Puede llegar un momento en que el hombre pierda el habla y considere que esta pérdida sea una conquista.
Ya ha perdido muchas cosas a cambio de demasiadas mistificaciones.
En efecto, liberados del sexo, en cierto modo de la muerte, también liberados del tiempo y tal vez del destino, no se ve ningún obstáculo para liberarnos también del lenguaje.
La “desregulación antropológica” no tiene por qué detenerse en nada, precisamente porque su única meta es la nada misma. Se insinúa a través de la investigación neurofisiológica y cibernética la puesta a punto de una decisión en la que lo humano y el lenguaje pueden escindirse.
El régimen antropológico de la mutua pertenencia entre hombre y lenguaje puede ser sustituido por medios artificiales.
Hace tiempo que casi todo el mundo reconoce como verdad consumada que el habla humana es demasiado opaca, no es lo suficientemente rápida y ligera para trasmitir la información, está demasiado arraigada en la multiplicidad y polivalencia del sentido, demasiado vinculada a la singularidad de su propia forma, tal vez lastrada por la temporalidad e historicidad de su propia constitución.
En efecto, hay una pesadez en las palabras que conviene someter a tratamiento adelgazante. La ágil monovalencia del sentido en el presente instantáneo del acto comunicativo tiene que imponer un funcionamiento diferente del lenguaje, incluso no sería objetable su propia supresión, pues en el fondo todo lenguaje es un rodeo arcaico en que el hombre se atasca, dando vueltas alrededor de palabras que oponen resistencia a su libertad.
Hay que emanciparse del lenguaje, del mismo modo que nos hemos emancipado de tantas otras cosas puramente humanas.
Se debe sobreentender que una especie humana mundializada no sólo necesita una sola lengua, unos cuantos signos verbales para ir de acá para allá en el movimiento incesante por estaciones, aeropuertos y hoteles.
Una lengua, cualquiera a la que le demos preferencia como código de señales primarias del intercambio mundial, por ejemplo el inglés, es todavía, pese a todo, demasiado humana. Más bien lo que necesitamos es un medio mucho más económico, veloz, conciso y simple, no sólo un medio universal encarnado en ésta o aquélla “interlingua”, esto sigue siendo demasiado precario.
La ciencia y la lógica ya han conseguido franquear ese umbral donde los límites del lenguaje natural han sido transgredidos a favor de la homogeneidad de una determinación única del sentido, a favor de una comprensión trasparente de acuerdo con reglas convencionales de representación.
Si lo que llamamos aún “lenguaje” es tan sólo la mera configuración externa, el simple envoltorio del pensamiento, ¿cómo no concebir que el leguaje tal como es se presenta como un obstáculo del pensamiento?
Lo que en un momento afectaba sólo a ámbitos muy concretos y delimitados (el conocimiento científico y su formulación), pronto avanzará hasta deconstruir las relaciones más elementales entre el hombre y el lenguaje, es decir, muy pronto será necesario dar el predominio absoluto a un pensamiento desnudo, que se habrá desencarnado finalmente del lenguaje que lo sometía, manteniéndolo impuro.
Recientemente, el cibernético que inventó hace unos años el primer “microchip” para ser implantado en un cuerpo humano, ha declarado que el habla tal como la conocemos quizás se vuelva una función inútil, en el caso de que algún día fuera posible llevar a cabo técnicamente una transmisión del pensamiento sin el rodeo arcaico del lenguaje.
Del mismo modo que el hombre como sexo diferenciado ya no será necesario en la reproducción técnica de la especie, del mismo modo que ya no habrá más verdaderos acontecimientos en un tiempo detenido y repetitivo, saturado hasta el vértigo por el fraude y las estrategias preventivas y autodisuasivas, así no vemos por qué la palabra humana, con todo lo que tiene de enigmático, con su carnalidad enojosa o su ausencia inobjetivable, debería perdurar como propiedad de la especie.
Durante mucho tiempo, los filósofos del lenguaje, los teóricos de la comunicación y hasta los escritores de ciencia-ficción, se habían movido en la misma dirección, pero sin llegar tan lejos. Pero su petición de principio puede llegar a realizarse técnicamente.
El lenguaje, pensado exclusivamente como propiedad humana, siempre ha estado sometido al asedio de idealizaciones extremas, casi terapéuticas, que en muchos casos aspiraban a un “perfeccionamiento” del propio “instrumento”. En el fondo, todas esas fantasías higienistas proceden de una incomprensión despreciativa acerca de la “naturaleza” del lenguaje, naturaleza que quedó establecida hace mucho en el pensamiento filosófico occidental como presupuesto inconmovible de lo que es más propiamente el lenguaje.