En España, el 23 de abril de cada año suele celebrarse una ceremonia en homenaje a Cervantes, ceremonia cuya extravagancia es sintomática y mucho más: la lectura continuada durante todo el día del texto de “Don Quijote”. Ocupando un atril frente a un público cambiante que bulle en respetuoso silencio eucarístico, diversos lectores, escritores famosos y gente del común, leen pasajes enteros hasta quedar, sin duda, agotados física y síquicamente. Ya esta primera identificación entre lectura y agotamiento nervioso del lector presenta una situación original digna de análisis.
Estamos ante un acto de baja intensidad que se funda en la consumación compulsiva de una lectura que se pretende imagen del proceso interminable, universal y abierto del sentido. Es evidentemente una “performance” cultural, como tantas otras que nos rodean saturando el espacio estético y cultural. Se hace leer el texto como una máquina de significantes vacíos que deben ser encadenados en un montaje perfecto, sin desaliento, en la ejecución del texto como una partitura atonal, si tal cosa existe.
Este predominio del significante liberado del silencio de la lectura privada, sometido a la continuidad, al ritmo de los turnos y las pausas, de las voces y las entonaciones, al contrario de lo que podría pensarse, no vivifica el texto, no le da el vigor de la palabra hablada, no lo hace más inmediato, sino que, inversamente, lo anula, lo aniquila, de una manera sutil y bienintencionada. Literalmente, lo convierte en una carrera de relevos no muy diferente de la carrera atlética o equina. Ahí reside su carácter performativo, que si se mira con cierta sensibilidad no puede sino resultar obsceno, e incluso abyecto. Esta repetición estajanovista (o taylorista: la lectura como trabajo intensivo y mecánico) del significante es patética y el acto cultural sólo puede provocar consternación.
Se obliga al texto a publicitarse, hacerse publicidad a sí mismo, se le escarnece en su sentido, al escanciarse el placer mismo de la lectura en monótonas secuencias que son como los actos maquínicos de una cadena de montaje. Es bien triste ver la literatura sometida a este principio productivo y reproductivo, a esta autopublicidad descarnada e irrisoria en la que la novela de Cervantes es imaginariamente proyectada en el tiempo a través de la mera duración empírica de la lectura, tiempo que valoriza el texto por un momento como puro valor de intercambio cultural vaciado de todo sentido y todo placer por la imposición de este ritmo continuado que agota y enerva.
El “monumento” literario, que se caracteriza por su impasibilidad, por su inmutabilidad, por su estéril eternidad, es sometido al principio constituyente moderno: se le hace devenir, se le obliga a copiarse a sí mismo, se le condena a una repetición obsesiva y circular que desvanece cualquier potencialidad de sentido.
Es cierto que todo acto cultural se basa en la repetición ritual y cíclica, y que justamente en ello vertebra una temporalidad que es la específicamente sagrada, frente al tiempo profano de la utilidad. Ahora bien, en el acto cultural moderno secularizado, en el que el objeto estético o el texto literario, reducido al silencio, funcionan como fetiches investidos de poderes determinados, encontramos esta misma ausencia radical del sentido, falta que aquí se relaciona con la de los actos fallidos, las repeticiones obsesivas de palabras, recuerdos o sueños.
Esta lectura conjura algo, exorciza algo innombrable; quizás la propia nulidad del espacio hiperdesarrollado, abultado u obeso de los signos culturales en una sociedad en la que ya no cumplen más que una función decorativa, como de hilo musical de fondo, como diseño de un hábitat reconciliado con su propia fealdad.
Un acto semejante debe estar inspirado por una metafísica determinada de la literatura, quizás exprese la caricatura grotesca que la propia literatura moderna hace de sí misma, concebida como proceso infinito de producción de sentido sobre la base de su total ausencia de sentido. El acto en homenaje a Cervantes materializa esta misma figura en el simulacro de una voz que no se callaría jamás, que saturaría imaginariamente todo el espacio del texto vertiéndolo sobre una duración que copia en el tiempo lo infinito del sentido.