En la tradición occidental del pensamiento político, en particular desde la perspectiva burguesa del “contrato social” y su potenciación por Rousseau con la idea de la “voluntad general” encarnada en el “pueblo” (principio de la corrupción actual, pues la gestión del mismo, en su legitimidad por referencia a una sustancia real, ha sido el gran negocio de la clase política moderna, especializada funcionalmente en la comedia aburridísima de la “representación” democrática), el poder siempre ha sido concebido como una “función real” de la sociedad que produce a su vez “efectos reales”.
En casi todas las sociedades anteriores (con estado o sin él, primitivas o “civilizadas”), el poder no pertenecía a la esfera de lo meramente real, sino a la dimensión de lo simbólico: todo poder era dado y devuelto ritualmente, incluso a través del sacrificio del portador temporal del poder.
En Occidente, sin embargo, desde muy temprano, lo político se ha materializado como algo real entre otras cosas reales, y todos nos apresuramos a percibirlo y definirlo por una causalidad inequívoca que tiene sus efectos observables. El poder también ha perdido su “aura” específica, como la obra de arte y como tantos otros aspectos de una existencia reducida a sí misma, es decir, a su propia abstracción operativa.
Si el poder ha caído en los límites racionales de lo meramente real (y la crítica del poder se ha mantenido encerrada en esta ciudadela del principio de realidad del poder), entonces acaba cualquier discusión que intentara trasgredir semejantes límites ya prescritos de una vez por todas. Existe, por tanto, en su forma más degradada, un “realismo político” y unas estrategias realistas.
Ningún revolucionario ha contestado jamás este principio de realidad del poder, precisamente porque todo revolucionario es por definición un realista político que quiere el poder para sí y está convencido de sus efectos reales y por eso lo quiere (un círculo vicioso que lleva siempre al desastre).
Ahora bien, hoy la situación es otra. La crisis del principio mismo de realidad en general afecta por igual a esa versión particularizada del mismo que es el poder fundado sobre la legitimidad del sistema representativo. El poder se ha vuelto también virtual, un objeto de muy difícil definición, como demuestran todos los atascos a que han llegado las teorías actuales sobre legitimidad, legalidad, valores éticos de lo político y como demuestra la corrupción generalizada de las clases políticas occidentales. Las propias técnicas de administración y gobierno están hundidas en la más pura virtualidad del burocratismo.
El problema de fondo es fácil de identificar: si se concibe el poder como representación de algo real a través de los signos, si se cree en la legitimidad representativa (contrato social, voluntad general), entonces necesariamente se sigue una tremenda crisis del poder en tanto que representativo cuando tales signos absorben su sustancia y se convierten en meros signos de una ausencia definitiva.
Es lo que ocurre hoy en las democracias occidentales, en las que todo se ha convertido en signo puro sin referencia a ninguna sustancia política. De este modo, existe un sistema binario formalmente hiperestabilizado en posiciones previamente neutralizadas del que emerge la “voz” desintegrada del votante, pero no existe ya un cuerpo político, al que corresponda un lenguaje políticamente articulado.
Esta abstracción es lo que descalifica y subvierte desde la base a todos los discursos actuales de la política y a todos los discursos teóricos sobre la política: hablan en un alfabeto para sordomudos, reiterando unos signos ya incomprensibles. Por eso a las masas lo único que se les pide es que manejen tales signos, que participen a través de ellos y nada más. El poder como representación es una añagaza, la versión moderna del poder es la energéticamente pobre manifestación de lo simbólico del poder.
Foucault tuvo al menos la virtud, entre anacrónica y melancólica, de ampliar fuera de la esfera política propiamente dicha esta misma concepción, encontrando al poder en la multiplicidad de los fragmentos de un espejo roto: el espejo de los dispositivos, instituciones, estrategias y discursos a través de los cuales el poder moderno representativo monologa consigo mismo siempre en aras de un gran interés “humano” (protección, vigilancia, salud, educación). Hizo estallar consecuentemente la definición del poder como unidad e identidad de un principio consigo mismo.
Lo que aquí se rompe es nada más que este principio metafísico de la sustancialidad del poder, su carácter de ejercicio en dirección unívoca e irreversible, pero se deja intacto el principio de realidad del poder y los efectos de legitimación por la verdad de un referente que persigue al constituirse como meramente real. Esta es la crítica acertada que Baudrillard en su ensayo Olvidar a Foucault dirige a la teoría de la “microfísica del poder” como supuesta forma universal, trasversal, intersticial y ubicua de sus dispositivos y estrategias. Lo que jamás se cuestiona es, sin embargo, el carácter del poder como función irreversible.
La hipótesis es entonces la siguiente: si puede afirmarse que todo es poder, nada lo es verdaderamente. Esta idea se extendió precisamente en el momento en que el poder histórico estaba ya en vías de desaparición y sustitución por otra cosa muy diferente, que incluso aún no sabemos nombrar. Mentes muy lúcidas afirmaron en los años sesenta que todo era poder, que el poder estaba en todas partes. Y bien, de esta ubicuidad se deduce también su nulidad. La situación actual del poder “real” es la de su difractación bajo la forma de una dispersión molecular por todo el cuerpo social inerte.
El “proceso de racionalización” en Weber, los “subsistemas racionales con respecto a fines” de Habermas, las “microcoacciones de estructura” de Offe, la “tecnoestructura” de Galbraith y tantas otras versiones de lo mismo confirman que tenemos una percepción realista del poder, pero en el sentido de que el poder desaparece a través de esta difracción molecular, estando en todas partes y en ninguna, hijo bastardo de muchos padres.
En estas condiciones, el poder abandona la escena, se retrae, deja a un lado la fórmula política que se dio a sí mismo en la modernidad a través de la representación, cae por ello actualmente en el simulacro de la representación cuando no hay nada que representar. La escena queda vacía, pero siempre hay alguien dispuesto a ocuparla, no importa quién o qué.
De este cuarteamiento del poder histórico, de esta abstracción por signos vacíos, de esta virtualización por la información “trasparente”, de todo este conjunto de deshechos históricos extrae la actual clase política occidental toda su miseria e impotencia. Y lo peor es que la nulidad de este modelo de poder se traslada al mundo entero para así mejor ocultar el despliegue silencioso de los verdaderos poderes. Es la situación ideal para la mutación general de los códigos de lo político en la era de los megapolios mundiales.
El hipotético poder de manipulación de esta clase política organizada sobre sinergias mundializadas en total desconexión con sus pueblos de origen se vuelve en su contra y es posible que ya sólo pueda manipular códigos puramente formales de enunciados vacíos.
Quizás hasta ella misma se deja manipular por unas masas arrastradas por la información a estados depresivos. De ahí esta sensación agobiante de inmovilidad, de repetición, de inexpresividad, de abulia y embrutecimiento colectivos. Y es que el poder, que siempre se ha tomado a sí mismo en serio, a lo que han colaborados sobre todo los intelectuales y hoy los medios de comunicación, no ha sido tomado nunca en serio por nadie más. Por eso está hoy tan solo que no puede más que monologar en una pantalla de televisión o en el papel impreso de los periódicos.
Infantes, 2000