En el Reino Unido se ha encontrado una solución para el problema de la vivienda a bajo precio: los contenedores portuarios de grandes dimensiones serán reacondicionados como estudios baratos para artistas, estudiantes y demás gente de la pacífica bohemia londinense. Se dice que es una excelente forma de reciclaje industrial.
Una importante obra arquitectónica, el Museo Guggenheim de Bilbao, que debía representar la “modernidad artística”, tanto dentro como fuera del propio museo, tres años después de su inauguración muestra ya síntomas de envejecimiento: se han descubierto manchas rojas en su fachada, al parecer debidas a una oxidación galopante de los materiales industriales de que está hecho el edificio.
Una “performance” montada por el director de cine Bajo Ulloa en Granada, con motivo de la celebración de un Festival del Cómic, despierta el consabido escándalo en las autoridades, al mostrar en la escena a un grupo de actores con la indumentaria talibán, dirigidos por un Ben Laden de diseño, junto a una actriz con “burka” practicando felaciones y recibiendo penetraciones, mientras se quemaban retratos de vírgenes y se hacían alocuciones y arengas de confuso contenido “político”.
Asimismo, ingresa en la gloriosa categoría del Arte la exhibición “Mundos corporales” del médico-artista alemán Gunther von Hangens, que ha descubierto un método químico para “plastificar” cadáveres y mostrarlos en la galería, pues según el médico-artista con modelos vivos no se puede conseguir la individualidad propia del cuerpo: “el interior de un cuerpo es tan distintivo como un rostro”.
En una galería de arte neoyorkina, se presenta una muestra fotográfica del holocausto judío, a la vez que se incluyen toda clase de elementos visuales “kitsch”, donde víctimas y verdugos aparecen hermanados en la misma “degradación”. Se dice que es un “testimonio” para las futuras generaciones.
Michel Houellebecq, en su breve crónica titulada “El arte como mondadura” (“Les Inrockuptibles” 5, 1.995), a propósito de un pase de cortometrajes bajo el título “Películas sin cualidades”, describe que en uno de ellos un artista exhibía su pene: “Después he visto un vídeo de Jacques Lizéne. Está obsesionado con la miseria sexual. Su sexo sobresalía de un agujero en una placa de contrachapado; tenía alrededor un nudo corredizo hecho con un cordel que servía para accionarlo. Lo agitaba mucho rato, a sacudidas, como si fuera una marioneta floja. Esa atmósfera de descomposición, de fracaso triste que acompaña al arte contemporáneo, acaba por hacerle a uno un nudo en la garganta…”
El poeta-novelista comenta: “He pensado en eso toda la tarde, y no he podido escapar de esta conclusión: el arte contemporáneo me deprime; pero me doy cuenta de que representa, con mucho, el mejor comentario reciente sobre el estado de las cosas. He soñado con bolsas de basura rebosando de filtros de café, de mondaduras, de trozos de carne en salsa. He pensado en el arte como mondadura, y en los pedazos de sustancia que se quedan pegados a las mondaduras”.
Por su parte, uno de los más avezados y concluyentes analistas del “arte contemporáneo”, desde Duchamp y Warhol, Jean Baudrillard, viene insistiendo desde hace dos décadas en la naturaleza de los productos culturales como objetos de una delirante fascinación clausurada sobre sí misma, en la simulación de los meros “signos” del arte, del autocomentario interminable de la obra sobre su propia carencia interna de sentido. En un sonado artículo en el diario “Libération”, “El complot del arte” (20-5-96), ponía de relieve esta situación, con una acidez sarcástica habitual en él, pero sin duda resultado de un asco difícilmente ocultable.
Para Baudrillard (que considera el arte actual como un terreno experimental sobre la naturaleza y condición de los “signos”, como espacio ejemplarizante de lo social, tal como se reproduce actualmente), el arte, o lo que se presenta como tal, bajo el rótulo de una categoría histórico-estética literalmente desaparecida e inencontrable, no es nada más que un juego con la duplicidad:
“El arte que explotaba su propia desaparición y la de su objeto aún era una gran obra. ¿Pero el arte que juega a reciclarse indefinidamente apoderándose de la realidad? Y es que la mayor parte del arte contemporáneo se dedica exactamente a esto: a apropiarse de la trivialidad, del residuo, de la mediocridad como valor y como ideología. En esas innumerables instalaciones y performances sólo hay un compromiso con la situación, a la vez que con todas las formas pasadas de la historia del arte. Una confesión de no originalidad, trivialidad y nulidad erigida en valor, e incluso en goce estético perverso”.
En esta breve galería de estupefactos, Félix de Azúa comentaba también la célebre exposición parisina de 1.985, “Los Inmateriales”, objeto de sesudos análisis de especialistas en “Estética”, cofradía de la que él mismo forma parte. Pero al menos él se siente ligeramente incómodo, con esa inevitable sensación de tomadura de pelo lúdico-intelectual, festivo-político-circense que acompaña hoy a todos los productos culturales patrocinados por las instituciones “democráticas”. Hay que releer su “sensación”, su particular “feeling” ante aquella exposición en el edificio Beaubourg:
“El visitante se calza unos cascos y circula (ellos dicen “deriva”) por las salas a su antojo. Todo está perdido de vídeos, transparencias, hologramas, proyecciones, láser, juegos electrónicos y fuegos artificiales inmateriales, es decir, fatuos. Pero como ya adivinó Orwell qué sucedería en 1.984, todo está un poco cascado. Los auriculares dejan de funcionar a la que te descuidas y en lugar de escuchar textos de Bachelard correspondientes a unas proyecciones astronáuticas, oyes jadeos agónicos de Beckett correspondientes a un diorama de cadáveres metropolitanos, con la consiguiente perplejidad, no desprovista de consecuencias. Por ejemplo, consecuencias: estos textos de Bachelard, de Bataille, de Artaud, son, en realidad, música de fondo; nadie se los ha tomado realmente en serio. De manera que uno adquiere la sensación o síndrome de “Supermercado”. Otra consecuencia: todo vale, todo hace sentido; en lugar de Bachelard puede oírse a Alfredo Landa y nada cambia demasiado. Aparte del Hilo Musical Filosófico, las máquinas han sufrido el desgaste de una semana de contemplación apasionada y están hechas un asco; los rayos no dan en el blanco, las transparencias están fuera de registro, la tecnología tiene una esperanza de vida inferior al Bimbollo. Pero ¿qué más da? Lo importante es la banal sensación de que uno está en una exposición inmaterial de discursos filosóficos, artísticos y científicos. Un híbrido de Museo de la Ciencia y Castillo Encantado; breves sorpresas divertidas, en un caldo de pedantería divulgatoria que conmueve hasta las lágrimas a los matrimonios pequeñoburgueses ansiosos de esperanza y progreso. La rudimentaria superficialidad del consumo de artilugios y textos parece pensada para un marine de la VI Flota, ocioso en tanto no abran las casas de lenocinio” (“Crónica de unos posmodernos inmateriales”, revista De Diseño, julio de 1985).
Pero detrás de estos sarcasmos contumaces de la estupefacción, detrás de estas ironías exquisitas de intelectuales, seamos un poco más cautos a la hora de fijar nuestra atención en las “formas artísticas” actuales: muy bien podrían ser tan sólo la forma del pánico indecible, la forma de la Angustia.
La Banalidad como categoría histórica, estética, política y social es el signo de esta entrada post-comatosa en la dimensión, todavía inexplorada, de la angustia que ha sido superada, pero no aún interpretada.