SOBRE LA DESREGULACIÓN DEL SENTIDO (2003-2005)

El verdadero bastión del dominio occidental del mundo no está en el dinero, ni en la tecnología ni en la difusión de sus valores humanistas y democráticos. Estos son sólo los oligoelementos que fluidifican o licúan el mundo hasta volverlo nulo.

La clave del dominio occidental del mundo hay que buscarla en la imposición en todas partes de su principio de realidad: éste conduce inexorablemente a la indistinción de las singularidades, a la exterminación de las diferenciaciones antropológicas que subyacen y definen el sentido (hombre/mujer, adulto/niño, sabio/ignorante, sagrado/profano, público/privado, falso/verdadero, bello/feo, etc: hoy estamos mucho más allá de la mera liquidación o inversión de las categorías centrales de la época burguesa) .

El principio de realidad occidental está íntegramente fundado en este movimiento incesante hacia la destrucción del sentido como anulación de los polos diferenciales.

Quien accede a la “realidad” definida por el principio occidental de realidad accede a la definitiva ausencia de sentido: sólo en ella puede funcionar a pleno rendimiento la indiferenciación de la equivalencia, que hoy se extiende a la totalidad de lo humano. El dinero, la tecnología y los valores humanistas aparecen precisamente allí donde ya no hay nada que significar, allí donde la diferencia antropológica ha quedado desmantelada, allí donde lo humano ha cedido a la violencia del sin sentido.

No sucede lo que suele imaginarse: cuando una “sociedad tradicional” se moderniza no accede a otro sentido, no se encamina a otra vida histórica en una fase superior “progresiva”; lo que ocurre es muy distinto y está a la vista en la trasformación de todos los órdenes europeos durante los dos o tres últimos siglos.

La sociedad que se moderniza, es decir, que realiza plenamente el concepto de Modernidad, se precipita en lo indistinto, en lo indiferenciado: prescribe el sentido, cancela el sistema de las distinciones fuertes, coloca ahí, en medio de todo, lo nulo como realidad sustantiva.

La Modernidad es toda ella esta vasta empresa de descualificación de las diferencias antropológicas fundamentales. La atomización social es sólo el reflejo en la dimensión puramente física de la vida social de este proceso de hegemonía de la equivalencia y del principio de intercambiabilidad general.

Porque lo que configura el principio occidental de realidad es la difusión siempre multiplicada de lo equivalente allí donde existía una rica plétora de órdenes de valor y diferenciaciones. El puro horror a lo indistinto, a lo indiferenciado recorre todo el devenir de lo humano. Los occidentales modernos se han encarnizado por devolver lo humano a su forma exenta, pura, es decir, también a su máxima indefinición.

Ahora bien, el mundo “real” así configurado, incluso en esta total insignificancia de lo real en la que vivimos, sólo llega a existir cuando se ha logrado reducir íntegramente lo humano a su doble, una imagen sin espesor simbólico. La empresa de la Modernidad, la lucha contra el sentido (la crítica ha sido su arma ofensiva, la racionalidad, su máquina de guerra, las ciencias, los obreros especializados…) sólo alcanza su objetivo si consigue fabricar, a partir de ahí, un doble de lo real desprovisto ya de sentido.

Si la realidad hoy nos parece tan inverosímil, tan artificiosa, tan vacía y tan banal es porque se ha alcanzado plenamente el propósito original: si nada es verdadero, si nada tiene poder de convicción, si todo ha caído inerte en la indiferencia, el principio moderno de realidad celebra en ello su triunfo, pero a un precio que no es el esperado.

Reacción en cadena ahora visible en todas partes: ante la pérdida de todo sentido se tiene que reaccionar con la sobrepuja de sentido, es decir, asignando a todas las cosas, en su completa insignificancia o trivialidad, no un sentido sino cualquier sentido, y el almacén de antigüedades occidental está bien surtido, después de siglos de acumulación de las baratijas culturales a que hemos reducido el resto de historias y sociedades.

En efecto, la ardua labor de almacenaje de los signos, es decir, de los disfraces, en el desván de la Modernidad ha sido una de las tareas paralelas al inmenso descrédito en el que la propia Modernidad arrojó a todos los sistemas simbólicos, incluso los suyos propios, en la época en que todavía los necesitaba para confiar en sus propias fuerzas.

Pero hoy el tiempo en el que se realizan las cosas y alcanzan su verdad (lo que les garantiza un sentido transitorio) es sólo el tiempo de las pantallas, el tiempo insignificante en el que nada se realiza verdaderamente. La realidad y el orden de su representación (la imagen sin significación, el lenguaje automatizado, el doble degradado, la copia fraudulenta, la filtración masiva de las falsificaciones…) funcionan conjuntamente: sólo así Occidente ha conseguido durante un tiempo vivir a expensas de la destrucción del sentido.

Hoy, el orden de la representación sólo puede reproducir los restos de una realidad ella misma en naufragio, o más bien, la destrucción de lo real se comprueba en todas partes como no-valor, desde el momento en que el propio orden de la fabricación de los reflejos es el encargado de producir realidad y funcionar en sí mismo como sentido, ahora por fin emancipado de lo real.

Tarea ilusoria y espejismo, porque ni aún así el principio de realidad occidental puede salvarse: está demasiado comprometido con la aniquilación del sentido como para que pueda sobrevivir a su destrucción. Ahora bien, lo que aparece en lugar de esta realidad doblada es el caos originario, la anarquía del sentido y la lucha consiguiente por encontrar uno o cualquiera. Buena parte de la tarea intelectual gira actualmente sobre este gozne, fatalmente chirriante y herrumbroso, todo hay que decirlo.

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