De noche a noche,
en medio la sinrazón,
tranquila o desbocada,
que también sabe dar sus razones
para seguir viviendo,
como si convocase su corte leal
de ilusiones aduladoras
para halagar la impaciencia de un rey melancólico:
juego de manos bufonesco,
contra la eternidad del aburrimiento,
eso también es el amor y Provenza lo sabía.
Corazones y cabezas, almas muertas,
cabezas aventadas de inercia,
pero sólidamente sostenidas sobre los hombros;
corazones a los que vistieron hace tiempo
con la mortaja de última creación;
almas cuya cosecha se recogió muy tarde
y, a falta de algo mejor, se bebió su vino ácido.
Pero no hay que marcharse
y abandonar demasiado pronto,
hay que mantener la distancia y el aplomo,
si las manos no alcanzan los racimos,
tampoco los ojos ven más que lo que quieren ver.
Las invenciones, las ponemos nosotros:
dulzura de un gesto, reciedumbre de una voz,
fascinación de un mirar hipnótico,
ligereza de gacela, lasitud de esclava,
sonrisa arcangélica o taimada.
Desde ciertas perspectivas,
los valles quizás parezcan montañas;
los arroyos, ríos caudalosos;
los campos que empiezan a secarse,
praderas del paraíso,
muy próximas a ser descubiertas
por exploradores extraviados en lo incierto.
En el amor,
más vale una costumbre que ninguna,
más vale hacerse al hábito
que no tener hábito alguno,
más vale mal vivir de él que bien morir de él.
Pero los caminos se estrechan
cuando más los necesitas,
y el retorno es como una resaca largamente diferida,
de manera que debes seguir bebiendo un poco más.
Infantes, 8 de noviembre de 2009