LA RELIGIÓN Y EL MAL (2002)

Hasta tal punto hemos perdido en Occidente el sentido de lo sagrado que todo hecho religioso se ha convertido para nosotros en la manifestación de una innombrable “parte oscura” a la que no podemos ni queremos tratar como se merece. Es como si las formas religiosas, o ligadas a la religión, aparecieran para nosotros como fuerzas estimuladoras del Mal.

No de otro modo se entiende el desgarrador debate actual sobre los fenómenos religiosos  que aparecen como supuestas amenazas del orden occidental. Si el Mal adopta la figura de la religión, el Bien por su parte carece de autoridad: lo que es tanto como reconocer que toda la energía de lo sagrado ha pasado al lado del Mal. Hipótesis contradictoria con los principios recibidos. Pero sólo si nos atenemos a la forma degradada y abyecta de la religión que es el cristianismo occidental y sus sucesores profanos.

¿Cómo se ha podido llegar a semejante comprensión de lo religioso? En un mundo donde nada asume ninguna diferencia antropológica esencial, donde la aparente suficiencia de lo humano se transforma en la autoglorificación de una cultura envanecida hasta la ignorancia de sus propios fundamentos históricos, lo sagrado sobrevive bajo formas que sólo pueden causarnos extrañeza y pánico.

Desde Sade, el mal y lo sagrado, el mal y lo iniciático, el mal y lo ritual, se encuentran en una situación de alianza virtual, pero sólo porque lo sagrado ha abandonado la posición del Bien, o mejor dicho, porque el Bien, para ser exclusivamente fruto del obrar humano, ha debido abandonar a lo sagrado a su suerte.

Así, cuando se habla de “fundamentalismos”, jamás se piensa otra cosa que la religión contemplada desde fuera, ya que el hecho religioso como tal sólo tiene sentido cuando abarca la totalidad de la experiencia, pero claramente separado de lo profano, al que dirige y domina. En las sociedades donde lo sagrado era constituyente, su ambivalencia no permitía la disociación que se ha llevado a cabo en la Modernidad (lo sagrado podía designar tanto al bien como al mal: no se identificaba exclusivamente con el Bien concebido además en términos puramente morales).

Es absurdo imaginar que existe una “religión privada”: ambas palabras son una contradicción en los términos. Sólo la concepción occidental de la religión a través del cristianismo ha podido desembocar en semejante creencia ridícula, y lo ha hecho porque en el origen del propio cristianismo como religión de salvación individual se da ya una relación personalizada  y extremadamente humanizada entre la divinidad y el creyente, una relación en la que lo sagrado por tanto se encuentra ya muy desdibujado.

Sólo puede darse un proceso de desacralización allí donde el origen mismo contiene el germen de lo desacralizado: el cristianismo occidental, como fenómeno exclusivamente occidental, no es el modelo más elevado de lo sagrado, ni siquiera goza de la perfección que le atribuirán los filósofos secularizados que ven muy bien en el cristianismo su propia racionalidad bajo forma aún teológica.

Ahora bien, lo sagrado es necesariamente un fenómeno de orden social, hasta el punto de que Durkheim y la escuela francesa de la sociología de lo sagrado no han podido obviar el hecho de que la sociedad como tal exige una determinada forma de lo sagrado para poder simplemente existir. Lo sagrado no es una legitimación bastarda de lo social sino su constitución misma. Que nosotros sólo conozcamos sus residuos, que tengamos que acudir a la etnografía o a la historia de las religiones para hacernos una idea de lo sagrado, eso sólo representa una carencia y una miseria exclusivamente nuestras, no de los otros, quienes precisamente son otros por esta diferencia radical que se trata de erradicar.

Nuestra sociedad no es propiamente una sociedad profana, pues para que exista una sociedad profana, ésta debe tener una contrapartida en otra forma superior que se le opone y la domina: la que le otorga la dimensión de lo sagrado.

Nuestra sociedad está más allá de esta diferencia, como por lo demás también se ha afanado en borrar todas las demás diferencias antropológicas, hasta el punto que muy bien podría caracterizarse el mundo occidental como aquel mundo “humanizado” que sólo tiene sentido para sí mismo como producto de una deliberada desestructuración de los signos antropológicos de la especie.

Ahora bien, si se abandona toda perspectiva de progreso, ninguna diferencia antropológica fuerte puede ser verdaderamente superada, ninguna forma esencial de lo humano puede ser reemplazada por la autosuficiencia banal de una determinada condición de lo humano.

Toda especulación humanista, por debajo de sus intenciones declaradas de ensalzar al Hombre, es una auténtica máquina de guerra dirigida contra los hombres concretos que necesariamente existen desde determinadas diferencias antropológicas, encarnándolas e invistiéndolas con su propio ser.

Una de estas diferencias, la más radical, la más primitiva, la más llena de sentido en cuanto violenta la constitución de la humanidad occidental, es precisamente la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Occidente sólo ha conocido una experiencia de lo sagrado, precisamente la más pobre y desprovista de sentido.

Se entiende bien entonces que todos los juicios y todas las reflexiones “críticas” de Occidente sobre el hecho religioso sólo le conciernan a él, a la forma anoréxica de lo sagrado que ha conocido a lo largo de muchos siglos en los que se ha gestado la conciencia occidental que en la Modernidad debía dar sus frutos estériles.

Incluso la radicalidad de Nietzsche en su crítica del cristianismo como religión básicamente moral sólo cobra sentido dentro de una única experiencia de lo sagrado: en realidad, Nietzsche no ataca la religión en general sino que dirige su lucha contra la fundamentación moral del mundo que aparta a la existencia de sus fuerzas originarias. Nietzsche tenía un instinto muy fino como para no darse cuenta de la especificidad del cristianismo dentro del universo religioso (una especificidad, la de lo decadente, que queda todavía por analizar, pese a los votos de Nietzsche).

Ahora bien, lo moral como fundamento es ya un derivado fraudulento de los sistemas simbólicos de lo sagrado, que no funcionan en modo alguno en un sentido moral sino en una dimensión ceremonial, ritual y sacrificial. Lo sagrado sólo es moralizado por el cristianismo en vistas a la doctrina del pecado y la redención.

Cuanto más se aleja lo sagrado de esta dimensión que le es inherente, más se debilita y difumina, hasta desaparecer finalmente del primer plano y pasar a la condición de residuo (nuestra obsesión inconsciente consiste en esta búsqueda de los residuos ya puramente estéticos de lo sagrado en los pedazos de nuestras sociedades, pero se trata de lo sagrado residual que nosotros hemos “desfundamentado”, pero no superado).

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