EL DESCRÉDITO AMORAL DE LA VERDAD (2005)

Anécdota en el vasto panorama del fraude general: Enric Marco, de 84 años, presidente de la Asociación “Amical” de Mathaussen, ha reconocido que su estancia en el campo de concentración de Flossenburg no tuvo lugar. Incluso escribió un libro de memorias en el que relataba sus experiencias. Después de 30 años de activa vida como militante del victimismo institucional se descubre, como estela de ceniza y luto, la verdad de esta amarga mentira, un trago más en la borrachera nihilista de nuestra época.

El principio actual de verdad no parece muy sólido, se encuentra desestabilizado, pues éste es sólo un ejemplo, entre muchísimos otros más graves, y éste ya lo es, de toda una época que hace tiempo se instaló cómodamente en el descrédito (a)moral de la verdad.

Al “ser verdadero” sigue el “poder-ser verdadero” y, sobre todo, el performativo “hacer-creer verdadero”. Uno de cada tres científicos de los Estados Unidos hace alguna vez trampa con los datos de sus investigaciones. La forma acelerada de la circulación de la información por las redes favorece este hecho: la rapidez en todo siempre conlleva la falta de escrúpulos (como en la circulación automovilística, por otra parte). La racionalidad de las inteligencias ilustradas acaba siendo vencida por la pura aceleración de su flujo.

Lo peor de esta pérdida de criterio selectivo-colectivo está aún por llegar: el momento en que ni lo verdadero ni lo falso tengan sentido fuera de los bien conocidos horizontes pragmáticos de sentido e interpretación (del marco empírico de actuación, mejor no hablar: es el de siempre, el cinismo altanero de todos los poderes, pero sin conservar siquiera el gusto despótico de las apariencias).

El propio implicado en este asunto se justificaba diciendo que mentía en nombre de una “buena causa”. La buena causa hace tiempo que se lo permite todo a sí misma, precisamente porque es la buena causa. ¿Quién, en nombre de la buena causa, no sería capaz de lo peor? Se entiende que la buena causa es siempre la de la víctima, quien, como tal, sólo podría ser la encarnación del Bien, es decir, de la pura inocencia sin culpa. Y a partir de ahí, ya está todo permitido (el caso de los judíos sionistas, modelo de una de las formas de la dominación actual por el victimismo).

Toda la modernidad, por detrás de los relatos glorificadores que se hacen de ella, es una obstinada lucha contra el concepto metafísico de verdad, contra la severidad de las distinciones pesadas, a las que se ha sometido a un tratamiento dietético muy exitoso, porque la verdad de la nueva época consiste en reducirlo todo a mera representación de la verdad por un sujeto constructivista, empeñado en fabricarse artificialmente sus propias certezas.

Por eso, la verdad como representación acaba hecha pedazos, entre los trozos del espejo del propio principio de realidad. La realidad: eso es tan sólo el resultado patético de todos los dispositivos de representación. Y ya todo el mundo lo sabe. Hoy los dispositivos de representación de lo real están íntegramente sometidos a procesos turbulentos de información, lo que origina a su vez el rumor generalizado o el ruido de las transmisiones.

Realidad y verdad han sido contaminadas subrepticiamente hasta resultar irreconocibles en el orden actual del mundo. No es éste un tema cultural recogido por la tradición que tan bien se las compone para dominar la apariencia.

La tradición sabía mantener su compostura: la verdad, correlato de un mundo ideal preexistente por sí mismo, no resultaba problemática porque siempre se podía apelar a un “ser” y a un orden ontológico anterior a las decisiones de un sujeto autoconsciente de su potencia como creador de ilusiones (o de las desilusiones: teoría “crítica” del conocimiento, “crítica de las ideologías o de la cultura”, todo ese vivero siempre renovado del gran juego moderno que ha consistido en el desmontaje de la verdad).

Es algo todavía más profundo y decisivo lo que está ahora en juego. No es lo real lo que se muestra como apariencia, pues lo real ya no preexiste a su dispositivo o entramado: no son las cosas, los seres, las ideas las que existen como puras apariencias a la espera de ser redimidas por la verdad de un entendimiento y una razón ilustrados. Ahora, es la verdad misma lo que está siendo atacado como principio metafísico, como norma pragmática, como idea moral.

La desestabilización nietzscheana, y en general “posmoderna”, de la verdad pasa al acto, se vuelve performativa en nuestra civilización: desde gobiernos y empresas hasta el menor y más insignificante de los individuos practican con total desenvoltura el escarnio de la verdad, y es que tienen sus buenas razones para no sentirse en absoluto comprometidos con ella, con ese viejo espantajo de los trasmundos metafísicos. Donde no hay más ser que su mera representación, ni más realidad que la de la voluntad, tampoco hay que sorprenderse si no encontramos otra verdad que la mera sagacidad y astucia mundanas, es decir, el puro cinismo consumado haciendo de las suyas por doquier (Sloterdijk).

Lo que definía concretamente a la metafísica era su capacidad de distinguir bien y mal, verdad y mentira, esencia y apariencia, ser y no ser. La metafísica era la firme convicción de que había algo netamente distinto y diferenciado entre estas categorías (en abstracto, en los términos de un pensamiento puro, la metafísica se hizo cargo de la diferenciación que se establecía en el mito, la religión y todas las prácticas de jerarquización simbólica de las cosas de este mundo). Desde un punto de vista antropológico, la metafísica era el último escollo a una total liberación de lo humano.

Esta convicción es el núcleo racional de toda metafísica, la petición de principio de todo el pensamiento occidental: la fe en que el hombre como ser privilegiado estaba dotado para discernir, para separar las cosas con el ejercicio de su intelecto (es bien sabido que el hombre como imagen de Dios empezó compartiendo la racionalidad de éste para acabar desplegando su propia racionalidad inmanente como creador consciente de su “segunda naturaleza”, la del “reino del espíritu”). Puede criticarse este intelectualismo de toda la tradición metafísica occidental desde Sócrates pero nos libraba de algo peor que él.

Hay quien objetará: el engaño individual deliberado, el fraude organizado no significan nada respecto de las grandes “tareas”, “logros” y “avances” de la época. Bien, de acuerdo, pero de todos modos, la dimensión categorial o esencial del proceso no se le oculta tampoco a nadie: la razón cínica sólo tiene que habérselas, finalmente, consigo misma.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s