LA DIALÉCTICA MASA/PODER Y SU NEUTRALIZACIÓN POR LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN (2000)

Una nebulosa de aire frío, bastante contaminado y casi irrespirable, envuelve actualmente a todo poder representativo, o quizás es el propio carácter representativo lo que, a fuerza de sobrerrepresentación, se ha vuelto nebuloso.

Es como si la inmensa apatía de las poblaciones hacia casi todo hubiera acabado por infectar al poder, infiltrándose en sus venas, carcomiendo todo el cuerpo, interfiriendo en todas las decisiones. El propio poder, en su absoluta inutilidad, se ha vuelto apático, indiferente a su propia definición, de ahí que se conforme con la definición más baja.

No teniendo ya nada que representar, ni a nadie del que ser portavoz, tampoco pudiendo apelar a la historia, a alguna voluntad o algún destino, o más mezquinamente, a algún proyecto, el poder representa su propia ausencia, su propio vaciamiento, su propia desustanciación: el poder también entra en la era de su deconstrucción a través de una mediocre “performance” funambulesca, en la que los saltos al vacío no impiden otros maravillosos efectos humorísticos.

Con lo cual estamos de vuelta a una inmoralidad que ya no tiene que ver con corrupciones parciales ni con ningún maquiavelismo genial y astuto, sino que por fin también se refleja en la renuncia a los principios, a las legitimidades, a las reglas mínimas de un juego totalmente envilecido, pero no por malevolencia ni por espíritu del mal, del que nuestros “demócratas” son por supuesto incapaces, sino por simple imbecilidad, por pura impotencia, por excrecencia del propio poder respecto de los engranajes que lo rodean: todas esas inútiles ruedas de molino mediáticas, todos esos gadgets publicitarios para “mensajes” redundantes, todos esos anticonceptivos jurídicos para una clase política ociosa y promiscua, todos esos antioxidantes ideológicos y moralizantes para valores menopáusicos, todo ello alquilado a precio de saldo en el devastado universo político occidental.

No es sólo que asistamos a un aparente vacío de poder mundial, o también a escala de conjuntos nacionales, federales o continentales, no es tampoco sólo que el poder esté cambiando de naturaleza y con ello de lugares estratégicos donde se ejercita (todo poder futuro está prefigurado ya por acontecimientos fundamentales pero silenciosos), se trata más bien de una mutación acelerada sobre la superficie de acontecimientos largo tiempo preparados y esperados (al menos desde los años setenta en adelante).

Esta mutación ha acabado con cualquier paisaje reconocible, con cualquier criterio de verosimilitud política y, de golpe, nos vamos a ir dando cuenta, ahora ya sin tapujos, de cómo el poder no pertenece al orden de lo real ni a su principio moribundo, sino que también él se ha pasado del lado de una inmensa simulación indiferenciada, en la que ya lo único que cuentan son los efectos distorsionantes de mecanismos averiados y engranajes anónimos entre los que se pierde cualquier posibilidad de observar un último resplandor del poder, el resplandor de su propia negación desde dentro de su propia legitimidad.

Hoy ya nadie tiene el poder, como el resto de cosas, se hace superfluido, circula en todas direcciones sin rumbo cierto, lo contamina todo, y el resultado consiste en una desorientación general de su principio, una dispersión que anula por completo todos sus efectos.

No se podrá entender nada de lo que sucede actualmente si no se abre la reflexión a la pavorosa posibilidad de que asistamos a la desaparición en tiempo real del poder en todas sus manifestaciones reconocidas históricamente.

Pero lo peor no es esta desaparición del poder, esta insensata anulación de toda referencia “real” del poder, lo peor es que se intenta hipócritamente por todos los medios ocultarla y diferir el efecto, al precio de un imprudente espectáculo de amoralidad colectiva basada en la reconvención tácita a defender crédulamente el principio de realidad del poder, como si no estuviéramos precisamente convencidos de todo lo contrario.

El caso ejemplar de las elecciones norteamericanas de noviembre del 2000 debiera ponernos ya en alerta, no porque hubiera que proteger y defender ningún “valor democrático” ni ninguna legitimidad frente a no se sabe qué impostura o “peligro”, como se ha apresurado a hacer toda la prensa, intentando a la desesperada ofrecer el espectáculo de esta irrisión sin ahorrarse la moraleja, sino por todo lo contrario: más allá de las razones y azares que han conducido a una situación semejante, lo que interesa es destacar hasta qué punto estas elecciones son representativas de un estado de cosas a escala mundial, un estado de cosas caracterizado por la apatía del poder hacia sí mismo, por su profunda voluntad de irrisión sobre sí mismo, por su patetismo cuando intenta relegitimarse con la puesta a punto de estos vistosos espectáculos que a nadie pueden conmocionar ni dejar perplejos, pues entretanto, las cosas políticas han avanzado tanto en su descomposición que nada puede sorprender lo que va en esta dirección.

Pero el virtuosismo de los norteamericanos en el simulacro con buena conciencia es inigualable, y nos están dando una lección de verdadero comportamiento democrático, es decir, de gran simulacro democrático.

A propósito de estas elecciones, estamos viendo cómo el supuesto acto supremo de la representación democrática de la famosa “voluntad general” (todas las reacciones cínicas o desmesuradas, todos los juicios hipócritas muestran, por si hacía falta alguna prueba, que nadie cree realmente en esas viejas cosas si no es para mantener en pie el resto de las ficciones jurídicas y políticas, pasando del puro espacio ideológico al de la más descarnada simulación como reducción al absurdo de sí misma) se ha acabado por convertir en un simple pretexto, en una coartada para el propio blanqueo de un sistema carente de todo principio y toda dirección, algo hace tiempo conocido, pero que la trivialidad del “voto mariposa” de Florida viene a colocar en un primer plano con la debida trasparencia.

Aquí también una enorme ironía a la que hay que ser sensible para estar a la altura de los acontecimientos actuales y de los que nos esperan a corto plazo: ese “voto mariposa” es el reflejo de la falsificación, inanidad e inutilidad de las posiciones políticas occidentales (impuestas por una tradición moribunda de dos siglos de “democratismo”), a las que, por supuesto, sólo les puede corresponder un voto a su vez simétrica y proporcionalmente falsificado, y ambos, ideas políticas desfallecientes y voto-carambola son remitidos a la verdad infame de su falsedad fundamental, de su total banalidad.

Los norteamericanos, como siempre, se adelantan a todos los demás, en particular toman unas cuantas cabezas de ventaja en este trayecto que recoge la foto “finish” sobre los presuntuosos valores democráticos europeos, y les arrojan además en plena cara un mentís que tardará tiempo en ser digerido.

La pregunta se hace inverosímil, y hace inverosímil a todo el sistema representativo: ¿es posible que la perforación defectuosa de las papeletas electorales pueda provocar semejante “crash” del principio representativo? ¿cuál debe de ser la solidez del mismo para que algo así tenga sentido? El límite entre las posiciones políticas es tan delicado como sutil es autentificar las papeletas “buenas” separándolas de las “malas”. La representación, por este sólo procedimiento defectuoso, se vuelve “microscópica”, pierde cualquier dimensión de credibilidad propiamente política, expresa la verdad final de todo el sistema: la igualdad formal de magnitudes “políticas” equivalentes e intercambiables. A lo que sólo puede corresponder la voz del “croupier” en un casino estafador: “Señores, hagan juego”, “Messieurs, faîtes vos jeux”.

Otro ejemplo muy reciente de esta situación general del poder como sombra de un cuerpo muerto, como parodia de sí mismo: la fuga, con nocturnidad y alevosía, las maletas repletas de buena divisa, del presidente peruano Fujimori. Se dirá: no era un verdadero “demócrata”, no hacía las tareas encomendadas con la debida limpieza y corrección (pero ¿quién las hace verdaderamente?, peor aún ¿quién las hace tan sólo limpiamente? ¿los gobiernos del paro, de la deuda, de la inflación, todos confabulados y al servicio del Banco Mundial, del FMI, de los tiburones insaciables de la especulación bursátil?).

Sin embargo, como tantos otros, el fugado fue “elegido” en unas elecciones, y como tantos otros, pero con mucho mayor descaro, con una desenvoltura que no parecía nada asiática, sino muy castiza, muy hispana, se ha largado con viento fresco a la patria de sus mayores.

Hay toda una nueva forma procedimental de liquidación de las figuras del poder, diferentes modalidades de asesinato simbólico del principio del poder: el arte de la desaparición por prestidigitación (Fujimori), el dispositivo de la voladura controlada (Milosevic, su “caída-sustitución” por un clon teledirigido), la ficción lamentable del atestado internacional sin consecuencias (Saddam Hussein, Qadafi, Pinochet, los miembros de la Junta Militar Argentina), el “acting out” fulminante del pase a la reserva o la baja geriátrica (Yeltsin), la profanación post-mortem (Miterrand, Kolh).

En todos los casos es como si los “poderosos” sufriesen alguna enfermedad incurable, la enfermedad de representar cosas sin sentido, la forma pura más desagradable de la vicariedad, la de trastos inútiles, prescindibles, ellos mismos conscientes de este estado de impotencia. Los poderosos, como encarnación del poder, ya raramente se sacrifican, raramente son sacrificados, tampoco ellos tienen ya nada por lo que morir demostrando su superioridad o la de aquello que encarnan, sencillamente porque ya no encarnan nada o lo que representan está podrido hasta la médula (y para los efectos resultantes es lo mismo que se trate de dictadores, presidentes o primeros ministros democráticos).

Gracias a ese formidable invento occidental que es el Estado y la “política”, y gracias a la contaminación del principio estatal y “político” por todo el planeta (una polución casi peor que la del medio ambiente y la atmósfera, pues éstas nos matarán lentamente, la otra es de efecto inmediato) en la segunda mitad del siglo XX, hemos tenido el gusto de conocer cortes imperiales en el corazón de Africa, presidentes caníbales, simulacros de exterminio estalinista (Camboya), “wargames” con tres millones de muertos y unas sutiles y educadas muestras de perdón general (Vietnam), toda clase de condenas y absoluciones, de saldos ideológicos, de baratijas ecuménicas, comunistas reconvertidos en Al Capones, Al Capones reconvertidos en liberales, liberales reciclados en humanistas y humanistas biodegradables reconvertidos en cualquier cosa.

Lo definitivamente inverosímil del caso Fujimori es su desaparición misma, el hecho no de que se exilie sino la forma de la fuga, algo que parece extraído de algún guión delirante de película de espías: “Nuestro hombre en Lima” aparece en Tokio. Si fuéramos sensibles a este tipo de humor intrínseco a los hechos mismos, no habría ni que añadir unas gotas subjetivas de ironía para completar la broma. Lo mismo valdría para todas las demás “sustituciones”, recambios y reciclajes de las figuras del poder. Todos podrían participar sin desmerecer en los espectáculos efectistas de David Copperfield.

¿Y qué otra cosa sino una broma pesada fue todo lo que rodeó la explosión bajo el mar del submarino ruso “Kursk” en agosto pasado? El comportamiento de las autoridades rusas, todas sus malas artes de ocultación, desmentidos, contraofensivas informativas, silenciamientos, chantajes, olvidos, peticiones de perdón son, sin duda, la avanzadilla de las artes informativas a secas, también, y sobre todo, en el Occidente “liberal”. En cuanto a la inhibición, la irresponsabilidad, la apatía hacia el destino de las propias poblaciones, la corrupción generalizada, en todo esto también los rusos tienen muchas lecciones que darnos a los europeos.

Los fondos para las familias de los tripulantes desaparecidos, embolsados y transferidos por las propias autoridades encargadas de distribuirlos, lo mismo que los fondos destinados a pagar la energía de las calefacciones, suponiendo que las propias instalaciones de conducción no hayan sido robadas y vendidas en el mercado negro, o la “incautación” de las pagas de los soldados, las pensiones de los jubilados, etc, en todo eso Rusia se está adelantando a su época, prefigurando de modo grotesco, paródico, el propio destino occidental en unas cuantas décadas. Aunque el mal de las “vacas locas” nos reserva sin duda los episodios más exquisitos y delirantes.

Lo que no deja de ser curioso es que el universo de la trasparencia y la“libertad” sea tan parecido a sí mismo en sus dos versiones: la auténtica y genuina, la del “copyright” occidental de la democracia y la “libertad de información”, y la versión en mero soporte “facsímil”, la edición pirata de la democracia que es el mundo ruso, y en general el antiguo bloque del “socialismo real”.

De ahí que Rusia también tenga que ser la primera potencia mundial en la producción y puesta en circulación de virus informáticos: como vemos, en Rusia, reverso lúdico y trágico a la vez, en negativo, de este Occidente, todos los factores de descomposición existen simultánea y solidariamente, lo cual es muy de agradecer, pues en Occidente están dispersos a la espera de unas futuras operaciones catalíticas de las que estamos ansiosos y expectantes.

Nuestro “mal de las vacas locas” y todas las demás epidemias cíclicas son muy poca cosa comparado con la poderosa catastrofilia rusa: nuestro ridículo catastrofismo de segunda mano apenas da lugar a un histerismo fatigoso y a un refuerzo del espíritu de la trasparencia y el control extendido no sólo a los alimentos humanos sino a los alimentos que alimentan a nuestros alimentos. En Occidente, por ahora lo viral es sólo un experimento limitado que apenas deja vislumbrar las verdaderas dimensiones de la catástrofe potencial, mientras que Rusia sabe administrar mejor esa misma potencialidad, incluso a pesar de su propia clase dirigente.

Hay que retomar aquí el análisis que hizo Elías Canetti sobre el sentido contemporáneo de la inflación como desvalorización de colectivos enteros, como factor que produce masa, como instrumento de una volatilización dirigida del cuerpo social, llevándolo al universo mental. Hay que aplicarlo generosamente al principio de información.

El análisis de Canetti, aplicado a la Alemania de la República de Weimar, con vistas a buscar una explicación en términos de psicología social al odio desencadenado entonces contra los judíos, puede servir también para entender esta devaluación progresiva de todo valor, esta denegación de toda instancia superior, un rasgo decisivo de la Modernidad que ya Nietzsche supo diagnosticar.

La información como principio de circulación anónima, la trasparencia estructural, la superfluidez de decisiones sin consecuencias, de proyectos en el vacío, son todos ellos fenómenos concomitantes de esta liquidación apresurada de los poderes históricos.

También la pérdida de poder, su ausencia en estas sociedades occidentales que han extraviado el poder como instancia, como fe, como ideología, como dimensión simbólica de la imagen de sí mismas, significa un proceso de desvalorización e inercia de lo social, un factor que produce más masa, situación cuyos efectos sólo hace poco están comenzando a observarse.

Este vacío intenta llenarlo aquello mismo que lo produce: el proceso objetivador de la información como representación inmediata de todo, es decir, mediatización total de todos los contenidos experienciales que ya no se dan en su forma original, vivida.

Respecto de las condiciones de poder, la información produce sin duda unos efectos desternillantes, un aplanamiento por la irrisión misma del intercambio contradictorio de informaciones volátiles que hacen aparecer a todos los poderes como payasos a sueldo de un espectáculo que en el fondo no hace reír a nadie.

Lo global podrían muy bien interpretarse como la gran carpa mundial-circense que cubre estos brillantes concursos televisados cuyo protagonista es el exterminio de las poblaciones, las creencias y los poderes independientes.

Las sociedades occidentales son actualmente sociedades sin poder, sometidas al desgaste de los escasos poderes que quedan, éstos mismos intentando deshacerse de su propia condición de poderes, simulando una responsabilidad que no tienen, estimándose a sí mismos como causas de unos errores y unos atropellos de los que en realidad no pueden responder, porque precisamente ellos no pudieron cometerlos.

A lo largo del siglo XX, el principio de la información ha jugado todas sus cartas en la silenciosa desfundamentación de todo poder, y en este sentido su dominio es solidario de la emancipación definitiva de la instancia económica. Aquí se trata de la inflación de referenciales muertos del poder, lo que conduce directamente a su volatilización en lo masivo e indiferenciado de unos datos irrelevantes.

Simbólicamente, las sociedades occidentales son inflacionistas y no sólo en un puro sentido económico, aunque de modo encubierto también la inflación económica es una tendencia latente bajo control. Esta inflación simbólica, cultural, se debe al hecho de haber transferido el principio de la producción, liberada de todos sus límites, a la dimensión social del saber y de la cultura, y de ahí surge y toma toda su fuerza y extensión el principio de la información bajo todas sus formas.

Pero esta inflación, como la económica, sólo puede acabar en una desvalorización sin precedentes de casi todo lo que cae bajo las fauces de su voracidad. Los múltiples resentimientos nostálgicos a que da lugar esta nueva situación no lograrán colmar el vacío del poder y de la cultura.

La información como inflación del sentido contribuye, por el lado del universo mental, simbólico, cultural, a hacer exactamente lo mismo que la ciencia y la tecnología ha hecho con la “realidad” y lo que el sistema de producción ha hecho con los objetos y las “necesidades”, con los individuos y las estructuras sociales: la creación artificial, pero presentada con todos los signos de una condición humana “natural”, de un mundo indiferenciado, homogéneo, aculturado en la objetivación instrumental pura, en el juego banal de los “valores” universales, en definitiva, una neutralización, una deliberada manipulación técnica de todo lo existente sometido al designio de una previsión y una programación sin escape ni reservas.

Infantes, noviembre-diciembre 2000

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