidad de lo que ya carece de esencia es la pura nihilidad.
La publicidad, agente difusor de nihilidad, forma reactiva donde lo sustancial es sometido a un último desmontaje, más allá del operado por la forma mercantil generalizada del valor de cambio: las cosas, ya artificialmente producidas, asignadas a un precio y a una demanda igualmente producida, vagan desde ahora en el hiperespacio espectral de la inutilidad, son obligadas finalmente a hablar de sí mismas, optimizando a través de la imagen y el discurso la carencia de esencia, las propiedades que hubieran poseído si no fueran lo que son la mayor parte del tiempo: un “gadget” que las parodia.
La famosa lógica de la connotación, que hizo las delicias de los semiólogos de la comunicación de masas en los años 60, edad dorada del nuevo modo de la circulación absoluta, afirma que las cosas se presentan como lo que no son pero se puede creer que son para colmar la “libido” o deseo del consumidor. Según esta visión psicologista e ingenua (toda la publicidad se funda y autojustifica según este lamentable malentendido, que sus críticos no han sabido desmontar, enredados como han estado en los mismos términos que rechazan: ¿hay algo así como deseo en todas partes, deseo que viene a grabar la marca de la necesidad y su satisfacción perentoria en la psique-modelo del consumidor-modelo?) es evidente que no, que todo este circuito ideal es sólo una producción más, el sujeto es el que connota y está forzado a hacerlo a través de la decodificación de los signos, ya pervertidos, que recibe.
En realidad, ocurre exactamente lo contrario: el código es autónomo, hace que lo que carece de toda cualidad, de toda esencia, se vea investido con el derecho de hablar como si lo poseyera por sí mismo como objeto independiente de los signos, cuando verdaderamente es “hablado” por el propio código, que sólo remite a sí mismo, y por supuesto, no reenvía a nada objetivo. La mercancía, así desviada como signo que remite a la serie de signos, se convierte en el destino del sujeto, al que a su vez, “interpreta” y hace “hablar”.
En estas condiciones, la publicidad no pertenece primordialmente a la esfera ideológica: es más bien el perfecto correlato del trabajo en una sociedad asalariada y asignada a la gestión del salario, es decir, la publicidad se ha convertido en un modelo secundario de socialización, el específico de la reproducción del capital a través de los signos de que se ha adueñado: la connotación es esta inmensa trasformación de toda la cultura vivida de un pueblo en suplantación de lo real mediante signos sin discurso global, también ellos fabricados y desestructurados a fin de darle una coartada “simbólica” al funcionamiento del sistema, sin la cual la dominación del principio económico puro sería excesivamente trasparente e insoportable.
Las masas tienen que ser implicadas lúdicamente (no se habla aquí ni de afectos ni de argumentos: el nuevo contrato social sólo se basa en el juego de una demanda producida por modelos de anticipación y solicitación programada), o por lo menos, estáticamente movilizadas alrededor de este objetivo último. Actualmente la propia publicidad es la que ya está creando incluso modelos de identidad, lo que significa de hecho que todo lo que queda de nuestra identidad cultural ha sido virtualmente asumido como modelo publicitario. Como en tantas otras cosas, se perciben los efectos pero no el conjunto de que se desprenden, y ni siquiera las trasformaciones de gran alcance que los promueven irreversiblemente.
Esta esencia que vuelve inesencial todo lo demás tiene poder, un poder de irradiación, desde luego fundado sobre la indiferencia, la banalidad y el desprecio secreto que sentimos hacia nosotros mismos. Sin estas condiciones de debilidad, la publicidad sería violentamente rechazada, como antes lo fue el trabajo, la socialización industrial y el proceso disciplinario: pero estos se basaban aún en el principio de realidad y en él se mantenía también la reacción violenta: la primera socialización capitalista fue una maquinaria brutal dedicada a la suplantación de todo vínculo social anterior, no construido artificialmente, por la lógica de la economía política pura, y poco importa para sus objetivos, la versión en que se encarnara y los resultados reales que obtuviera.
La nueva era que se abre con la circulación absoluta, de la que la publicidad es una de sus figuras “espectaculares”, se levanta sobre otro principio diferente: el de la simulación por los signos de los referentes, el de la anticipación por los modelos de las opiniones, las conductas, los afectos y los deseos, el de la programación general de la vida en sectores integrados. Los efectos represivos no son visiblemente violentos, pero se limitan a ser desalentadores para los individuos, devastadores para la “sociedad” en su conjunto, disuasivos tanto de la libertad como de la violencia “política”. No menos decisivo que lo anterior es este otro proceso: la publicidad, tal como la experimentamos, es la pérdida del poder de seducción de las apariencias, porque ella misma significa la desilusión de las apariencias en la mera operatividad y abstracción de las imágenes y las palabras desencantadas.
A través de la publicidad, todo queda sometido a la pura simulación de un efecto de respetabilidad, todo se convierte involuntariamente en cómplice con este proceso embrutecedor de desilusión del mundo a través de la manipulación grosera de todos los signos, signos que tampoco ofrecen otra cosa que su profunda vocación de no dejar huella, y en este sentido, la publicidad es una anticultura radical.
Todo lo que cae del lado de la publicidad (un país, una tradición, una creencia, un valor, un objeto no industrial…) pierde su memoria, su origen, su referencia: la publicidad se comporta siempre, no podría ser de otro modo, como una especie de acelerador de partículas aplicado a los signos, a los mensajes, a las palabras; es, por tanto, lo que obliga a las cosas a descorporeizarse, a dejar de ser ellas mismas en el momento de perderse en una escena vertiginosa entre la velocidad máxima del medio de circulación y la concentración mínima del sentido.
Por eso la publicidad es exactamente un lenguaje experimental, en el sentido casi literal de la palabra: experimenta con la desaparición del significado de aquello que representa, descomposición fugaz de sus propiedades más inespecíficas, más aleatorias: las que hacen referencia indefinida a una presunta sociabilidad compartida entre emisor y receptor.
Como todo lo que está obligado a comunicar en el vacío del sentido, fuera del sentido, la publicidad no destruye ni construye sentido, simula que existe y se limita a hacer circular este fantasma, filtrándolo, pero sólo cuando tal sentido, abstraído, es sólo un resto inútil y degradado, un desecho de todos los tópicos pueriles de una cultura que, de esta manera, asiste a su propio cortejo fúnebre, vuelta reversible bajo formas grotescas. Lo mismo vale, y aún más desafortunadamente, para casi la totalidad del cine actual, con rapidez asimilado a este vacío: por todas partes los mismos psicodramas del cansancio de vivir o los mismos espectáculos de una violencia masiva e indistinta. Al parecer, ya no concebimos un placer que no sea visual e inmediato, extático, contemplado con una especie de rara pasión fría, la propia de mirones a los que la vida ha suspendido en la mirada sin sujeto y en el objeto sin mirada.
Respecto de esta situación, no puede decirse que seamos demasiado exigentes: gracias a la comunicación forzada, a esta sobrexposición comunicacional, y hoy no hay nada que no sea tan sólo un mero efecto de comunicación, ya no exigimos más que operatividad de los medios, “definición”, pero nunca pasión. La lógica de la equivalencia que dirige a la publicidad es la misma que preside todos los demás procesos sociales, económicos, políticos o culturales, esferas a su vez intercambiables y equivalentes entre sí. El conjunto de esta sociedad parece haberse convertido en una “casa de citas”, en la que la publicidad ha difuminado las últimas fronteras estéticas o morales: “rendez-vous” permanente de uno mismo con sus “deseos” más triviales. Muerte a la lógica del onanista del imaginario, rechazo instintivo a esta penetración contaminante de los signos donde todo pone su precio para resalta su carencia de valor.
Al menos, la esencia, así trasformada en inesencial, se vuelve fútil, y por tanto se hace ya innecesario imprecar al demonio: la publicidad misma desvía hacia la nada cualquier veleidad de significación, y la que finalmente vale para todos, no valdrá para nadie.
Todas las fantasías de la comunicación confluyen y desembocan en el fantástico movimiento inercial de las redes: no una hegemonía absoluta del “médium”, sino absorción de todo por el “médium”. Si la forma “mercancía” fue el “médium” dominante que deconstruyó todas las relaciones sociales para inyectar en ellas la fluidez abstracta del puro valor de cambio, el último tercio del siglo XX ha visto la propagación de otra modalidad de fluidez abstracta, complementaria y paralela de la anterior, la que garantiza la mera gestión del modelo mercantil consumado: la forma “red”, la forma operacional de los circuitos, esa dimensión donde lo social, ya obsolescente, deviene, en la misma lógica del mercado, algo derivado a su vez de lo reticular.
Lo social mismo se hace entonces “virtual”, y así, no entramos exactamente en una nueva fase de socialización, sino que, de golpe, de manera muy simple, lo social desaparece absorbido sin rastro por la forma reticular del intercambio finalmente reducido a pura virtualidad, a eso que hoy empezamos a conocer hoy como “interactividad”, lo que no es otra cosa que la gestión del contrato social convertido en superficie de aislamiento y erosión del principio mismo de lo social, aunque, por otra parte, lo que se llama “sociedad” no ha sido más que la coartada, en la propia era capitalista, de la expansión “dialéctica” del principio de la abolición de lo social, al tiempo que el cacharro ideológico de su imposición a la fuerza.
Se comprende entonces el porqué de este apresuramiento concentracionista del capital en torno a las “nuevas tecnologías” de la información, todas ellas completamente amparadas en la lógica inercial del nuevo contrato social: el rubricado por la imposición de esta abstracción inhumana que es la ilimitada extensión, como lo fue la mercancía en el siglo XIX, de la forma reticular y virtual del intercambio. Hoy, y en el futuro no hará más que crecer, pues la baza ya está jugada, todo intercambio, de la naturaleza que sea, abstraído y desencarnado, debe pasar por este efecto de máximo aislamiento y dilución, la esencia misma de la red, del circuito, del “médium” y de lo virtual.
Telefonía móvil, telemática privada, todas las formas multimedia, el espectro de la interactividad a la fuerza, la “red de redes”, Internet, los propios medios de comunicación de masas, el cine, todo ello cada vez más sometido a la estrategia de la virtualización, el vídeo doméstico, todos los futuros soportes personalizados, desde el ordenador que gestiona la casa al ordenador que gestiona el buen funcionamiento del automóvil: todo eso, en su conjunto, y salvo casos excepcionales de “verdadera utilidad”, jamás excede los límites de la función fática de la comunicación, una función ya desencarnada del lenguaje, pura forma del contacto en el vacío, el infinito teledesierto de la información sin finalidad.
Todos esos medios intentan a la desesperada introducir contacto, relación, calidez “humana” y comunicativa (en el sentido de una sonrisa o una alegría “comunicativas”) allí donde, efectivamente, toda configuración simbólica del lenguaje y el intercambio ha desaparecido (como desaparece todo valor de uso en la mercancía), allí donde hay que desencadenar una ardua tarea artificiosa de lubricación, de opcionalidad “libre”, de “menú a la carta” de contenidos experienciales o existenciales al borde de la extinción en su forma “originaria”.
La comunicación, en su más amplio sentido, consuma el proceso de abstracción de lo social, ahora llegado a su nivel de inducción por las redes y los circuitos: el grado cero del intercambio es precisamente el que procede de la formalidad abstracta del medio, cuya naturaleza es ser tan sólo eso, medio, virtualidad pura de un contacto sin fin ni finalidad, una mera repetición enloquecida de conexiones sin otro fin que la propia conexión. Es la autotelia característica del sistema como red de circuitos integrados, entregado sin más a su autocomprobación en un test experimental permanente.
La técnica, en especial en lo que respecta a la comunicación en general, sólo tiene sentido como “perfomance” perpetua operando sobre sí misma, sobre sus propios procesos. Se entiende que el “funcionario de la técnica” heideggeriano sólo pueda habitar un mundo en la medida en que él también se convierte en un ser puramente performativo sometido a la pura virtualidad de sus controles, procesos y redes.
El presentimiento de Baudrillard sobre esta lógica de la comunicación se verifica desgraciadamente cierto: “Si lo fático se hipertrofia en las redes (es decir, en todo nuestro sistema de comunicación de medios de masas e informático), es porque la teledistancia hace que ninguna palabra tenga ya literalmente sentido. En consecuencia, se dice que se habla, y dicho esto, lo único que se hace es verificar la red y la conexión con la red. Ni siquiera hay un otro en comunicación con la red, pues en la pura alternancia de la señal de reconocimiento, ya no hay emisor ni receptor. Sencillamente dos terminales, y la señal de una terminal a otra lo único que verifica es que pasa, en consecuencia, que no pasa nada. Disuasión perfecta”.
Toda la insensata apología “liberal” de este universo espectral de la comunicación a través de medios que cada día aumentan más esta “teledistancia” de hombre a hombre, y del hombre respecto a sus propias necesidades y deseos, es la peor de las ideologías actuales, de hecho es la única, si es que tiene algún sentido hablar de ideología en una sociedad que ya funciona sola como una máquina programada y autorregulada. El “spot” publicitario de Telefónica, tras la alianza con el BBVA a finales de 1.999, es el mejor exponente de esta propaganda que hoy atraviesa como una sombra todo discurso: por supuesto, un discurso entregado a provocar la fascinación por el puro ilusionismo del contacto comunicativo, la apología fantástica del medio por el medio, del circuito por el circuito, todo ello al servicio de un altruismo universalista perfectamente hipócrita y descaradamente moralizador (el bien en sí es la conexión, así que abónate…).
Claro que se trata de un inmenso negocio, pero también de mucho más: es la propia virtualidad de una comunicación ilimitada lo que crea y determina el principio de la gestión de un negocio también él virtual. Toda la operación bursátil de TERRA es la demostración experimental del nuevo principio económico, fundado sobre la explotación a fondo no de mercados “reales” de bienes y servicios, sino de mercados enteramente virtuales, a su vez basados paradójicamente en las tecnologías de lo virtual: pero paradoja sólo aparente, pues el porvenir del capital cada vez más pasa por esta negociación de bienes inmateriales en un inmenso mercado del que se ha abstraído finalmente toda circulación “real”.
El porvenir es la red como negocio en el vacío de cualquier referencia proyectiva sobre consumo, ni siquiera se trata ya de una inversión especulativa clásica sobre un fondo de beneficios calculados, pues de hecho lo virtual afecta también a la lógica económica. No entender esto equivale a no entender nada de lo que ocurre hoy en la guerra económica concentracionista: al adversario “competidor” se le vence arrojándolo al abismo de una virtualidad especulativa de la que acaba por no poder responder. Así han hecho los norteamericanos con su política global de desestabilización de los mercados financieros asiáticos en manos de inversores japoneses, pero a su vez ellos mismos han caído en una sobreinversión desmadrada en las tecnologías punta de la información, lo que ha conducido a la nueva crisis del 2.001.
Retomando el análisis de Baudrillard, es evidente que por más que se intenta “humanizar” el sistema de redes y circuitos, por más que se intenta “personalizar” la comunicación, lo único que se consigue es crear más “terminales”, y en este sentido, ésta es cada vez más una sociedad de terminales supuestamente interactivas, pero en realidad siempre se trata de lo mismo: la ubicuidad impertinente de un “feed-back” bajo control de un modelo de comunicación donde las posiciones están predeterminadas y donde todo funciona por inducción autónoma y autotélica del propio medio.
Basta ver que la mayor parte de las llamadas que se realizan por teléfono móvil son totalmente inútiles y ociosas a efectos de relación e intercambio “personal”, su inconsistencia, irrelevancia y banalidad es tal que sólo sirven en el fondo para hacer que la línea funcione, que la conexión sea interminable, que el contacto no se detenga, para que el propio medio, como modelo de fluidez y disponibilidad absolutas, se verifique certificando tan sólo eso, su buen funcionamiento, su performatividad total. Otro tanto cabe decir de la televisión digital o de los ordenadores personales, de Internet, del cine y de casi todo lo demás: la cosa funciona siempre en circuito cerrado, tú eres una terminal que en el fondo no hace ninguna falta para que el medio siga funcionando, tal es su indiferencia y su retroalimentación, su automatismo y su inercia.
De este modo, cada adelanto tecnológico en la comunicación es un avance en la misma dirección de liberación del medio respecto de cualquier finalidad “humana”, como los automóviles lo han sido ya respecto del espacio: bajo apariencia de creciente “personalización” (correo electrónico, imagen en tiempo real de los interlocutores en teléfono móvil, ordenadores de bolsillo que a la vez son televisiones, cámaras, teléfonos, etc) lo que realmente crece es la distancia, la inutilidad de la terminal humana, el carácter residual de la experiencia original de las cosas, de la propia relación social, que reducida a relación comercial, o a mera interactividad, se convierte ya en un cacharro vetusto y nostálgico: la burbuja, la prótesis interminable donde se flota fantasmagóricamente en una vida secundaria que parece cercana y cálida, para la que todo se presenta como disponible, y sin embargo, todo está cada vez más alejado, en un vértigo de aislamiento y lejanía sin remisión. La existencia “desalejadora” del hombre, un ser de “distancias” (Heidegger), se convierte en mera inmediatez y simultaneidad sin fondo, colocándose su “ahí” en una especie de “no lugar-no tiempo”.
Lo que sucede al extrañamiento, al “experimentarse otro” en una relación social que desposee del fruto del trabajo a cambio del salario, se trasforma silenciosamente en un alejamiento del otro perdido de vista pero ya siempre presente como presencia alejada, un alejamiento inducido por aquello que aparentemente lo niega, la comunicación y sus tecnologías, el vis-a-vis perpetuo de una mediatización fática que descomprime todo lazo social y personal, ahora ya inencontrable vía red.
Los primeros medios de comunicación, de mediatización (prensa, radio, televisión y cine) constituían sólo la primera oleada de lo masivo, de lo social entregado a su deconstrucción por la vía de la comunicación como ojo público, como panóptico todavía limitado, como modelo segregador de modelos secundarios: los nuevos medios, junto con las trasformaciones de los anteriores, profundizan más la misma tendencia introduciéndose en lo privado como ventana siempre abierta, como conexión sobreimpuesta, circuito siempre sacudido por la disuasión implícita de otra relación. La información, en todas sus modalidades, crea ese “mundo sobrexpuesto” a escala mundial del que habla Paul Virilio.
Es decir, nuevamente, de lo comunitario a lo comunicativo, siendo esta última dimensión la negación de la primera. Todos estos medios, por su propia naturaleza técnica, se fundan sobre una programación y una remodelación “quirúrgicas” del lenguaje, del intercambio y de la relación social misma, asumiendo la lógica del proyecto social moderno, dirigido por un constructivismo y un artificialismo liquidador de cualquier “espontaneidad” social: estrechan hasta límites insoportables el campo de lo comunicable y de lo relacional, de lo referencial sobre todo, pues toda referencia queda constituida por amputación de lo real. Este es efectivamente uno de los sentidos más genuinos de toda “programación”: convertirse, por ella misma, en un modelo operacional y performativo sobre la realidad.
De este modo, programación social (control económico de todas las variables, red institucional, sistema político autónomo, la cultura-mercancía del ocio: todo ello pasa actualmente por la mediatización total) y “retificación” comunicacional constituyen la esencia del orden actual, apoyándose la una a la otra, y las dos juntas se complementan en un destino de lubricación a la fuerza. Puede decirse de esta sociedad que lo único que la hace “social” es el ingente esfuerzo por parecerlo a través de una condición tan poco social como lo es el perpetuo acto de una comunicación imposible.
Perspicaz e ingenua pregunta de una telespectadora en un programa de una cadena dedicado a sí misma, a su propia producción: la gente que se puede ver, durante los telediarios, al otro lado de la mesa de los locutores, ¿son figurantes o “trabajan” realmente? (como si fuera posible distinguir figuración y trabajo en las modalidades ocupacionales que predominan hoy). Todos esos ordenadores, esas mesas de trabajo llenas de papeles y archivos vacíos, todas esas inoportunas llamadas telefónicas, ¿son reales? Es decir, ¿cumplen alguna función? Por supuesto que sí, sólo que todo eso está ahí para simular los efectos de un trabajo de “comunicación”.
Esos estudios saturados de gente ociosa pero movilizada en un tráfago continuo, todos esos ordenadores encendidos que nadie mira, todos esos teléfonos que suenan incansablemente pero nadie coge para responder, son el escenario, el guión vertiginoso de la semiurgia banal de la comunicación: permanente “making off” de la propia información como producción, como montaje, como elaboración sobre un material inerte, descoyuntado, el de una vida “trasformada”, hecha mera información.
La situación descrita responde exactamente a la verdad de toda comunicación: en todas partes es lo mismo, se hace como que se comunica, es decir, se figura como terminal de no importa qué, acumulando todos los aparatos, medios y montajes del proceso, entretanto emancipado de cualquier necesidad, de cualquier criterio, de cualquier utilidad. Por tanto, la pregunta de la telespectadora, en su desnudo candor, es también redundante y ociosa: no hay ninguna verdad ni ninguna realidad de la comunicación, en el amplio abanico de posibilidades que abre, pues a un lado y otro de la pantalla todos somos como esos figurantes que se afanan por parecer ocupados en la puesta a punto de la producción informativa, todos reducidos al estatuto nada privilegiado de las terminales.
Algunos sostienen que la libertad consiste en estar “informado”: no se equivocan, esta libertad, la única que tenemos ya, es efectivamente nada más que estar informado, es decir, estar conectado, es decir, ser una terminal humana de todos los flujos, circuitos, redes, programaciones y montajes de la información. También un enunciado tan cínico dice la verdad del sistema: la única “libertad” posible es la del telespectador armado de su potente mando a distancia, de sus múltiples ventanas de diálogo, de sus ilimitados juegos interactivos, es decir, libertad del hombre sacudido por un vértigo vacío de opcionalidad programada en la que hay que “participar” como terminal múltiple, da igual, pasiva o activa, o ni lo uno ni lo otro. Por supuesto aquí también, como en todas las demás esferas de la vida occidental, libertad de consolación y consolación de libertad. Esta “libertad” es lo que queda cuando se ha perdido todo.