LA INDUSTRIA CULTURAL Y LA EXISTENCIA COMO VACUIDAD COLECTIVA (2000-2002)

La velocidad, la destrucción, la masacre: la irrealidad de lo excesivo nos salva de la violencia real y la conjura. Todos los efectos hiperreales del cine espectáculo puestos al servicio del bien, de la felicidad doméstica del héroe sencillo, del heroico hombre común. La receta es simple y siempre la misma, podría decirse que el sello de lo verdadero es lo más simple que lo simple. El mal es sólo una puja de efectos especiales, no tiene ninguna verdad psicológica o “metafísica”, tampoco simbólica: efectos potenciales de un mal ocioso, gratuito, liberado como fuego fatuo que atraviesa las pantallas sin dejar rastro.

En estas condiciones, el bien lo tiene fácil, sólo debe sobrepujar con más efectos especiales y así vencerá, pues no vence el bien como “sustancia” moral, como acto reparador, sino como catarsis de la violencia dentro de la violencia hiperreal. Podríamos llamarlo el ilusionismo primitivo y sacrificial del excedente de violencia, el sobrante del mal imaginario en una sociedad pacificada que sólo puede experimentar el mal ante la pantalla ruidosa de explosiones, saturada de objetos destruidos, cuerpos irradiados, automóviles reventados, edificios volados: simulación total de violencia sin fin, es decir, pornografía vacua de la propia inutilidad de la violencia liberada en lo imaginario de un mal improbable, sin consecuencias.

¿Por qué entonces la fascinación lúdica del público ante este ofrecimiento perpetuo de catástrofe virtual, de un mal liberado del principio de realidad? Ninguna hipótesis sobre el déficit y la compensación de una violencia irreal, pues lo imaginario no compensa nada en este cine: la fascinación, si la hay, procede de otra fuente secreta, tampoco pertenece al orden de lo psicológico reprimido, y por supuesto, no hay que recurrir aquí a ningún juicio moral o estético para entablillar mentes desiertas. Lo que se ofrece en la pantalla es la liberación de la violencia más allá de cualquier credibilidad, y eso precisamente nos pone a salvo de imaginar y afrontar la violencia real: tratamiento homeopático donde no hay nada en juego más que el disfrute trivial de la forma pura y ociosa del mal, o mejor, de la caricatura irónica del mal.

Lo mismo sucede, en dosis más elevadas, con las películas sobre terrorismo, delincuencia y guerra: es el mismo principio de terapia de choque y divertimiento lúdico, en el vacío de las referencias “reales” de todos estos fenómenos que no nos será dado “vivir” más que como elaboración secundaria y cinematográfica, casi onírica, sea en la gran pantalla de un cine, en la más pequeña de nuestra televisión, o incluso, por efecto de contaminación ambiental, en las narraciones periodísticas de los telediarios (unas formas complementan y sostienen a las otras).

El “tratamiento” homeopático de la violencia no sólo persigue la fascinación lúdica y la descompresión de cualquier principio de responsabilidad moral en el espectador, sobre todo apela sutilmente a su hastío, a capacidad decreciente de sentir repugnancia, pues actualmente la repugnancia es un principio elemental de gobierno en sociedades ampliamente basadas sobre la carencia de cualquier representación positiva de sí mismas: la repugnancia es el equivalente de una variante amoral del contrato social marchito, y el cine-espectáculo se encarga por su cuenta y riesgo de consumar este nuevo principio de poder: hacer sentir asco y náusea hasta la colusión indiferente de todas las polaridades morales (la publicidad y la moda, en la esfera estética, hacen exactamente lo mismo).

Actualmente, la precaria salvaguarda del equilibrio anímico de las poblaciones occidentales pasa necesariamente por este tratamiento de choque y por estos efectos de terapia de grupo laminado que son los procesos de simulación de violencia: la catástrofe hiperreal y de elaboración secundaria puede intercambiarse con la otra, la catástrofe “real”, sea natural o tecnológica, los efectos son los mismos en cualquier caso. La tendencia del sistema es golpear donde más podría doler, pero sólo bajo el dictado de la estimulación refleja de una experiencia simulada, vicaria, una experiencia que es, por su forma y desarrollo, por su lógica secreta, una modalidad especial de experimentación y entrenamiento sociales, jugando, a través de la manipulación de los signos virtuales de la violencia y la catástrofe, con la regulación de la esfera psíquica de los afectos, las ansiedades y lo imaginario del mal.

Películas “fundacionales” como La naranja mecánica”, “Apocalipsis Now”, “Perros de paja” o “El cazador” tenían aún la virtud de presentar la emergencia, la salida a escena, de estas formas de violencia, que nada tienen que ver con la Historia y los procesos históricos “reales”, sino más bien con esa corriente subterránea que subvierte el espacio de lo real y lo sustituye íntegramente por la simulación. La evolución posterior del cine, desde mediados de los años setenta, ha ido en la dirección de profundizar aún más esta pérdida del universo referencial de la violencia histórica “real”, eliminando por completo la dimensión “dramática”, épica o psicológica, que permitía el análisis y la reflexión del espectador, un margen de libertad y reacción subjetivas que con el puro cine espectáculo se ha perdido, pues sus fines, si los tiene, ya son muy diferentes, aunque estuvieran prefigurados en aquellas películas.

Las películas actuales no hacen en absoluto apología del mal y la violencia, como una interpretación muy banal, que vuelve a estar a la orden del día, intenta hacernos creer, sino que aspiran a conjurar y exorcizar el principio mismo del mal, mediante una representación caricaturesca, e irónica sin quererlo, a fuerza de signos, sin profundidad; es decir, se trata siempre de un distanciamiento lúdico que no tolera ni la presunta identificación “patológica” ni la reflexión, en ningún sentido, y eso es un logro notable respecto de la capacidad omnímoda que posee el sistema de neutralizar todo lo viviente, todo lo real y conducirlo hasta la forma vacía y abstracta de lo hiperreal, del simulacro, donde todas las preguntas “ideológicas” y morales quedan sobreentendidas y, en cierta manera, sobreseídas.

La función del espectáculo, como ya advirtiera Guy Débord, aunque limitado por un análisis “dialéctico” de la ideología, consiste siempre en desplazar y sustituir cualquier relación “libre” y espontánea del hombre con las cosas y con las representaciones de las cosas por una programación experimental de lo no vivido como vivido, un simulacro interpuesto generador de realidad secundaria, toda ella diluida en un control operativo de los estímulos y respuestas.

El cine espectáculo ha venido a desempeñar, por el lado del imaginario del mal y de la violencia “espectaculares”, es decir, “virtuales”, esta misma función: siempre hay que impedir, al precio que sea, cualquier afrontamiento de los hombres con la última forma, ya patética y caduca, de lo real, para lo cual incluso la esfera emocional debe fabricarse íntegramente según modelos operativos de simulación. Por ejemplo, el cine de “género” jamás ha hecho otra cosa que proveer esos modelos de simulación de los afectos y de la vida en general: nunca se ha tratado de un “realismo” ni de una “fantasía”, sino de una “precesión del modelo” sobre la vida: hiperrealismo.

De esta manera, es por completo inútil, por no decir francamente irrisoria, la imprecación contra los efectos “nocivos” y perturbadores que semejante cine puede producir en general sobre el público, y en particular sobre los niños y adolescentes. En cualquier caso, habría que empezar por definir estos efectos, si los tuviera, es decir, de qué naturaleza son y cómo se manifiestan. Su modo de aparición es lo que Baudrillard llama la “viralidad”: un encadenamiento “irracional” entre lo irreal y lo real, entre lo real y lo imaginario, que se presenta en la forma del pánico colectivo y el terror sin causa ni justificación. El medio induce el terror viral y la contaminación sigue su curso sin apelación posible.

Un caso bien conocido es el de la película Tiburón” (1.976) de Spielberg: la película presentaba cómo unos aterrorizados bañistas huían de las aguas ante el merodeo de un gran tiburón blanco después de la aparición de varios cadáveres horriblemente mutilados. Los protagonistas, desesperados, intentaban dar caza al animal, no sin que toda la película trascurriese en un sobresalto continuo que llevaba al pánico. Consecuencia: en los años sucesivos, en las costas de Australia, este pánico inducido por la película, condujo, con toda “naturalidad” hiperrealista, a la matanza de miles de tiburones “reales”, llegando casi al exterminio de la especie, por lo que las autoridades decidieron protegerlo. Por supuesto, en medio de este pánico provocado y alimentado por la película, quizás manipulado, existían intereses comerciales muy poderosos, pues en Asia el tiburón es una verdadera “delicatessen” y el auge del turismo occidental exige tales desvelos culinarios. La lógica del encadenamiento viral, película-pánico-matanza-intereses económicos es también la de la guerra, el terrorismo y la delincuencia.

A pesar de este ejemplo ilustrativo, que podría extenderse a otras situaciones, a veces con resultados francamente tragicómicos, la violencia hiperreal, por su virtualidad misma, no puede afectar la imaginación, en la medida en que es la propia simulación de violencia la que produce los efectos imaginarios, de tal modo exacerbados y delirantes, presentados a una potencia tan elevada en su irrealidad, que un resultado global tan desorbitado no puede ya ser “reinyectable” en ninguna especie conocida de imaginario efectivo, de ilusión turbadora de lo real. Lo que sí es reinyectable es la dosis masiva de pánico y terror, que en circunstancias favorables, puede llevar a la catástrofe real.

Además, las nuevas generaciones sólo conocen el estímulo operativo de las experiencias técnicas, las experiencias provistas por el “médium” de las pantallas, sólo saben vivir en el ilusionismo infantil del sentido producido por los medios, y es difícil que esta inmersión en la dimensión virtual de lo real en estado puro pueda conducir a efectos verosímiles de realización concreta de lo virtual (los asesinatos provocados o inducidos por los juegos de rol todavía no son la norma, sino los casos excepcionales que, por sí mismos, ya resultan significativos de esta inmersión generalizada en lo virtual en todos los niveles de la existencia: juegos, representaciones cognoscitivas, relaciones interpersonales, trabajo, han caído o están a punto de caer en la manipulación de procesos estrictamente virtuales).

Actualmente, todo el espacio mental es efectivamente un mero espacio mental: todo lo que no se someta a esta virtualización hiperrealista va a quedar rápidamente abandonado como barbecho de sentido. A fin de cuentas, este universo delirante de “acción”, de violencia espectacular, es sólo una más de las muchas prótesis mentales y emocionales del “homo occidentalis”, las que nos han injertado, o están a punto de hacerlo, para convertirnos en seres aún más indiferentes de lo que ya somos, para enervarnos un poco más y hacernos alérgicos a la realidad: nirvana del hastío, sin sobredosis, no hay que llevarnos a ninguna respuesta patológica desafortunada.

Lo diabólico de esta situación apenas se ve, pero su inesperado efecto perverso se ha descubierto no hace mucho: los propios procesos “reales” de violencia se hiperrealizan (violencia bélica, terrorista, criminal: suponiendo que actualmente se puedan distinguir, pues el mal mezcla ya todas sus cartas y el humanitarismo ya no tiene nada claro a qué referirlo), empiezan a ser percibidos también y sobre todo como formas espectaculares concomitantes con la virtualidad cinematográfica, es decir, su único horizonte es la propia condición mediática de las pantallas. La hipótesis de Jean Baudrillard acerca de esta confusión perversa gana terreno a medida que avanza la mundialización, el desarrollo de la información y el llamado “tiempo real” como tiempo mundial.

La “guerra del Golfo” no ha tenido lugar (Baudrillard): este no-acontecimiento marca el inicio de un nuevo proceso de la historia mundial, en cuanto se trata de una guerra apresada en el espacio de la estrategia de lo virtual, no de la estrategia propiamente militar y política, guerra íntegramente producida para ser consumida como espectáculo total por la población occidental, ya en avanzado estado de idiotización mediática y cinematográfica, espectáculo vergonzante y desvergonzado de sesión continua en los telediarios y la prensa, no muy diferente en el fondo de los que debían seguir en la programación, violentos o no.

Salvando los escenarios, el “golpe de estado” que acabó con la URSS y llevó a Yeltsin al poder, es del mismo tipo: retrasmitido por la televisión, con el asedio del Parlamento ruso por unas fuerzas militares inertes e imágenes “a posteriori” de un edificio agujereado por los obuses de los carros de combate, aunque quién sabe si no eran imágenes trucadas de la batalla de Stalingrado, con unos personajes actuales sobreimpresionados y coloreados para dar verosimilitud a unos hechos que la han perdido desde el momento en que son filmados y son retrasmitidos en vivo y en directo.

Lo mismo para la guerra yugoslava y la intervención de la OTAN en la primavera de 1.999 o la segunda guerra chechena en el Cáucaso, aunque aquí la estrategia fue la contraria y por tanto solidaria: ocultación sistemática de la imagen, boletines informativos sólo hablados con los pertinentes esquemas y mapas de las “operaciones militares”, manipulación de las causas y efectos de los acontecimientos en un trucaje descabellado como los hechos mismos. Al parecer, los reporteros de guerra serán los únicos y últimos héroes, de manera que se producirán películas no sobre la guerra primariamente, sino sobre las andanzas y vicisitudes de los reporteros de guerra, pues evidentemente son ellos los verdaderos protagonistas del asunto.

Cuando cualquier acontecimiento presuntamente “real” se vuelve cinematográfico (los documentales sobre los campos de exterminio al final de la segunda guerra mundial representan sólo la primera prefiguración de la actual precariedad de la verdad histórica y de la memoria colectiva, ambas trasformadas en reportaje) es que, sin lugar a dudas, se ha producido un inmenso cortocircuito en el sentido histórico, una perturbación de efectos aún insospechados en el orden de la representación de los acontecimientos, pues la Historia, en buena lógica del simulacro, la virtualización, el tiempo real y la forma espectáculo, se vuelve ininteligible, se convierte en un objeto no identificado, una especie de injerto hiperrealista en un tiempo vaciado, inercial, con lo que estamos de vuelta a los mismos efectos estelares que producen las representaciones meramente cinematográficas. Esta confusión de principio está aún por analizar, suponiendo que dispongamos de los instrumentos conceptuales, lo cual no está claro, sobre todo si nos atenemos al principio de realidad y a la lógica de la causa y el efecto “objetivos” con sus esquemas de inducción delirantes.

¿Qué importan las víctimas “reales” si estamos acostumbrados a que sólo existan víctimas “virtuales”? ¿Existen realmente los hechos que la información nos suministra con tanta verosimilitud y credibilidad? ¿Quiénes son los actores, no serán sólo figurantes de un guión amañado? ¿Y quién diseñó el guión, es de fiar? Estas preguntas, por ahora sólo latentes, carecen de legitimidad, pues la única verdad es la del tiempo real, la de la representación informativa, que en el fondo no se distingue para nada de la cinematográfica, pues comparten el mismo principio de la virtualidad de la imagen, y por tanto, la dimensión puramente hiperrealista.

Los que critican las tesis sobre la hiperrealización y la virtualización en profundidad de la totalidad de lo que existe en el mundo actual, las tesis sobre la inmensa simulación colectiva y el carácter intrínsecamente espectacular y publicitario de cuanto nos rodea, se mantienen en un nivel de análisis idiotizado por la conciencia refleja infeliz de este mundo, se protegen a sí mismos y a sus valores exhaustos con un vano “realismo” reflexivo de los conceptos reconocibles (aquí hay una causa, éste es su efecto…), se adaptan al sin sentido con una sobredosis de buena voluntad crítica. Ahora bien, nada de lo que sucede en el nuevo “orden mundial” pertenece ya a un horizonte conocido y reconocible de sentido, es “otra cosa”, algo esencialmente diferente a la “historia objetiva” que consolaba a las mentes fatigadas.

El cine espectáculo, en su más amplia acepción (cine de epidemias, de catástrofes, de comandos, de guerras imaginarias o reales, de terrorismo, de delincuencia criminal, etc) ya ha empezado a prefigurar, con apenas unos años de antelación, el aparato logístico de la nueva situación mundial, mediante la puesta a punto de formas públicas de producción y aprehensión de lo real que son, hoy, las mismas con las que nos enfrentamos al intentar analizar los acontecimientos de los últimos años. Cualquier película hiperrealista de violencia y destrucción desenfrenada dice más sobre “la verdad” de este mundo que un telediario que acumule el precipitado informe (¿la información produce y extiende lo informe?) de acontecimientos “reales” de violencia y destrucción.

Quizás esto sea así porque para nosotros toda la realidad, evidentemente odiosa y desagradable hasta la desesperación y el hastío, ya sólo puede comparecer a título de espectáculo y simulacro, de lo contrario la cosa sería francamente insoportable. De todas maneras, para la conciencia común dominante, para nuestro modo de estar en el mundo, la diferencia “cualitativa” ya va dejando de existir y es inencontrable, pues el mal, la violencia y la muerte, a fuerza de sobresignificación, cae en la insignificancia, se banaliza gracias al adelanto del sabotaje efectuado por el aparato logístico de producción mediática y espectacular, que acaba siendo la “fuente”, la forma directiva de los demás “guiones reales”.

Todos los efectos de lo espectacular tienden a un mismo objetivo, deliberadamente o no: la banalización de lo real, la hiperpercepción desencarnada y abstracta de lo real como “no más que figuración y pantalla”. Ahora bien, asimismo las formas “realistas” de la comunicación de masas tienden a lograr idéntico efecto. Quizás aún sea ligeramente perceptible un grado de dramatismo específico en la información (crónica o reportaje, pero son modalidades informativas en retroceso y a punto de desaparecer en cuanto algo verdaderamente desagradable nos roza), frente a la pura fascinación lúdica del cine, de ahí por supuesto que la gente la prefiera y apenas atienda a las imágenes de los telediarios.

Es que lo hiperreal no nos compromete ni moral ni emocionalmente, mientras que las imágenes dolorosas de violencia cronística tienen todavía un regusto o un tono de realidad insoportables, muy desagradables para el delicado organismo moral del ciudadano occidental, curiosamente hipersensible a lo real, a la vez que abotargado frente a lo hiperreal. Así pues, espectáculo total. Poseemos una especie de sensibilidad moral a flor de piel, una especie de burbuja humanitaria, construida sobre la banalización del mal, que nos protege de toda realidad de la violencia, pero simultáneamente queremos compatibilizarla, de manera sin duda extravagante, con una excepcional aptitud para digerir masivamente actos repulsivos de violencia hiperreal.

Pero ¿qué sucede cuando una y otra se confunden y se sobreimpresionan? Entonces es el delirio ambiguo de la fascinación, la neurosis y la indiferencia al mismo tiempo. En el mismo registro de la trasparencia, de una sobredeterminación feroz del deseo compulsivo de verlo todo, las “snuf movies” han pasado precisamente esta frontera, por lo que se hacen acreedoras de llevar la simulación espectacular demasiado lejos, infringiendo el principio de realidad que hay que mantener a salvo justamente no trasgrediendo los límites del simulacro, pues si el simulacro se realiza es el horror, la muerte real, el mal en vivo.

Estas películas, como los juegos de rol, pero en mayor medida, son el resultado no de una patología individual cualquiera, sino de la patología general de la era del simulacro y la virtualidad: la imposibilidad moral y ontológica de distinguir los límites entre realidad e hiperrealidad, entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bello y lo feo, entre el placer y el horror. La fascinación lúdica del cine desemboca naturalmente en “performance” sádica que rechaza la simulación llevándola hasta sus últimas consecuencias: su paso al acto real. Mimesis o imitación que así reimpone o sobrescribe un principio de mal genuino en su crueldad inútil sobre la mera hiperrealidad cinematográfica de un mal simulado. Porque en la “snuf movie” se mata sólo porque y a condición de que otros vean las imágenes en una pantalla: no es la crueldad en sí lo que causa placer, como en el sadismo convencional, sino la crueldad vista en una imagen, representada a su vez en una hiperrealidad de los detalles.

Exactamente el mismo principio que genera el cine porno: la trasparencia a una mirada panóptica del acto sexual, la trasparencia a una mirada panóptica de la muerte violenta, la trasparencia a una mirada panóptica de la cotidianidad en su estadio más ínfimo (el éxito masivo de “Gran Hermano” se funda justamente en el mismo principio por el que a algunos les puede gustar el “porno duro” o la “snuf movie”: si no se entiende esto, no se entiende absolutamente nada del funcionamiento actual de todos los medios de comunicación, de todas las estrategias de la virtualización).

También los acontecimientos históricos han caído en esta ausencia o carencia de principio específico, en esta indiferenciación de su causalidad y efectualidad: parecen cada vez más el fruto de un guión esquizofrénico, como las angustiosas películas de David Lynch. Los hechos parecen inmersos en un punto de no retorno en el delirio de la representación del tiempo real (del mismo modo que lo angustioso de estas películas no son propiamente las situaciones y los personajes, es “vivir” en tiempo real lo diferido de la filmación como si no lo fuera).

Una confusión peligrosa entre la tendencia de los hechos “históricos”, consistente en el “realismo” de una modificación del campo de relaciones de fuerzas y una forma espectacular de desaparición sin huellas aparentes, sin indicios de trasformación. De ahí también la tremenda banalización de todo suceso en el horizonte actual, banalización que se corresponde con la del mal representado en la pantalla cinematográfica. Historia-ficción neutralizada de antemano: toda la experiencia de la guerra de Vietnam es el preludio de la nueva producción histórico-espectacular o histórico-mediática, a una en la pérdida del sentido de lo real.

El peso específico del predominio de los intereses y la mentalidad norteamericana, esencialemente hiperrealista, en esta remodelación general de lo histórico, es notable, casi decisivo, en cuanto a su creciente extensión, pero no explica suficientemente esta tendencia en su conjunto, pues se trata de una forma de producción y aprehensión de lo real trasversal a cualquier ideología y a cualquier poder, aunque sea un poder mundial basado en los flujos de capital, información y tecnología. Tampoco se trata de una hegemonía del medio técnico, si bien todo el dispositivo de la simulación, tanto de lo espectacular como de lo informativo, se encuentra a su vez “inducido” reflejamente por el dominio absoluto de la tecnología de reproducción de lo real.

En última instancia, todos los efectos comentados tienen que ver mucho más con la inauguración de una nueva fase dentro de una sociedad pacificada, hiperprotegida, reconciliada consigo misma, sociedad para la que la verdad de lo histórico, de la violencia y el mal, el propio devenir, ha quedado en suspenso bajo la forma mortecina de lo hiperreal, de lo virtual, de lo que ya sólo puede experimentarse como ilusionismo trivial de un espectáculo incesantemente alimentado y recomenzado por la pérdida del sentido. Una sociedad que en su conjunto se ha creado una inmensa burbuja de cristal para protegerse de los “delirios” de la realidad y así sobrevivir a la espera del fin de lo que teme (inmigración, epidemias, catásfrofes naturales, depauperación, devastación ecológica), dejando sólo filtrarse lo real como elaboración simulada y espectacular.

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